Dormiréis para siempre

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En lugar de eso, abre la carpeta que traía bajo el brazo, y que ha dejado sobre la mesa al entrar, y extrae dos fotografías de la víctima, que coloca delante de un sorprendido Unax. Señala la primera de ellas y se da cuenta de que al chico le cuesta fijar la mirada en el papel. Ya ha visto esa imagen antes, entre las rocas. Verla ahora sobre la mesa no le resulta mucho más fácil y retira la mirada enseguida. No soporta la visión del delicado cuerpo mancillado.

En la segunda fotografía, sin embargo, se detiene un poco más. Se trata de una instantánea que parece sacada de una cuenta de Instagram y que muestra a una joven sonriente y llena de vida, en bikini en la playa, posando como cualquier otra chica de su edad. Ve miles de ellas a diario mientras trabaja, jóvenes, sanas, delicadas, mostrando su mejor cara.

Pero esta le llama la atención especialmente. Es bonita. Tiene una sonrisa desenfadada y tranquila, y unos dulces ojos almendrados que le contemplan desde el papel.

Unax se inclina sobre la mesa, apoya en ella los codos y deja que sus ojos se oculten contra las palmas de sus manos. No soporta ver nada más.

—¿La conoce, señor Unanue? —insiste el comisario, mirándolo fijamente, atento a cada uno de sus gestos.

Deja caer las manos despacio y asiente imperceptiblemente.

—Tomaré eso como una afirmación —dice, y se mantiene unos minutos en silencio, dejándole espacio para aclarar sus ideas.

Cuando el silencio comienza a pesar como una losa, el comisario retoma la palabra.

—Se llamaba Leire Barrientos. ¿Lo sabía usted?

No entiende por qué, pero no le gusta que le traten de usted. La distancia en el trato le hace sentir culpable. Por supuesto que conocía a Leire, su nombre al menos. En las conversaciones desenfadadas, el apellido no suele ser lo más importante. Aunque, si lo piensa bien, reconoce que no la conocía de nada en especial, simplemente de verla en la playa. Era una de esas chicas que acuden a diario y colocan la toalla prácticamente siempre en el mismo lugar. Estaba permanentemente acompañada por un grupo de amigas y un montón de moscones que zumbaban a todas horas en torno a ella. Alguna vez se paraba a charlar con él, sobre todo cuando le tocaba turno en la torre y sus amigas iban a bañarse y a disfrutar de las olas. A ella no le gustaba el agua, o eso le había contado. Lo que le encantaba era broncearse al sol. Era una chica agradable y de fácil conversación.

Todo esto se lo relata al comisario sin apenas darse cuenta, como si estuviera pensando en voz alta, rememorando cada pequeño instante según sus palabras van cobrando vida. Cuando termina, levanta la vista y la fija en el rostro serio del comisario Gaztelu, quizás esperando alguna reacción por su parte. Pero esta no llega. El comisario se limita a observarlo fijamente.

Transcurrido un periodo de tiempo que se le hace eterno, el comisario hace un gesto con la cabeza señalando la mano de Unax.

—Tiene usted un corte muy feo en esa mano, señor Unanue —comenta, restándole importancia.

Unax apenas se acuerda del escozor que siente en la mano y la mira extrañado, como si en ese momento la viera por primera vez.

—Había sangre en las inmediaciones del lugar donde se ha encontrado el cadáver —Hace una pausa antes de continuar—. Y los primeros análisis indican que es suya. ¿Se cortó al arrastrar el cuerpo, señor Unanue?

Unax no puede dar crédito a lo que está escuchando. ¿Acaso creen que ha sido él quien ha segado la vida de Leire?

Las manos le tiemblan, no sabe si de miedo, de rabia o de impotencia. Trata de mantener la compostura y respira hondo, serenándose. Cuando comienza a hablar, la voz le sale demasiado aguda, como si no fuera suya.

—Ya se lo conté a los agentes que me interrogaron en la playa, comisario. Resbalé al ver el cuerpo. Perdí el equilibrio y me apoyé sobre una roca justo antes de que las náuseas me recorrieran de arriba abajo.

Una sonrisa escéptica se dibuja en el rostro del comisario.

—Una última pregunta, señor Unanue. ¿Practica usted el surf?

—No. No lo hago. Prefiero sumergirme en el mar antes que estar sobre una tabla. Lo intenté una vez, pero no resultó como había esperado.

La respuesta de Unax lleva implícito un interrogante que no le pasa desapercibido al comisario Gaztelu.

—Leire Barrientos fue trasladada sobre una tabla de surf hasta llegar a las rocas, donde la dejaron caer en la postura en la que usted la encontró. Ya estaba muerta. Hemos hallado los surcos de la quilla en algunos puntos del trayecto desde la pasarela de madera. En otros puntos han quedado borrados por las pisadas del sufista que llamó a emergencias. Ya hemos hablado con él. Le doy las gracias por su paciencia, señor Unanue. Manténgase a disposición de la Ertzaintza. Puede que tengamos que llamarle de nuevo.

El comisario da por terminada su visita y se levanta de la silla arrastrando los pies y dejando a Unax sumido en sus pensamientos, hasta que la agente que custodiaba la puerta se acerca a buscarle para invitarle a salir de la comisaría.

Es más de medio día cuando Unax atraviesa la puerta de la alta verja de hierro que bordea la comisaría de la Ertzaintza de Muskiz, que se cierra a su espalda con un golpe seco. Respira, aliviado, el aire que penetra en sus fosas nasales, mezcla de olor a salitre y humo fabril, mientras piensa en las horas que ha pasado encerrado tras esos muros.

De manera inconsciente, se da la vuelta para mirar hacia el edificio y se da cuenta de que la agente que le ha escoltado hasta la puerta ya no está a la vista. Sin embargo, al desviar la mirada hacia arriba, distingue a alguien en una de las ventanas del primer piso, observando sus pasos a través del cristal. Desde la distancia le parece adivinar la figura del comisario Gaztelu, atento a cada uno de sus movimientos, y retira la mirada, azorado. «¿Así va a ser a partir de ahora? ¿Tendré que acostumbrarme a sentirme observado?» se pregunta, sintiendo el peso de la culpa sobre los hombros.

Se deshace como puede de esos pensamientos negativos que le aturden y se da la vuelta, alejándose del edificio y cruzando la carretera, distraído, sin apenas mirar a ambos lados. Afortunadamente, es difícil encontrar coches circulando por allí, puesto que la comisaría se encuentra ubicada en una zona del pueblo donde el tráfico es escaso. Los veraneantes suelen aglomerarse en los alrededores de la playa, sobre todo en el paseo que bordea las dunas, atraídos por los chiringuitos de baratijas, haciéndose notar por el bullicio que los acompaña. Los lugareños, sin embargo, prefieren reunirse en la calle donde se sitúan los bares habituales, los negocios que les reciben con los brazos abiertos en cualquier época del año. Tanto unos como otros intentan, inconscientemente, evitar los alrededores del descampado donde se ubica desde hace años el edificio que alberga a los agentes de la Ertzaintza.

Al dirigir la mirada hacia adelante se da cuenta de que, en la acera de enfrente, Ander y Arrate le están esperando. Los observa sin disimulo, alegrándose al verlos allí, mientras camina sin prisa en su dirección.

Ander, amigo y fiel compañero de trabajo, tiene la vista fija en el suelo y las manos en los bolsillos del pantalón. Le extraña verlo tan cabizbajo, acostumbrado como está a su habitual desparpajo y energía. Su presencia siempre es una garantía en los rescates en los que les toca tomar parte en la playa, puesto que es una de esas personas capaces de mantener la cabeza fría en las peores situaciones. Sin embargo, ahora parece nervioso y, desde lejos, da la sensación de hacer caso omiso a las palabras que le dirige Arrate, salvo cuando esta se aventura a darle un codazo para hacerle notar que se acerca. Entonces, levanta la cabeza y saca las manos de los bolsillos, le saluda con un gesto contenido y continúa mirándole fijamente hasta que llega a su altura, analizándole como si quisiera leer incluso el más secreto de sus pensamientos. Unax se siente incómodo bajo su escrutinio y se cuestiona sin querer si, en el interrogatorio, le habrán preguntado a Ander sobre él o le habrán hecho partícipe de las sospechas que parece que se han ido generando en las últimas horas. Sin quererlo, su mirada se dirige hacia el corte que tiene en la mano y piensa en la sangre de las rocas. La suya. La que le sitúa allí, junto al cadáver de Leire. «¿Qué pensará Ander de todo esto?» se pregunta. «¿Tendrá la suficiente confianza en mí como para defender mi inocencia?». Quizás debería buscar la ocasión de preguntárselo cuando estén los dos solos.

Se olvida de ello inmediatamente al comprobar que Arrate avanza con paso firme hasta llegar a su lado y le rodea con los brazos, en un cálido gesto del que le cuesta desprenderse. No sabe bien qué hace ella allí o cómo se ha enterado de dónde están. ¿La habrá avisado Ander?

«Arrate Lemona» piensa, agradecido, mientras siente cómo su calor le atraviesa el cuerpo. Hace tiempo que ambos la conocen, a pesar de que es la última que se ha incorporado al equipo, hace ya un par de años. Se podría decir que son amigos, además de compañeros de trabajo, y como tal se comportan, aunque, en ocasiones, Unax tenga la sensación de que ella quisiera ir más allá de la simple amistad. La verdad es que nunca se ha pronunciado sobre el tema abiertamente, pero su forma de actuar le hace sacar algunas conclusiones a ese respecto.

Con estos pensamientos en la cabeza, comienza a sentirse incómodo cuando el abrazo se alarga más de lo necesario, al percibir el olor de su colonia ascendiendo por sus fosas nasales y la proximidad del cuerpo de ella pegado al suyo. Incluso puede notar el tacto de la crema de sol que lleva en los brazos y la cara impregnándole y transfiriéndose a su piel, provocándole un ligero estremecimiento. Le invade, de repente, una sensación de disgusto al pensar que la relación de amistad que los une no le da derecho en este preciso momento a traspasar los límites y penetrar en su espacio vital, suscitándole deseo, cuando lo que debe sentir es ira y preocupación por todo lo que está sucediendo.

 

Unax se da cuenta de la tensión que se está apropiando de su cuerpo y de la sensación de rechazo que le está provocando la cercanía de Arrate. Desea huir del contacto cuanto antes, aunque no se atreve a moverse. Por un instante, su mirada se cruza con la de Ander, que les observa en silencio.

Arrate le conoce bien y capta su incomodidad, pero no dice nada. Se limita a guardarse sus pensamientos y retirar su abrazo con delicadeza, dándole un ligero beso en la mejilla, mientras lo mira a los ojos con intensidad antes de dar un par de pasos atrás y separarse definitivamente, rompiendo el momento de intimidad. Así es Arrate, al mismo tiempo impulsiva y cariñosa, silenciosa y distante. Muchas veces ella misma piensa que esa dualidad de su carácter puede ser lo que hace que a la gente le cueste entenderla.

—¿Qué tal te ha ido? —pregunta, sin levantar demasiado la voz, tratando de ser amable, pero sin querer molestar—. Había mucho revuelo en la playa cuando he llegado. Los chicos me han contado lo que ha pasado esta mañana y me han asegurado que estabais aquí, así que he venido, por si necesitabais algo. Además, la Ertzaintza ha cerrado buena parte de la playa, así que el supervisor me ha dado el día libre —explica, tratando de justificar su presencia.

—Si te digo la verdad, no sé qué contarte —contesta Unax, intentando evadirse de contar al detalle lo que ha sucedido en el interrogatorio—. Es una situación extraña. Me han enseñado unas fotos y me han hecho un millón de preguntas, pero no parece que tengan una idea muy clara de lo que ha pasado.

—Sí, Ander ya me ha contado que a él también le han enseñado fotos —dice, y ambos dirigen la mirada hacia él, esperando algún comentario.

—Supongo que serán las mismas que te han enseñado a ti… —contesta este, titubeando mientras habla y dirigiéndose a Unax—. El antes y el después… —intenta explicar, con voz rota por lo vivido.

Agacha la cabeza, como si estuviera avergonzado por lo que ha visto o no tuviera fuerza suficiente para hablar del tema. Unax entiende a la perfección cómo se siente, pero es posible que Arrate no, puesto que se muestra con ganas de seguir charlando sobre lo sucedido.

—¿Cómo eran esas fotografías? —pregunta, con interés renovado.

—Es mejor que no lo sepas, Arrate —contesta, cortante—. Al menos tú podrás dormir bien esta noche, sin que esas imágenes dancen en tu cabeza.

Cuando termina de hablar, Unax mira a Ander de soslayo. Es posible que la forma en la que ha contestado haya sido un poco brusca y busca algún gesto de complicidad por parte de su compañero. Sin embargo, este no mira a ninguno de los dos. Mantiene la mirada fija al frente, sin intervenir.

Parece que a ninguno de ellos se le ocurre nada más que decir, así que se dedican a caminar un buen trecho en silencio los tres, sin atreverse a emitir sonido alguno, con la confianza que ofrecen los años de amistad. Ni Unax ni Ander parecen capaces de poner en palabras lo que ambos cargan en la mente. ¿Cómo podrían describir el horror de haber contemplado un cuerpo asesinado y abandonado? ¿Cómo hablar, cuando el dolor les ha golpeado de cerca y lo único que quieren es olvidar?

—Me marcho por aquí —dice Ander, de repente, pillándoles de sorpresa—. El camino es más corto, y tengo ganas de llegar a casa. Nos vemos mañana en la playa.

Tanto Unax como Arrate lo miran, extrañados. Es el primero en despedirse y lo hace al llegar a la esquina del aparcamiento de la playa. Al doblar el recodo, aparece una pequeña senda rodeada de maleza polvorienta que se interna en el terreno que ocupa la empresa petrolífera que se instalara allí tantos años atrás. La verja está rota y ennegrecida por el paso del tiempo y hace años que han dejado de preocuparse por repararla. En su lugar, paseantes y residentes han horadado con sus pisadas un camino estrecho que lleva hacia unas pequeñas casas situadas en un alto por detrás de los terrenos ocupados. Allí vive Ander, en la casa que antes había pertenecido a sus abuelos y que ahora ocupa solo.

—Agur —dicen al unísono Unax y Arrate—. Hasta mañana.

Tras detenerse un momento a contemplar cómo la espalda de Ander se aleja de ellos sin mirar atrás, ambos continúan caminando en silencio, pensando en algo que decirse, pero sin encontrar las palabras adecuadas.

Arrate siente la necesidad de tomar la mano de su compañero entre las suyas, apretarla y mostrarle su afecto. Quizás un abrazo también estaría bien. Quiere infundirle ánimo y hacerle sentir que no está solo, que puede contar con ella para lo que necesite, pero después del desplante anterior, no se atreve ni siquiera a intentarlo. Ha visto algo en su mirada, algo que antes no estaba ahí.

Para Unax, sin embargo, tanto el trayecto como la compañía resultan asfixiantes. Necesita estar solo y pensar, tomar distancia y analizar lo que ha pasado. Y esta necesidad impide que pueda hablar con normalidad con su compañera para aliviar la incomodidad que le provoca su compañía. Trata de buscar algo que decir para romper el silencio que se ha instalado entre ellos, pero es incapaz de encontrarlo.

Afortunadamente, no tardan en llegar al lugar en el que ha dejado aparcado el coche por la mañana, en la cuesta de entrada al pueblo. En cuanto tiene ocasión se despide de Arrate, un tanto aliviado y sintiéndose levemente culpable, y se aleja, dejándola al borde de la playa, sin llegar a ver cómo su mirada se pierde más allá de las rocas, en un punto indeterminado del horizonte.

A pesar de que el día está siendo caluroso y de que ni siquiera sopla una ligera brisa, un escalofrío le recorre el largo de la espalda cuando se sienta por fin en el coche. Por primera vez siente que le asalta el peso de la soledad. Por primera vez toma conciencia de la tensión que ha ido acumulando a lo largo de las horas y se da cuenta de que le invade un gran cansancio, una debilidad que le va a costar sacarse de encima.

A través del parabrisas polvoriento, se entretiene contemplando el ir y venir de la gente, bajando o subiendo la cuesta de la playa, personas de todas las edades cargadas con mochilas, hamacas, cubos de playa, sombrillas y demás equipaje estival, niños y niñas parloteando y anticipando las horas de juego, ajenos todos ellos al drama que ha tenido lugar hace escasas horas. Imagina que llegarán a la altura de la playa y la Ertzaintza tendrá que informarles de que buena parte de ella está cerrada, acordonada, y de que el acceso está prohibido. Protestarán, armarán jaleo o se marcharán resignados a la zona de la playa en la que aún está permitido el paso, para hacinarse junto a centenares de personas que ansían disfrutar de un poco de verano. Ninguno de ellos se acordará de Leire y de su juventud arrebatada. Piensa con pesar en lo curiosa que es la vida, que para unos se detiene en un instante y para otros sigue su curso habitual, sin que lleguen a apreciar la suerte de estar vivos. Para Leire, las agujas del reloj se han detenido. ¿Y para él? ¿Qué le deparará el destino?

Se toma su tiempo antes de arrancar. Su cuerpo se niega a funcionar al ritmo habitual y lo nota torpe y lento, preso de un sinfín de emociones. Únicamente su cabeza mantiene un ritmo frenético, visualizando imágenes de Leire a cámara rápida, riendo, charlando, coqueteando… imágenes que se mezclan y se superponen a la del cuerpo sin vida abandonado entre las rocas. Aún no puede creer que ese cuerpo sea el suyo.

Le sobresalta el sonido del teléfono. Intenta no hacerle caso, dejar que la llamada se extinga, pero la melodía suena de manera insistente en el pequeño habitáculo y es difícil ignorarla, así que se gira en el asiento para intentar alcanzar la mochila que ha dejado detrás y busca en los bolsillos hasta encontrarlo.

Ocupando media pantalla aparece el nombre de Arrate. Acaba de dejarla en la playa, así que no comprende la razón de tanta insistencia. Quizás se haya olvidado de decirle algo. O puede que quiera tratar de explicarle alguna de esas cosas que siempre quedan pendientes entre ellos dos. Se queda inmóvil, intentando decidir si contestar o no. Duda de que sea importante y acaba por considerar que en este momento no tienen mucho de qué hablar, así que, ahora sí, permite que el sonido se extinga sin contestar.

Guarda de nuevo el teléfono en la mochila, se toma unos segundos para coger aire y arranca.

Martes 13 de julio

Por la mañana

Tres días después tiene lugar el funeral para despedir a Leire Barrientos. No hay ataúd que cargar a los hombros, ya que el cuerpo continúa en las dependencias del Instituto Vasco de Medicina Legal en Bilbao, adonde fue llevado tras la orden de levantamiento de cadáver del juez de guardia, y donde permanece a la espera de finalizar el examen post mortem. Se podría decir que se trata de una despedida incompleta, como incompleta ha sido su joven vida.

Por expreso deseo de la familia, la misa se va a celebrar en la más estricta intimidad, por lo que únicamente unas pocas personas están autorizadas para acceder al templo. Los alrededores, sin embargo, se encuentran abarrotados de conocidos deseosos de dedicarle a Leire su último adiós y, cómo no, de curiosos que han escuchado o leído la noticia y no quieren dejar pasar la ocasión de estar en medio de toda esa vorágine de lágrimas y llantos.

Los murmullos se suceden en la explanada frente al templo:

—Vivía en aquella casa, la de la izquierda, la que tiene las persianas verdes —explica una mujer, señalando al otro lado de la carretera, encantada de poder ofrecer su parte de información.

—Yo la conocía desde niña, una criatura educada y amable.

—Sus padres trabajan en Bilbao y apenas paran en casa. Pobre chiquilla, pasaba mucho tiempo sola.

—Pero ¡qué está diciendo, señora! ¡Sus padres siempre han estado muy pendientes de ella! ¡Hay que ver lo que le gusta a la gente criticar! —señala una joven, volviéndose de espaldas, irritada por los comentarios.

Los cuchicheos continúan llenando el aire de la zona durante un rato, pero cesan de manera repentina cuando tres coches, todos ellos negros y con los cristales oscuros, se detienen al otro lado de la explanada, en el aparcamiento.

Desde la distancia, Unax observa la escena con atención, mientras permanece de pie apoyado contra una pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Un muro de piedra, con la pintura blanca cuarteada por el paso del tiempo, rodea todo el perímetro de la ermita de Nuestra Señora del Socorro, que se erige sobre la arena rojiza de una pequeña cala y se adentra en el mar, alzándose orgullosa entre árboles que ocultan en parte su viejo y ajado campanario.

A pesar del sol y la claridad del mediodía, no puede evitar tener la sensación de que el ambiente resulta bastante lúgubre. Las sombras de los árboles se proyectan sobre la explanada de cemento que hay frente a la entrada, creando un juego de luces al que a nadie le apetece jugar.

Nada más ver aparecer al cortejo fúnebre, cesan las conversaciones entre la multitud que inunda los alrededores del templo y, las pocas que se escuchan, están formadas por susurros apenas audibles. Las gafas de sol cobran auténtico protagonismo para ocultar ojeras y lágrimas y los rostros se dirigen al suelo como girasoles marchitos, como si con ello pudieran olvidar la visión de lo que allí está sucediendo.

La estrecha verja de acceso a los terrenos de la ermita comienza a abrirse de manera automática minutos antes de la hora señalada para el comienzo del funeral, con el fin de dejar paso a la familia y allegados. Entre los asistentes, se hace un silencio respetuoso.

Unax imagina, con acierto, que la primera pareja en aventurarse a cruzar el umbral es, probablemente, la formada por los padres de Leire, por la forma en la que se abrazan y se encogen sobre sí mismos, como si todo el peso del mundo les hubiera caído, de repente, sobre los hombros. El gentío se retira a derecha e izquierda de la puerta, dejando un pasillo estrecho por el que caminan, cogidos de la mano, entre sollozos que agitan sus cuerpos y los hacen estremecer.

Ambos visten de negro riguroso. Ella, con un vestido de manga larga ceñido a la cintura, cuya largura sobrepasa con creces las temblorosas rodillas; él, con un traje formal, rescatado seguramente de algún acontecimiento familiar y visiblemente pasado de moda. Lleva el pelo revuelto y ligeramente levantado a la altura de la coronilla, señal de noches enteras pasadas dando vueltas sin dormir. Ella recoge su largo cabello en un moño bajo del que escapan un par de mechones a ambos lados de la cabeza.

 

Las atentas miradas de los allí presentes les siguen en su cansado caminar. Sienten su pérdida y dan gracias por que no sea la suya propia. La madre estira un brazo delgado y débil en un desesperado intento por tocar la cruz de hierro que, erguida sobre el muro, da la bienvenida al recinto, como si aquel pequeño gesto fuera a ofrecerle algún tipo de consuelo que solo ella puede comprender. La recorre con el ansia de sus dedos temblorosos, haciendo caso omiso al calor abrasador que seguramente emana de la pieza de metal expuesta al sol, y a punto está de caer postrada de rodillas frente a ella, si no fuera porque el padre la sujeta con fuerza, obligándola con mano firme a mantener el paso. Ambos suben las empinadas escaleras que circunvalan la ermita, seguidos por poco más de una docena de personas, una minúscula procesión de la que surgen sollozos desgarrados. Tras su paso, la verja de acceso se cierra, de nuevo de manera automática, como se han cerrado para siempre los ojos de Leire, dejando fuera a la multitud curiosa.

Desde algún punto cercano surge el eco de un txistu y un tamboril entonando el Agur Jaunak y erizando el vello de los presentes, que mantienen su silencio respetuoso hasta que la canción se extingue.

Desde lejos, Unax pasea la mirada entre el gentío en busca de algún rostro conocido. Ha permanecido todo este tiempo al otro lado de la carretera, en el camino que da acceso al paseo de Itsaslur. No comprende bien la razón, pero le parece una aberración acercarse y conversar con la gente. Una falta de respeto hacia Leire que no quiere cometer. Prefiere mantenerse alejado de la multitud, pensando en sus ojos brillantes, en su sonrisa amable, en su cuerpo lleno de vida, tan distinto de aquella imagen que lucha por eliminar de su memoria. Trata de buscar un sentido a la terrible muerte, pero no consigue encontrar la explicación a un acto tan perverso.

A una cierta distancia distingue las figuras de Ander y de Arrate, de pies a unos pocos metros de la entrada del templo. Se mantienen juntos, conversando en voz baja, con las cabezas pegadas una al lado de la otra para escucharse entre las decenas de voces que los rodean. De vez en cuando levantan la mirada y la pasean entre la multitud, como si estuvieran buscando a alguien. «Quizás me estén buscando a mí», piensa, y está seguro de que se extrañarán de que no esté por allí, pero, aprovechando que no le han visto, evita hacerles cualquier gesto de saludo que delate su presencia. No le apetece reunirse con ellos. En su lugar, continúa paseando la mirada por los alrededores, quién sabe si intentando descubrir un rostro fuera de lugar, una figura que le llame la atención y que pueda darle alguna pista sobre lo que le ha sucedido a Leire.

El resto de sus compañeros también están presentes. Mikel, Irune e Unai visten el uniforme de socorrista, señal de que están de servicio, pero no han podido evitar acercarse un momento para mostrar su pesar. Elisabeth y Julen, que comenzarán su turno más tarde, al verlos por allí, han tratado de abrirse paso entre la gente para llegar a su lado. Los cinco guardan silencio, hasta que Unai les recuerda con un gesto que deben regresar a su lugar en la playa. En otro grupo distingue a la cuadrilla de Leire, los mismos rostros que veía acompañándola en la arena, chicos y chicas abrazados intentando consolarse mutuamente sin conseguirlo. Sentado en el muro sobre la pequeña cala, fumando un cigarrillo y observando fijamente alrededor, descubre la enorme figura del comisario Gaztelu. Y no le resulta extraño verle por allí.

El comisario se ha acercado hasta los aledaños de la ermita un buen rato antes de que el oficio comience. Con las manos en los bolsillos de su chaqueta azul bien estirada, que no se quita a pesar del intenso calor, se ha estado dedicando a pasear por la pequeña cala y por el puente que une el templo con la playa, sin perder detalle de la gente que viene y va, de las personas que pasean o las que se van acercando con tiempo para dar un último adiós a Leire Barrientos.

Poco después que él, un par de agentes han llegado en un coche oficial, haciendo que las miradas de los allí presentes se desvíen a su paso y los susurros comiencen a llenar el aire de preguntas sin contestar. Mientras tanto, algún otro agente pasa desapercibido recorriendo la escena, vestido de paisano, como cualquier otro transeúnte más. Al otro extremo del paseo, una agente camuflada hace rato que ha comenzado a sacar fotos, simulando ser una turista curiosa. Pasarán días revisándolas después, buscando caras conocidas o algo que llame especialmente su atención.

Gaztelu ha visto llegar a Unax tiempo antes de que este se percate de su presencia. Le ha estado siguiendo con la mirada y no le ha extrañado el hecho de que el chico se haya quedado a una cierta distancia de la escena principal, no queriendo llamar la atención. Toma nota mental de su posición, para no perderle de vista, y sigue caminando con paso lento, consciente en todo momento de la ubicación de cada uno de sus agentes y atento a cada rostro, cada gesto, cada movimiento a su alrededor. Cuando la escena comienza a quedar ocupada por una multitud de personas que se van reuniendo poco a poco, se retira a un lado y se sienta sobre el muro de piedra por encima de la cala. Enciende un cigarrillo y se arma de paciencia. Es hora de esperar y observar.

Unax decide no quedarse allí a esperar hasta que el oficio termine, ya que le resulta difícil sobrellevar la visión de las lágrimas en todos aquellos rostros compungidos, así que se encamina hacia las escaleras que dan acceso al paseo de Itsaslur. Nada más iniciar el ascenso, se da cuenta de que ha subido por ellas en infinidad de ocasiones, pero nunca las ha contado. Ajusta sus pasos a la anchura de las escaleras y ocupa su mente en los números, una, dos…, con cuidado de no tropezar y olvidándose de todo lo demás, de Leire, de sus padres, de sus amigos, de las escenas vividas y de las que aún quedan por vivir.

Ciento veinte escalones de distintas anchuras dan acceso a un estrecho camino ascendente rodeado de paredes de piedra y vegetación, un lugar sombrío y húmedo, donde apenas se filtra la luz del sol. Se detiene un instante, recreándose en el frescor que le ofrece la sombra de los árboles, y aspira el intenso aroma de los eucaliptos, cuyos altos troncos sobresalen por encima del resto de la vegetación, dejando el suelo alfombrado de hojas secas, largas y aromáticas.

Al final del camino, donde la bóveda formada por los árboles desaparece, se abre la visión del mar rugiendo enfadado y levantando olas que salpican las rocas con furia. Es un espectáculo sobrecogedor, incluso para aquellos acostumbrados a él.

Se acerca con cautela a la barandilla de madera que limita el paseo, salvando la pendiente del acantilado y ofreciendo una protección endeble. Se aferra a ella con fuerza comprobando que, a pesar de las grietas, la firmeza de sus listones es capaz de ofrecerle una momentánea sensación de seguridad. Aprieta las manos contra la madera astillada hasta que sus nudillos se quedan blancos por el esfuerzo. Enfrente, hasta donde la mirada alcanza, el mar parece enfadado con él y le increpa con sus altas y traicioneras olas, mientras Unax permanece embelesado, contemplando cómo estas se acercan a la playa una tras otra, rompiéndose en montañas de espuma que se libera al besar la orilla, recordándole que, por su culpa, no ha podido llevarse el cuerpo de Leire, haciéndola suya para siempre.

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