Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad

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La novela negra nos enterrará a todos

La novela negra no tiene nada que envidiar a la peste negra, ni siquiera los muertos. Se expande por las librerías, que colocan ya este tipo de libros en un espacio particular y privilegiado; invade las bibliotecas, que absurdamente entienden también necesario pastorear a los lectores hacia los libros más comerciales; clava su estandarte en el catálogo de sellos hasta ahora estrictamente literarios con colecciones o minicolecciones llamadas a llevar el peso anual de una cuenta de resultados. Novela negra es lo que gana últimamente el premio Nadal, para sonrojo de los que aún se acuerdan de El Jarama o de Las ninfas; novela negra es lo que gana el premio Planeta, el premio Primavera… (¡hasta los premios de novela negra los ganan novelas negras!; no es que haya habido un intercambio de propósitos entre certámenes literarios, no). Y más: una escritora de novela negra dirige Babelia, el suplemento de libros más (o menos) prestigioso de España. Este fin de semana dedicaron el número entero a vendernos novela negra.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Sin duda, matando a alguien.

Dice Ricardo Piglia que Edipo fue la primera historia detectivesca de todos los tiempos, pues en ella hay un crimen y un hombre que trata de resolverlo (para concluir que él mismo es el asesino). Menos osada es la genealogía que localiza el origen de la novela negra en algunos textos de Friedrich Schiller, Anne Radcliffe o Adolf Müllner. Sin embargo, existe consenso en señalar finalmente Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, como el primer peldaño del género.

Permítanme decir que es una de las narraciones más inverosímiles que he leído en mi vida.

Con todo, su inverosimilitud fue, al parecer, original. Se trataba de llevar la papiroflexia al argumento, de retar al lector, fabricando un crucigrama de vidas en el que dos preguntas hacían la ola desde la primera página: ¿quién lo hizo? y ¿cómo lo hizo?

La novela enigma (como la llama Andreu Martín en su iluminador ensayo Cómo escribo novela policíaca) alcanzó velocidad de crucero gracias a una lupa, un macferlán y un pico de heroína: Sherlock Holmes. Agatha Christie tomó el relevo (siempre británico) de Arthur Conan Doyle, acometiendo sucesivas virguerías aún hoy estimulantes: que el narrador fuera el asesino (El asesinato de Roger Ackroyd) o que todos fueran el asesino (Diez negritos).

En las historias del género siempre se presenta la novela negra americana (o hard boiled) como una evolución o salto a la madurez de la novela enigma. Dashiell Hammet, Raymond Chandler y James M. Cain son considerados los fundadores y maestros de este nuevo arte de matar, más embarrado.

Dijo Chandler: «Hammett alejó el asesinato del jarrón veneciano y lo llevó al callejón».

En realidad, la novela negra o policial al estilo de Raymond Chandler (ya saben: detective problemático, sociedad corrompida, bajos fondos, crítica del sistema y final sorprendente) le debe —a mi juicio— mucho más a la novela naturalista de Zola que al macramé narrativo de Agatha Christie, del que eventualmente podría incluso prescindir. Basta con leer La bestia humana para saber por dónde voy.

La novela negra (años cincuenta del siglo XX) evolucionó mediante la traslación de una serie de patrones de probada eficacia a nuevos ambientes (el entorno «sureño» de Jim Thompson; el Harlem de Chester Himes, etcétera), tuvo un momento de flaqueza con la irrupción de la novela de ciencia ficción en los años sesenta (Raymond Chandler, con su habitual bonhomía, afirmó tras leer algunas páginas de una novela intergaláctica: «¿Pagan por escribir esta mierda?») y se recuperó para llegar sana y pletórica hasta nuestros días a caballo de cientos de autores y de miles de novelas que, parece, nadie se ha molestado en catalogar.

Yo diría que hoy el género se halla instalado en una etapa muy clara: el folclore policial. Ya no importa quién lo hizo, ya no importa cómo lo hizo, pues hemos leído —o visto en el cine— todos los posibles asesinos y todas las posibles formas de asesinar. Importa dónde lo hizo. Es decir, los usos y costumbres de un pueblo.

La exitosa trilogía de Dolores Redondo, por ejemplo, no aporta otra cosa al género que un minucioso repaso de la repostería navarra con la selva de Irati de fondo; del mismo modo, Domingo Villar (salvando las enormes distancias) hace lo propio con la costa gallega. Se pone de moda la novela negra sueca, mayormente, por lo de sueca; la frontera mexicana es lo único novedoso en la obra de Don Winslow, que mata igual que se mataba hace casi cien años o un poco peor.

Si usted quiere ser un autor de éxito de novela negra, no piense ya en inventar un detective estrambótico ni en recrear crímenes aún más bizarros: piense en que alguien investigue crímenes en lugares hasta ahora no visitados por los lectores. El Vaticano ya se le ocurrió a Dan Brown, por cierto.

Lo de nuestro país lo deja claro Andreu Martín en el citado Cómo escribo novela policíaca: «En España surgió el boom de la novela negra como reacción contra unas formas literarias que no interesaban a nadie». Habla de los años setenta, y las formas literarias que no interesaban a nadie son, básicamente, las que cualquier persona cabal entiende como Literatura.

Martín-Santos, Benet, el Cela de Oficio de Tinieblas 5 o Juan Goytisolo.

«Estábamos hartos de esa literatura ensimismada que necesitaba veinte páginas para subir una escalera», subraya enseguida en el mismo ensayo Juan Madrid.

Desde los años setenta hasta ahora se han sucedido los autores, las modas y los festivales de novela negra. Hay librerías y revistas especializadas en novela negra y premios propios y una cosa llamada «Semana Negra de Gijón», que muchos piensan que podría llamarse «Semana de la Cerveza Negra de Gijón» y nadie notaría la diferencia. Eduardo Mendoza creó el subgénero de novela negra paródica y aún hoy tiene imitadores. Javier Marías o Antonio Muñoz Molina han recurrido a este tipo de relato en novelas como El invierno en Lisboa o Los enamoramientos. Actualmente disfrutan de un considerable éxito, aparte de Dolores Redondo y del propio Mendoza, Víctor del Árbol, Lorenzo Silva o Carlos Zanón.

Si nadie te conoce, además, siempre funciona decir que tus novelas negras son un éxito en Francia.

La novela negra supone prácticamente el fin de la literatura. En la mayoría de los autores del género no hay ni un gramo de esa sustancia blanca que define este arte: el estilo. Todos los narradores policiales escriben igual, e igual a como escriben los narradores policiales de cualquier otro país. Traducir una novela negra se diferencia muy poco de escribirla.

La novela negra degrada la literatura a una suerte de cine de bajo presupuesto, dado que convierte la ficción escrita en el campo de pruebas de una historia. Si esa historia funciona comercialmente, se pasará a mayores: se hará una película.

Desde la aparición del hard boiled, además, se ha difundido el mantra de que la novela negra es en verdad narrativa comprometida, un vehículo para la denuncia social. Lo cierto es que todos los grandes escritores de novela negra eran, al mismo tiempo, grandes reaccionarios. De hecho, el más destacado escritor de novela negra de nuestros días, James Ellroy, admira a Ronald Reagan y, para escribir Seis de los grandes, fue, según desvela en A la caza de la mujer, «en todo momento el racista provocador adherido a las almas de mis asesinos derechistas».

Esto es así porque la novela negra auténtica está escrita a partir de experiencias vividas en primera persona. O, dicho con mayor malicia, la novela negra es la novela de ese obrero que vota a la derecha.

El viaje por los bajos fondos que ofrecen estos libros es un viaje por todo lo que sobra para que nuestro sistema capitalista sea perfecto. De ahí que sobren los delincuentes y los mafiosos, pero, a menudo, también los homosexuales, los negros, las mujeres con iniciativa y los comunistas.

Por supuesto, hay novela negra intencionadamente izquierdista, pero siempre será de segunda división: el escritor ha tenido que documentarse y copiar a los grandes.

«Siempre que hay poder hay discurso oficial y, mientras haya discurso oficial, habrá una novela negra para desmentirlo», dice de nuevo —ebrio de heroicidad— Juan Madrid.

Volvamos al principio: ¿es posible que la novela negra vaya contra el discurso oficial o contra el poder cuando ocupa sitios destacados en librerías y bibliotecas públicas, recibe los principales premios comerciales del país y hay escritores de novela negra dirigiendo importantes suplementos literarios, antiguamente tan exquisitos?

Al conservadurismo ideológico del género hay que sumar una poética rutinaria que no admite riesgo y una vocación de complacencia masiva que —ay— solo tiene un objetivo: el mercado. No hay ningún escritor de novela negra de prestigio que no venda libros; de hecho, ser un buen escritor de novela negra es vender libros. Hacer dinero.

Me imagino en el futuro perdido dentro de una librería buscando un libro humilde, un poemario o una novela minoritaria; me imagino recurriendo al librero para localizarlo y que me diga, después de cubrir con un ademán medio establecimiento: «Todo esto es novela negra, el resto es literatura».

De cómo la autoficción se convirtió en autopromoción

Partamos del supuesto de que la historia de la novela es una historia de la diferencia. El arte de narrar no es otra cosa que un catálogo de formas. La novela que encuentra sitio en el canon, en las universidades o en los manuales de literatura siempre es una novela que dio inicio a una corriente estética o que la llevó hasta sus límites, incluso agotándola.

 

Supongamos también que en el siglo XIX la novela alcanzó la perfección. Era así como debía hacerse una novela. Capítulos y partes, descripciones y atención a los detalles, casi siempre un narrador en tercera persona que se deja llevar por el estilo indirecto libre; planteamiento-nudo-desenlace, diálogos y un final climático. Tolstói, en suma; Flaubert. ¿Se podían escribir más novelas después de Guerra y paz? ¿Se podían narrar de forma diferente a Madame Bovary?

La historia de la novela del siglo XX es la historia de cientos de novelistas que intentaron dinamitar la morfología narrativa de ese realismo depurado. Lo que queda del siglo XX (porque es leído, comentado, imitado o estudiado) es el modernismo, la generación perdida, el nouveau roman, Oulipo o la posmodernidad. Es decir, un legado eminentemente formal.

Si el modernismo fue un juego (una exploración) de los elementos básicos del relato, la posmodernidad es el juego (la exploración) de la recepción. Ya poco nos quedaba por explorar aparte de la figura del lector.

Y es ahí donde entra en escena la autoficción.

«Why so serious?», que diría el Joker. Bueno, aquí vamos de la gravedad a la patochada: denme tiempo. Y sigamos.

La autoficción es el legado literario de comienzos del siglo XXI. Autores como Emmanuel Carrère o Javier Cercas, entre otros muchos, quedarán como representantes de la novela que se hacía en el primer cuarto del presente siglo. También se han escrito otro tipo de novelas, evidentemente, pero lo que atesoramos como «canon», va dicho, ha de ser siempre otra cosa, una anomalía.

La autoficción de Carrère o Cercas es algo tan sencillo como novelas en las que el protagonista tiene el mismo nombre que el autor (o exactamente la misma profesión, edad, situación familiar…, en fin, identidad). De este gesto temerario se derivan consecuencias inmediatas para el lector: ¿es verdad lo que leo?; incluso: ¿qué es la verdad?

Si alguien escribe su autobiografía, el lector entiende que todo lo que se cuenta en ella son los hechos ciertos de una vida; si escribe una novela, el lector asume el carácter imaginario de lo narrado. Por ello no hay autobiografías donde una persona se convierta en un escarabajo o vuele. Es lo que se conoce, respectivamente, como «pacto autobiográfico» y «pacto de la ficción».

La autoficción no respeta estas convenciones, mezcla datos reales con otros inventados, lo que lleva al lector a una situación infrecuente: duda sobre qué está leyendo exactamente. Hay incluso lectores que se enfadan (el enfrentamiento de Arcadi Espada con Javier Cercas a raíz de Soldados de Salamina va por ahí), pues entienden que no están ante malabarismos del arte literario, sino frente a una desvergonzada estafa (imaginen que yo escribo una novela sobre un Alberto Olmos que fue violado de niño. ¿Se atreverían a decirme que es mala?, y ¿cuántos premios me darían?).

No es fácil huir de las modas, escribir sin atender a lo que tiene éxito o cosecha elogios. Por ello, numerosos escritores se han puesto a escribir autoficción, después de años haciendo novela más o menos tradicional.

La novela de Álvaro Colomer, Aunque caminen por el valle de la muerte, es —amén de un buen libro— un ejemplo de resistencia. Lo que se nos cuenta en ella es una batalla real y el relato se sustenta en una documentación exhaustiva. Sin embargo, el autor no aparece por ningún lado.

Lo que tendría que haber hecho Colomer para estar a la moda —quizá incluso para tener un enorme éxito— sería narrar no la batalla, sino cómo se documentó sobre la dichosa batalla: tomé un avión, llegué a El Salvador, pisé Irak, me dijo Fulano que no escribiera esta historia, que iba a tener problemas, mi novia me echaba mucho de menos en estos viajes… Todo ello entreverado con el relato de la propia batalla.

Es lo que hacen —un libro sobre cómo escribo el propio libro— muchos otros autores.

Sin embargo, lo cierto es que la autoficción se encuentra ahora mismo en un momento crítico. Personalmente no puedo ya más con tanta gente hablando de sí misma. Entre novedades, manuscritos a los que tengo acceso e incluso artículos de prensa, el grado de narcisismo de los autores hace tiempo que superó la categoría de ridículo y se dirige a toda velocidad hacia el diagnóstico de demencia.

El otro día tuve una iluminación, después de leer un texto particularmente vomitivo. La obra literaria se ha visto contaminada por las redes sociales: he ahí mi iluminación. Si los autores jóvenes y no tan jóvenes dedican diariamente varias horas a autopromocionarse en Facebook o Twitter (cualquier cosa buena que se diga de ellos es enlazada y aireada, amén de exagerada), a la hora de escribir novelas también creen que deben vendernos su éxito literario. Esto ha llevado a que abunden las novelas donde la auténtica trama es la ficción de un éxito, es decir, novelas que tratan de un autor que se nos propone como tal —justamente porque nadie lo conoce o valora, pocos lo leen, nadie lo traduce o nadie lo cita—.

El pringoso consejo según el cual para ser un escritor de éxito primero tienes que parecer (por el modo de vestir y de comportarte) un escritor de éxito alcanza en estos minutos de la basura de la autoficción su corolario definitivo: la propia obra. Escribo para que te creas que soy escritor, para creérmelo yo mismo.

Los rasgos de esta autoficción degradada son muchos: decir siempre que uno «solo sirve para escribir», hacer que los demás personajes te apelen como escritor, incluir algún viaje transoceánico para dar una charla en un festival donde también asistan escritores consagrados (dar sus nombres), ¡sacar a tu novia por su nombre de pila! (esto es muy importante), abusar del posesivo de primera persona («mi editor», «mi agente»…), así como transformar cualquier verbo de acción en un verbo que sugiera a los lectores que el universo gira en torno a ti (nunca «fui»: «me llamaron»; nunca «llegué»: «me recibieron»…) y, sobre todo, disponer de una potente excusa narrativa para levantar todo este tinglado egomaníaco (algo grave, por ejemplo, la muerte del padre).

La autoficción como autopromoción, como vehículo de vanidades, no puede sino ahuyentar a los lectores. ¿Quién quiere leer un libro sobre lo mucho que el autor se gusta a sí mismo? Sin embargo, llevo dos semanas leyendo libros, manuscritos y artículos de autores que se gustan mucho a sí mismos. Sin ironía (como aquel «Yo. Yo. Yo. Yo.» con el que empezaban los Diarios de Gombrowicz); sin empatía (como la que sentimos por el Javier Cercas de Soldados de Salamina, solo, sin trabajo y deprimido); sin modestia (no conozco buena literatura cuyo único presupuesto sea la soberbia).

Así las cosas, ¿cómo distinguir el yo mercadotécnico del auténtico yo literario? En realidad es muy fácil: con el segundo sientes que el autor habla de ti. Decenas de autores hoy en día parten de la premisa: «Lo yo cuento interesa porque trata de mí», cuando la literatura autobiográfica interesa porque, bien hecha, trata de todos nosotros. Es la diferencia entre lo doméstico y lo íntimo (que es lo universal).

El yo del nosotros: ese es el yo que estamos perdiendo.

Bolaño y yo: la historia jamás contada

Dicen los ganadores que nunca ganan, pero casi, que del subcampeón no se acuerda nadie. Y yo fui subcampeón del premio Herralde que se llevó Roberto Bolaño con Los detectives salvajes. Mi obra se titulaba A bordo del naufragio. Tenía yo veintitrés años.

Roberto Bolaño y un servidor iniciamos entonces trayectorias paralelas y, mientras él se ha convertido en un mito literario, yo tengo esta columna.

Poder mostrar fotos con Roberto Bolaño y haber cruzado con él algunas palabras se fue volviendo con el paso de los años algo excepcionalmente referible, sobre todo a partir de su muerte, momento en el que su figura agigantada hasta el delirio se afilió a la hermandad de inmortales donde Borges, García Márquez o Vargas Llosa llevaban décadas de monótono oligopolio.

Lo que nunca he olvidado de Roberto Bolaño es su jersey con bolitas. Yo he visto, en definitiva, a un jersey con bolitas volverse mítico. Quiero decir que Bolaño, en la Barcelona de 1998, recibiendo el premio Herralde, era un señor que lo tenía todo para fracasar, eminentemente esas bolitas fruto de un jersey resobado, amén del resto de su indumentaria, vieja y ajada, el rostro magullado por las carencias dentales y la desazón, las gafas desequilibradas y el andar raquítico.

Todo eso, hoy en día, no hay foto que lo delate. Ves una foto de Roberto Bolaño y siempre ves a un galán de las letras; bohemia y no miseria, intención y no dejadez, estilo y no cutrerío. La fama debida a esto de la literatura vuelve apolínea toda vulgaridad.

¿Cómo era Roberto Bolaño antes de que Los detectives salvajes saliera a la venta, vendiera, se tradujera y resultara premiada por segunda vez (Rómulo Gallegos)? Pues era un señor que no conocía nadie. Yo había leído a bastantes autores de la editorial Anagrama, pero admití ante Jorge Herralde que no sabía junto a quién me estaba premiando. Es un autor de gran calidad, pero poco conocido, me vino a decir el editor.

Bolaño andaba por aquellos días viendo películas de David Lynch y le daba muchas vueltas al sentido último de la trama de Carretera perdida. También —en aquellas horas primeras de conocerlo— vine a notar que practicaba con soltura el elogio desmedido y la afirmación irreversible y, así, todo era lo mejor, lo más, lo sumo o, por el contrario, lo peor, lo más bajo, lo ínfimo dentro de su especie. Recuerdo oírle decir que Jaime Bayly era el escritor en español con mejor oído para los diálogos. Luego escribió o dijo que Javier Marías era «de largo» el mejor prosista en español de nuestro tiempo o que Georges Perec era «sin duda» el mejor escritor de la segunda mitad del siglo XX. Este criterio tenía Bolaño, sin matices, sin mesura; sin mucha responsabilidad.

Lamento informar a sus biógrafos y devotos que no recuerdo si en la cena que sigue a la entrega del premio Herralde —entonces celebrada en La Balsa— Bolaño tomó carne o pescado.

Y de La Balsa en Barcelona, en puente aéreo costeado por la editorial Anagrama, llegamos a un día de diciembre de 1998 en Madrid, en el Bar Hispano, lugar habitual —hasta que la crisis disuadió al sello fundado por Jorge Herralde de perseverar en semejante dispendio— de la presentación de las novelas reconocidas con el premio de marras.

«Anochece sobre Pozuelo», así empezaba el texto con el que Soledad Puértolas presentó Los detectives salvajes. Seguramente muchos de ustedes no se podrán creer que Soledad Puértolas fuera la presentadora de Roberto Bolaño. Pues fue. ¿No había nadie mejor, más ilustre, menos comercialote? Sin duda, no lo había, pues Roberto Bolaño, en 1998, reunió en la presentación de Los detectives salvajes en Madrid a no más de diez o quince personas, lo que sumado a las doce que llevé yo daba una bonita cifra de fracaso.

Al año siguiente, con Luis Magrinyà y Pablo d’Ors como ganadores del premio, el Bar Hispano disfrutó de aforo completo: estaba, como se decía antes, «el todo Madrid».

¿Dónde estaban entonces, en 1998 y en Madrid, todos esos autores, críticos, lectores y editores que, apenas un año después —y no digamos siete años después— declararían que Bolaño era el mejor escritor del mundo? Supongo que esperando a que se hiciera famoso para poder confesar que lo llevaban apoyando desde el principio.

Llevo casi veinte años tratando de que me guste Roberto Bolaño. Que Los detectives salvajes quedara por delante de mi novela debut no ha afectado a mi juicio sobre su obra completa pues, a fin de cuentas, y como dice el rapero, en 1998 Bolaño jugaba «al mismo deporte en otra liga».

Así las cosas, lo más interesante de la figura de Roberto Bolaño es que supuso el primer caso de canonización literaria vivida en directo por todos los autores y lectores de mi generación. Nunca antes un escritor había recorrido para nosotros de forma completa el camino hacia la gloria literaria. Hay que señalar que el Quijote y Cien años de soledad, para un bachiller, son clásicos por igual, aunque a uno lo acrediten cuatro siglos y al otro nos lo hicieran estudiar solo treinta años después de haberse publicado.

Vista la «canonización en directo» de Bolaño uno puede ya por fin enunciar la clave de la inmortalidad literaria. Basta una palabra: potra.

Había —y hay— decenas de escritores latinoamericanos mucho mejores que Roberto Bolaño, o igual de medianos y sugestivos. Sin embargo, Bolaño ha aniquilado toda posibilidad de que Piglia, Aira, Vallejo, Bellatin o Fuguet consigan una recepción ni remotamente parecida a la que él goza hoy en día.

 

Los fans locos de Bolaño creen que su santo autor lo hacía todo bien. Sus poemas son muy buenos, sus cuentos son excelentes y sus novelas son extraordinarias. Hasta sus apreciaciones críticas son subrayadas en los libros que las compilan como si Bolaño las hubiera sopesado por más de dos minutos.

A mi juicio, los poemas de Bolaño son infames; sus cuentos, mediocres; y sus novelas, un amontonamiento de sus cuentos menos mediocres. Creo que Los detectives salvajes es una buena novela. Creo que 2666 es un disparate. Las cinco novelas que la componen parecen necesitadas de comparecer juntas para intimidar al lector pues, leídas sueltas, no satisfarían al menos demandante de ellos. Por otro lado, su decálogo para escribir cuentos es de las estupideces más bochornosas que yo he leído nunca dentro del género teórico.

Bolaño dijo en los días que lo conocí que escribió Los detectives salvajes en un año. Yo le creo, porque entiendo que toda su obra está elaborada deprisa, sin mucha dubitación, a caballo de una prosa funcional y atiborrada de clichés («duerme como un ángel», «pobre como una rata») y de un gusto por narrarlo todo, particularmente qué comen los personajes y qué llevan puesto. Es difícil tomar una página al azar de Bolaño y otra a voleo de García Márquez y defender que, a su vez, juegan en la misma liga.

También entiendo que la obra de Bolaño tiene algo de boom recalentado, sirviendo al mismo tiempo de epílogo a Borges, a Cortázar y a Vargas Llosa. Nada de lo que hay en la obra de Bolaño es propio de la literatura del siglo XXI, caracterizada por la autoficción y los juegos con la recepción, amén de por todos esos autores (Franzen) que no soportan ni la autoficción ni los juegos con la recepción y tratan de volver a Tolstói.

Mi interpretación de la «potra» de Bolaño tiene que ver con los días marginales que vive la literatura. Desde hace años ya se habla de «novela literaria» para designar una obra que no ha sido concebida con intención de convertirse en un bestseller. La perversión en esta dualidad creada para las obras de ficción («novela literaria» frente a «novela comercial») ha llegado pronto y consiste en colar novelas claramente escritas para una fácil lectura en un catálogo editorial que se supone exigente. Creo que Bolaño, en la mayoría de sus páginas, propicia una lectura enormemente facilona (no en vano, lo que se escribe a toda prisa se lee casi siempre a toda prisa). A la gente le gusta Bolaño del mismo modo que le gusta Dan Brown, lo que pasa es que pueden mirar por encima del hombro a todos aquellos a los que solo les gusta Dan Brown.