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¿Cómo distinguir a un genio de un payaso?

Puede que convertirse en un genio de la literatura, y no en un escritor, fuera exactamente lo que queríamos todos en la universidad. También es posible que los que se empeñaron en ser genios de la literatura no llegaran ni siquiera a ser escritores, porque escribir un libro supone muchas concesiones a la normalidad, algo tan poco estridente como sentarse en una silla.

En todo caso, ¿qué es un genio? La pregunta no es fácil de responder, pues la realidad del genio está llena de paradojas. Un genio, para serlo, necesita sobre todo de re­­conocimiento. Nadie es un genio si los demás no se dan cuenta de ello. Sin embargo, ¿cómo puede una inteligencia suprema quedar en manos de inteligencias inferiores, que son las que tienen que ensalzarlo? Decirle a alguien que es un genio significa reconocerle que eres más tonto que él, lo cual lleva implícito el descrédito de tu propio juicio. Esto lo saben los genios y por eso no hay nada que desprecien más que la gente que los llama genios.

Con todo, la paradoja principal es la que se deriva de considerar que, en rigor, solo el genio se comprende a sí mismo. Por ello, únicamente él puede saberse genio y determinarse genio y darse el título de genio. Pero decir «soy un genio» es la cosa más estúpida del mundo.

Viene todo esto al hilo de dos volúmenes de ensayos y anotaciones que le han publicado en España al escritor argentino César Aira (Coronel Pringles, 1949). Uno de ellos lleva un título como de recopilatorio de Los Planetas: Continuación de ideas diversas; el otro suena más a radiofórmula: Evasión y otros ensayos. Los he leído con sumo interés porque César Aira es considerado un genio por buena parte de los autores de mi gene­­ración.

Yo empecé a leer a Aira por curiosidad, cuando desembarcó en nuestro país con Varamo; seguí leyéndolo porque decían que era un genio y, como no han dejado de decirlo, he seguido leyéndolo hasta verme atrapado en mi propia paradoja de lector: que ya necesito que sea un genio para que pasar tanto rato con sus libros no haya sido una equivocación.

Por ello, he leído sus ensayos buscando la palabra genio y sus manifestaciones míticas. Enseguida, en Continuación de ideas diversas, vi legitimado este filtro de lectura: «Yo quería ser un gran escritor, un genio…» Y poco después: «… porque siendo un genio como quería ser…». La figura de Julio Cortázar (aportación argentina al álbum de cromos de los genios del siglo XX) aparece en varias ocasiones, además, y siempre impugnada. Rayuela es «patéticamente pueril»; El perseguidor es «malo al punto de lo impublicable». Aira es tan consciente de sus aspiraciones de genialidad que hasta le torturan: «¿Qué razón hay para escribir estos vanguardismos que escribo yo?».

Fue precisamente Julio Cortázar en Rayuela el que sentenció: «El genio es elegirse genial y acertar». A mí esta afirmación me parece de lo más inteligente que se ha dicho nunca sobre ser un genio.

Cortázar subraya (poniéndola en cursiva) la palabra acertar. Con ello quiere decir que un genio solo es una vanidad electoral, una candidatura. Necesita el refrendo en la recepción. Por eso, cuando leemos la afirmación de Truman Capote: «Soy homosexual. Soy alcohólico. Soy un genio» o la de Vladimir Nabokov: «Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido», nos acongojamos, porque las leemos desde la conformidad de la Historia de la Literatura, que ha convenido su brillantez como escritores. Sin embargo, un tal Joaquín Grau afirmó a principios de siglo: «Estamos Shakespeare, Esquilo y yo. No hay más», declaración que nos parece una payasada justamente porque no sabemos ni qué escribió Joaquín Grau. Sería muy distinto que Tolstói hubiera dicho: «Estamos Shakespeare, Esquilo y yo. No hay más». Cuando te toca la lotería puedes decir que eres rico, pero resulta ridículo decirlo nada más comprar el boleto.

No me ha extrañado por ello que el ensayo más brillante de Aira sea el que dedica a Salvador Dalí (en Evasión y otros ensayos). De hecho, la pregunta germinal de esta pieza no deja lugar a dudas: «¿Cómo es posible decir: soy un genio?».

Aira describe perfectamente la operación de Dalí: «Apropiarse del consenso». Dado que hay que esperar mucho —incluso morirse— para ser considerado un genio, ¿por qué no anticipar el veredicto y ser además uno mismo su propio juez? A fin de cuentas, ¿qué sabe nadie lo que es un genio de la pintura?

Dalí triunfó como genio por los mismos motivos por los que Albert Einstein triunfó como genio: no por pintar (esto es, no por su e = mc2), sino por engrasarse el bigote (la gente cree que Einstein es un genio por esa foto donde sale sacando la lengua, no nos engañemos). Que Einstein fuera un genio de verdad y Dalí, un payaso, carece de importancia. El farsante se cree la ficción que el genio vive, pero ambas son ficciones.

César Aira, por tanto, merodeaba la genialidad desde el principio de su vocación y perseveró en su conquista en sus innumerables novelas breves (llenas de desvíos sobre el esquema argumental canónico) y en estos ensayos estimulantes y juguetones. Por suerte, su obsesión con el genio no le ha llevado a falsificarse la vida y en todas sus fotografías aparece como una persona normal, sin proponer esa excentricidad que el lector de paso podría asumir como genial.

Quizá sea el cuento corto «El carrito» una forma inmejorable de acercarse a su obra; quizá podría seguirse con otro cuento, «El perro». Después, la novela El congreso de literatura pondrá a prueba definitivamente los nervios del lector.

Con este último título estuve a punto de aceptar que César Aira era un genio. Pero preferí dudar, seguir leyendo.

2. La cuestión de leer

Carta abierta a Andrea Levy

Leída Andrea:

No me sigues en Twitter. Desde hace más de dos meses yo sí te sigo y entro todos los días a ver si has reparado en mi seguidismo; y no. Esto al margen, te digo.

Pues que andaba el otro día por Twitter y, después de comprobar que sigues sin seguirme, vi tu nombre entre las diez cosas que hacen que merezca la pena vivir criticándolas sin fundamento (en inglés se llega antes: Trending Topics). Al principio me alegré; me dije: que se joda, ni siquiera me sigue. Luego pude comprobar que no te linchaban por no corresponder a un escritor como hay tantos, sino por leer libros.

Te habían entrevistado en Zenda, la revista literaria digital que capitanea Pérez-Reverte, y bastó el titular que te pusieron para desenterrar todos los móviles olvidados en las playas y, de paso, agitar la bilis de agosto, normalmente adormecida. Decía el titular, decías tú: «La casa de Bernarda Alba es el libro que me ha hecho reivindicativa y revolucionaria». Estás muy loca, Andrea.

Twitter vio enseguida lo loca que estás y consideró masivamente que tú no podías leer a Lorca, primero, y, segundo, que no podías considerarte a ti misma revolucionaria. Había mil tuits por minuto diciéndote lo primero y otros mil por minuto avisándote de lo segundo. Curiosamente, no leí ningún tuit que resumiera ambas reconvenciones, y eso que era un tuit muy sencillo: «Andrea Levy, tú no puedes ser del PP».

Me permito un desvío para decirte que tú no eres del PP, Andrea. Olvídalo, no nos engañas. Aunque seas del PP, no eres de verdad del PP. Solo trabajas allí. Todos tenemos que comer y mírame a mí en El Confidencial. Cada uno es víctima de sus propias inercias acomodaticias. Yo debería estar en el New York Times Review of Books, pero me quedaba lejos de casa.

Volviendo al tema, yo sí creo que eres una revolucionaria. Si tú no has revolucionado el PP, es que yo no sé nada de revoluciones, es que no se ha hecho una sola revolución en el mundo. Uno repasa la lista de mujeres que han abanderado al PP en las últimas décadas (Esperanza Aguirre, Rita Barberá, Celia Villalobos) y, al toparse contigo, con tu nombre, es como si se rayara el disco de pasodobles, te lo juro. Eres un scratch en un disco de pasodobles, Andrea. Si el scratch revolucionó la música, y si cada veinte minutos Apple o McDonald’s o el PSG revolucionan su sector, tú también puedes echar mano de semejante familia léxica levantisca. No veo a nadie criticando a Apple por revolucionar (sic) nuestra vida todo el tiempo, a nada que le ponen un botón nuevo a su teléfono.

Otro tema es que puedas leer a Lorca y que Lorca pueda servirte de inspiración. Tú mataste a Lorca, Andrea, queda mal que digas ahora que lo lees. Lo mataste a finales del siglo XX, justo un segundo después de hacerte del PP.

Ya sé que es una gilipollez consideraros a todos los del PP asesinos de Lorca, pero es que a la gente auténticamente de izquierdas nos va la revancha con ochenta años de retraso y sin jugarnos nada en ella. Cuando mis amigos de izquierdas y yo quedamos, hasta ganamos la Guerra Civil de lo valientes que somos. No dejamos un solo facha vivo, tía. La cosa además es así: para ser auténticamente de izquierdas no vale con defender unas ideas, tienes que defenderlas además con mucha más intolerancia y brutalidad que los otros que se dicen de izquierdas. Si yo tuiteo que a lo mejor resulta un poco provocador que justamente Lorca te enseñara a ser revolucionaria, quedo como un blando, casi un socialdemócrata, sobre todo comparado con alguien que tuitee: «Esa zorra facha asesina de Lorca que cierre la boca». Este tuit solo puede firmarlo alguien verdaderamente de izquierdas.

Date cuenta también de que, por ser del PP, no eres mujer. En Twitter, los insultos, menosprecios y bromas que te dedicaron, si no fueras del PP, habrían servido como censo de machistas al observatorio de turno. Como eres del PP, qué alegría, qué machismo tan estupendo pudimos disfrutar. Que si no sabes leer, que si careces de comprensión lectora, que si no tienes cerebro. Qué bien poder meterse con una mujer sabiendo que todos creen que me estoy metiendo con un sujeto político asexuado del PP.

 

Esta es la lista de libros y autores que citas en tu entrevista en Zenda: El principito, de Antoine de Saint-Exupéry; La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca; La divina comedia, de Dante; Rojo y negro, de Stendhal; Pulp y La senda del perdedor, de Charles Bukowski; John Fante; Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago; Anaïs Nin; El diablo a todas horas, de Donald Ray Pollock; Hilbilly, una elegía rural, de J. D. Vance; Cuentos prohibidos de Corea del Norte; Don Quijote, de Miguel de Cervantes; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; y los Diarios, de Jaime Gil de Biedma. En fin, lecturas básicas que todo el mundo —sobre todo si te insultó en Twitter— domina. ¿Hay alguien que no haya leído los Diarios de Jaime Gil de Biedma? Por desgracia, te faltan Patria y dos o tres Harry Potter para estar al nivel medio del lector en esa red social.

En definitiva, creo que ha quedado claro que solo tienes dos opciones: o dejas de leer tanto libro o dejas de ser del PP. Las dos cosas a la vez no pueden ser, Andrea; no te lo consentimos. Mientras te vas decidiendo, eso sí, disimula y evita lecturas de autores de izquierdas. ¿No ves que la cultura es eso, leer solo lo que me da la razón y desdeñar lo que puede hacerme dudar?

Por el bien de la cultura, no leas.

Un saludo iletrado.

P. D.: Dale al follow.

Cómo dejé de odiar a los argentinos

No es necesariamente incontestable que los argentinos sean la gente más insufrible del planeta. El estereotipo que pinta a los argentinos como engreídos, sofisticados, parlanchines y socialmente rampantes tiene un origen confuso y una perdurabilidad más que asegurada. Pero no sé de dónde viene. He preguntado por ahí y todos citan los flujos migratorios de ida y vuelta como posible causa de su sobrecargada imagen. También me han señalado la justa diferencia que ha de establecerse entre el argentino de Buenos Aires y el argentino del interior. Alguien más me ha comentado que el prejuicio que pesa sobre los argentinos viene simplemente de la observación: son, en efecto, así de agotadores.

Me puse a pensar qué responsabilidad podía tener la literatura en esa visión de los argentinos como gente afectada y muy pagada de sí misma. Lo cierto es que solo me venían a la cabeza nombres de autores que a uno le cuesta mucho imaginarse que pudieran estar callados durante más de cinco minutos. Cortázar como papagayo, Borges como vocinglero, amén de todos esos autores actuales que sin duda ustedes ya tienen en mente.

Además, la obra de cualquier argentino que me venía a la cabeza era siempre una obra primorosa, marginal, selecta, única, desviada, minoritaria, caviaresca. Perdonen la frase argentina en sí misma. Aira, por ejemplo, don César. Piglia, sin duda, don Ricardo. Cuando un autor argentino debuta en España, lo hace siempre con todas las luces puestas, como si por fin pudiéramos los lectores dejarlo estar, esto de la literatura. La literatura era él.

El único vado que se permite a esta literatura tan abusivamente argentina lo representan las autoras, gente como Samanta Schweblin o Selva Almada, que proponen su obra sin ruido alguno, sin esas ristras de latas atadas que parecen arrastrar los libros de sus compatriotas varones.

Mi propio desmantelamiento del estereotipo argentino se inició cuando viajé hace algunos años a Buenos Aires y ha terminado este mismo verano, tras la lectura de Una noche con Sabrina Love, de Pedro Mairal. Estos dos hitos, mediados por algunas otras experiencias y lecturas, han propiciado en mí un gran afecto por los argentinos, entendidos como todo eso que no sabemos de ellos.

Llevo tiempo convenciéndome de que hay una realidad menos imbécil que la nuestra y que está en medio del campo. Traté de explicarlo aquí en un artículo sobre Lo Pagán que nadie en Lo Pagán entendió, lo cual me confirma en mi defensa de Lo Pagán, un sitio impermeable a la ironía. Semanas después de conseguir ser nombrado persona non grata en Lo Pagán me fui a Cedeira, en las Rías Altas de Galicia. Mi novia me ha pedido por favor que no escriba sobre Cedeira, en las Rías Altas de Galicia.

El caso es que me gustan los pueblos porque allí nadie tiene problemas imaginarios, identidades dignas de defensa ni libros de charlatanes como Yuval Noah Harari.

Y estando de pueblos y provincias (Ferrol, Villafranca del Bierzo, La Seca…) por media España, me leí la historia de un tipo que cruza media Argentina para perder la virginidad con una estrella del porno.

Una noche con Sabrina Love fue el debut de Pedro Mairal hace veinte años y aquí la propuso sin mucho éxito Anagrama poco después. Ahora Libros del Asteroide ha vuelto a publicar la novela tras el éxito de La uruguaya.

El libro lo protagoniza un muchacho que hace autoestop desde el pueblo donde ya trabaja y se pudre hasta Buenos Aires, donde le espera una noche de sexo gracias a un estrambótico sorteo. En su periplo, el joven socializa con decenas de personas, entre ellas camioneros, soldados, vendedores ambulantes y taxistas; ha dejado atrás a un hermano en paro y muchos amigos sin más ambición que beber hasta morir. Todos ellos son la gente. Yo creo que nunca había leído una novela argentina donde apareciera la gente.

Y la gente es igual en todas partes: creo que a eso voy con este artículo.

La implacable sencillez, redondeada de puntuales accesos líricos, que emplea Mairal en este debut deslumbrante traza un retrato conmovedor de las personas sin historia, sin ego, sin libros a su nombre. Desde el pueblo y toda la región entrerriana que vemos en la primera mitad del libro hasta ese Buenos Aires asfixiante y superviviente que impacta al muchacho cuando llega a su destino, Una noche con Sabrina Love es casi un himno a la Argentina que no merece la pena exportar ni por supuesto contar, porque es demasiado cutre. Gente que no tiene para tomar un autobús, gente que come bocadillos, gente que se mancha las manos cuando trabaja. Y un chico que quiere perder la virginidad con una estrella del porno, diva intocable y perfumada que, a la postre, no es más que una señora sórdida.

Contra el cordón del islote de cemento el viento acumulaba una arenisca sucia con pequeños vidrios de parabrisas y faros rotos, bolsas de polietileno, pedazos de plástico de tazas de neumáticos y de paragolpes, latas aplanadas, cartones. Todo formando una misma resaca dejada por la marea del tráfico, una arena hecha, no de piedra, sino de autos; el sedimento depositado por los accidentes.

La Argentina de Una noche con Sabrina Love es, de hecho, muy española; es decir, bastante coreana; es decir, universal.

De censor y delator a provocador

Anoten por favor que soy el único crítico de España que visita o habla siquiera de las bibliotecas públicas. En una andaba recorriendo la signatura FER. la larguísima signatura FER, porque yo soy un usuario de biblioteca pública como Dios manda: hay que mirar los libros directamente en las estanterías, y así te llevas el que no habías ido a buscar, y eso es la Cultura.

FER. Anda que no hay escritores y muertos apellidados Fernández. Iba leyendo títulos vanos y fracasos sin cuenta, todos a cargo de Fernández y más Fernández, cuando di con uno que me interesó: Lola, espejo oscuro, de Darío Fernández Flórez. Había encontrado lectura; había encontrado, de hecho, hasta escritura.

Yo no sé qué tiene el verano que siempre me lleva a leer a fachillas. El fachilla es un escritor olvidado que además era de Franco. Darío Fernández Flórez fue censor, ganadero y escritor. No dejó un palo sin tocar.

Cuenta en un artículo Ernesto Escapa que Darío Fernández Flórez fue quién denunció a Julián Marías, como revivía su propio hijo Javier en Tu rostro mañana, pero sin dar el nombre. DFF, por tanto, lo tiene todo para que nadie lo lea, para que su obra sea sepultada, para que su nombre reducido a las siglas ocupe una peana muy pequeña en el museo provincial del polvo. Que es un museo que yo visito con frecuencia.

Me gusta leer a los antiguos y olvidados porque todos escriben mejor que yo, que tú, que cualquiera. Ha caído el tiempo sobre su prosa y es un gusto pasearse por ella, ver que tal mote o insulto o vocativo se decía ya hace sesenta o setenta años, comprobar qué expresiones se han perdido, qué semántica se ofrecía a miles de lectores ahora muertos.

«Morirse a chorros», dice dos veces Darío Fernández Flórez en este libro.

Mi ejemplar de biblioteca es de 1973 y de Círculo de Lectores. La editorial avisaba entonces de que se trataba de una edición «no abreviada». ¿Qué era lo que había que abreviar?

Lola, espejo oscuro son las memorias de una prostituta de lujo. «Ante todo, debo advertir que soy una chica muy mona. Muy mona y muy cara». Durante 300 páginas Lola nos cuenta su dedicación al oficio, desde su Andalucía natal hasta el promisorio Madrid, pero sin entrar nunca en carnalidades. Lo único erótico del libro es ver a Lola sacarle todo el dinero que puede a los hombres ricos.

Adscrita a la nueva picaresca que se puso de moda en la posguerra, Lola, espejo oscuro es una lectura magnífica. A la verosimilitud de todos esos lances que hoy nos parecen increíbles se une una prosa vivaz, risueña y hasta poética. «Seguía teniendo, claro está, mis catorce años y me vi negra para no perderlos y llegar a Cádiz tan entera como salí de Ronda, aunque bien es verdad que algo más sobada porque pasé malos ratos por los puertos y la bahía, y hube de apagar un tanto los fuegos de mi fiereza». Si uno se lee las 300 páginas de una novela de la que no va a poder hablar con nadie, indudablemente es que esa novela está muy bien.

Luego están las lecturas transversales, esnobs, concienzudas. Vean la ironía, incluso la acrobacia, de ser censor y delator y escribir luego una novela que es capaz —siendo su asunto exclusivamente el intercambio de sexo por dinero— de burlar la censura. Aquí Freud y Elia Kazan tendrían mucho que comentar.

Además está Lola, obligada por la solemne pobreza en la que nace a malvivir y penar, pero que utiliza su cuerpo para enriquecerse y, mayormente, hacer sufrir a todos los hombres que se cruzan en su camino. Esta «mala mujer» encontraría en nuestro tiempo comprensión y hasta aplauso, pues su caso puede razonarse desde el feminismo al punto de acabar convertido en heroico.

¿#MeToo? Vean el cine español de los años cuarenta: «Hube de someterme a sus deseos para seguir caminando los rumbos del cine, porque, como dice Juan, muchas de nuestras películas se hacen en la cama, y así salen ellas». Y más: «Seguí, pues, pagando portazgos con un director, un jefe de producción, un guionista, un galán nada galante […] y hasta con un gerente de la casa Balbin Films; tan solo, entre las altas jerarquías de aquel tinglado, escapé del operador, porque era extranjero y no le interesaban las mujeres».

Cabe preguntarse también cómo se leería esta frase en la España de 1950: «Por eso los hombres dicen que soy muy mala y en el fondo me odian como se odia al amo que nos tiraniza».

Por si fuera poco, el libro desemboca en un epílogo donde un escritor llamado Darío manifiesta su desaliento ante el género de la novela y, como ya registraba Manuel Alberca en La máscara o la vida, considera que los españoles «somos anticonfesionales y todas nuestras confidencias resultan absolutamente falsas».

Autoficción franquista, lo que nos faltaba.