Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad

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La literatura de verdad va en autobús hacia Usera

En el momento en que Ida Vitale fue galardonada con el premio Cervantes de las Letras yo andaba leyendo extasiado a Rachel Cusk, una autora canadiense que se crio en Estados Unidos y que ahora vive en Inglaterra, meneo geográfico que a lo mejor hace difícil que algún día le caiga algún premio. Los canadienses no la considerarán canadiense, los estadounidenses no la considerarán compatriota y los ingleses la mirarán aún como a una intrusa. Para esto de los premios hay que estarse muy quieto y sujetar el palo de una única bandera.

Ida Vitale la tengo leída y mis notas sobre sus poemas dicen cosas horribles. Abrí esas notas cuando ganó el premio y me asusté. Parece que no me gustó nada, en su día. Tanto da. El caso es que Ida Vitale había ganado seis premios gordos en los últimos diez años y darle el Cervantes era fácil, la simple obesidad del éxito. Rachel Cusk, por su parte, luce en su entrada en la Wikipedia un encantador rosario de fracasos: en los últimos veinte años ha quedado finalista (shorlist o longlist, por sus humillaciones en inglés) de diez premios, de modo que, según la oficialidad, siempre ha habido alguien mejor que ella.

Por otro lado, me resulta simpático pensar en el jurado del premio Cervantes de este año. Se supone que es gente que se junta para dar un reconocimiento a aquel autor o autora que, entre todos, entiendan que ha completado una obra singularmente digna de publicidad, fama y dinero. Sin embargo, hay una ley tácita (dicen), como de ruleta amañada en el casino, según la cual un año da la casualidad de que el autor o autora es español y otro da la casualidad de que el premiado es latinoamericano. Además, este año feminista está claro que alguien (misterio, ministerio) ha decretado que se premien mujeres. Sumando ambas taciturnidades era lógico que el premio Cervantes recayera en una autora española. ¿No es curioso que este jurado haya sido incapaz de encontrar o ponerse de acuerdo en una autora española digna del premio Cervantes? ¿Qué nos dice eso? ¿Que no hay autoras españolas de calidad o que Belén Gopegui, Marta Sanz, Cristina Fernández Cubas o Anna Caballé son más difíciles de premiar —esto es, habría más rifirrafes por premiar a tu amiga antes que a mi amiga— que una señora uruguaya de noventa y cuatro años que ya tiene seis premios gordos?

Desde el Nobel hacia abajo, todos los premios literarios son perfectamente ridículos, eso es algo que me gustaría que tuvieran claro. Ningún verdadero amante de la literatura sabe quién ganó el premio Nobel hace dos años, hace tres o en 1984. Del mismo modo, la gente a la que le gusta de verdad el cine no hace aprecio alguno del Óscar, ni aquellos que llevan toda la vida escuchando y estudiando la música pop dan ninguna importancia a los Grammys. Estas cosas —Nobel, Óscar, Grammy— se hacen para la plebe, como el papel higiénico o las campanadas de fin de año.

Lo único que da prestigio en esta vida es ser leído, inmejorablemente por mí. Leía yo precisamente Prestigio, de Rachel Cusk, y lo hacía en un autobús en dirección a Usera. El placer puntual que recibí en ese viaje, pasando veinte páginas, fue en un momento dado tan insoportable que levanté la vista hacia el resto del pasaje. El autobús iba hasta los topes y miré a la gente, a ese 60% de gente que, según la encuesta falsa anual que hace no sé quién, lee libros en España (en el autobús no leía nadie, naturalmente), y quise decírselo: oigan, esto es realmente excepcional, como si hubiera recibido una buena noticia a través de mi móvil y, no teniendo con quien compartirla, optara por comunicársela a un extraño. Pero a la gente de camino a Usera no le interesaba Rachel Cusk; a lo mejor le interesaba un poco el premio Cervantes que se acababa de dar.

Entonces cabe preguntarse si ser leída (Rachel Cusk) con absoluta admiración en un autobús que va a Usera es mejor o peor que ganar el premio Cervantes, del que todos los que no leen en un autobús van a enterarse ese día, aunque luego no te lean y tu nombre lo olviden, y también tu cara y tu nacionalidad.

Prestigio es el cierre de una trilogía que empezó con A contraluz y siguió con Tránsito, trilogía que estoy leyendo al revés. Es difícil explicar la genialidad de esta trilogía si usted no ha leído absolutamente nada, pero lo intentaré.

En principio, Prestigio o Tránsito parecen un cruce de Joy Williams con W. G. Sebald: a lo mejor hay mil personas en España a las que esta frase les dice algo. De Joy Williams retiene la cotidianidad más grotesca, esas vidas ordinarias que de pronto caen en lo estrambótico. De Sebald toma el estilo indirecto, pues Rachel Cusk es una narradora testigo que recoge con aparente neutralidad las historias de los otros.

Enmarcada en el género de la autoficción, Rachel Cusk, sin embargo, deja hablar a todos menos a sí misma: ha inventado la autoficción modesta, que es como inventar el egoísmo generoso o la masturbación poliamorosa. Hay un momento muy apreciable en este sentido en Tránsito. Cusk asiste a un festival literario, da una charla junto a otros dos autores autobiográficos. Uno de ellos parece ser Karl Ove Knausgård. Los lectores asistimos a la intervención de ambos escritores durante una decena larga de páginas. A Cusk le ha tocado hablar la última y, después de mostrarnos lo que los otros han dicho, su propia intervención es elidida: «Leí en voz alta lo que había escrito. Cuando hube terminado, doblé los papeles y volví a meterlos en el bolso». Este hacer autoficción sin darse el menor protagonismo es lo que nos atrevemos a calificar aquí de genialidad.

Se habla mucho de literatura en Prestigio, aunque no sea un libro sobre el mundillo, sino un libro sobre la frustración y el victimismo: todos hablan para buscar al culpable de su infelicidad. Pero cerremos con esta curiosa reflexión:

Mientras tanto, el gigante imparable de la literatura comercial seguía triunfando, aunque tenía la sensación de que el matrimonio entre ambos principios —negocio y literatura— no pasaba por su mejor momento. Bastaría con un mínimo cambio en los gustos del público, con la decisión irreflexiva de gastarse el dinero en otra cosa, para que todo —la industria global de la edición de ficción y sus empresas auxiliares— se derrumbara en un instante, mientras que la pequeña roca de la auténtica literatura seguiría en pie, donde siempre había estado.

¿Eres lo suficientemente hijo de puta para triunfar?

Me gustaba esa frase de Henry Miller leída en alguno de sus trópicos, o en Primavera negra, que dice más o menos así: «Si un hombre dijera alguna vez su verdad, su auténtica verdad, creo que el mundo estallaría en pedazos». Ahora sé que un hombre o una mujer pueden decir su verdad y que no pase absolutamente nada.

Imaginemos, por tanto, un momento previo al escándalo, por ejemplo, al de Clinton con Mónica Lewinsky en 1998. Esa verdad, anticipada, nos habría hecho pensar que Clinton no duraría en la Casa Blanca más de veinticuatro horas. Lo cierto fue que completó su mandato, que su mujer ni siquiera se divorció de él y que, a día de hoy, aquello apenas resuena como un chisme palatino más a pie de página de la Historia. Grandes filtraciones como Wikileaks o Football Leaks, o los papeles de Panamá, parecían mover el suelo de lo real: ahora sabíamos cómo funcionaba el mundo. Pero al día siguiente íbamos a trabajar, hacíamos algunas compras y, en fin, nos olvidábamos.

Así, el libro de David Jiménez, donde todos los poderes de España quedan en entredicho, muy afeados y averiados, y donde se confirman los tópicos populares oídos desde siempre (los políticos roban, los periodistas mienten, los policías delinquen, los bancos estafan) nos hubiera parecido una bomba de haber sabido que se estaba escribiendo, pero, como ya está escrito y publicado, su detonación admite el adjetivo de controlada, como la de esos explosivos que los artificieros desactivan con mucho espectáculo, pero sin daños.

Quizá es la intuición que Baudrillard destiló en su concepto «exceso de realidad» la que explica que saber no suponga cambiar. O quizá es que esas llamadas de los hombres (y las mujeres) con poder para despedir a uno, poner a otro, detener una noticia o filtrarla interesadamente son las llamadas que nosotros haríamos si fuéramos hombres o mujeres con poder. También usted ha llamado alguna vez para que algo no se cuente, alguien no sea invitado, algo se sepa en perjuicio de otro. Quizá todo es cuestión de escala.

Hace tiempo que inicié un archivo con las miserias del mundo (ojito conmigo). De vez en cuando insto a gentes que trabajan en sectores que no conozco a que me las cuenten. No se salva nada, está todo mal. ¿Sabían que los camioneros (o algunos camioneros) tienen un aparatito que pegan al tacógrafo y que les permite conducir más de las cuatro horas seguidas a las que están obligados como máximo? ¿O que en los colegios públicos (o en algunos colegios públicos) el director informa de que ya no quedan plazas, aunque queden, para que no le manden alumnos conflictivos ni extranjeros? Lo de que en España todo el mundo paga en B una parte del precio de adquisición de su vivienda ustedes ya lo saben. Lo han hecho.

Y, sin embargo —he aquí mi pasmo—, la cosa funciona. España funciona, nos gusta, es (lo mires como lo mires) uno de los mejores países del mundo. En Breve historia de la corrupción, el italiano Carlo Alberto Brioschi lo explica muy sencillamente: sin corrupción no se hubiera construido el metro en Milán. La contradictoria consigna sería: para que haya progreso común, unos pocos tienen que recibir muchísimo más que los demás.

¿Quiénes son esos pocos? Pues los triunfadores. Y aquí tengo que meterme un poco con el feminismo, espero que me perdonen.

 

Pues resulta que hoy el feminismo, entre sus muchos mensajes, incluye uno que siempre me ha sorprendido: que hay que triunfar. Como hay pocas mujeres en el IBEX, tiene que haber más, y tiene también que haber más mujeres dirigiendo periódicos, y de ministras y de presidentas, y más millonarias. Que es como decir, según funcionan las cosas, que tiene que haber más mujeres hijas de puta.

«¿Era ya lo suficiente hijo de puta para ser director de un periódico?», se pregunta David Jiménez en su libro, mientras narra cómo un banquero contrata a un turbio policía para espiar a otro, cómo un constructor quita directores de periódico y tertulianos o cómo un ministro crea una policía paralela para arruinar la vida de los enemigos del Gobierno. No sé si yo querría ver a mi hija de ministra y maniobrando para joder la vida de los demás, la verdad.

Porque esto, en fin, va de los hijos. ¿Qué le dice uno a sus hijos? ¿Que solo vale triunfar? ¿Que se está muy bien allá arriba y hay bonitas vistas? ¿Que todo es esfuerzo y mé­­rito y los concursos de la tele los ganan los que se saben más preguntas, no los que dice el guion? Me alivia, con todo, algo que apunta Arnold Bennett en Cómo vivir con 24 horas al día, porque creo que es verdad: «La mayoría de la gente no desea triunfar, por tanto, el número de fracasados es sorprendentemente bajo». Triunfar sale carísimo, amigos, al menos en escrúpulos.

Así que a los hijos habrá que decirles que sean honrados y felices; honrados porque es lo que les debemos a los demás, y felices porque es lo que nos debemos a nosotros mismos. Es decir —por usar el sistema de pesas y medidas morales de nuestro tiempo—, habrá que decirles que fracasen.

La vida privada de Franz Kafka es como la tuya: un coñazo

De las 2.200 páginas que tiene la biografía de Kafka escrita por Reiner Stach me he saltado 1.000. Supongo que un lector más honrado, diligente y escrupuloso se hubiera saltado 1.500. A mí me ha llevado como tres semanas saber qué 1.000 páginas de este libro debía saltarme.

Decía Roland Barthes que uno se salta páginas hasta de En busca del tiempo perdido, pero que no son siempre las mismas, y por eso hay que leerlo más de una vez. Otro francés, Daniel Pennac, se atrevió a establecer una lista de derechos para los lectores, entre los cuales incluía, lógicamente, el de saltarse páginas.

En realidad, no hacen falta franceses para leer en diagonal, ignorar las descripciones o desatender las notas a pie de página. Basta con mirar un calendario, con mirar luego por la ventana y ver qué bonita está la tarde. Pocas me parecen 1.000 páginas saltadas de Kafka habiéndolo leído en plena primavera.

Y es que, como intuía otro francés más, Pierre Bayard, en Cómo hablar de los libros que no se han leído, hay mucha dificultad en distinguir la lectura completa de un libro de su no lectura, conforme pasan los años y del libro que leímos no recordamos ni el título. La memoria y el tiempo se alían, destructivamente, para que lo leído, lo leído a medias, lo leído en diagonal y lo no leído confluyan en la más pura nada. Leer es olvidar luego.

Reiner Stach comparte con tantos otros biógrafos anabólicos la creencia de que cuanto más gorda es una biografía más definitiva resulta. En España todos los críticos han dicho que esta biografía es muy definitiva, no sea que venga alguien nuevo y haga otra todavía más gorda.

Para llenar 2.200 páginas Stach ha tenido que contarlo todo, incluido aquello que no tiene ningún interés. Dado que Kafka era de Praga, el biógrafo nos cuenta la historia de Praga, y un poco la de Checoslovaquia, y otro poco la de Europa, cuando llega 1914 y asesinan a un archiduque en Sarajevo. ¿Y la historia del cosmos, eh? ¿No es menos cierto que para la existencia de Franz Kafka antes fue necesaria la existencia del planeta Tierra y de los dinosaurios? Ahí ha dejado escapar Reiner Stach otras 400 páginas innecesarias que yo podría haberme saltado con sumo gusto.

¿Qué hay de autobiográfico en tu vida?, se preguntaba Unai Elorriaga en una conferencia. Es decir: ¿qué entendemos por biografía?

Lo único que hace interesante una biografía sobre Franz Kafka es que Franz Kafka escribió libros muy buenos, eso es lo que le diferencia de todos nosotros. Por ello, su biografía tiene que atender a los alrededores de esos libros, y es mucho más jugoso saber si los escribió con tinta verde, si vendieron treinta y cuatro ejemplares o si fueron rechazados por este o aquel editor, que conocer cómo era la casa donde se mudó a vivir él solo. ¡Me trae sin cuidado cuántas habitaciones tenía su casa de soltero, amigo Reiner!

La prueba de esto que digo es que uno no puede ir por la vida comentando el número de habitaciones que tenía la casa de Kafka. Quiero decir, si quedo con amigos escritores, con gentes más o menos cultas, no puedo lucirme diciendo: «¿Sabíais que Kafka se mudó y que estaba muy contento porque le entraba mucha luz por la ventana?». Sin embargo, ante lectores avezados, el dato de que Kafka había empezado una novela epistolar, que finalmente se perdió, sí me granjearía alguna atención. Todos los viajes de verano de nuestro autor, sus visitas al campo, sus horas muertas en la oficina son exactamente igual de coñazo que las tuyas. No hay biografía —es decir, material que despierte la curiosidad ajena— en la mayor parte de una vida.

No quiero seguir adelante sobre Kafka sin atribuirme algún mérito como lector en diagonal. Fíjense si me ha costado trabajo saltarme páginas de este libro que hasta he encontrado dos erratas.

La primera es una falta de ortografía que figura en la página 1.897. Yo creo que los editores ponen las erratas hacia el final para descubrir quién deja sus libros a la mitad. Es bagage (por bagaje).

La segunda: que durante cientos de páginas a La metamorfosis se la llama aquí La transformación, pero en la famosa carta de Kafka pidiéndole a Max Brod que queme buena parte de su obra (página 2.107), al listar lo poco que merece salvarse leemos «La metamorfosis». Qué mejor argumento en favor de mantener el título como siempre lo conocimos, amigos.

Reiner Stach me irrita en cientos de páginas porque habla de los sentimientos de Kafka como si los conociera de primera mano. Atiendan a estas frases: «Hacía diez años que Kafka no veía el mar, y le pareció como si se hubiera vuelto más bello durante ese largo tiempo. Le hacía feliz verlo, aunque ya no pudiera sumergirse en él con tanta inocencia como antes». Todo esto se lo inventa Reiner Stach así porque sí, como si dijera: pruébenme que Kafka no era feliz mirando el mar. No aporta citas directas, cartas, telegramas, testimonios de lo que sentía Kafka mirando ese mar después de diez años sin verlo. ¿Cómo no te vas a saltar estas chorradas?

Sí empotra en su biografía Reiner Stach decenas de páginas de los Diarios y de las cartas de Kafka, incluida la Carta al padre. Esto también me ha molestado, pues no dejaba de pensar: ¿por qué estoy leyendo 2.200 páginas sobre Kafka llenas de citas de su obra cuando las Obras completas de Kafka publicadas por DeBolsillo en nueve volúmenes ocupan casi lo mismo, 1.918 páginas?

O dicho con un símil marino: ¿por qué no voy a ver el mar en lugar de dejar que me lo cuenten?

Alain Badiou echa de menos la mili

La ancianidad se ve amenazada por numerosos peligros: tropezar y romperse la cadera; tropezar y ponerse a darle consejos a los jóvenes; morir. En el segundo tropiezo ha incurrido Alain Badiou, prestigioso filósofo francés.

En realidad, «prestigioso filósofo francés» es una redundancia. ¿Se puede ser francés y no tener prestigio? Un cocinero francés, un futbolista francés, una actriz francesa… Nadie se pregunta: ¿tienen prestigio? En España se lo damos; a fin de cuentas, nosotros el prestigio no lo queremos para nada.

La vida verdadera es el nuevo libro de Badiou, un libro corto, casi un cuaderno para hacer la comunión, destinado en principio a orientar a la juventud por el camino de la filosofía y no dejarla en manos de la realidad, que de la realidad no se sale.

Badiou no está solo aleccionando a los jóvenes: Sócrates lo hizo antes. Dicho esto, Badiou se suma a su visión de la filosofía como forma de corromper a la juventud, en el sentido de que los aleja del camino trillado (encontrar trabajo, casarse, tener hijos) y los lleva a un mundo maravilloso (donde también encuentran trabajo, se casan y tienen hijos, pero todo mejor, más enrollado). La verdadera vida es esta: acabar como todo el mundo, pero habiendo leído antes a Badiou.

Los jóvenes, según el maestro, solo pueden hacer dos cosas mientras son jóvenes: destruir o construir. Esto es: «o quemar la vida o construirla»; ser rebeldes o aplicados, dejar la carrera o sacar matrícula de honor. ¿No hay término medio? No, no lo hay. Badiou le habla a una juventud muy concreta (aunque él crea que le habla a toda la juventud): a la que sale en las portadas de las revistas. Solo así se explica que un joven hoy en día no tenga más opciones que ser terrorista o broker, para el filósofo.

«Entonces, ¿es una ventaja ser joven en la actualidad?», se pregunta en un momento dado nuestro autor, y muy seriamente. Hombre, está el abono joven. Fuera de eso, quizá es mejor tener setenta y nueve años.

Badiou parcela su panfleto en tres partes y dedica una a los chicos y otra a las chicas. Esto ya muestra lo avanzado de su pensamiento.

A los chicos les dice que qué suerte haberse librado del servicio militar, pero no del todo. Según él, la mili marcaba a los hombres, les decía: he ahí la vida adulta.

Como ya no hay mili, los chicos nunca acaban por ser hombres, pues nadie les ha avisado de que su adolescencia y posadolescencia se acaban. Como yo mismo, al exponer esta inefable estupidez, no me acabo de creer que salga en el libro, voy a citarlo: «Mi tesis sobre los hijos es esta: la ruina de los procedimientos de iniciación, de entre los cuales el principal era el servicio militar, conlleva que los hijos no tengan ningún punto de apoyo simbólico para convertirse en algo distinto de lo que son».

De donde deducimos que, si hiciste la objeción o fuiste insumiso, no has madurado. ¿Cómo vas a madurar viendo tu nombre en la lista de busca y captura del Ejército? Eso te vuelve un niño para siempre.

¿Y las chicas? Como yo, Badiou es tímido con las chicas, por eso escribe esto: «Una mujer es un ir-más-allá del Uno disfrazado de un pasar-entre-Dos». Bueno, Badiou, ¡hay chicas de muchas maneras! No te pongas en lo peor.

No contento con esta exhibición de músculo oscurantista (que diría Steiner), Badiou se regodea con su hallazgo, con esa definición de «chica», y añade: «Nuestro problema inicial, el de las hijas en el mundo contemporáneo, queda ahora más claro». Un ir-más-allá del Uno disfrazado de un pasar-entre-Dos: yo lo veo cristalino.

Lo que quiere decir Badiou (o no: ¿alguien puede saber lo que quiere decir Badiou?) es que, al contrario que los chicos, las chicas se ven empujadas a comportarse como mujeres (maquillaje, ropa, modales) prematuramente, por lo que no llegan a ser la mujer que realmente son debido a que han detenido su desarrollo en una especie de borrador inamovible. Que haya chicas que no se pasan la vida pintándose las uñas, sino, por ejemplo, leyendo, no se le ha ocurrido a Badiou.

En conclusión: ni los jóvenes ni las jóvenas de hoy pueden llegar a desarrollarse como personas, los unos por culpa de la mili y las otras por culpa del gloss. Firmado: Alain Badiou, París, 2017; y olé.

Tras leer este librito me he puesto a pensar en si es realmente posible escribir consejos para los jóvenes, algo sólido, claro, honesto. No he sido capaz de recordar ningún manual de esta especie que merezca la pena, pero algunas citas de novelas han tenido a bien aflorar en la parte navegable de mi memoria. Son ideas hacia las que yo dirigiría la atención de una persona de dieciocho años.

El comienzo de El gran Gatsby, por ejemplo, con aquello de que uno debe tomar siempre en cuenta que no todos han tenido sus oportunidades; esta noción de Cervantes: «Ser orgulloso con los orgullosos y humilde con los humildes»; o la conversación entre Martin Amis y su hijo que el autor inglés relata en Experiencia. Dice el hijo: «Papá, ¿nosotros de qué clase social somos?». Dice Amis: «De ninguna. Nosotros no creemos en eso».

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