Amianto

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LA HISTORIA

A partir de una historia particular, «la historia obrera de un tipo cualquiera, una historia como tantas», Prunetti nos desvela una parte de la Historia con mayúscula de los últimos setenta años. Siguiendo la vida (laboral) de Renato encontramos las vidas de tantas y tantos trabajadores, pero también las transformaciones económicas, productivas y laborales que han liquidado un mundo, aquel en que comenzó a trabajar Renato, y nos han dejado un nuevo mundo: este en que el hijo de Renato vive en la precariedad y la incertidumbre, mientras el prometido ascensor social —que permitió enviar a la universidad a los hijos del proletariado— se avería, se queda parado, o directamente los arroja por el hueco.

En sus últimos años de actividad, Renato conoció ya los cierres de fábricas, las deslocalizaciones, la externalización empresarial, las subcontratas, los falsos autónomos, la precariedad creciente que desde entonces no ha hecho sino extenderse. Renato pertenecía a una generación, la que suscribió el pacto social de la posguerra, al menos en Europa: el gran acuerdo que, tras varias décadas sangrientas, proponía un modelo de convivencia pacífica donde los trabajadores aceptaban el sistema capitalista (renunciando por tanto al horizonte revolucionario, que entonces era un escenario verosímil), a cambio de ciertas «compensaciones»: democracia, libertad, bienestar, prosperidad, derechos sociales.

¿Qué pasó para que hoy todo esté en repliegue: la democracia intervenida por el poder económico, las libertades en retroceso, la prosperidad quebrada por la profunda desigualdad de la última crisis, los derechos sociales amenazados, la primera generación desde la posguerra que vivirá peor que sus padres, considerablemente peor que sus padres? ¿En qué momento se quebró el pacto de posguerra? ¿Por qué los trabajadores seguimos sentados a la mesa de negociación cuando la otra parte, el capital, hace tiempo que se levantó, puso otras reglas de juego y reanudó la lucha de clases, partiendo además con ventaja?

LA MEMORIA

Amianto es un ejercicio de memoria. La memoria personal, familiar, de Renato y de su hijo Alberto; pero también la memoria colectiva de toda una generación de trabajadores. Y como toda memoria colectiva, esta también responde a los tres principios que enarbola toda lucha contra el olvido: verdad, justicia y reparación.

Aquí hay verdad, el libro está armado a partir de una investigación rigurosa, exhaustiva, que lo aproxima al ensayo y el reportaje. La verdad sobre aquellos «crímenes blancos» que afectaron y siguen afectando a miles de personas en Italia, muchas más en todo el mundo. La verdad sobre la muerte de Renato, cuyo reconocimiento como víctima exige la familia ante un tribunal. La verdad sobre los responsables, autores materiales, cómplices, encubridores. Por supuesto, Alberto Prunetti no es el primero en denunciarlo, hay investigadores, activistas, sindicatos y colectivos de afectados que llevan décadas luchando por conocer y difundir esta verdad trágica.

Es también un ejercicio de justicia, aunque sea la más modesta justicia poética que permite la literatura, en paralelo a la exigencia de justicia que la familia consigue ante los tribunales. ¿Consigue? No: «Justicia es no morir en el trabajo, no morir ni ver morir a tus propios compañeros».

Y la reparación. Claro que la literatura tiene capacidad reparadora, aunque sea humilde y tardía. Reparación para tantos Renatos explotados, enfermos, inválidos, muertos prematuros. Reparación y agradecimiento, reconocimiento de deuda, de lo mucho que debemos a aquellos sobre cuyas espaldas (y manos, y pulmones, y vidas) se levantó todo lo que hoy tenemos, todo lo que hoy está amenazado y debemos defender también por ellos, para no traicionarlos.

LA NOVELA

Hacer memoria permite contar, restituir el relato. Contar, contarnos, para que no nos cuenten otros. Construir nuestro propio relato para no acabar comprando otros en el mercado de relatos en que vivimos. Si la crisis de la última década es, entre otras cosas, también una crisis de relato, si nos cuesta contar(nos) estas vidas fragmentadas, discontinuas e inciertas, Amianto es una buena propuesta, una posibilidad de relato propio.

Una novela (sí, es una novela) que participa del ensayo, la investigación, el reportaje, el panfleto, la biografía o la autoficción, para lograr un texto sin género definido, en el que cabe todo (es decir, una novela).

Novela manual, en el sentido de hecha con las manos: armada como una estructura de tubos soldados, encajando piezas y ajustando cada parte, con apariencia desordenada, torrencial, pero de gran precisión estructural. Habla el autor de «no aflojar las abrazaderas de la narración que aprietan como mandíbulas la pulpa leñosa de esta historia», y lo imaginamos en efecto enroscando y atornillando testimonios, documentos, voces, emociones, metáforas, hallazgos de lenguaje.

Novela política, que no social, al menos como yo entiendo la distinción: novela política sería aquella que no solo pone la mirada en un conflicto social (como hace la buena novela social), sino que además vuelve conflictiva la propia escritura, es política en su tema pero también (o especialmente) en su forma. Novela que asume que toda impugnación de un orden social (y Amianto lo es) pasa necesariamente por una impugnación del orden formal que lo legitima y reproduce. Y ese orden formal sería la novela burguesa, contra la que está escrita esta novela obrera.

Novela obrera, no solo por contar una historia obrera con protagonismo obrero y conciencia de clase, escrita por un obrero (trabajador cognitivo precario se define a sí mismo), de familia obrera y criado en barrios obreros, y que además escribe para sus iguales, para los obreros muertos, para los supervivientes, y para el nuevo proletariado de hoy. Todo esto ya sería suficiente para colocarle la etiqueta, pero si Amianto es una novela radicalmente obrera lo es por su escritura, por sus decisiones formales, por sus elecciones estéticas que son por supuesto éticas. Es una novela obrera porque evita las trampas dulces de la novela burguesa, prescinde de un realismo convencional (y comercial) que acaba siendo conservador y reproduciendo una visión (burguesa) del mundo.

Amianto nos sirve como un manual, o más bien un contramanual: todo lo que no hay que hacer si uno quiere escribir una novela obrera. Todo aquello que solemos detectar en novelas sociales bienintencionadas y que no aparece en esta. Aquí no hay paternalismo, condescendencia, obrerismo sentimentalizado, superioridad moral. No se intenta «dar voz a los sin voz» ni devolverles la dignidad, como si no anduviesen sobrados de ambas, voz y dignidad. No hay fácil épica, ni tampoco victimismo, no se subrayan literariamente los aspectos trágicos. No es una novela dramática, sombría y desesperanzadora; al contrario, contiene mucha luz, humor, energía, orgullo, momentos felices, vida.

Ni hablar de estetizar todo aquello de lo que otros autores harían altísima literatura: el trabajo mismo, lo manual, pero también la explotación, la miseria, el dolor o la muerte. Lo que no significa renunciar a toda la belleza que cabe en una historia así, que es mucha. La mirada de Prunetti no es ajena, exterior, turística. Escribe desde dentro, todo el dolor es suyo, como lo es también toda la dicha.

Una novela que, pese a resistirse a ser etiquetada, no está escrita en el vacío, desde cero, sino que se vincula orgullosamente a una tradición de literatura política y de novelas obreras. Su genealogía es fácilmente rastreable, pero estira ese hilo rojo para traerlo a este hoy inestable, y así escribir una novela que es también inestable, precaria, como nuestras vidas.

Termina aquí este prólogo en zoom. Desde el relato volvemos a replegarnos hacia la memoria, la Historia, el capitalismo, la clase obrera, la vida, la fábrica, el trabajo, el cuerpo y la mano. La mano que trabaja, la mano de Renato.

Isaac Rosa Sevilla, enero del 2020

NOTA SOBRE LA BANDA SONORA

Los títulos de los capítulos hacen referencia a canciones de Nada Malanima y de Piero Ciampi. Aunque rondaban también por mi cabeza los músicos livorneses Bobo Rondelli, I Licantropi, Pardo Fornaciari, Luca Faggella y la canción Pugni chiusi (Puños cerrados), interpretada por Demetrio Stratos en la formación beat de I Ribelli.

Ma che freddo fa (Qué frío hace), de Nada Malanima.

Andare, camminare, lavorare (Ir, caminar, trabajar), de Piero Ciampi.

La polvere si alza (El polvo se levanta), de Piero Ciampi.

Pioggia d’estate (Lluvia de verano), de Nada Malanima.

Cuore stanco (Corazón cansado), de Nada Malanima.

In un palazzo di giustizia (En un palacio de justicia), de Piero Ciampi.

QUÉ FRÍO HACE

Me habría gustado que esta historia no hubiera sucedido realmente. Que fuera producto de la fantasía del autor, como se suele decir. Sin embargo, es la realidad la que llama a la puerta en estas páginas. La imaginación ha rellenado los huecos como yeso de poco valor y ha redibujado ciertos episodios para reflejar mejor la historia de una vida y de una muerte. De una biografía obrera.

El relato debería sostenerse como un racor que une numerosos tubos diversos. Él siempre lo decía: ponle cable de cáñamo, que resiste más que el teflón. Solo debes tener cuidado de respetar el sentido del trenzado y ligarlo todo con un dedo untado en masilla verde. Después aprieta con fuerza, pero sin ensañamiento. No debe perder.

 

Así lo he hecho, con la pluma. He tratado de respetar el trenzado de la historia, sin forzar el ritmo de los acontecimientos, sin estrangulamientos. He usado la masilla de la fantasía y he apretado, sin ensañamiento pero con firmeza, el orden del discurso. No gotea: he colocado un cartón debajo y las lágrimas se han secado. Era preciso soldar de este modo la plomería de las grandes instalaciones y la memoria de los hombres que unieron kilómetros de tuberías y acero durante toda una vida. Para llevar la presión sanguínea a los canales de la existencia, para bombearla a los depósitos de la memoria y verla gotear día tras día fertilizando la página.

Él viste una funda verde y guantes de gamuza. Dobla una pierna y se apoya en el suelo de gravilla de la fábrica. Empuña la radial. Con un golpe de mazo en la cabeza de un destornillador de mango romo, en dirección contraria al sentido de rotación, afloja la abrazadera que fija el cepillo e inserta un disco de corte. Luego, con el pulgar enguantado, empuja el interruptor hacia arriba. El disco comienza a girar de inmediato, a una velocidad de diez mil revoluciones por minuto. Lo acerca al tubo gris. Al entrar ambos en contacto el ruido cambia, se transforma en un chillido metálico, seguido por una explosión de chispas y la proyección hacia arriba de una ducha seca de partículas fibrosas y regulares. Son pequeños dardos cristalinos. Saetas invisibles capaces de descender a lo largo del esófago, de penetrar en los pulmones y permanecer pegadas a la pleura durante veinte, treinta, incluso cuarenta años, provocando una herida mal cicatrizada que el organismo no logra erradicar y que da paso a un proceso de degeneración celular. Un tumor.

Él despliega un alargador industrial que se extiende por el perímetro de un tanque lleno de hidrocarburos. El terreno está empastado con un aceite denso y viscoso de un color negro tirando a azul cobalto. Conecta el grupo de soldar al enchufe, fija la pinza de masa sobre un elemento de metal, inserta en la segunda pinza un electrodo y a continuación la apoya en el suelo. Empuña con la mano izquierda una pantalla de soldador y la acerca a su rostro. Otro obrero coge una lona gris sucia y la desenrolla sobre él. Ahora se halla completamente a oscuras. Sostiene la pinza con la mano derecha, acerca el electrodo al metal. Lanza la luz, violenta, amortiguada por las lentes ahumadas de la máscara: nievan chispas desde la punta del electrodo, que se consume velozmente derritiendo y coagulando el metal alrededor de otro metal. Cuando el electrodo se ha fundido completamente, el hombre, bajo la lona, aferra el mazo y a oscuras detecta fácilmente el grumo todavía incandescente pero ya cuajado. Con la cabeza del mazo golpea el grumo y rompe la corteza de escoria alrededor del punto de soldadura.

Un trabajo peligroso eso de soldar a pocos centímetros de un tanque de petróleo. Una sola chispa puede hacer detonar una bomba capaz de llevarse por delante una refinería. Por eso te dicen que utilices esa lona gris, sucia, que resiste altas temperaturas debido a que se fabrica con una materia ligera e indestructible: el amianto. Con ello las chispas quedan atrapadas y tú quedas atrapado con ellas, y bajo la lona de amianto respiras las sustancias liberadas por la fundición del electrodo. Una sola fibra de amianto y en veinte años estarás muerto.

IR, CAMINAR, TRABAJAR

Esta es la historia de un hombre que se llamaba como yo y que nació el mismo día que yo, a pesar de lo cual no soy yo. Es una narración que comienza con una canción de Nada y que termina como una historia de heavy metal, de metal pesado. Corre el año 1969, estamos al final de la «fabulosa» década de los sesenta y en Il Cardellino, en Castiglioncello, provincia de Livorno, Nada Malanima, de regreso del Festival de San Remo, acaba de cantar Ma che freddo fa. Un paparazzo livornés, conocido con el mote de Nick Vampata por la potencia de su flash halógeno, la fotografía rodeada de admiradores y camareros. A su lado aparece un chico. Es el camarero más alto, es delgado y tiene un ligero parecido con el actor Jean-Paul Belmondo. Nada tiene dieciséis años, él veinticuatro. Él es Renato, el protagonista de esta historia que comienza con la banda sonora de los años sesenta y termina con una víctima asesinada lentamente. Si se tratara de una novela negra, sería una de esas en las que se descubre de inmediato la identidad del asesino. Una historia de «crímenes blancos», con un culpable rodeado de indicios y numerosos cómplices que niegan cualquier tipo de responsabilidad. Sin un final feliz, porque la amenaza aún sigue a nuestro alrededor, libre: un asesino silencioso protegido por una legión de médicos, ingenieros, asesores, empresarios…

Esta historia empiezo a contarla a regañadientes. De hecho, querría olvidarla, como si el olvido fuera el único modo de elaborar el duelo: nada de visitas al cementerio, nada de recuerdos, nada de hospital, nada de lecho de muerte en el salón de casa. Pero luego apareció esa fotografía que yo no creía que existiera realmente. Yo nunca había creído en esa foto de Renato y Nada Malanima que andaba perdida por alguna caja de cartón, en un archivo fotográfico. Cuando él lo contaba, todos nos echábamos a reír. «Sí, ya», le decíamos cada vez que volvía a jactarse de ello tras vaciar su vaso de vino. El caso es que, un año después de que nos abandonase, nos telefonea su hermano para decirnos: «Comprad el periódico, que aparece la foto de Renato con Nada». Así es que me acerco al quiosco, hojeo Il Tirreno y la veo. Era verdad. Su mujer, Francesca, comienza a llorar, a decir lo apuesto que era… y empieza a contar.

Uno ni siquiera puede intentar dejarse engullir por la oscuridad de la memoria, por el tiempo que, según dicen, cura todas las heridas, porque apenas dos días después de la publicación en el periódico de esa foto con Nada llega una carta oficial: está a punto de agotarse el plazo para el reconocimiento de la exposición laboral al amianto, que él había tratado de obtener, en vano, antes de enfermar. ¿Qué hacer? Él quería seguir adelante. Pero es preciso reconstruir su currículum, y tratándose de alguien que a lo largo de su vida solo y siempre ha trabajado y se ha identificado con su oficio de metalúrgico supone reconstruir su propia vida, su biografía obrera.

Luego, además, tuve ese sueño. No era la primera vez que se me aparecía en sueños, pero esta vez era diferente. Me imagino que en el caso de la «gente bien» —los hijos de papá— los muertos regresan en sueños para resolver conflictos edípicos u otras vergüenzas existenciales, o para revelar el lugar en el que escondieron las joyas de la familia. A mí el muerto se me presentó como si tuviera que hacer la revisión del coche. De hecho, mi automóvil es el suyo, un viejo Audi de 1990 al que trato con desinterés en lo concerniente a la limpieza interior pero al que procuro un mantenimiento regular y cuidadoso. Sé incluso cambiarle las piezas gastadas, aunque encontrar recambios originales o sustitutos compatibles me resulta difícil hasta con los vendedores de recambios más perspicaces. En cualquier caso, a pesar de que la carrocería está sufriendo los insultos del tiempo, el motor va de maravilla; nunca me ha dejado tirado, funciona incluso sin aceite, con la gasolina sucia o con solo tres cilindros (pasa cuando las bujías están sucias y no se ceban todos los pistones). Según mi mecánico, el coche me acabará venciendo por aburrimiento. Solo una vez amagó con pararse por Ribolla, en la parte más rural de Grosseto, porque la bomba de gasolina se negaba a funcionar, pero un agricultor que se bajó de su tractor para auxiliarme me explicó que en estos coches la bomba falla si se sobrecalienta. «Está claro que hay que cambiarla, pero si quieres volver a casa, basta con que escupas sobre ella cuando se pare», me dijo. Probó él, pero no arrancó a pesar de que le lanzó un par de gargajos filamentosos. Entonces soltó una blasfemia, se metió en la zanja que limitaba con el asfalto y volvió con una buena mata de hierba húmeda. Le aplicó a la bomba de gasolina un cataplasma de forraje silvestre y lo dejó allí un minuto. Luego me dio una orden perentoria: «Gira la llave». El coche arrancó y me llevó hasta el taller. Ya os podéis imaginar que un automóvil así vale oro, más que cero euros. El problema es que es de gasolina y el coste del petróleo me está induciendo a mandarlo al desguace, porque para adaptarlo a un motor de gas, con los trescientos mil kilómetros que tiene, quizás ya sea demasiado tarde. Sea como fuere, una vez presentado el coche que perteneció a Renato, y que por una regularizada transmisión de propiedad pasó a ser mío, vamos al sueño en el que él se me apareció. Me decía: «Vigila los niveles de los líquidos… Cuando haga frío échale anticongelante… El aceite, acuérdate también de cambiar el filtro. Y al reponer líquidos no superes el nivel máximo… ¿Ya has hecho noventa mil kilómetros? Entonces debes cambiarle la correa de transmisión… Revisa también la del alternador, que a fuerza de girar entre las poleas tiende a deshilacharse… Si se rompe la correa del alternador la batería no recarga y luego tendrás que gastar dinero con el mecánico… A mí se me rompió una vez la correa, pero puse en su lugar un calcetín y aguanté así otros cien kilómetros… Yo ya había hecho que la cambiaran, pero nunca se sabe… A propósito, la batería… Para que no se descargue, acuérdate de quitar los bornes cuando hagas uno de tus viajes al culo del mundo, y si aparece un poco de espuma blanca quiere decir: en primer lugar, que eres un blandengue y en segundo lugar, que tienes que pasarle un cepillo de cerdas de bronce para eliminar el óxido… Y de vez en cuando añade a los elementos agua destilada… ¿El filtro del aire en qué condiciones está? Tú, que siempre andas por el campo… en verano el polvo es un problema… Échale un vistazo al líquido de frenos… ¿Revisas las bujías, los electrodos están desgastados? ¿Hay manchas de aceite? Por las bujías se sabe si un motor carbura bien… En cualquier caso, de vez en cuando habría que desengrasarlas con un poco de gasolina, aunque los jóvenes de ahora no tenéis ni puta gana de hacer nada…».

Fue un discurso de esta índole. Yo debería haber apuntado todos los números que dijo (porque el sueño era mucho más detallado y en él me daba el voltaje de la batería y el código del filtro de la gasolina, me indicaba el kilometraje máximo para cambiar las piezas gastadas…) y jugar con ellos a la bonoloto. En cambio, gasté el dinero en recambios, el coche sigue funcionando y el mecánico me dijo que faltó poco para que se rompiese la correa del árbol de transmisión, con consecuencias nefastas para el motor. De modo que, aunque no crea en las visiones metafísicas, aquel sueño fue providencial.

A esas alturas las señales eran tres: la fotografía, la carta y el sueño. Y no debía tomármelo a la ligera. Había que reunir las ideas, plantar batalla en el frente del amianto, seguir el rastro de sus compañeros, juntar recuerdos, reconstruir su currículum laboral… En definitiva, escribir su vida. Era preciso posar con calma esa vida, comenzando por los días felices de aquel chico delgado, joven pero que ya tiene estampados en su cartilla laboral un buen número de sellos. Dejó de estudiar a los catorce años, primero trabajó como socorrista, después como camarero. Ahora, estamos en 1969, por unos días se ve vistiendo la funda azul en jornada diurna, en Solvay, para «arreglarse» de noche luciendo pajarita y americana como camarero de la sala de fiestas Il Cardellino. Al igual que Nada, Renato ha crecido entre Rosignano Solvay, el Gabbro, Castiglioncello y la tortuosa carretera del Romito, la que va de Quercianella a Livorno bordeando acantilados, la que se hizo famosa por la película de Dino Risi La escapada, donde Vittorio Gassman se sale de la carretera. Trabajar atendiendo mesas después de la fábrica tal vez sea una maniobra de distracción para tratar de engañar al destino. En Il Cardellino se divierte, desfilan por allí los principales nombres de la música ligera italiana, esa que está revolucionando la forma de vestir, con las minifaldas y las versiones del pop rock anglosajón. Por una noche, la fábrica está lejos y Nada está cerca. Renato sonríe, sabe que con esa foto hará que sus amigos se mueran de envidia.

Termina el verano y el otoño de 1969 es caluroso. Renato se quita la chaqueta y la pajarita para vestir únicamente el mono azul. La fábrica es su destino. En el fondo, Solvay es un destino de familia. Su padre, Santi, trabaja como albañil y la ciudad-fábrica lo ha desarraigado de las Colinas Metalíferas, de aquella franja de tierra, con bosques de encina sobre el terreno y pirita bajo él, donde las provincias de Grosseto, Livorno y Pisa se encuentran. Se hace albañil cuando el cemento lo arranca de Casale Marittimo. En realidad, sus orígenes se pierden entre las colinas boscosas que rodean Pomarance, un pueblo en la parte septentrional de las Colinas Metalíferas. Por entonces minas y geotermia, tierras que acogen las instalaciones industriales de Montecatini, la reina madre de las industrias químicas de mediados del siglo XX, propiedad de la familia Donegani. Géiseres de bórax, aire con hedor a huevo podrido y a sal de roca, que posteriormente se convertirá en sosa y bicarbonato en las instalaciones de Solvay. Extracciones que acumulan mano de obra, mineros ensamblados en bloques de viviendas con sus familias apretujadas en las camas. Para construir nuevas casas, desde Pomarance —mejor dicho, desde un arrabal de Pomarance, desde Micciano— el albañil Santi traslada a su familia primero a Casale Marittimo y después a Rosignano Solvay, la nueva ciudad que se ha desarrollado alrededor de la planta industrial del magnate belga Ernest Solvay. Un hombre que sueña con una ciudad alrededor de su fábrica, una ciudad de empleados, un pueblo obrero al estilo inglés, con casas de ladrillo marrón todas iguales, con actividades recreativas y jardines, con un teatro y un campo de fútbol, de tal modo que los vínculos de dependencia entre la gran madre fábrica y los pequeños núcleos familiares de trabajadores se manifiesten también a través de la planificación urbanística. Ya ha quedado atrás el ímpetu de construir según el modelo de edificación de Mánchester, pero aún hacen falta manos que transformen la sal de roca en bicarbonato y se necesitan techos para esas manos. Para construir las casas de los obreros, Santi devora kilómetros y kilómetros en bicicleta. Llega a hacer treinta al día, que se suman a las muchas horas de cemento y paleta. Hasta que se cansa y decide irse a vivir también él a la costa, a un piso en un bloque de viviendas de hormigón armado: viviendas sociales en via Lungomare constantemente azotadas por el libeccio, el fuerte viento mediterráneo del suroeste. Estamos todavía a comienzos de la década de los sesenta.

 

Santi se lleva con él a toda la familia a Solvay. Renato es el mayor de cuatro hermanos y no tardará en terminar la escuela y ponerse a trabajar: socorrista, camarero, después en «la fábrica», la que dio nombre a la ciudad distorsionando el topónimo y el paisaje. En Solvay, Renato no se conforma con ejercer de obrero no cualificado, ese que se pasa ocho horas al día pegado a la producción en línea. Afina sus habilidades, se las arregla bien como soldador, lleva siempre las gafas de lentes ahumadas sobre la frente, incluso cuando no suelda. Se mueve, pregunta, busca nuevas tareas… Al final, se pasará la vida trabajando en factorías y en refinerías de casi toda Italia, saltando desde la industria petroquímica a la siderúrgica con la categoría de soldador tubero. Recorrerá la bota del mapa de Italia, rozará mil ciudades sin llegar nunca a conocerlas. Él y otros como él se montan en trenes nocturnos el domingo por la noche para llegar al tajo el lunes al amanecer, se mueven por la periferia y duermen en los pequeños hoteles para obreros que van surgiendo a poca distancia de los recintos de las fábricas. En Novara, Turín, Génova, La Spezia, Mestre, Terni, Taranto… Da igual donde sea, siempre en la periferia, sin ver nunca las catedrales ni las calles empedradas de los cascos antiguos de las ciudades. Respirará benceno, el plomo penetrará en sus huesos, el titanio taponará sus poros y una fibra de amianto se colará en sus pulmones. Pero esto será muchos años después. Porque si hubiera ocurrido de inmediato Renato no habría podido conocer a Francesca en la sala de fiestas Gigliola, en Follonica, no se habrían casado y estas páginas no las habría escrito nadie, puesto que las estoy escribiendo yo, que soy el hijo de Renato.

En cambio, Renato conoce a Francesca, se hacen novios y se casan. La pareja se instala en Follonica, pero él no se queda a trabajar en Grosseto. Solo permanece allí unos meses. Primero en Scarlino, en lo que todos llaman, incluso ahora, Montecatini, el nombre de la sociedad minera italiana que inició las actividades de explotación del subsuelo justamente en Montecatini; no la que es célebre por sus termas y por los concursos de Miss Italia, sino la Montecatini áspera de las Colinas Metalíferas de Val di Cecina, en la Alta Maremma. Montecatini se convertirá en Edison, más tarde en Montedison, después será troceada en varias compañías, saldrán a la venta algunas de sus plantas y la de Scarlino pasará a ser propiedad de Solmine. Casone, en el municipio de Scarlino, acoge las instalaciones de Solmine; en otro tiempo fue una hacienda llena de vaqueros y caballos en un área pantanosa y luego, cuando cerraron las minas de Grosseto, con el consentimiento de los sindicatos y bajo la presión del chantaje de la creación de empleo, fue construida la planta para producir ácido sulfúrico a bajo coste, recurriendo a los desechos del procesamiento del petróleo en lugar de usar pirita de Maremma. Historias de minerales y fábricas que envenenaron la zona y que les arruinaron los pulmones con la silicosis a los abuelos de casi todos mis amigos, para después infestar con fango rojo el mar frente al archipiélago toscano y frente a Córcega, deshacerse de las cenizas de pirita en las minas excavadas décadas atrás e intoxicar con metales pesados el Merse, el río que desde las Colinas Metalíferas llega hasta la provincia de Siena para desembocar en el Ombrone y descender hacia el mar.

En cuanto a Renato, no es de los que permanecen demasiado tiempo en un sitio. En Scarlino se queda lo justo para liarla. En la planta química ponen bajo su supervisión a un muchacho de apenas dieciocho años procedente de la aldea minera de Boccheggiano. Por exceso de celo, considera que es su deber compaginar las lecciones de soldadura con las de galantería livornesa. «Mira, chaval, te voy a explicar cómo hay que hacer con las mujeres, hazme caso…», le empieza diciendo. Y debió de darle sus buenos consejos, porque después de tres meses a su cargo el chico dejó embarazada a su novia de dieciséis años.

En fin, mejor cambiar de aguas. Renato, que no es un tipo sedentario, toma el camino del nomadismo industrial. Se convierte en trasfertista. Un obrero cualificado y desarraigado, siempre en itinerancia, de un tajo a otro. Instalación de nuevas plantas. Revisión de las viejas. Labores de mantenimiento a ritmo acelerado durante las paradas de producción en las plantas. Subido a escaleras, subido a grúas. Sujeto por un arnés. En el interior de los tanques, en los silos viscosos de hidrocarburos. Con la chispa del grupo de soldar a un paso del fuelóleo. Limpiando con soda cáustica un filtro insertado en una válvula de inmersión que succiona decenas de litros de hidrocarburo por segundo. Trabajos prolongados, otras veces cortos. Pasa un breve periodo de tiempo cerca de casa, en Piombino: otra ciudad-fábrica, pero esta es una ciudad de acero. También aquí se entrelazan las historias. La acería de Piombino ahora es propiedad de Lucchini —una filial rusa, en realidad—, si bien antes de la privatización pertenecía a Ilva-Italsider, que contaba asimismo con factorías en Génova, Taranto y Nápoles. Pero en Piombino las acerías no se desarrollaron hasta comienzos del siglo pasado; el nacimiento de la Ilva de Piombino data del año 1905. Anteriormente, las acerías —las ferrerías, más bien— estaban en Follonica, donde funcionaron durante siglos quemando el carbón extraído de los bosques de Maremma. Trasladaron sus armas y pertrechos a Piombino porque el puerto de Follonica tenía poco calado y los buques modernos no lograban atracar. La Ilva de Follonica siguió en activo como acería secundaria hasta 1960, pero hacía ya al menos medio siglo que no podía competir con Piombino. Entretanto, en ese mismo periodo, Ilva cambió su nombre para pasar a ser Italsider, que aún era un ente público. Después fue privatizada y se escindió, con pésimos resultados en materia de seguridad, pero también en productividad. Antes del éxodo de Piombino, los hornos de fundición por excelencia de Toscana eran los del Gran Ducado, situados en Follonica, donde yo me crie. En los años siguientes, Follonica pasará de ser una ciudad-fábrica a un dormitorio de obreros de la planta química de Scarlino y de la factoría siderúrgica de Piombino, para acabar adaptándose, con el final del empleo industrial masivo, al turismo costero de segunda residencia y de hormigón armado al borde del mar.

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