Políticas de lo sensible

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[36] Grant Gee, Joy Division, 2007 (documental).

[37] «Cuando miras la vida / en una habitación nueva / quizás a punto de ahogarte […] / / Tiempo para un último viaje / antes de que todo termine».

[38] Como apunta Mark Fisher, «la resolución definitiva que Freud da al enigma de lo unheimlich –su afirmación de que se puede reducir al complejo de castración– es tan decepcionante como cualquier desenlace manido de una hsitoria de detectives de pacotilla. Lo que sigue fascinándonos es el racimo conceptual que circula por el ensayo de Freud» (M. Fisher, Lo raro y lo espeluznante, Barcelona, Alpha Decay, 2018, pp. 10-11).

[39] «Esta es la habitación, el comienzo de todo, / nada de buenos retratos, tan sólo las sábanas en la pared. / He visto las noches, llenas de juegos sanguinarios y dolor, / y cuerpos poseídos, y cuerpos poseídos. / ¿Dónde terminará todo esto? ¿Dónde terminará todo esto?/ ¿Dónde terminará todo esto? ¿Dónde terminará todo esto?».

[40] «Hallé la verdad en una habitación con una ventana en la esquina».

[41] «A la vuelta de la esquina donde yacía un profeta, / vi un lugar donde ella tenía una habitación, / una alambrada donde jugaban los niños».

[42] «Yo en mi propio mundo, el que llegaste a conocer / durante demasiado tiempo. / Fuimos extraños demasiado tiempo».

[43] «¿Por qué está tan fría la habitación? / Te has vuelto hacia tu lado. / ¿Me he equivocado en los tiempos? / Nuestro respeto se va secando, / sin embargo queda la atracción / que hemos conservado en nuestras vidas».

[44] «Cuarto lleno de gente, cuarto para uno solo, / si no puedo largarme ahora, el tiempo no llegará».

[45] «Ahora veo tu cara en mi ventana. / Atormenta pero calma, no me liberará. / Algo debe romperse ahora. / Esta vida no es mía. / Algo debe romperse ahora. / Espera hasta ese momento. / Algo debe romperse».

II

El espectador sin centro

La vida interior de las imágenes

Dos casos

LA RAÍZ OLVIDADA. UNA PROPUESTA DE LECTURA

¿Cómo se construye el espectador moderno? Expuesta así esta pregunta, parece, a primera vista, inaccesible en la medida en que eso llamado espectador no se construye de un modo simple o desde una única perspectiva. De hecho, la idea misma de espectador moderno no es más que una abstracción, útil en ocasiones, meramente simplificadora en otras. Sin embargo, la pregunta retorna de un modo recurrente. ¿Cómo se construye el espectador moderno si es que alguna vez ha sido construido en cuanto tal? Demos un rodeo. Dar un rodeo es, tal vez, la forma idónea de hacer tiempo y, al mismo tiempo, puede ser el medio adecuado para comprender que existen múltiples maneras de acceder al centro, si es que este existe. Dar un rodeo tiene entonces algo de método. Comencemos por ahí, dando un rodeo. Y para iniciar este rodeo –que en realidad puede entenderse también como una arqueología– quisiera tomar como eje protagonista a un personaje ciertamente oscuro y disruptivo; un inquietante lector de imágenes. Un personaje en realidad, tal vez, poco atractivo históricamente, pero de quien se nutren (consciente o inconscientemente) algunas lecturas actuales sobre la imagen. Uno de sus biógrafos –quizá el único que haya tenido– definió a este personaje, desde el cual quiero partir, como un «espléndido autócrata victoriano»[1]. Este militar y coleccionista fue, sin embargo, el creador en el siglo XIX de una fórmula o etiqueta altamente interesante que quizá nos suene: biología de las imágenes o biología del ornamento. Me estoy refiriendo al general Augustus Henry Lane Fox Pitt Rivers, más conocido como el general Pitt Rivers, cuya influencia ha llegado a extenderse, a modo de hilo invisible e inapreciable, es cierto, por algunos de los principales teóricos y antropólogos de la imagen del siglo XX y del XXI. Pero, ¿por qué arrancar partiendo de este oscuro personaje? Pues sencillamente porque, recurriendo a su particular manera de entender las imágenes y las formas, así como a su sistema de clasificación, es posible adentrarse con mayor solvencia, quizá, en esas dos formas afectivas marcadamente bipolares que serán las protagonistas de este texto: la risa y el ensimismamiento. Los actores principales serán otros, pero Pitt Rivers será su raíz.

Planteemos las preguntas. ¿Cuáles son las ideas que vertebran el pensamiento del general Pitt Rivers? Y, sobre todo, ¿cuáles de esas ideas nos interesan ahora especialmente? Quien haya visitado el museo que lleva su nombre en Oxford pronto entenderá a dónde quiero llegar. El Pitt Rivers Museum es un museo que, por un lado, posee una de las mayores colecciones de imágenes y objetos rituales del mundo, pero, por otro, nos sorprende no sólo por la colección en sí (que, por supuesto, es fascinante), sino, más allá de eso, por el sistema de clasificación a través del cual se disponen las formas. Ahí está la clave: en su extraño y aparentemente delirante orden del discurso.

Rivers diseña un museo (Fig. 1), hacia los años setenta del siglo XIX, cuyo discurso no se funda en toscas formas disciplinarias ni se basa en un sistema clasificatorio histórico o cronológico o diseñado en función de tradiciones territoriales. En su lugar se propone algo más sencillo en apariencia: un museo de las formas y los usos (Figs. 2 y 3). Es, por tanto, a primera vista, un museo de la evolución de las formas. Ahora bien, si indagamos un poco, enseguida comprobamos que el objetivo (al menos inicialmente) era mucho más complejo. Se trataba de crear un museo en el que a través de las formas se lograse visibilizar las transformaciones dadas históricamente en las maneras de pensar, de sentir y de ver. Un museo –quizá pueda leerse así– que pretendía no sólo hablar de sus piezas sino hacer hablar a esas piezas. Y estas hablarían precisamente de sus observadores, de sus pensamientos y formas de ver y de sentir a lo largo de la historia. Algo así como si las imágenes y formas retuviesen en su interior algo de las miradas del pasado. Esta era la idea revolucionaria (atractiva y delirante) del general y que dejó escrita en un texto clave y bastante confuso titulado «Principios de clasificación», de 1874. Este texto, como ha investigado Carlo Severi, fue ampliamente conocido por los antropólogos de la época hasta llegar al conocimiento de historiadores del arte como Aby Warburg, por ejemplo. Pero aclaremos su posición. No se propone Pitt Rivers hacer historia en un sentido tradicional, ni mucho menos defender una postura meramente esteticista, sino que su objetivo será indagar en la relación inestable y problemática entre imágenes y pensamientos. O, dicho en otros términos, cómo las imágenes esconden en sus pliegues simbólicos recuerdos que se van transmitiendo a través de las formas. Rivers cedió finalmente toda su colección a la Universidad de Oxford a finales del siglo XIX con la condición de que su sistema de clasificación se mantuviera sin alteraciones después de su fallecimiento.



Fig. 1. Imágenes del interior del Pitt Rivers Museum.



Fig. 2. Ejemplo del sistema de clasificación de Pitt Rivers: formas de jugar y llaves.



Fig. 3. Ejemplo del sistema de clasificación de Pitt Rivers: naipes y formas de tratar a tu enemigo.

En cualquier caso, expuestas así sus ideas, nos queda aún pendiente una pregunta: ¿quién fue Pitt Rivers y cuál fue su influencia real?

Carlo Severi ha sido de los pocos teóricos (por no decir el único) que ha dedicado tiempo y espacio a rastrear la presencia de Rivers así como su influencia en otros autores cuya actualidad es notablemente mayor. Carlo Severi, en El sendero y la voz, apuesta por una lectura del general Pitt Rivers en la que este es situado directamente bajo un rótulo acertadamente preciso: «raíces olvidadas». Pitt Rivers es, en efecto, la raíz olvidada de muchos de los estudios sobre la imagen, y de él provienen un sistema de clasificación renovador así como el conocido nombre de biología de la imagen (que realmente ha sido manejado de muchas formas distintas y en diversos contextos). Carlo Severi realiza una descripción breve y afinada de Rivers que no me resisto a citar:

Pitt Rivers fue, a la vez, un brillante militar y un hombre de ciencia valiente y coherente. Entre los primeros defensores de las ideas de Darwin, Pitt Rivers participa activamente en las misiones de guerra de los ejércitos de Su Majestad Británica y se distinguirá en el curso de la guerra de Crimea, en 1850. Su especialidad es la balística, su tarea es instruir a los oficiales sobre la manera más eficaz de usar armas de fuego, participando directamente en los combates. Los primeros textos dedicados a la evolución cultural de los objetos, que explícitamente reivindican la idea de una biología de las imágenes, son suyos. Es suyo, sobre todo, el gran proyecto de museo etnográfico que dará origen al que lleva su nombre aún hoy, en la Universidad de Oxford. Por lo tanto, es a Pitt Rivers, y al nacimiento de su colección extraordinaria, a quien debemos acercarnos ahora para comprender fundamentos y esperanzas de esta nueva «ciencia de las formas» que nace en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX[2].

 

Como vemos, aunque no sea nuestro tema ahora, Pitt Rivers (o el General, como le gustaba que le llamasen) se debate entre dos terrenos: el puramente militar y el dedicado a la memoria interior de las formas. En realidad, fue su pasión original, la balística, la que le llevó posteriormente a la idea de las formas como transmisoras de pensamiento.

En su concepto de evolución, Rivers considera que las formas, las imágenes, los objetos, son depositarios de una memoria viva que constantemente está actuando. Según su idea, es en las formas y en las imágenes y no meramente en el lenguaje donde podemos hallar las maneras de pensar de una época y cómo esa época nos sigue hablando. He ahí la clave de su idea de evolución biológica de las formas e imágenes. El pasado habla a través de sus formas, no del lenguaje, sería una de las tesis de «el General». A lo que habría que añadir que las transformaciones en las formas de ver no son simplemente refinamientos metafísicos, sino que se conectan necesariamente con las nuevas realidades sociales. Según apunta Pitt Rivers, la tarea del investigador de las imágenes no es otra que la de predecir el pasado, expresión que sin duda hubiera encantado a Walter Benjamin. Y creo, sin demasiado temor a equivocarme, que todos los que en algún momento nos dedicamos al estudio de las imágenes, o a la estética o a la crítica cultural en general, estamos en esas precisamente: en predecir las múltiples formas del pasado a través de las imágenes en su relación con la materia y los hechos. Incansablemente buscamos en sus pliegues formales, sociales, políticos, etc., esa pieza que nos permita acceder al pasado desde otro lugar. El mismo Benjamin en algún momento se refirió a ese tipo de conexiones que se iluminan de un modo decisivo siempre y sólo a partir de centros que eran desconocidos para el pensamiento. Así, las más íntimas estructuras del pasado se iluminan sólo a la luz que emana del color blanco de la actualidad del presente. Frente a una posición clasificadora determinada por la geografía o por la historia territorial, «el General» opta por una clasificación de las formas donde estas parecen tener la intención de seguir actuando. De alguna manera es posible entender este modelo clasificatorio desde un radical cuestionamiento del modelo disciplinar ilustrado (al tiempo que reconoce su deuda con él).

Pero, ¿cuáles son esos principios de clasificación que desarrolla Pitt Rivers? Para que nos hagamos una idea, entre los principios de clasificación esgrimidos por «el General» y sobre los que funda su colección, destacaremos dos especialmente, que causaron, en su momento, bastante desconcierto en la comunidad tanto científica como museística. Uno de esos principios de clasificación agrupa, en un mismo conjunto, objetos prehistóricos verdaderos y falsos («falsos modernos», los llamaba), así como cierto número de «ejemplos de formas naturales que pudieron servir como modelos a imitar por las formas artificiales». Su idea es que las formas y las imágenes (y, por tanto, los utensilios) no surgen de una necesidad humana a partir de la cual el ser humano somete a la naturaleza para conseguir materializar esa idea, sino que, según Rivers, sucede justamente al contrario. Primero existen, a priori, las formas naturales y dentro de ellas el ser humano halla lo que busca y lo moldea. La materia así parece que se impone y determina, en cierto sentido, al pensamiento. Este será una de sus curiosos sistemas clasificatorios. Sin embargo, hay un principio clasificatorio, entre todos los demás, que resulta fascinante. Una de las secciones descritas por Pitt Rivers agrupa, bajo un mismo sentido de clasificación, lo siguiente: «la cerámica y sus sustitutos; las maneras de navegación, los vestidos, los modos de entrelazar y tejer, el ornamento personal, el arte realista, el arte convencional, la ornamentación, los enseres, la decoración de la casa, los instrumentos musicales, los ídolos y los emblemas religiosos, el dinero y los sustitutos del dinero, las armas de fuego, […], espejos, cucharas, prendedores y juegos»[3]. Este extraño listado indica una nueva manera de concebir el orden clasificatorio de las imágenes. La cuestión es evidente: ¿cuál es el resultado posible de todo esto?

Esta lógica clasificatoria podría recordar perfectamente al relato borgeano titulado «El idioma analítico de John Wilkins», donde habla del modo en que se clasifican los animales pertenecientes al emperador. Sin embargo, existe una lógica de las imágenes en Pitt Rivers, o debe existir. «El General» tiene claro que sólo accediendo a las imágenes por su lado vivo y evolutivo es posible hacer hablar al pasado. Lo que nos dice es que las formas y las imágenes poseen un impulso interno y memorístico que nos habla: las cucharas y los modos de entrelazar y de tejer de una época, por ejemplo, comparten (o deben compartir) modos de pensar, modos de ver el mundo. Las formas hablan entre sí y con nosotros. Según su tesis, las imágenes y las formas, catalogadas así, pueden permitirnos reconstruir operaciones mentales del pasado. Esto es clave en Rivers, y no todos sus seguidores supieron verlo. No se trataba simplemente de situar formas similares unas junto a otras, sino de observar cómo desde esa variedad de formas los objetos portan su propia memoria. Severi lo explica perfectamente: «Pitt Rivers ya había comprendido que el primer reflejo del hombre primitivo no era trazar una forma sobre un soporte, sino reconocer la existencia de una forma en el ambiente. Un acto mental, relativo a la mirada, tenía necesariamente que preceder a la invención y realización del objeto ma­terial»[4]. En este sentido, Jonathan Crary ha hablado –desde un ángulo similar– de cómo las formas nos hablan, tácitamente, no sólo de sí mismas sino, sobre todo, de sus observadores. He ahí una de las claves de la importancia e innovación de Pitt Rivers. Él mismo llega a hablar de una «vida psíquica automática» detrás de las imágenes. Señala que la invención de objetos y de formas está profundamente vinculada a aquellos aspectos instintivos e inconscientes de la actividad mental que Rivers llamaba mente automática. Un vistazo a su museo puede servir para ilustrar su objetivo: el modo en el que ciertas operaciones mentales se preservan en el tiempo a través de la evolución de las formas. Aquí es donde «el General» introduce la expresión biología de las imágenes. De alguna manera lo que trata de sintetizar es que estudiando la gramática de los objetos e imágenes podemos aprender a conjugar su lengua.

(Abramos un paréntesis en medio de este rodeo inicial. Esta idea de las imágenes como piezas de conversación que nos sirven para dialogar con sus observadores es, de alguna forma, detectable en el modo en el que más cerca de nosotros Michael Baxandall ha hablado de La Anunciación [Fig. 4] de Piero della Francesca, por ejemplo. Es decir, acerca de cómo esta obra nos habla en realidad de sus observadores. Contemplemos la imagen. Acerquémonos a ella como si, tras un extraño colapso, nada supiéramos de la cultura cristiana. ¿Qué ocurriría? Michael Baxandall propone este juego de ficción: «Si todo el conocimiento cristiano se perdiera, una persona bien podría suponer que ambas figuras, el arcángel Gabriel y María, están dirigiendo una suerte de devota atención a la columna. Esto no significa que Piero narre mal su asunto; significa que podía confiar en que el espectador reconociera el tema de la Anunciación con bastante rapidez. […] Porque la gente del siglo XV diferenciaba más precisamente que nosotros entre las etapas sucesivas de la Anunciación, y [hay una] suerte de matiz que ahora perdemos en las representaciones del Quattrocento sobre la Anunciación»[5]. Ese matiz que nos perdemos es el modo en el que alguien del siglo XV podía perfectamente señalar, sin ningún tipo de problema, qué momento exacto de la Anunciación [inquietud, reflexión, sumisión, etc.] se está representando. Podría leer la imagen sin más necesidad que la imagen misma. He ahí formas desde las cuales las imágenes siguen generando espacios de lectura. Cerramos paréntesis.)


Fig. 4. Piero della Francesca, La Anunciación, 1452-1466. Iglesia de San Francisco, Arezzo.

En este sentido, el proyecto del general Pitt Rivers, así como su figura, darían para más de una conferencia. Sin embargo, no es ahora nuestro objetivo. Esto no es más que un rodeo, una forma de hacer tiempo. En cualquier caso, aun a riesgo de ser simplista, podríamos resumir en dos claves su propuesta: a) los objetos y las imágenes son capaces de hablar (recordemos, en este sentido, sus palabras: «estudiando su gramática podemos aprender a conjugar su lengua»[6]); b) las formas, por extensión, reflejan ideas. Ambos elementos, sin duda, ocuparán bastante tiempo después un amplio campo de los Estudios Visuales. Ambas son ideas –con sus diferencias y matices, obviamente– que podemos rastrear en W. J. T. Mitchell, por ejemplo, o en Keith Mo­xey. Sin embargo, como bien señala Severi, hallamos las raíces olvidadas en personajes como Rivers, un general victoriano del siglo XIX.

Su obra, en cualquier caso, cayó más o menos en el olvido. Y su museo ha permanecido como una reliquia, o como la aventura de un militar excéntrico. No obstante, algunos antropólogos e historiadores supieron entender que tras esa idea de «biología de las imágenes» podría hallarse un lugar efectivo para releer el pasado o, mejor, para hacer del pasado un territorio constantemente activo. Rivers no intentaba etiquetar (como él reconoció en otros arqueólogos o coleccionistas), sino que trató de dar constante vida a las imágenes; en definitiva, ponerlas a dialogar en una conversación infinita (con el pasado y con el presente).

Entre lo que podríamos denominar «sus seguidores» no sería complicado rastrear una presencia en importantes antropólogos como Alfred Haddon o figuras hoy sobradamente conocidas como Aby Warburg. Curiosamente no suele tenerse en cuenta la figura de Rivers ni su idea de la biología de la imagen cuando hablamos de Warburg. A excepción del texto de Carlo Severi, es complejo hallar estudios que vinculen a ambos autores. Alejado de esteticismos y de lecturas planas de la Historia del arte, Rivers es conocido por Warburg a través de los libros de Haddon[7], quien reproduce las ideas de Rivers en varias obras, las cuales fueron ampliamente conocidas y anotadas por el propio Warburg.

Precisamente en una enigmática nota de 1923, que nunca fue publicada en vida, Warburg escribe:

[…] estaba sinceramente disgustado con la historia del arte esteticista. Me parecía que la contemplación formal de las imágenes –que no la considera como un producto biológicamente necesario entre la religión y la práctica del arte (un aspecto que comprendí más tarde)– no fuera más que una manera de comprar y vender palabras[8].

Tal como propone Severi, este biológicamente necesario no puede ser una simple metáfora o un simple adorno gramatical. Leamos completa la frase: la imagen entendida «como un producto biológicamente necesario», escribe Warburg. En este sentido, opuso de un modo continuado el punto de vista meramente formalista/esteticista a una perspectiva completamente diferente que el propio Warburg caracteriza en varios momentos bajo términos como biología o botánica. Por ejemplo, repite, en uno de sus cuadernos de viaje, las mismas ideas: «Quien no es capaz de comprender la necesidad biológica de la imagen se dedica a la compraventa de palabras»[9]. Warburg, a este respecto, acepta las líneas motrices del pensamiento abierto por Pitt Rivers, fundamentalmente si nos referimos al hecho de cómo las formas y las imágenes contienen su propia memoria más allá de sentidos cronológicos o geográficos. Escribe Severi: «La perspectiva antropológica de Warburg ahonda sus raíces en el mismo terreno sobre el que había nacido, pocos decenios antes, a través de intuiciones geniales y contradictorias de un general que se convirtió en gran coleccionista, el acercamiento biológico al estudio de las imágenes»[10]. Si bien es cierto que Warburg acepta las ideas de Pitt Rivers, también es cierto que las lleva mucho más lejos, las desarrolla, las afila y las afina para construir con solvencia un modelo de lectura de las imágenes del pasado altamente innovador.

 

En definitiva, Pitt Rivers, «el General», abrió un camino que nos permite todavía hoy hallar en los pliegues de las formas espacios que continúan en diálogo con el presente.

LA MAJESTAD RIENTE

Así pues, Pitt Rivers nos ha de servir de raíz, de marco u horizonte. Y, salvando las distancias y mal leyéndole quizá, creo importante volver a su idea de biología de la imagen para lograr entender la vida interior de las imágenes. En cualquier caso, la pregunta que ahora nos hacemos es la siguiente: ¿cómo las formas del pasado siguen actuando en el presente y cómo afectan en la construcción del espectador moderno? Esa era la pregunta de «el General», o de Warburg, pero también la nuestra. Esas intuiciones de Pitt Rivers las hallamos replanteadas, desarrolladas y complejizadas en autores contemporáneos. Evidentemente, hemos de tener cautela si tratamos de hallar conexiones. Arriesgando bastante podríamos hablar de W. J. T. Mitchell y su idea de vida de las imágenes. Mitchell escribe: «Las preguntas pertinentes en relación con las imágenes no deben referirse exactamente a qué significan o a qué es lo que hacen, sino a cuál es el secreto de su vitalidad y a qué es lo que quieren»[11]. El propio Mitchell recurre a la idea de la biología al sostener que, «como los organismos, [las imágenes] pueden moverse de un ambiente mediático a otro, de modo que una imagen verbal puede renacer en una pintura o una fotografía, y una imagen esculpida puede ser ofrecida en el cine o en la realidad virtual»[12]. Estas podrían igualmente ser líneas invisibles que traen al presente las ideas del general Pitt Rivers. Entre ellas está la certera afirmación de Michael Baxandall: «Los cuadros son, entre otras cosas, fósiles de la vida económi­ca»[13]. Las imágenes como fósiles activos (valga el oxímoron) de una forma de pensar y de sentir que aún están por desvelar y que nunca estará cerrada.

Podríamos igualmente traer a colación a otros autores. Obviamente a George Didi-Huberman o, por ejemplo, quizá de un modo más cercano a las intuiciones de Rivers, a David Freedberg, quien en El poder de las imágenes[14] aborda precisamente el modo a través del cual las imágenes generan tipos diferentes de respuestas. Una teoría de las respuestas, que es lo que desarrolla Freedberg, hubiera sido, a buen seguro, del agrado del general Rivers. Y en una línea similar podríamos hablar igualmente de Keith Moxey.

De todas las posibles lecturas afectivas relacionadas con esa biología de la imagen, tal como aquí la hemos entendido, voy a centrarme en dos marcadamente bipolares: la risa y el ensimismamiento. ¿Por qué estas dos formas y no otras? Esta pregunta encierra muchas respuestas, pero existe una especialmente interesante para mí en este momento: ambas son formas afectivas que se relacionan directamente con las transformaciones que se dan en el arte en un momento clave: la construcción del espectador moderno. La risa, por un lado, hace referencia a la recuperación del cuerpo como espacio de una nueva sensibilidad. El cuerpo aparece así como imagen de la festividad y, al mismo tiempo, como territorio de todo un nuevo imaginario social. Por su parte, el ensimismamiento será una forma posterior altamente compleja que la modernidad del siglo XVIII tomará para construir la paradoja de la cual se nutre un nuevo tipo de espectador. Entre la risa y el ensimismamiento, como dos formas afectivas distantes, podemos hallar la posición del espectador moderno así como el replanteamiento del acto creativo. Para que exista el espectador moderno ha de haber también, por su parte, una toma de conciencia de su propio cuerpo y la relación de ese cuerpo con las transformaciones sociales.

En el primer caso, quien, desde mi punto de vista, ha estudiado con mayor profundidad esa biología de la imagen en relación con la risa, desde una perspectiva cercana a las ideas de Pitt Rivers, ha sido el teórico argentino José Emilio Burucúa. Él será ahora nuestro protagonista. No en vano fue él quien hizo la introducción al público de habla hispana del libro de Severi donde se nos presenta a Pitt Rivers en relación con Warburg. No sólo eso. En un texto titulado «Las tragedias y los desgarramientos de la Historia»[15], un trabajo dedicado a Warburg, incide en la necesidad de recuperar (o al menos tener en cuenta) el legado metodológico de Pitt Rivers. En cualquier caso, cruzaremos su lectura con otras lecturas que nos permitan pensar esa nueva corporalidad de la risa. Por otro lado, traeremos a colación a un lector de imágenes aparentemente distante de este tema, como es Michael Fried. Sin embargo, su concepto de ensimismamiento retrata perfectamente formas desde las cuales las imágenes siguen dialogando con nosotros.

Si nuestro objetivo es leer la lectura de la imagen de la risa efectuada por Burucúa, debemos necesariamente recurrir a dos de sus obras: Corderos y elefantes. La sacralidad y la risa en la modernidad clásica, publicada en 2001 y que supone un recorrido monumental, detallado y preciso hasta el exceso, de las transformaciones de la risa en la modernidad, y La imagen y la risa. Las Pathosformeln de lo cómico en el grabado europeo de la modernidad temprana, de 2007. Sobre todo nos fijaremos en esta segunda obra, sin obviar, lógicamente, el peso de la primera. En La imagen y la risa es donde profundiza en esos elementos formales y visuales de la risa que aquí nos interesan.

Vayamos a la raíz de su lectura. Burucúa parte de Warburg. Primero, del propio concepto de Pathosformel o, mejor dicho, de la necesaria aceptación de la imposibilidad de definir en detalle este concepto. Burucúa trata de reunir en esta enmarañada definición tan complejo concepto:

Una Pathosformel es un conglomerado de formas representativas y significantes, históricamente determinado en el momento de su primera síntesis, que refuerza la comprensión del sentido de lo representado mediante la inducción de un campo afectivo donde se desenvuelven las emociones precisas y bipolares que una cultura subraya como experiencia básica de la vida social[16].

Esta intrincada definición delata, desde mi punto de vista, tres elementos clave: nos habla de formas («un conglomerado de formas», escribe exactamente) ancladas en un momento histórico, que están relacionadas con emociones complejas y que se apoyan en la vida social y en comunidad. Si recurrimos a Bergson, encontramos, precisamente, esta necesidad de vincular necesariamente la risa con lo social. Escribe Bergson: «Para entender la risa hemos de devolverla a su entorno natural, que es la sociedad, y sobre todo hemos de determinar la utilidad de su función, que es social. […] La risa debe responder a ciertos requisitos de la vida en común, debe tener una significación social»[17]. En cualquier caso, sobre estos tres elementos –formas, emociones, vida social– tratará Burucúa de rastrear lo que considera un elemento central de la primera modernidad europea: la representación de la risa y de lo cómico. Dicho en lenguaje de Pitt Rivers, pretende predecir las formas del pasado, hacerlas hablar.

Ahora bien, cuando Burucúa habla de la risa como forma y como imagen, hemos de tener una precaución: no sólo se refiere al acto de reír en sí mismo, o a la representación de la risa en cuanto tal, como gesto representado sobre el lienzo, sino que, más allá de eso, a lo que apunta es hacia la posibilidad de definir el contexto más amplio del proceso afectivo asociado con la risa; esto es, trata de pensar en las formas del propio cuerpo que ríe, del cuerpo que toma conciencia de ese acto como algo fracturador o disonante. Trata, pues, de pensar no sólo qué es la risa, sino qué la provoca, así como para qué sirve en el marco de sus diferentes representaciones formales y sociales. En definitiva: pretende comprender al espectador, es decir, aquello que impulsó al espectador a verse como tal, como sujeto riente, a partir de la obra que ha llegado hasta nosotros. Burucúa lo expresa del siguiente modo: «Tal vez no fuese tan compleja la cuestión de cómo representar una cara risueña o un cuerpo dominado por la carcajada, pero lo que tal vez plantease problemas difíciles fuera provocar la risa a partir de una imagen y hacerlo de manera eficaz e inequívoca, con el mismo dominio de los efectos expresivos que la pintura europea del siglo XV había alcanzado en el plano de las emociones ligadas a la faz trágica»[18]. He ahí una de las cuestiones clave: cómo hacer reír y cuáles son los recursos formales que poseían tanto el artista como el espectador para alcanzar esa comunidad riente. Un simple ejemplo. Si nos fijamos en el Retrato del bufón Gonella (hacia 1445; Fig. 5), nos topamos con una paradoja al respecto: para lograr una expresión cómica, el artista tuvo que echar mano de las fórmulas presentes en su época, es decir, la iconografía propia del escarnio de Cristo, y desde ahí señalar la risa del bufón (y la que provoca en el espectador). Este esquema formal, marcadamente bipolar, como supo leer Carlo Ginzburg, se repite en el mismo contexto histórico. Esta idea, la de partir de modelos elevados, heroicos y trascendentes, fue habitual en el siglo XVI. Y lo fue porque no había otro modelo. Era posible pasar al humor porque, precisamente, se conocía el esquema formal del dolor y la tragedia (Figs. 6 y 7). Es decir, había que descubrir la risa partiendo de los modelos previos de sufrimiento coporal. Paul Barolsky, en un libro de 1978 titulado La broma infinita[19], trazó un panorama histórico del modo en que «el arte italiano del Renacimiento usó el recurso del humor y produjo imágenes grotescas o satíricas, que debieron de provocar risa a partir de representaciones mitológicas presumiblemente heroi­cas»[20]. Es, pues, en esta evolución de las formas donde Burucúa halla la posibilidad de pensar la risa como cuestionamiento formal de lo elevado, como inversión de todo lo jerarquizado (empezando por una nueva forma de ver el cuerpo humano) y, al mismo tiempo, como construcción o representación de pensamientos vinculados a nuevas formas sociales.