Políticas de lo sensible

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Fig. 5. Jean Fouquet, Retrato del bufón Gonella, 1445. Kunsthistorisches Museum, Viena.


Fig. 6. Matthias Grünewald, detalle de El escarnio de Cristo, ca. 1503. Alte Pinakothek, Múnich.


Fig. 7. Anónimo, Varón de Dolores, siglo XIII.

Podríamos decir que Burucúa parte (aunque no lo mencione explícitamente) de las transformaciones sociales que desde el siglo XV envuelven el propio concepto de la risa y el acto de reír; sobre todo las transformaciones sociopolíticas del siglo XVI, que provocan un cambio en las formas de pensar el cuerpo, cuya representación y lugar en el discurso varían notablemente con la irrupción del comercio y del incipiente capitalismo. Ahí, en ese contexto, está Gargantúa y Pantagruel como obra donde se escenifican los límites del lenguaje y de la risa. Como bien nos recuerda el propio Burucúa en Corderos y elefantes, fue Huizinga[21], en un famoso ensayo sobre el concepto del Renacimiento publicado en 1920, quien señaló que quien «pretendiera comprender hasta el fondo esa época de la historia europea debería, detrás de un rostro de Holbein […], percibir la risa de Rabelais»[22]. Burucúa no esconde, en este sentido, la importancia que Rabelais tiene a la hora de mostrar el cambio en las formas de percibir el cuerpo y la risa en el siglo XVI. En consonancia con estas ideas, Mijail Batjin ofrece una visión de la obra de Rabelais donde lo grotesco en relación con el carnaval ocupa un espacio central; es decir, la risa se sitúa entre el cuerpo físico y el cuerpo social. Es en esa situación entre donde la risa ejerce toda su potencia como cuestionamiento del orden. En La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Batjin desarrolla la siguiente descripción, tratando de contextualizar la importancia (y la incomprensión) de la risa como forma que delata una progresiva transformación cultural:

La naturaleza específica de la risa popular aparece totalmente deformada porque se le aplican ideas y nociones que le son ajenas, pues pertenecen verdaderamente al dominio de la cultura y la estética burguesa contemporáneas. Esto nos permite afirmar, sin exageración, que la profunda originalidad de la antigua cultura cómica popular no nos ha sido revelada. Sin embargo, su amplitud e importancia eran considerables en la Edad Media y en el Renacimiento. El mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época[23].

Platón, mucho antes, había sido consciente de ese peligro de la risa en el marco de lo político. Así lo atestigua en el libro X de la República, y Rabelais, tiempo después, lo demuestra en toda su potencia. La risa traspasa el marco de lo individual, apunta Platón, y viene sobre todo a cuestionar el concepto de orden y de justicia. Lo que provoca el desborde que Rabelais lleva a cabo de esa perspectiva platónica es la aceptación de la posibilidad de invertir toda jerarquía, haciendo que lo inferior se convierta en tema supremo y lo trascendente en banal[24]. El miedo de Platón y del cristianismo se trasparenta aquí, en Rabelais. Recordemos, al mismo tiempo, por ejemplo, el debate sobre la risa de Jesús, la idea de que Cristo nunca rio. O, ya en el siglo XII, cuando san Bernardo de Claraval prevenía sobre los efectos de la risa en una carta a su hermana: «Es un error que alguien ría cuando debe llorar. Por ello se dice que la risa es un error, pues quien ríe, no tiene el día de su muerte en la propia mente. […] No dijo el Señor felices los que ríen, sino felices los que lloran. […] Por lo tanto, hermana querida, evita la risa, casi tanto como un error, y permuta la alegría temporal por el luto»[25].

En el otro extremo, en esta recuperación de la risa y el cuerpo en el imaginario artístico del siglo XVI, sitúa Burucúa el conocido texto de Gian Paolo Lomazzo titulado «Composición de las alegrías y de las risas», que el propio Burucúa traduce. En dicho escrito, publicado en 1584, Lomazzo diseña las formas desde las cuales la risa y la alegría han de escenificarse en un cuadro, transformando ambas finalmente en un tema posible para el desarrollo de la pintura. Por ejemplo, da consejos del tipo «no ha de expresarse [dentro de una composición alegre] nunca nada que demuestre cierta melancolía». O «para expresar con mayor detalle la alegría ha de pintarse la vestimenta cubierta de colores vivaces y alegres, y a menudo estará muy bien colocar niños que jueguen»[26]. En fin, es un manual de cómo pintar la alegría. Sin embargo, el camino no es tanto este aspecto como precisamente su posible fractura, es decir, hallar el límite entre lo representable y lo no representable, entre lo decible y lo no decible en torno al cuerpo que ríe. Hallar algo así como la economía formal de la risa, su economía sensible.

Burucúa, curiosamente, no menciona en La imagen y la risa a Laurent Joubert (aunque sí aparece fugazmente en Corderos y elefantes), quien en 1579 publica Tratado de la risa, uno de los escritos sobre el tema más famosos del siglo XVI. Aquí nos situamos ante un tratado médico en el que se desglosan progresivamente cuáles son las causas y cuáles los efectos de la risa. Joubert es el primero pero no el único. En apenas unos años aparecen en Europa obras como las de Rodolfo Goclenius (Fisiología de la risa y de las lágrimas, 1597), Nincander Jossius (Tratado nuevo, útil y jocundo, sobre la voluntad y el dolor, la risa y el llanto, el sueño y la vigilia, el hambre y la sed, 1603) o Antonio Lorenzo Poliziano (Diálogo bellísimo y utilísimo sobre la risa, 1603); de 1603 es el Tratado de la risa y el llanto de Elpidio Berrettari, o Discurso de la risa, verdadera propiedad del hombre, firmado por Paravacino da Como en 1615. Es obvio, por tanto, que la risa en el final del siglo XVI comienza a ocupar un territorio nuevo, a crear su propio espacio de representación, y esto tiene directamente que ver con la asunción de una nueva sensibilidad y, sobre todo, con la progresiva aceptación del cuerpo como territorio sensible y, por tanto, social y político. Este es un camino sobre el que, tal vez, podríamos situar más tarde a Spinoza.

La risa en el siglo XVI, en el marco de su representación pictórica, ha de verse en conexión con una nueva noción de corporalidad y festividad que tendrá su punto más alto, tal vez, en el siglo XVII con Rubens. En cualquier caso, el mencionado libro de Joubert nos da pistas de esta transformación. Posiblemente, si colocamos el libro de Rabelais junto a este de Joubert, podamos tener una imagen del acto de reír, y del cuerpo que ríe, cercana a la propuesta de lectura de Burucúa. Joubert destaca que la risa proviene fundamentalmente de la destrucción de las formas establecidas. Nos dice al inicio: «Lo que excita en nosotros la risa es ver algo feo, deforme, deshonesto, indecente, indecoroso e inconveniente, siempre que ello no nos mueva a compasión»[27]. Sin duda, esta definición «médica» realizada por Joubert sintetiza en buena medida las formas de representación social de la risa en los siglos XVI y XVII. Y desde ellas se modela –todavía de un modo primitivo– un nuevo tipo de espectador, fuera aún, eso sí, de cualquier marca institucional o lógica dominante. Esta definición, así como el extenso libro de Joubert, por ejemplo, nos puede llevar a entender la idea de Ernst Gombrich sobre El jardín de las delicias de El Bosco, quien en su momento adquirió fama por lo cómico de sus invenciones atravesadas de impulso grotesco[28].

Así pues, lo que podemos denominar como economía de la risa cambia en función de cómo muta la sensibilidad de un momento; sensibilidad que viene también definida por el concepto de cuerpo. En este sentido, escribe: «La contemplación del mundo boschiano, que hoy nos llena de angustia y suscita nuestros más oscuros terrores freudianos, producía en el siglo XVI una risa franca y sin contemplaciones»[29]. El libro de Joubert detecta las causas y los efectos de la risa, y concluye afirmando que se trata de un acto que mezcla placer y tristeza, y que en ese choque incontrolable la risa se desarrolla.

Rabelais, Lomazzo y Joubert dibujan perfectamente tres caminos desde donde la risa se construye como forma, emoción y vida social. Desde la literatura grotesca, la pintura y la medicina se producen tres aproximaciones al acto de la risa y su imagen en el siglo XVI que reaparecerán igualmente a lo largo del siglo XVII, y en cuyas mutaciones hallamos nuevas formas de pensar.

Partiendo de este marco de referencia teórico, podemos adentrarnos en los modos a través de los cuales Burucúa analiza las Pathoformel de lo cómico, esto es, las formas biológicas a través de las cuales la risa se formaliza y transforma.

El objetivo de Burucúa es concreto y preciso: la risa y lo cómico en el grabado europeo. Ahora bien, al mismo tiempo (o como fundamento) trata de mostrar previamente cómo el acto de reír se torna clave para la pintura de los siglos XVI y XVII. El acto de reír no indica la representación de la risa sino la conciencia de un espectador que ríe. Esta premisa es central. No se trata de la risa representada (aunque haya casos donde ocurra) sino de la representación que provoca ese acto corporal que definía Joubert con sorpresa a finales del siglo XVI. Cuerpo, risa y vida social será la fórmula sobre la cual se irá edificando (no sin complejidades) un nuevo modelo de espectador.

 

En cualquier caso, para comenzar a entender este proceso, Burucúa parte de lo que llama el topos de la fiesta campesina, donde, por supuesto, el cuerpo, la risa y la vida social son el eje de toda composición. Este topos tiene el referente evidente de la pintura flamenca de las grandes tablas de Pieter Brueghel el Viejo (Danza nupcial, 1566), así como de sus epígonos Martin van Cleve (El carnaval de la aldea) y Pieter Balten (La kermesse aldeana). En todas estas obras, la risa asoma, como bien señala Burucúa, «en forma de mueca». Una risa asociada al forcejeo de los juegos y al impulso frenético del baile. De este modo, añade Burucúa «que risa, movimiento y danza forman una mezcla regida por el sentimiento de desborde, sin ningún control de las expresiones corporales por parte de alguna regla íntima e incorporada trabajosamente al espíritu»[30]. Podemos en este punto extremar la tesis. Quien radicalizó esta perspectiva, tanto formal como temáticamente, fue posiblemente Rubens en su Kermesse (Fig. 8), donde los cuerpos establecen una visión de sí mismos con una libertad de impulsos y formas totalmente diferente respecto a las obras anteriores. La kermesse de Rubens, pintada aproximadamente en 1632, sintetiza perfectamente el cambio que se produce en lo tocante al cuerpo y la risa.


Fig. 8. Pedro Pablo Rubens, Kermesse, hacia 1630. Museo del Louvre, París.

Si bien Burucúa no se detiene en esta obra de Rubens, conviene que nosotros lo hagamos. Por un lado, tenemos la representación de la corporalidad y la festividad de una aldea campesina flamenca en un contexto social y político complejo. Es en marzo de 1630 cuando Rubens regresa a casa tras algo de más de un año viajando por compromisos diplomáticos por España e Inglaterra, en calidad de emisario de Isabel, en ese momento regente de los Paises Bajos españoles. La misión que le fue confiada era verdaderamente compleja, y alejada del territorio propio de la práctica artística. El objetivo era conseguir lo antes posible un tratado de paz entre Holanda y Bélgica, que estaban en guerra, y restaurar para su propio país un cierto bienestar económico. Ese mismo año de 1630 sí había conseguido otro hecho importante: negoció con éxito una tregua entre España e Inglaterra, con la intención de que esto fuese leído como un paso en la dirección correcta para alcanzar el objetivo mayor. Svetlana Alpers sitúa sobre este horizonte histórico-político la producción de esta obra que representa la fiesta-cuerpo del campesinado. Para Alpers, la cuestión de por qué Rubens pinta esta kermesse y el modo de hacerlo es una respuesta no sólo a la felicidad de quien regresa a casa, sino, en igual medida, una escenificación de la distancia que siente entre su tierra y la forma de actuar de España. En una carta de 1631, cuando está inmerso en esta obra, leemos: «Parece que España quisiera dar este país como botín al primero que venga, dejándonos sin dinero ni orden»[31]. Inmediatamente lanza una especie de grito desesperado señalando que piensa muy seriamente en exiliarse en París. Esto lleva a Alpers a sostener que «Rubens no sólo pintó La Kermesse con motivo de su feliz regreso a casa, sino también en un momento en que sus preocupaciones por el futuro de Flandes eran tan acuciantes que incluso pensaba en abandonar el país. […] La Kermesse está inspirada en una profunda preocupación por el estado de Flandes. En cierto sentido, es una súplica a favor de Flandes»[32]. A continuación, surge la pregunta: ¿qué extraña necesidad pone en conexión una fiesta campesina, con toda la celebración del cuerpo y de la vida que ello implica, con la desesperación de un diplomático-pintor consternado ante la situación de su país de origen? ¿Está de alguna forma tratando de poner en conexión lo sentimental y lo político a través de la celebración de cuerpo que representa la fiesta campesina? Las respuestas podrían ser diversas. Siguiendo a Alpers, la Kermesse puede leerse como la ofrenda que Rubens hace al cardenal-infante Fernando, hermano de Felipe IV; una ofrenda envenenada en la que Rubens celebra a las gentes del campo en la tradición de su vida humilde y tranquila frente a los problemas económicos en los que Felipe IV había metido a un territorio que estaba llamado a ser uno de los más prósperos. De ahí que Alpers sostenga que «La Kermesse no sólo celebra la buena vida campesina, sino también nos habla de realidades económicas»[33]. Y añade: aunque «La Kermesse define una posición pictórica elevada desde la que observar la diversidad de los placeres humanos a los que se dedican los campesinos flamencos en sus fiestas, la obra no cuestiona su estatus social»[34].

Es importante, por tanto, conectar este horizonte sociopolítico con la misma producción formal de la obra, lo que exigiría, en efecto, un detenido análisis. Ahora sólo podemos ofrecer algunas líneas generales. En esta obra lo excesivo se manifiesta de formas diversas y a buen seguro fue capaz de provocar la risa de los espectadores, tanto por su contenido como por su técnica. La combinación o relación de fiesta y danza es posible hallarla en algunos grabados alemanes donde se reflejan las fiestas campesinas del siglo XVI, pero, hasta donde sabemos, no hay rastro de fiestas/bodas cuya celebración se sitúe, por ejemplo, en un paisaje pastoral del tamaño que escenifica Rubens. En realidad, no hay un acontecimiento central que sea capaz de servir de núcleo narrativo del cuadro: el paisaje se dispara en el extremo superior mientras, al otro lado, los cuerpos se dispersan a la vez que se cruzan, se entrelazan, mostrándose en toda su carnalidad al tiempo que en toda su fuerza comunitaria. Es cierto que esta obra, que debía leerse en su momento sobre el horizonte más formal y comedido de obras que reflejaban fiestas campesinas, pudo provocar la risa sincera (tal vez la carcajada) entre el pueblo. El pueblo conocía perfectamente, por los diversos grabados de épocas anteriores, el grado de orden y de festividad que reinaba tradicionalmente en este tipo de representaciones. No sólo eso. En este caso, esa fusión de paisaje-política-cuerpo se establece bajo una forma que al mismo tiempo debe cierta textura al tejido literario de la Antigüedad, del que bebe el propio Rubens. No obstante, si hacemos un recorrido más exhaustivo sobre la relación de esta obra con su contexto, rápidamente descubrimos que el más vivo desprecio lo hallamos entre la gente culta. Si leemos las palabras muy posteriores (1849) que John Ruskin pronunció al contemplarla en el Louvre, nos daremos cuenta:

Una multitud de campesinos en cualquier villa, que beben y bailan como babuinos, y se sostienen entre sí por esa parte del cuerpo donde termina la cadera, abrazándose y –tanto hombres como mujeres– se pelean por una jarra de cerveza. Nunca encontré a Rubens tan vulgar como hoy […] el color no es agradable, ni la forma elegante, y carece de toda gracia; todo es de una brutalidad absoluta […] No puedo creer que un hombre de bien se haya dedicado a pintar esto, soportando el espectáculo de sus propias fantasías[35].

Y en una línea más o menos similar escribió Thomas Eakins desde Madrid:

Rubens es el pintor más desagradable, vulgar y detestable que jamás haya visto. Sus hombres se contorsionan y están entrados en carnes. Sus modelados siempre son toscos e hidrópicos y ningún rasgo está en su lugar exacto, ni tampoco como lo veríamos en la naturaleza […] Sus cuadros me recuerdan a los orinales[36].

No descubrimos nada si decimos que en Rubens el cuerpo adquiere una nueva dimensión sensible. No es casual que poco tiempo después Spinoza, en su Ética, pronuncie sus conocidas palabras: hasta ahora nadie se ha preguntado lo que puede un cuerpo. Quizá Rubens sí se lo había planteado (aunque desde la pintura, un territorio que será bastante ajeno a las preocupaciones de Spinoza). Lo que quiero decir es que la forma en la que Rubens pinta la corporalidad festiva delata una nueva manera de pensar el cuerpo; un cuerpo en un contexto social diferente. Así lo señala Svetlana Alpers: «La ausencia de una identificación del acontecimiento específico y el aura de antigüedad son dos elementos que Rubens emplea para que su obra no sea la imagen de una kermesse o boda, sino un cuadro sobre los placeres humanos encarnados en la representación de una fiesta campesina»[37]. Un cuerpo físico que produce al mismo tiempo un cuerpo social. Pero, ¿qué tipo de cuerpo? Burucúa añade que, junto a Jordaens, Rubens escenifica perfectamente lo que busca: la Pathosformel de lo grotesco.

Posiblemente esta idea de lo grotesco (donde el cuerpo y la festividad se alían) la podamos contemplar con mayor profundidad no a través de la fiesta campesina sino a través de la obsesión que Rubens tuvo por un personaje en concreto: Sileno. Según la hipótesis de Svetlana Alpers, deberíamos estudiar la enorme cantidad de Silenos borrachos que pinta Rubens en relación con la absoluta ausencia de autorretratos en el acto de pintar, en el taller. A diferencia de Velázquez, Vermeer o Rembrandt, carecemos, hasta donde conocemos, de un autorretrato de Rubens en el taller, pintando, elevando la figura del pintor, sobreponiéndola a la imagen del pintor-artesano. La pregunta es simple: ¿por qué?, ¿por qué esta ausencia y cómo se conecta con la recurrencia incesante de la figura de Sileno en su pintura? Sileno es un dios menor, uno más de la corte báquica, un segundón borracho, en definitiva. Ahora bien, ¿por qué es tan importante para Rubens? Según Alpers, Sileno es el dios que en su embriaguez crea, es un doble ser atractivo y repulsivo al mismo tiempo. Nos repelen su cuerpo, sus gestos, su carácter puramente grotesco, pero nos atrae su canto, su capacidad de crear en el acto de cantar. Rubens, lector atento de Virgilio, se detiene en la sexta de sus églogas. Allí se nos narra cómo dos pastorcillos y una ninfa descubren a Sileno borracho y dormido. Lo despiertan, lo coronan con ramas, le untan la frente con jugo de bayas, etc. La representación habitual nos recuerda que es un ser cómico, que cabalga encima de un asno, etc. Pero, insistimos, ¿por qué es tan importante para Rubens? Porque con su canto crea. Considera Alpers, en efecto, que el pintor se retrata no en su taller (como era habitual en el artista que pretende dignificar su trabajo) sino a través de Sileno, es decir, en el acto de la creación misma. O, dicho de otro modo, no con los medios del pintor sino como pintura misma. Se produce un desplazamiento visual. De alguna manera, Rubens trata de modificar la naturaleza mítica de esta figura. Retrata el propio acto de pintar a través del cuerpo grotesco. Escribe Alpers: «Me da la impresión de que la idea que tenía Rubens de Sileno es el resultado de la unión entre el cuerpo enorme de la figura báquica que pudo observar en diversas obras de arte y la descripción de Sileno como profeta órfico o extásico que le descubrió la lectura de Virgilio. Esto le inspiró una representación física del abandono en el acto creativo que le permitía representar la condición de poeta o creador y, concretamente, la condición de hombre como creador»[38]. En este sentido, podríamos afirmar que Rubens está representando a través de una forma de lo grotesco el acto mismo de pintar. Reclama, en cierta medida, que el pintar ocupe, al igual que el poeta, un puesto entre los creadores. Lo curioso, respondería Burucúa, es que lo hace a través de una obra que pudo seguramente provocar la risa, el espasmo de la carcajada, la agitación del cuerpo en la risa. Esta obra –Sileno borracho– fue comenzada hacia 1610, luego formó parte de la colección del duque de Richelieu, pero, cuando Rubens fallece, en 1640, se halla en su estudio, con lo cual suponemos que fue devuelta. Cuerpo, creación y risa como formas desde las cuales podría leerse este cruzamiento de lo grotesco. En este cuadro observamos en el centro a Sileno borracho, en el instante en que ebrio parece perder el equilibrio, a punto quizá de comenzar su cántico, rodeado por seres más o menos báquicos. Un Sileno que aparentemente está siendo sodomizado y a cuyos pies una mujer amamanta a un bebe mientras le acaricia el pene, etc. Esto debió de provocar risa y desprecio, pero también dispuso una nueva forma de entender la pintura.

 

Así pues, tanto este Rubens como el Jordaens de El rey bebedor muestran la evolución de la representación de lo cómico y grotesco desde las formas iniciales en que aparece en el siglo XVI hasta la forma extrema del cuerpo en el siglo XVII, forzando al espectador (aún un espectador desinstitucionalizado) a variar sus puntos de vista.

Para entender la importancia de estas transformaciones en el contexto de su surgimiento, Burucúa señala cómo a lo largo del siglo XVII las obras de Jordaens y Rubens ofrecen «el equilibrio que los gigantes habían conseguido entre lo bajo de las funciones corporales y la elevación sublime del canto de la poesía, un proceso de circulación de experiencias vitales que hizo añicos el gran ataque de los letrados contra la cultura popular europea tras las rebeliones violentas y las guerras religiosas en la primera mitad del siglo XVI»[39]. La tesis que defiende Burucúa es que la imagen de la risa y de lo cómico evoluciona o se transforma. «La risa –escribe– no desapareció, pero pasó a ser progresivamente, antes que un signo de felicidad, un rasgo de desenfreno y antesala de un llanto sin fin en el futuro»[40]. Es en este punto donde Burucúa halla el punto clave de lo que denomina «Pathosformel de lo grotesco». El carácter necesariamente bipolar de la Pathosformel ya había sido anunciada por Joubert en su Tratado de la risa, pero Burucúa afina el tema:

Si toda emoción vinculada a una Pathosformel es, en última instancia, bipolar, la emoción característica de la Pathosformel del ser grotesco lo es desde el principio de nuestro contacto con ella: las figuras grotescas suscitan un sentimiento de desasosiego, de rechazo y hasta de terror, pero al mismo tiempo no estimulan la huida ni el apartamiento de la mirada, al contrario, la rareza, lo inesperado, la variabilidad de sus elementos capturan la atención de los ojos y engendran un rápido efecto de goce[41].

Dicho de otro modo, la idea que expone Burucúa viene regida por la contraposición de lo alto y de lo bajo de las formas a través de lo cual se genera un choque. Pero al mismo tiempo, y es clave entenderlo, también tiene que ver con las formas de la representación. El modo en que Rubens trabaja los cuerpos lo distingue, por ejemplo, de Teniers.

Pero quizá el punto clave de esta lectura reside en el momento en el que Burucúa se centra en el grabado. El grabado exige una lectura diferente de la imagen en cuanto que esta se difunde y se transmite fuera de las líneas habituales del arte. El grabado cruza las clases sociales, exige, es cierto, un conocimiento quizá del gran arte para poder comprender algunas de sus obras, pero en gran medida era accesible a un público amplio. En otros términos, podríamos afirmar que junto a la llamada «revolución de la imprenta» habría que hablar de otra revolución en los procesos de multiplicación y reproducción de las imágenes. Al disminuir los costos de adquisición de este tipo de obras, se formó, por primera vez en la historia de Europa, «un mercado de imágenes abierto a un público amplísimo que alcanzaba las clases populares urbanas e incluso vastos sectores del campesinado»[42]. Sería erróneo, insiste en ello, considerar que lo popular estaba ligado al grabado y que la riqueza estaba vinculada a la pintura. «Para empezar», apunta Burucúa, «los géneros más usuales de las representaciones grabadas interesan tanto a las clases cultas como a las populares: imágenes sagradas para la devoción, pronósticos astrológicos y calendarios, […] o curiosidades sobre la aparición de monstruos, sobre la ocurrencia de portentos y la celebración de fiestas»[43]. Es este contexto dentro del cual las clases populares acceden a un modo cultural distinto a través de una nueva relación con las imágenes. Para esas clases populares, empobrecidas en muchos casos, las imágenes pueden desempeñar un papel de disenso respecto a las formas tradicionales de acceso a lo visual. Este momento es crucial para comprender las herramientas de formación de nuevas políticas de lo sensible. El circuito de las imágenes se complejiza tanto en su producción como en su recepción.

Partiendo de esta hipótesis propone Burucúa una investigación de las imágenes, o, mejor, de la biología de las imágenes, a partir de las colecciones de grabados privadas. Fundamentalmente se centra en la colección de Michel de Marolles, que en el siglo XVII logró juntar más de 13.000 piezas. A partir de su análisis y del marco teórico que ha desarrollado bajo la idea de la Pathosformel de lo grotesco, distribuye las formas de la risa en tres niveles: la risa carnavalesca, la risa satírica y la risa cognitiva. Estas tres formas de risa, que a su vez dibujan formas precisas como el carnaval o la sátira política, Burucúa las condensa bajo una única fórmula que considero acertada, y de la cual, en el fondo, venimos hablando desde el principio: la Pathosformel de la majestad invertida. Esta fórmula es rastreada en los grabados de los siglos XVI y XVII y puede leerse como extensión de la fórmula grotesca antes señalada en la pintura de Rubens y Jordaens.

¿Qué entiende Burucúa por majestad invertida? En primer lugar, para poder analizar esta majestas invertida es necesario tener en cuenta un hecho clave: para lograr desbordar a través de la risa y de lo grotesco aquello que es elevado y sublime, y hacerlo convivir entre sí, es necesario tener conocimiento previo de eso elevado (algo que ya vimos con el bufón Gonella). Es decir, las clases populares podían reírse de los grabados en los cuales lo elevado era ridiculizado si previamente conocían lo elevado, si habían tenido acceso a ello. Por eso señala que «las clases populares tenían contactos diarios con el gran arte eclesiástico y principesco, que también les estaba especialmente destinado para inculcarles los valores, los hechos y la sensibilidad fundantes de la fe religiosa. […] Pues, de no haber sido así, ¿cómo podrían haber causado risa en el pueblo las fórmulas de lo cómico que, según veremos pronto, invertían las Pathosformel de las majestades divina y mundana, y exigían, por lo tanto, de parte de cualquier contemplador, una familiaridad estrecha con las obras del gran arte, del arte serio, que las concretaban?»[44]. A partir de aquí nos ofrece un recorrido por esos grabados en los cuales se produce el choque entre elementos intelectuales y formales. Choques grotescos destinados a sacudir el cuerpo a través de diferentes tipos de risa. Por ejemplo, la forma en que la cultura popular cuestiona el orden marcado por la tradición de la belleza (los nombres de Helena, Cleopatra y Lucrecia [Fig. 9] son puestos en cuestión frente a un modelo de belleza invertido), o cómo esta misma cultura popular tiene la capacidad irónica de voltear las obras destinadas a resaltar los cinco sentidos (Fig. 10), que entre finales del siglo XVI y comienzos del XVIII tan de moda se pusieron (Fig. 11). De este modo, la risa y la reapropiación del cuerpo sirvieron como vehículo desde el cual una cierta cultura popular tomaba la alta cultura para situarla fuera de su lugar desde la risa. Veamos algunos casos.


Fig. 9. Jasper de Isaac, La Bella Helena, Cleopatra, Lucrecia (ca. 1600). Fuente: Bibliothèque nationale de France.


Fig. 10a. Anónimo, Odor, ca. 1630.


10b. Jacques Lagniet, Los cinco sentidos de la naturaleza, sin fecha.


Fig. 11. Pedro Pablo Rubens y Jan Brueghel el Viejo, El Olfato, hacia 1617. Museo del Prado, Madrid.

Comprobaremos pronto cómo en todos ellos se produce un intento de invertir el imaginario de lo establecido, generando al mismo tiempo un doble juego de atracción y de repulsión, donde la dignidad del otro siempre es puesta en cuestión. Esta fue, no cabe duda, una de las armas que las clases populares usaron: la herramienta visual como gesto de cuestionamiento de las dinámicas cultas de poder.

Concluye así Burucúa: «entonces tal vez sea lícito avanzar la hipótesis de una Pathosformel genérica y válida para toda aquella esfera del humor. Sería una Pathosformel a la que denominaríamos de la convergencia imposible, que se haría presente toda vez que, en una representación, los vínculos de los significados y de las formas estuvieran dominados por una tensión y un conflicto insolubles»[45]. En definitiva, hablaríamos de una puesta en cuestión de un orden central, delimitador, así como de la visibilización de un orden conflictivo donde conviven lo serio y la risa, el placer y el dolor, lo alto y lo bajo. A través de la creación de este espacio de conflicto visual se abren, de un modo inaudito, las formas en las que los sujetos se relacionan con las imágenes (y consigo mismos como portadores de imágenes).

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