Aproximaciones al humanismo ignaciano

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Ignacio es una figura de gran importancia, no solo a nivel de la iglesia católica sino de la historia mundial. Así como Erasmo es reconocido como uno de los intelectuales y agentes de un pensamiento revelador y novedoso del Renacimiento, Ignacio lo será por sus obras centradas en una espiritualidad producto del cultivo de las dimensiones humanas, de la ejercitación procesual espiritual que une razón y sensibilidad. Nació en el norte de España en el seno de una familia de la baja nobleza, en una fortaleza cercana a la población de Azpeitia. Fue el menor de los hermanos de una familia numerosa; de joven se dedicó a vivir en medio de los juegos y las conquistas amorosas, más delante de la diplomacia cortesana hasta que, finalmente, impele podido desarrollar su proyecto como soldado debido a la pérdida de movilidad en la que cayó al ser herido gravemente en una de sus piernas después de recibir un cañonazo en la batalla de Pamplona. En el duro proceso de padecimiento y recuperación, se inicia en la lectura de la vida de los santos (especialmente San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán) y esto le permite encontrar un referente de sentido para resignificar su proyecto; ahora puede continuar su lucha como caballero, como soldado al servicio fe, de la humanidad y, sin habérselo propuesto, como soldado y militante de la educación humanista e integradora.

Sin embargo, Ignacio encontró muchas barreras que parecieron detener su proyecto; claro está, fue su ímpetu el que nunca permitió su decaída. Las primeras dificultades con las que tuvo que lidiar se vinculan a ciertas persecuciones en su contra por la predicación y acompañamiento espiritual que empezó a ejercer en los lugares donde se dirigió. Tampoco la estructura eclesial dogmática del momento le permitió avanzar. De allí, que Ignacio encuentre limitaciones e inicie un camino en búsqueda de formación pertinente para responder a tan magnas necesidades.

Aparentemente sin que nadie dirigiera sus estudios, Ignacio intentó profundizar en demasiados temas a la vez, logrando asimilar poco de lo que estudiaba. Encuentros con la inquisición española, una breve estancia en la Universidad de Salamanca y una orden de no hablar temas tales como el pecado mortal y venial hasta que completara su educación, lo convencieron de ir a París a lo que era entonces la Universidad más prestigiosa de Europa. En la primavera de 1528, a la edad de 37 años, Ignacio comenzó sus estudios universitarios de nuevo (Modras, 2012, p. 89).

En París inició los estudios que lo adentraron en las profundidades del humanismo renacentista, junto a un grupo de compañeros con los que posteriormente iniciaron una fraternidad en la que se reconocen como amigos en el Señor, ya que su experiencia de fe cristiana les unía. Estos compañeros –que finalmente serían los primeros jesuitas– experimentaron el proceso de acompañamiento espiritual que ya había vivido y también puesto por escrito Ignacio, recogido bajo el título de Los Ejercicios Espirituales. Esta ejercitación corresponde a un proceso de discernimiento, en el que se pasa por la reflexión mental y sensible el ethos, en el que fundamenta el proyecto vital y de servicio de cada ejercitante.

El grupo de amigos en el Señor que se constituyó en París, progresivamente era bastante disímil en cuanto a edades (entre 19 y 43 años), personalidades y temperamentos, lugares de procedencia y orígenes sociales. Estaba integrado por Piere Fevre, quien en su niñez se dedicaba al pastoreo en los campos de Saboyá; Francisco Javier, un noble Vasco de Navarra quien sobresale por su gran inteligencia y quien finalmente donará su vida en las misiones al oriente; Diego Laínez, quien procedía de una familia acaudalada de Castilla; Alfonso Salmerón, de origen muy humilde de la zona de Toledo; Simón Rodríguez, de origen portugués, quien se convertirá en biógrafo de Ignacio; y Nicolás Alonso, también conocido como Bobadilla y proveniente de una familia en situación de pobreza. Este grupo de amigos en el Señor dirigidos por Ignacio, impulsados por su fe y su formación humanista conformarían posteriormente la Compañía de Jesús, con el talante renovador de un carisma que reconoce la integralidad del ser humano y la necesidad de una formación que promueve las capacidades de autorreflexión y acción social.

Ahora bien, lo central para ubicar los rasgos de la propuesta ignaciana –que se desprendió de la experiencia de Ignacio y sus primeros amigos– fue entender el contacto que él y sus compañeros tuvieron con el humanismo de la cultura renacentista en la que se encontraban inmersos. Su formación en París, les permitió estructurar con mayor profundidad sus nociones filosóficas y teológicas, pero además encontrar un referente pedagógico para convertirse en multiplicadores del humanismo:

La gente generalmente no tiende a pensar en Ignacio de Loyola como un humanista. Obviamente él no encaja en el molde secularista o en el estereotipo de un neopagano renacentista. Pero si uno piensa en el humanismo como una orientación en la educación y la cultura, con todas las características enumeradas anteriormente, entonces Ignacio y sus compañeros pueden ser descritos, primero, como productos y, luego, como proveedores de la educación y cultura humanistas (Modras, 2012, p. 88).

Lo anterior presenta el talante del Humanismo Ignaciano como experiencia activa del cultivo del hombre, tanto en lo intelectual como en lo afectivo. No solo se necesita aprender gramática y retórica, sino que es necesario que tales conocimientos respondan a las profundas problemáticas que constituyen retos en las sociedades. Este esfuerzo es muestra de un claro horizonte del Humanismo Ignaciano hacia la necesidad de formación en la capacidad dialógica, la mejor manera de crecer integralmente en el conocimiento, en la sensibilidad afectiva y en la convicción moral, dado que todo ello corresponde a la posibilidad de integración de saberes y experiencias. En este sentido, Ignacio no generó divisiones entre la visión del humanismo y la escolástica, “él se negaba a tomar partido entre los humanistas y sus adversarios escolásticos, prefiriendo en su lugar ver sus dos tipos de teología como un complemento mutuo” (Modras, 2012, p. 92).

Ignacio vio la educación como el camino central para cultivar las dimensiones humanas y así generar un desarrollo integral. Amplió su erudición estudiando a los clásicos, pero también su visión de lo humano y del mundo. La educación en el sentido humanista debía promover una visión integral del hombre, fe y razón, gracia y naturaleza, contemplación y acción.

Cabe recordar también que, en lo que refiere a la dupla de gracia y naturaleza, en el Humanismo Ignaciano la presencia de los dominicos en la formación de Ignacio fue determinante. Esta experiencia de estudiar con ellos a Santo Tomás, le permitió orientar no solo los ejercicios espirituales, sino también los métodos de educación, hacia el ejercicio de integración de la fe y la acción humana, realizando analogía con las tesis de Gracia y Naturaleza de Santo Tomás; por ello, según Modras (2012) “cuando llegó a escribir en las constituciones, Ignacio prescribió que, al ejercer ministerio a otros, los jesuitas no deberían esperar depender solamente de la gracia de Dios, sino hacer uso de todos los medios humanos naturales posibles también” (p. 90).

Sus estudios de teología con los dominicos en el Rue Saint-Jacques. La casa dominica, ampliamente reconocida por su erudición, había reemplazado el texto medieval estándar de la teología, las sentencias de Pedro Lombardo, por la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino. Ignacio estudió la suma en 18 meses y encontró las opiniones y perspectivas allí expresadas concordantes con las suyas. Más tarde demostraría su admiración en las Constituciones de la Compañía de Jesús al aprobar el estudio de Tomás de Aquino para los estudiantes jesuitas […] Le admiraban sus virtudes clásicas como la simplicidad de expresión, la claridad y el orden. Ellos valoraban la insistencia de Tomás en que Dios no gobernaba el mundo de manera caprichosa. El hecho de que para Tomás “el mundo no era nada sin orden” era compatible con los humanistas, para quienes la marca de la sabiduría, humana y divina, era la capacidad de producir orden (Modras, 2012, p. 90).

Ignacio encontraba atractivo el universo bien temperado de Tomás, especialmente su teología de la gracia; según Tomás, esta no contradice ni se opone a la naturaleza, sino que se basa en ella. Este punto de vista de la compatibilidad entre las dos, coincidía con las convicciones y experiencias de Ignacio. Cuando llegó a escribir las Constituciones, Ignacio prescribió que, al ejercer el ministerio a otros, los jesuitas no deberían esperar depender solamente de la gracia de Dios, sino también hacer uso de todos los medios humanos naturales posibles (Modras, 2012).

En síntesis, el humanismo integrador de Ignacio y sus primeros compañeros, precisa una posibilidad de apertura en la lectura de lo humano, no solo para el contexto en que emerge, sino como elemento articulador para los nuevos análisis y comprensiones sobre el tema.

La posterior evolución del humanismo espiritual ignaciano es ininteligible a menos que uno asuma una afinidad entre la naturaleza y la gracia, la ciencia y la religión. La fe no requiere temerle a la investigación científica ni construir barreras en cuanto a qué tan lejos puede uno cuestionar la autoridad o explorar el universo. Para los humanistas del Renacimiento, como los primeros jesuitas, Dios es el autor tanto de la naturaleza y la gracia, como de la fe y la razón. Uno necesita renunciar a una por el fin de la otra (Modras, 2012, p. 91).

Espiritualidad: Impronta del Humanismo Ignaciano

Ignacio asume los ejercicios espirituales como un camino para aprender a conocerse a sí mismo, incluyendo las limitaciones; esto con el fin de tener herramientas de confrontamiento que luego se puedan compartir, pero siempre por vía de la experiencia. Retomando a Modras (2012) Debido a su espiritualidad humanista,

 

[…] los jesuitas, desde sus inicios, han estado en la intersección de la ciencia y la religión, entre la cultura secular y la fe. Eso los pone en una línea que les permite hablar acerca de la devoción de una forma terrenal, y de una forma devota del mundo. No siempre han podido dar vida a todos los ideales de sus orígenes, pero sí lo han logrado en un sinnúmero de oportunidades, encontrándose en medio del fuego cruzado más de una vez (p. 107).

Lo anterior implica reconocer que, aunque en el Humanismo Ignaciano hay una cercanía con las tradiciones teológicas de los padres de la Iglesia y la escolástica, se da una distancia en el sentido en que la teología en los ejercicios no es meramente especulativa, sino que integra el sentir, el corazón humano.

Lo que los humanistas del Renacimiento buscaban era reforma, especialmente Erasmo, quien, a pesar de todo su sarcasmo, desarrolló una espiritualidad humanista no muy diferente a la de Ignacio […] los Ejercicios Espirituales –en general la Espiritualidad Ignaciana– realmente contiene los rasgos definitorios del humanismo del Renacimiento. Impartir los Ejercicios Espirituales fue el protoministerio de los primeros jesuitas y se convirtió en el paradigma de toda su obra. Y como esto implicaba la participación de los ejercitantes como personas integrales, el humanismo influenció el resto de sus vidas (Modras, 2012, p. 94).

Los ejercicios constituyen así una espiritualidad encarnada en la realidad misma que la persona experimenta, lo cual se distancia de la teología escolástica en el sentido de no reducirla a la mera especulación o el solo ejercicio intelectual de una disciplina teórica. Esta espiritualidad ejercida y ejercitada, vincula la necesidad de iluminar la reflexión con la práctica de la experiencia relacional entre el ser humano (su razón, sus afectos, su corazón) y Dios.

La formación de la persona: Educación y cultura

El poder de la educación y las buenas letras como un camino para ejercitar la espiritualidad, son una síntesis crucial de la propuesta ignaciana: “en las constituciones jesuitas escribió que su vocación era viajar a través del mundo y vivir en cualquier parte de él, dondequiera que hubiera una oportunidad para brindar un mayor servicio a Dios y para ayudar a las almas” (Modras, 2012, p. 102).

Sin embargo, aunque el objetivo del carisma ignaciano se sitúe en la movilidad continua, en la disponibilidad total de servicio en cualquier espacio y realidad, la educación como proceso humanista implica organizar nuevas posibilidades de acción:

Los jesuitas habían participado en una gran cantidad de ministerios, cuando los padres de familia en Messina, Sicilia, le pidieron a Ignacio que les enviara algunos profesores para abrir un colegio, o escuela secundaria, para sus hijos. […] La idea de fundar su propio colegio para formar jóvenes que tuvieran un impacto en la Iglesia y la sociedad secular era atractiva. Debido a su formación renacentista, los primeros jesuitas creían en el poder de la educación o de las “buenas letras”, como decían ellos. Estudiar los clásicos precristianos, como Cicerón, proporcionaba un modelo no solo para la elocuencia, sino también para su inspiración moral. Desde Petrarca, había sido una característica humanista afirmar que la buena literatura producía buenas personas. Y ninguna institución era más característica de la iniciativa humanista que un colegio (Modras, 2012, p. 102).

Si bien la obra de Ignacio y sus compañeros representaba una dedicación al servicio, implicando constante disposición para movilizarse a cualquier lugar donde se necesitara de la presencia, la educación como carisma llega a ellos (Compañía de Jesús) precisamente por su formación y perfil humanista integrador. A los lugares donde asistían, les surgían propuestas para que se pudiera desarrollar esa formación integradora de las dimensiones humanas, respondiendo a las necesidades de la cultura. Así lo sintetiza Modras (2012): “los primeros jesuitas no estaban decididos a fomentar la revolución social, pero eran conscientes de ser reformistas. Veían la educación como un medio para forjar buenos líderes y ciudadanos para la sociedad y buenos sacerdotes para la Iglesia” (p. 103).

Esta educación que se ha caracterizado por ser aterrizada en la realidad, incluyente, respetuosa de la diferencia, ética, integradora de las diversas dimensiones humanas (cognitivas, afectivas, relacionales, ciudadanas) y sobre todo creativa y promotora del arte como expresión espiritual. Es así como el compromiso cultural fue una consecuencia natural y lógica de sus valores humanísticos; una voluntad de adaptarse a las circunstancias llevaba su propia dinámica, a la evolución posterior. Un Dios que trabaja en todas las cosas puede encontrarse en un escenario, así como en un santuario. “[…] los jesuitas fueron los primeros exploradores con alto nivel de educación, y los primeros europeos en aventurarse dentro de las profundidades de México, Mongolia y el Amazonas” (Modras, 2012, p. 105).

Ignacio y su “renacimiento”: Un soldado involucrado

“Nada te turbe, nada te espante todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta sólo Dios basta”

Teresa de Ávila

Para este apartado, cabe aclarar que nos enfrentamos normalmente al Renacimiento como un periodo histórico. Esto de entrada ya constituye un problema, pues la manera como nos encontramos con este, se expresa en una iconografía que bien puede relacionarse con los modos de vida y circunstancias, en estricto sentido, de la poderosa Florencia –exclusivamente–. Por ello, el lector habrá evidenciado que nos permitimos denominar al Renacimiento como al denominado movimiento, pues antes de ello cabe considerar que en definitiva fue una forma de pensar, un modo de asumir la cultura, la historia y todos los aspectos de la vida humana.

Pocas son las ocasiones en las que los filtros nos conducen a otros sectores de Italia diferentes a Florencia, o a diversos sectores de Europa. Por supuesto, con esta última afirmación, queremos llamar la atención sobre la necesidad de pensar las coyunturas y esos intersticios que muchas veces nos dan que pensar sobre las travesías de los personajes que configuramos históricamente. Nos interesa pues, aquella micro-historia que se tejía en “otros” lugares vivenciados por Ignacio como un ser humano experimentando un renacimiento –humanista–: sus amigos, su escena espiritual, su forma humana de ser, su pensar y su actuar. Aquí, es pertinente hacer dos observaciones: la primera, que el Renacimiento italiano, más que un periodo ubicado en un lugar de la línea del tiempo, es un modo de pensamiento, tal como lo afirma el historiador de arte Ernst Gombrich. En este sentido cabe recordar que, como época, está dividido particularmente en la historia del arte entre quattrocento, cinquecento y por supuesto manierismo. Esta primera observación quiere hacer énfasis de manera especial, en que difícilmente se puede concebir el Renacimiento olvidando el humanismo como modo de concebir la vida y la historia misma, con una serie de necesidades que la misma época planteaba. La segunda observación atañe a que, si bien es cierto la iconografía resulta fundamental para determinar los valores, los prejuicios, las orientaciones, las preferencias e incluso la vida cotidiana de todos los niveles de la historia humana, es curioso que sea justamente en Florencia donde la gran mayoría de producciones artísticas acercan la forma, el cuerpo, la emocionalidad humana a la escala divina. De alguna manera, podríamos decir que para la vida humana sigue estando muy presente el recurso a la divinidad y, por supuesto, a los nuevos modos de representarla con el deseo de vincularla a la existencia de la finitud.

Sin embargo, fue en Holanda y en Alemania donde la revelación de lo auténticamente humano, con Holbein, Lucas Cranach y Durero –solo por mencionar a algunos– reveló la necesidad de tomar al ser humano de frente, expuesto, exigiendo toda la atención del espectador que se vuelve artista y testigo de las escenas de reflexión, meditación y vida historiada en el rostro. El retrato constituye la revelación “frontal” de la experiencia humana, que puede ser expresada como vejez, belleza, tragedia, duda, e incluso enfermedad. Para el caso de España, no deja de sorprender que sean justamente Alonso Berruguete y El Greco, las figuras preponderantes que fueron cercanamente contemporáneos a Ignacio. Impacta por supuesto que la metáfora de la transparencia, del contraste, del rigor exigente que se evidencia entre línea, color y forma, especialmente en El Greco, funcione especialmente como lo que tuvo lugar en la vida de Ignacio: una vida humana cuyo contraste entre luz y oscuridad; entre fondo de lo visible y convulsión interna que alimenta la existencia y entre tragedia y belleza, sea lo que conduce al caballero producto de una ensoñación a una transformación en Cristo sin ningún límite.

Como lo mencionábamos anteriormente, estas observaciones quieren poner de relieve que el Renacimiento surgió como aquella forma de pensar, desear, conocer, entender, investigar y de agotar la vida humana en lo que la hace justamente contrastante. Pero, ¿cuáles eran las demandas que la época de Ignacio planteaba? ¿Cuáles sus preguntas? ¿Por qué lo hemos llamado caballero y soldado?

Todos nos hemos familiarizado con que el Renacimiento fue en sí mismo un movimiento de expediciones, y esto en todo el sentido de la palabra, pues exigió pensar científicamente, aprovechando todos los insumos que daban los adelantos en navegación y geografía, por ejemplo. No deja de sorprender que hayan sido el telescopio y la brújula los elementos que nacieron en este marco de búsquedas y conquistas. Tampoco que estos dispositivos que expresan el deseo por saber el lugar, el espacio, y la distancia entre el hombre y el mundo, se hagan plausibles, por ejemplo, en el auge que tomó en el mundo del arte la perspectiva. ¿Es esto un nuevo modo de aproximarse a la condición humana? Sin duda, la visión de lo que es el ser humano no puede darse solo en la reflexión introspectiva, pareciera que es necesario escindirse, separarse, tomar distancia; tareas e iniciativas que, inevitablemente, Ignacio tomó al pie de la letra. Por esta razón y otras que sin duda se seguirán asumiendo en la presente publicación, el mundo que veía Ignacio no le exigía cosa distinta a una separación constante de lo que pensaba, deseaba y sentía.

Por otro lado, y más estrictamente a nivel de las inquietudes intelectuales, es fundamental recordar cómo la importancia de figuras como Erasmo de Rotterdam, Martín Lutero y Francesco Petrarca, tuvieron una cercanía inevitable con las ideas que Ignacio quiso promover: el joven cuyo gusto y fascinación por las historias de caballería y cuya fuerza se veía animada por la herencia familiar de carácter militar, asumiría la vida cristiana como toda una empresa militar de oposición, estrategia y combate continuo. Fueron los acontecimientos sucedidos en 1521, en lucha contra los franceses por la defensa de Pamplona, lo que significó el cambio de dirección dada la difícil y penosa situación límite de incluir en su vida una pierna que ya era más ajena que propia. Lo que hemos querido decir hasta el momento, es que quizá otro momento fundamental para entender cómo el pensamiento de Ignacio obedeció a su época y condición, se debió a las circunstancias de guerra y contradicción que no solamente se instalaban en el mundo histórico y externo, sino que habitaban permanente en su mente inquieta.

Acercarse al Enchiridion Militis Christiani (1503) de Erasmo de Rotterdam, cuya traducción podría pensarse como Manual del Soldado cristiano, fue determinante para Ignacio, pues tras su lectura tomó como bandera la importancia de explorar el conocimiento interno como acto de valentía y de resolución en la adopción de la fe. En este sentido, es fundamental recordar que aquellas ideas de Erasmo sobre la libertad y la importancia del pensamiento individual, acentuaban en Ignacio no solo el deseo por conocer, por formarse, y por cultivar el alma, sino por hacer plausible en la acción valerosa el hacerse un individuo libre para decidir. Resulta asombroso que una lectura cuya idea decidida se manifestaba en la imperiosa necesidad del conocimiento y de la crítica, fuera asumida por Ignacio como el paso de la distinción entre bien y el mal, hacia la comprensión de la distancia y necesaria relación entre verdad y error. De modo curioso, cabe advertir que los descubrimientos que estaba alcanzando con los Ejercicios Espirituales –producto de su experiencia vivida, leída e investigada– fue lo que le costó la vida libre a Ignacio, cuando justamente fuera acusado de ser parte de los Iluminati, a quienes se asociaba con los seguidores de Erasmo.

 

Es esta misma dirección, no puede olvidarse que comprender a Ignacio en su tiempo es comprender la huella que alguien como Petrarca dejó en lo que se refiere a la importancia de la formación del intelecto y del espíritu, pues es justamente en él en quien se ve reflejada la importancia de la virtud y de que esta sea animada por el conocimiento:

Cuando estoy todo vuelto a aquella parte do la faz de mi dama emana lumbre, y hay en mi pensamiento tanta lumbre que me quema y derrite parte a parte, temo a mi corazón, por si se parte, y cerca el final veo de mi lumbre; me voy igual que un ciego, ya sin lumbre que a dónde va no sabe, pero parte (Petrarca, 1.470, p. 19).

Conclusiones

– El Renacimiento como movimiento que recupera las tradiciones de los clásicos grecorromanos, permite a través del estudio de las letras y el arte, resignificar el papel y el valor del hombre como ser que se puede cultivar para su crecimiento integral (razón, sentimientos, relaciones interpersonales y sociales).

– El humanismo como expresión de la renovación renacentista, apela a una nueva visión de hombre centrada en el reconocimiento de la autonomía, de la libertad y de una visión integrada de sus dimensiones.

– El humanismo renacentista sustentado en el clasicismo, en la educación integral de la persona, en la promoción de una vida cívica activa, al reconocimiento de la libertad y dignidad humana y de la unidad y universalidad de la verdad, inspira a Ignacio y sus compañeros en la construcción de una espiritualidad humanista que responde a las necesidades integrales humanas.

– El Humanismo Ignaciano se sintetiza en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana por su calidad de criatura y su capacidad de cultivarse y transformar su entorno, por medio de la educación como proceso que ayuda a desarrollar capacidades y a generar diálogo entre fe y razón, espiritualidad y cultura.

Bibliografía

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