Una falla en la lógica del universo

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Me gusta la idea de que la amistad política, no la fraternidad sentimental, sea lo que nos quede, lo que debamos rescatar, un marco posible para bordear lo real.

Para que lo crudo no nos caiga encima.

Un abrazo.

El mié. 8 abr. 2020 a las 01:54, Aïcha Liviana Messina

<alivianamessina@gmail.com> escribió: El mundo fuera de la maleta

Querida Constanza,

Yo ya no tengo ganas de ir a dormir, de horarios, de límites. A mí siempre me ha costado dormir. Creo que fui un infierno para mis padres, en el sentido de que no paraba de llorar en la noche.

Un día descubrí que tal vez la solución era no tratar de dormir. Ahí descubrí a Levinas, Blanchot. Son literalmente escrituras que vienen de la noche. Pensamientos que hablan de esta dificultad de quedar bien con los límites, de este desconocimiento que produce el insomnio también, descolocamiento y desesperación. Pero así, cuando es solo que hago de todo para no ir a dormir, no es desesperación. Esta pequeña libertad, sensualidad, de no tener que atenerse a un horario. Buenas noches, noche, juntémonos un rato antes de que me quede dormida.

Vuelve la pregunta por el mundo. La habíamos dejado en algún lugar de marzo, como una maleta plantada en la calle. Vuelve en el momento en el que te topas con lo real, en el que otra ventana se podría caer, pero sobre uno de tus hijos, en el que entras al espacio del hospital, con una máscara, entonces no totalmente desnuda. De otro modo, si no se cae la ventana, si esta caída no te cuestiona sobre tu casa entera, su solidez, sobre tus niños, tu casa, tus niños, el mundo que conformamos, nos quedamos en la casa no más. Para que por lo menos el mundo pueda ser una pregunta, algo debe caerse, debe haber una descolocación. No hay mundo si todo está en su lugar. No hay otro. Hay solo miedo por sí, y ni siquiera. Hay gente que juega squash después del trabajo, todos los días. Hacen incluso como si no tuvieran miedo por sí.

Hay este cuento de Kafka que adoro (Kafka es mi otro súper compañero, ¡tú y él!), este animal (no recuerdo cómo se dice en castellano) que vive debajo de la tierra. Le da susto salir. Se obsesiona. Es totalmente neurótico. No sale. Y en vez de tener miedo del afuera, empieza a tener miedo de sus propios ruidos. Bueno, ahí percibo un mundo. No logra salir a la luz, pero por lo menos, debajo de la tierra, se relaciona con sí mismo, consigo mismo como otro. Se tiene miedo a él. Y ¿de quién tener miedo sino de sí mismo? En su hoyo, en su hogar, el topo es otro de sí mismo. Es terrible. Nos promete una vida realmente solitaria, pero no individualista.

Hay una idea de Levinas que encuentro maravillosa sobre el mundo. Él no dice que hay el mundo y entonces hay los otros. No dice que el mundo es un horizonte desde el cual puedo percibir objetos, personas, valores. Dice que hay el otro que me descoloca, me saca de mi comodidad, me obliga a preguntarme si abro o cierro la puerta, y entonces hay mundo. Hay mundo cuando hay una tensión, una intranquilidad. Cuando aunque estamos sentados en la casa leyendo el diario, algo hace que uno no esté tan cómodamente sentado en la silla. Hay mundo si algo te mueve, si no puedes solo querer que tus objetos estén donde deben estar. Nada entonces es menos incierto, más amenazado, que el mundo.

A veces pienso que la cuarentena es como el mundo. Creo que tengo nuevos vecinos. Deben ser franceses, escuchan mucha música de los ochenta. Esto es típico de un francés, quedarse pegado en alguna época remota. Escucho el perro de la otra vecina. Este perro es muy raro (y la dueña, pa’ qué decirlo, lo reta siempre a la misma hora, con el mismo tono de voz). Debe haber la otra vecina que me gritó «cállate, huevona». Ella no entiende nada. ¡No es amorosa! Supongo que esta cuarentena nos va a descolocar. Yo no logro estar en mi lugar. No voy a mi escritorio, no me meto en el living. No circulo por la casa. Me quedo en un rincón de la mesa de la cocina. No sé si es que no habito el espacio o que mientras más me achico, más me quedo en algún rincón remoto, entonces más protegida me siento.

De esto hablamos antes de la cuarentena: del cuerpo, de hasta qué punto le puede costar anudarse a la vida. Se pone muy flaco para que no fuera capaz de afecto; o bien, cuando uno no está conforme con su cuerpo, entonces se la pasa en contradicción consigo mismo.

Habría que descubrir a este Emanuele Coccia (del que hablamos en la otra correspondencia, la del WhatsApp), este que habla de la vida como un fenómeno en constante metamorfosis. Pienso en él, porque pienso que nuestros cuerpos y personalidades al final son una expresión de la vida, de cuán cómodos o incómodos estamos con ella, cuán fácil nos resulta sentir el aire, abrirse a los rayos de sol, asimilar esta energía, ser una bellísima flor que se abre, o no, y no, y tener que buscar otro lugar en la tierra, pegarse a un árbol, ser una flor del árbol. Algunos están súper cómodos en la vida, hacen pocos esfuerzos. Otros se esfuerzan todo el tiempo. Hay gente totalmente cómoda con su neurosis, y otros que se la pasan en análisis. Entonces, Emanuele Coccia lo vería como un fenómeno de la vida. Lo es.

Pero…

Pero debe haber un terremoto en todo esto que nos abra el mundo y al mundo. Si estamos cómodos, arraigados, aunque las raíces a veces no se pegan bien, no hay mundo. Ya, uno respira al sol, y está feliz, y quizás esto sea la felicidad, pero también vamos buscando el sol. Lo vamos escribiendo. Lo vamos regalando, con una ficción, por ejemplo. Lidiamos con la ausencia. Vivimos, ok. Pero lidiamos con una soledad que será una pregunta para siempre. Supongo. Y el tema de la vida (y sus metamorfosis) me parece que se pasa por alto esta soledad. Mira Kafka, cuando habla de la metamorfosis, habla de una soledad terrible, alguien, algo, que no tiene más lugar, un insecto en lugar de un hijo, un extraño en la familia; y lo echarán afuera con una escoba. Morirá sin sepultura ni recuerdo.

La vida no se preocupa de recordar. El cuerpo tiene inscritos tantos dolores. No por nada se cierra. Quizás el cuerpo es la memoria de la vida, frena el trabajo de la metamorfosis.

Coccia lo tiene (o supongo que lo tiene: ¡no lo leí!) todo demasiado bien armado, funcional.

Ya, tengo sueño. Quizás digo cualquier estupidez. Cuídate mucho. ¡Vamos a salir al mundo!

Un abrazo.

Le 8 avr. 2020 à 10:11, Constanza Michelson

<constanzamichelson@gmail.com> a écrit: El mundo fuera de la maleta

Hola, Aïcha,

Me acordé de una mujer, tendría unos 55 años, el marido la había dejado por otra, la abandonó en una ruina económica, cosa que ella no lograba superar. Consiguió un amante, alguien de una clase social más baja y de negocios sospechosos. No lo amaba, lo despreciaba incluso, pero decía que con él podía dormir. Se juntaban cuando ya no podía más de insomnio. ¿Por qué su cuerpo podía acurrucarse y descansar con el macho alfa de los negocios truchos? Cosa que conscientemente jamás habría admitido. Y no sé, pienso que el príncipe de Rapunzel también era un ladrón (¡y el de demasiadas mujeres!).

Cuáles son las leyes del cuerpo, me pregunto. Por qué podemos dormir, comer o estar insomnes o sentir asco. Cuando me separé tampoco pude dormir por un rato, y lo cierto es que no podía hacerlo con quien vino después, ni con el siguiente. Incluso pensé: si no logro dormir con este hombre –con mi amor actual–, no vamos a poder estar juntos. Algo debió moverse para que pudiéramos dormir (y amarnos).

Vuelvo al príncipe ladrón. Dicen que hay quienes tratan toda la vida de abandonar el origen para volver a él en otro lugar, encontrar en otro cuerpo a la madre que no hubo. Mientras que otros buscan toda la vida repetir el origen que sí hubo, se repiten por siempre, buscan siempre lo mismo, como esas personas que cambian de pareja, pero siempre con el mismo rasgo. Las que huyen, en cambio, necesitan un ladrón que las saque de la endogamia, de la torre donde están atrapadas e insatisfechas, buscan de manera errática, porque no hay patrón que repetir. Pienso que quizá, para la mujer de la que te hablaba al principio, ese paréntesis de poder dormir con alguien era el sueño breve de volver a lo que no hubo nunca en el origen, pero de día desgarrarse en esa imposibilidad.

Mis hombres, con los que no podía dormir, no eran ningún tipo de príncipe. No había rescate ni promesa, básicamente porque no había amor, sí deseo. Quizás hubo instantes de algo parecido a la metamorfosis ¿alegre? de Coccia, éramos como plantas, en un enredo corporal que ya no sabía qué parte correspondía al cuerpo de quién. Es el misterio del sexo cuando es sexo y no gimnasia. Pero los amantes no sirven para dormir, luego pienso, en la soledad que nombras, esa que no está en la metamorfosis de Coccia y sí en el insecto/hombre de Kafka.

¿Será por eso que en las relaciones casuales la regla es no dormir juntos después? Es muy comprometedor, declaran los amantes. Creo que el cuerpo del sexo y el del dormir no es el mismo. Para poder dormir se necesita algo de la función del amor (soñado), ese que nos constituye, ser alguien para otro (aun cuando no comparta la cama). De otro modo hay que plancharse para dormir, con pastillas, con alcohol, o masturbarse (con o sin otro).

No somos a secas (en eso está la mixtura de Coccia), nos vemos desde la perspectiva de otros, el deseo es siempre el deseo de Otro. El otro nos constituye. Pero al mismo tiempo de esa condición, sale el dolor de la soledad estructural (eso que no está en la idea de mixtura de Coccia, creo).

En el fondo, para sentirse solo, hay que tener una filiación a la alteridad, al anhelo de amor.

Lacan tiene la idea de que lo inconsciente es la política, porque lo inconsciente es lo Otro en uno, nos constituye un pacto. Entonces hay algo medio catastrófico en el cambio de lo inconsciente por un algoritmo: si antes la distancia y comprensión de los actos se llamaba inconsciente, es decir, implicaba una pregunta; hoy esa distancia puede llamarse algoritmo: nos ahorra la pregunta, pues supone que hay un dato que nos explica. Se pasa de la pregunta a las certezas. ¡Certezas de puras huevadas!, porque un dato no es un saber, un saber necesita que algo pase por el sujeto, que tenga consecuencias subjetivas. ¿No te parece que cada vez sabemos más cosas, pero que son como una especie de acumulación, de pasión inútil? Me doy esta vuelta para preguntar cómo hacer mundo sin la distancia para pensar, interrogarse, cómo hacer política también bajo el régimen subjetivo del algoritmo.

 

También me pregunto cómo entonces dormir; leí del ensayo de Levinas que me pasaste, que en el insomnio no hay sujeto, somos objeto de una noche interminable. No sé, en una de esas, en el futuro ya no sea necesario dormir.

P.D.: Quizás tú sedujiste a la noche para que no se te venga encima. La convertiste en otro. Quizás te permita no engañarte con otro príncipe.

Un abrazo.

Le 11 avr. 2020 à 01:11, Aïcha Liviana Messina

<alivianamessina@gmail.com> a écrit: El mundo fuera de la maleta

Constanza querida,

Pensaba ir a dormir temprano, leer un poco, cerrar los ojos. Quizás incluso soñar. Soñar lindo. Descansar de verdad. Entrar en un mundo bonito.

¡Pero no lo logro!

Me pasa de nuevo algo que me ha pasado los últimos días: estoy muy cansada para leer, y mi cabeza y mi cuerpo se ponen en modo espera. ¿Espera de qué?

Y empiezan a pensar solos. Los dos. Los dos piensan.

Durante el estallido, por cierto, no podía leer, trabajar. Estaban los niños, estaban las barricadas afuera. Estábamos Andrea y yo testigos de esto. Juntos y solos, pero escribiendo todavía algo en común, aunque en la forma más silenciosa, inmaterial. De hecho, me acuerdo que me preguntaba: ¿el estallido es social o es solitario?

Si es social, es curioso, es como una olla a presión. No puede ser.

Si es solitario, es interesante. Algo ha de estallar en uno y estalla cuando estalla en muchos. Y se crean canales, para la soledad, para la sociedad. De ahí estas frases maravillosas que leímos.

¡Toque de quédate conmigo!

Pero hoy debe ser otra la razón por la que no puedo ni leer ni descansar.

La tranquilidad de la gente alrededor mío me empieza a afectar. Hay demasiada gente contenta de su vida sin mundo. Cocinan, se cortan el pelo. Ven noticias. No se implican. Ningún tigre (tus amigos que encontré en el Parque Forestal) para decir: esta violencia sí, la otra no. Para decir es un combate: es violencia contra violencia.

No: si uno se mueve, el contagio continúa, muchos mueren. Entonces no: no habrá combate, violencia contra violencia. No se lanzarán piedras. No se escribirán carteles. Tenemos que retraernos, la soledad es la única arma, pero para algo que no es una lucha, que quizás no hará historia (o quizás sí: callarse, pararse hará historia; lanzar piedras y cantar, no –quizás el silencio sí que es una historia, y el fuego no).

Yo no creo que hagamos el amor como se juntan las plantas. El contacto de los cuerpos es demasiado fuerte o incierto (¿no encuentras?). Bueno, es cierto, no sé lo que sienten las plantas. Pero se ven tranquilas, algunas enamoradas para siempre, los tallos entrecruzados para siempre, sin ninguna otra razón de desligarse que quizás un cambio en un rayo de sol, que implica la muerte, o la reorientación de la vida.

En cambio, tocarse puede ser algo totalmente desarraigante, a veces inquietante. Debe haber en esto algo de lucha política inconsciente. O bien un sácame de este lugar, ladrón. O bien un restitúyeme el lugar. Hay algo territorial, pero extraño, en esto, en el encuentro de los cuerpos.

Quizás tocarse es tocar el no lugar de la existencia, su ausencia de suelo, y es el cuerpo el que se hace testigo de esto, pero con otro.

El lugar del testimonio es con otro, pero no es necesariamente el lenguaje.

Estoy cansada, mañana sigo. La noche, el amor, y el mundo, afuera y adentro, ausente. Vidas sin mundos, demasiado tranquilas con su cocina, sus nenes haciendo tareas. Algunos ya celebran la humanidad reconquistada: describen el rostro de niños felices corriendo. Todo esto me deja como niña sin sueños lindos. Necesito otra cosa, quizás hacer esgrima.

Te mando un abrazo,

Aïcha

P.S.: Estaba pensando en los tigres, tus amigos del coloquio de perros, estos genios que durante el «estallido» intentaron crear otro lugar para la palabra. Nos invitaron a hablar en la calle, frente al Museo Bellas Artes. Ellos sí que pusieron la palabra en contexto, ante rostros, historias, imprevistos. Ellos ¡y ellas! no daban nada por sentado. Hacían que nos preguntáramos por quiénes somos justo cuando parece pasarnos algo. Y ahora que estamos inmovilizados, ¿esta pregunta se desvanece? ¿Esta pregunta –quiénes somos, qué pensamos– también se inmovilizó?

El sáb. 11 abr. 2020 a las 11:04, Aïcha Liviana Messina

<alivianamessina@gmail.com> escribió: Post-scriptum de la mañana

Constanza,

Parece que se volvió costumbre esto de escribirte con los ojos casi cerrados. En la orilla. Entre el día y la noche. Entre dos momentos o instancias que se me escapan, porque los días y las noches en los que estamos son súper raros. No son demasiados inquietos. Tampoco son quietos.

Hay dos cosas que se me fueron ayer, cuando te escribí.

Lo que me inquieta o afecta o enmudece a mi manera, no es la soledad como única arma, esto sería formidable, seríamos todos insectos kafkianos pegados en un lugar secreto de una ventana. Es más bien el repliegue individualista. Que los hogares (privados, no los del Sename) estén encontrando el ritmo perfecto, la escansión exacta de cómo hay que vivir la vida. Esto que ni siquiera se encuentra en las vacaciones, en las que típicamente los niños y niñas empiezan a experimentar otras dimensiones de la vida, afuera de su marco familiar, y a veces también sus padres se dan el lujo de soñar o experimentar otra cosa. Escansión perfecta: acomodarse ahí donde estamos sin que ninguna exterioridad contamine la vida privada. Comer, leer, teletrabajo, ejercicios en familia, pasear el perro, comer, ver tele, leer, teletrabajo, tirarse a la piscina mientras aún hay un poco de calor y vivimos en los barrios donde hay piscinas (privadas). Ver tele, fascinarse por lo bien que lo están haciendo los niños. Es posible. Me parece que estamos todos más o menos en esto (eventualmente sin tele, perros y piscina).

Escansión perfecta: vida perfectamente acomodada al ritmo de su felicidad. Una felicidad un poco forzada, pero por fin se da. Por fin, algunos dicen, estamos en familia. Por fin podemos ver a nuestros niños y solamente a nuestros niños. Sin que pertenecieran a un mundo. Sin resto. Esto quería decir: me afecta, me deja en esta orilla del día y de la noche, que estuviéramos viviendo un individualismo sin resto. Entonces una forma de presente puro. Una vida idéntica a la muerte (Blanchot dice que el cadáver es la imagen de la persona que por fin aparece, se constituye, sus trazos se presentifican, nada más se escapa o se deja contaminar con otra cosa, la ausencia se vuelve perfectamente presente, el uno no es más Otro, es él mismo –el «yo» se dibuja a la perfección–, pero está muerto).

Pero siempre hay un resto. Aïcha: ¡duerme tranquila! El individualismo es potente, pero la impotencia del resto está también en nuestro gesto medio cómico medio desesperado de ponernos aún ropa linda y peinarnos y seguir inventándose un personaje para seguir siendo amado afuera. No vamos a volvernos totalmente inmanentes al presente, al hogar privado, al ritmo vuelto mortal del espacio «doméstico»: comer, leer, teletrabajar, ver tele, conversar de los vecinos contagiados, no salir nunca más porque ahora el contagio está no solo en el barrio sino en la calle. No, el miedo además será siempre lo que nos relacionará con un afuera. Como el topo de Kafka que nunca sale de su hoyo. Que lo queramos o no, el miedo es nuestra relación con el afuera, aunque fuese el afuera un hoyo en el que nos mantenemos escondidos.

Y la otra cosa que se me fue ayer, mientras te escribía, con los ojos ya cerrados, no la recuerdo. Creo que tenía que ver con la vida. No, con la economía. Bueno, los dos. Hoy día ya recibí en un grupo de WhatsApp un llamado a ayudar a una panadería que va a cerrar. El sexo, pienso que es mortal. Mortalmente rico. No entiendo que pueda ser parte de una economía, de una cotidianidad o más bien de lo que se llama «vida doméstica» (¡cuánta brutalidad hay en esta palabra!). En cambio, la economía es vital. La vida produce sus formas, sus productos, y en esta producción de formas no somos del todo transparentes a uno mismo, por suerte. Si no, no habría más necesidad de depositarse en un diván y hablar. No habría más por qué escucharse. Nada escaparía.

Entonces claro, la panadería está a punto de quebrar y hay apoderados del colegio que entran en pánico, porque ahí los pains au chocolat son demasiado ricos. Lo digo en tono de burla pero yo misma he pensado: ¿y si desapareciera Roma? ¿Y si se terminara esto de echarle miel al pan con los niños?

Curiosamente, la economía, esto que produce tanto individualismo mortal, nos va a volcar afuera. O bien porque queremos la sobrevida de la panadería, o bien porque tal como la estamos viviendo en el confinamiento, la vida se apega a sí misma, pero a ninguna forma, y así morimos. La economía se excede siempre. Esto quiero decir. No es vivir para vivir.

Entonces, al contrario de lo que dice esta antropóloga que leí en el diario, lo que vivimos ahora no es la relación del individuo con el grupo, no es este reconocimiento de que el ser humano funciona como los animales, como especie, como grupo identificable perfectamente conforme a su fin. Lo que vivimos es la precarización de las formas de vida: lucir, esconderse, gozar de un pan hecho por otro, darle las gracias a un desconocido, hacer de las palabras estas piedrecitas con las que encontraremos nuestro camino a casa y en realidad nos perderemos (¿existe aquí el cuento de Pulgarcito?).

Creo que esto es el mundo: un juego de luces de sombras de palabras-piedrecitas que nos descolocan, pero también nos abren. ¡En vocabulario de Lacan, creo que es el petit a!

Te mando un beso (¡hablamos después!)

Aïcha

Le 11 avr. 2020 à 16:32, Constanza Michelson

<constanzamichelson@gmail.com> a écrit : Post-scriptum de la mañana

Mi querida Aïcha, a mí ya se me ha hecho costumbre amanecer con tu desvelo.

Despierto varias veces en la noche y la regla que tengo –porque temo al insomnio– es no revisar el teléfono. La verdad es que lo doy vuelta, verifico que hay muchos insomnes que escriben de noche o madrugada, y me resisto a ser con ellos. Me da miedo la cualidad de la noche del insomnio.

Cuando chica, debo haber tenido tres o cuatro años, después del jardín infantil me echaban a dormir. Me resistía pero no había caso, me quedaba despierta (seguramente menos tiempo del que experimentaba subjetivamente: según la ciencia del insomnio, eso siempre ocurre) y sentía que había fantasmas, me daba terror.

Da igual si el insomnio es de noche o de día, no se trata del miedo atávico a la oscuridad: es más bien la impotencia de no poder pasar a otra escena, al sueño. El insomnio es una presencia de sí sin intervalo, la continuidad sagrada, según Bataille, pero yo creo que se vuelve de un espesor insoportable. Será por esa misma cualidad, que en la angustia se vive más un exceso (¡sáquenme esto!), algo que sobra, que una falta. Decir que nos falta y que por eso nos angustiamos es solo una manera de nombrar, para que el caos se convierta en texto, luego nos podemos quejar de algo.

Cuando niños parece que dormir es siempre un problema. Te acuerdas de esa oración infantil «If I die before I wake, I pray the Lord my soul to take» (… y si muero antes de despertar, pido al Señor que lleve mi alma), típica de película. Tiene sentido, cuando niños aún no hemos incorporado la dimensión simbólica de la presencia. Cuando grandes, dormir se vuelve un problema de otra forma, me parece. O me desdigo, quizás es el mismo. Hay momentos en que perdemos esa capacidad para pensar en que hay un despertar, un mañana.

Me parece que hoy muchos están insomnes. Aunque salven la chocolatería, no podemos descansar en la ficción de comernos los chocolates mañana; quién sabe qué viene (supe que si te ponen en un respirador estás en coma; si tienes suerte, entonces despiertas y no sabes dónde).

 

Creo que el insomnio es una manifestación de la destrucción subjetiva, ahí donde no somos porque no hay lugar para alojarnos en el mundo, no hay espacio para existir.

En el insomnio hay destrucción subjetiva, como en la angustia. Un buen ejemplo (otro del siglo XX) es Primo Levi llegando exhausto y sediento al campo de concentración, toma un hielo, y un soldado se lo impide. Le pregunta por qué, y el nazi responde que ahí no hay porqués. Un (no) mundo es la impotencia de poder operar sobre algo. Me parece que es lo que dices en tu ensayo Escribir la violencia, sobre el lenguaje en los campos, donde ya no hay nombres, solo números; hay silencio, pero no como escansión del lenguaje, sino como efecto de su destrucción.

Pero más allá de un caso extremo, pasa más seguido, por ejemplo, frente a una interpretación salvaje «tú eres tal o cual cosa», o con un diagnóstico mezquino para nombrar algo existencial, también la vida reducida a clichés, datos y decires trillados; en todo ello hay destrucción subjetiva.

Cuando el lenguaje se reduce a instrumento de comunicación, y solo se usa como un duplicado de la realidad y su susto, hay una catástrofe invisible, quieta, la catástrofe es perder la posibilidad de sujetarse al mundo por las palabras. ¿Qué queda? Queda un cuerpo sin recorte, sin libido, una masa, un electrodoméstico (te he contado que hace ya varios años llegan a la consulta personas que no pueden decir nada sobre sí mismas, y piden que las «enchufen» o que las «desenchufen»).

Sé de tu amor por Kafka, hay una historia suya que me encanta, «Informe para una academia», donde un mono explica su caso a una academia científica; lo particular es que esta criatura, tras ser capturada y vejada por sus carceleros, decide que para salvarse debe hablar. Esa es su salida. No espera la libertad, porque sabe que entrar a las ficciones del lenguaje implica otra esclavitud –Santiago Alba Rico dice que los animales se domestican, pero solo los humanos se esclavizan–, sino que aspira a salvarse. Como los apoderados de los chocolates o los vecinos en sus rutinas normales, o el señor que envió una carta al diario y decía con tanta fe que por fin descubrimos lo realmente importante, la casa, la familia (los chocolates y el teletrabajo podríamos agregar). Pienso que cuando decimos que algo es lo realmente importante es para encubrir nuestras cobardías morales, otros deseos que no podemos soportar.

Estamos siempre escapando, de eso van nuestras normalidades. Es el nudo del lenguaje, ¿no? Nos salva de la noche sin tiempo, otorga una sintaxis, pero a la vez crea la norma, las horas, las identidades.

Somos animales atrapados entre la pesadilla y la broma. Entre la nada que traga y la ficción de nuestras neurosis.

¿Y la libertad?, qué sé yo, se intuye en los intersticios, entre las cosas de la normalidad, de la cobardía, y en la inmensidad de la noche, y, claro, cuando logramos hacerle trucos al lenguaje. En cualquiera de esas experiencias hay un instante decisivo ante el cual no hay herencia para repetirnos a nosotros mismos, en el instante decisivo queda el acto, el deseo.

Es paradójico: no se puede programar la propia libertad, sin embargo es algo que nos funda y no se nos puede arrebatar.

P.D.: Sobre nuestros mensajes de WhatsApp acerca de ser sexy, la fealdad y esas variaciones de cómo habitar el cuerpo, me quedo pensando en cómo funciona la boca, comer o no hacerlo. Cuando nos sentimos sexy no da hambre. En la sensación subjetiva de fealdad, la comida es como si se volviera tóxica. ¿Cuál es el espejo (o el mundo) que tenemos cuando somos sexy, cuando somos feas?

María Moreno escribe que quizás las mujeres quieren adelgazar para, por fin, convertirse en letra.

Un abrazo.

El mié. 15 abr. 2020 a las 01:17, Aïcha Liviana Messina

<alivianamessina@gmail.com> escribió: Post-scriptum de la mañana

Constanza querida,

Estoy teniendo días realmente malos, lidiando con una suerte de imposibilidad de ser presente a lo que hago, constantemente desviada, trastornada. Creo que este pequeño momento robado a la noche es lo que me hace viva y de cierto modo feliz. Debiera dormir, pero prefiero concentrarme un instante.

El otro día te estaba respondiendo, y te decía que había visto las primeras señales del invierno: la luz de mi oficina prendida, mientras afuera oscurecía. La luz es una señal de algo que queda. La sensación del tiempo es tan distinta en invierno. Pero me interrumpí. Pensé que el invierno iba a ser un desastre. Quien se contagia se tiene que aislar. Quien vive en la calle, ¿en qué mundo quedará?

El mundo es sencillo: calor, reparo, amistad tal vez o modos para conversar.

Al inicio del Hombre que ríe, de Victor Hugo, hay una dupla maravillosa, un hombre-oso y un lobo-humano. Son amigos, no hay lazos definidos, pero entre ellos forman un mundo. Y toda la novela despliega este «entre» (recibirán al chico monstruoso, deformado por una risa que nunca se va de su cara, y a una huérfana ciega, enamorada del monstruo que no ve; luego, una princesa se enamora del monstruo, el hombre que se ríe. ¿Y la huérfana ciega? No recuerdo).

Hoy día leía una columna. El columnista recordaba que para Heidegger la muerte o bien nos invita a una vida auténtica o bien a una vida de charlatán. Por ende, el columnista calificaba de charlatán todo lo que han escrito los contemporáneos, Agamben, Butler, etcétera, en esta compilación que salió, Sopa de Wuhan, y aludía también al hecho de que no teníamos idea de lo que pasaba en los hospitales, no teníamos representación de esto. En suma, hay un misterio al que no accedemos y hoy la pandemia marcaría una división entre aquellos que reconocen este misterio y este silencio y los que se la pasan en palabras.

Pero ¿quién escapa a la cháchara?, ¿quién no está configurado por un discurso, hasta en su cuerpo? ¿Acaso la muerte no es siempre mediada, desviada? Cuando no lo es (cuando ya no podemos ni ritualizar la muerte), cuando se viene lo real, como dices, quizás ya no hay ni sufrimiento posible. Es lo que está pasando en Ecuador.

El invierno me hace pensar que esto es lo que pasará aquí también.

No una muerte auténtica sino un sufrimiento vuelto imposible, insufrible.

¿Y qué nos pasa cuando el sufrimiento es insufrible? Sin duda no nos volvemos humanos. Ni héroes de la muerte.

El columnista también reparó en el hecho de que no podíamos pensar la realidad porque no estábamos en contacto. Esto es interesante. Si estuviéramos en contacto, ¿podríamos pensar algo?, ¿podríamos saber más de lo que nos pasa?, ¿ser más propositivos?

Tocarse, sí, podría ser volverse otro, y entonces saber que no sabemos, y entonces abrirse, y entonces relacionarse de cierta manera con un porvenir. Pero ¿cuándo el contacto nos ha vuelto más sabios, más propositivos? Quizás lo que habría que decir no es que hoy haga falta el contacto, sino que nunca nos tocamos, nunca tenemos contacto. Salvo de manera efusiva o volviéndonos plantas sedientas y ricas en energía solar. En realidad salimos, vamos donde sea, e igual somos algo confinados. Yo siento que nos tocamos más bien con las palabras, con el pensamiento. Luego, tal vez con la mano. Pero solo después de hablar. Solo en el palabreo quizás llega un momento en el que una mano toca a otra.

No hay muerte auténtica y tampoco un tocar auténtico. Hay una historia previa para tocarse, como la del ladrón.

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