Memorias visuales

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Alicia Villarreal

Sobre La escuela imaginaria

I

Las obras de Alicia Villarreal me han producido siempre la impresión de una distancia. Tal vez quiero hablar de ellas, escribir de ellas; pero su presencia más bien inhibe el discurso, como si estuvieran rodeadas de una capa de silencio —un efecto más bien incitante, más bien misterioso. Las palabras con que se pueden describir suenan demasiados fáciles, huecas casi, resuenan en un espacio vacío que devuelve sus ecos.

Tal vez sea este el espacio que, según Sarah Kofman, ha querido crear el arte contemporáneo, al decidir no “expresar”, no “representar” no “imitar” nada que pueda ser espontáneamente identificable y que pueda vertirse con facilidad en palabras1. Habla ella de un conjunto de “operaciones sacrificiales”, distintas en cada artista, que se esfuerzan por reducir la obra a un puro juego de formas, a una serie de huellas diferenciales que remiten a una relación de significante a significante, en una cadena sustitutiva sin fin, sin significado originario. Existe entonces en un movimiento de remisión indefinida de un significante a otro, que desalienta cualquier formulación excesivamente elocuente o excesivamente terminante. Escribir sobre la obra de Alicia Villarreal tendrá que ser, entonces, ir mirando al sesgo ese movimiento que remite de un significante a otro significante. Ir haciéndolo cautelosamente.

II

“Operaciones sacrificiales”, dice Kofman. En el caso de Villarreal, pienso primero en la minuciosa supresión de lo subjetivo y lo personal de la artista (No en vano, cuando le pregunto por su genealogía, nombra a Eugenio Dittborn).

En soportes y combinaciones diversas, las instalaciones muestran huellas impresas de matrices, cuya disposición en librillos corresponde a otras personas, entre ellas artistas jóvenes; huellas gráficas que pueden ir haciendo los espectadores, e imágenes de objetos recolectados. Hasta la misma recolección de los objetos (recuerdo una obra de diez años atrás2) corresponde a objetos escogidos por otras personas. Sólo el gesto de la disposición corresponde a la artista, un gesto curioso y ambiguo que “pone en escena” cuanto muestra, pero quisiera hacerlo, paradójicamente, “sin intervenir”.

III

La idea de colección, tan cara a nosotros lectores de Walter Benjamin, hace aquí un desvío. El coleccionista benjaminiano (o el Broodthaers que hace un giro burlesco respecto de sí mismo, en Ma collection3) tiene por rasgo característico: la personalización; la elección que un “verdadero” coleccionista hace, crea un “círculo mágico” que sustrae a los objetos de la lógica del intercambio, y los hacen derivar hacia los sitios de la memoria. “Coleccionar”, dice Benjamin, “es una forma de memoria práctica, y, entre las manifestaciones profanas de la ‘proximidad’, la más convincente”. En Alicia Villarreal, la colección está despersonalizada, des-subjetivizada, trasladada desde el sujeto-artista a un sujeto colectivo, a un conjunto múltiple de personas distintas —que incluyen a los espectadores— con los cuales la artista quiere componer una especie de memoria práctica colectiva, una especie de manifestación de una proximidad, también, pero esta vez transubjetiva. En torno, por cierto, al tema de la escuela (hay que volver sobre esto).


Alicia Villarreal, “Cuatro figuras”, instalación compuesta por cuatro fotografías de intervenciones en muros de cuatro escuelas rurales. Duratrans, 220 x 108 cm y 30 x 40 x 20 cm, marcos de fierro, vidrios, prensas, luces de neón. Museo Nacional de Bellas Artes, “La escuela imaginaria”, 2002.

Las colecciones públicas de Broodthaers (a diferencia de Ma collection) tienen ese carácter de despersonalización. Cada objeto está designado con la palabra fig. y con un número, lo que lo viene a asimilar a una ilustración: a la ilustración de un relato que no está en ninguna parte. Tal vez podríamos mirar esta serie de instalaciones de Alicia Villarreal desde ese ángulo, el de apuntar a un relato inexistente aún (o para siempre) acerca de la escuela, de las antiguas escuelas chilenas cuyas paredes ella troquela, y cuyos sonidos fantasmaliza en la sala que muestra Ejercicios de copia.

IV

El trabajo de acercarse a ese relato inexistente se va haciendo del modo peculiar que propone Sarat Maharaj como propio del arte: una sola operación que es a la vez hacer, pensar y sentir. El arte genera ideas, pero la manera que tiene de hacerlo se ubica en el polo opuesto de las modalidades discursivas, dice4. Las ideas no preexisten, se van haciendo en un trabajo de sintonía fina, junto a la fabricación material de la obra misma e inseparables de ella. Tal vez aquí esté parte de la explicación acerca de la “capa de silencio” que notaba al comienzo, la especie de inhibición del discurso, un discurso demasiado terminante, o demasiado elocuente, corre el riesgo de banalizar la obra al escamotear alguna de las muchas operaciones de sentido que va haciendo, y que la van constituyendo más allá de cualquier enunciado o de cualquier programa.

V

Las instalaciones son tres. Me permito una propuesta: la segunda, entre las dos primeras, es como un gozne, un nexo, un punto de mira hacia las otras. Ubicada en la rotonda noroeste, establece una conexión virtual con la biblioteca del museo, ubicada en la rotonda noreste: un video en la instalación muestra cómo se guardan en la biblioteca del museo, en cajas de acrílico, los libros de la colección que figuran en la primera instalación. Pero establece también conexiones con la primera y la tercera instalación. Con la primera, porque muestra la colección de la que vienen los mismos pequeños libros que en ella aparecen en pantallas de computador. Con la segunda, porque los libros aparecen en una especie de viaje al origen: injertados en troncos de árboles, transformados en figuras que sólo aluden a sus formas, libros abiertos, lomos de libros, libros sin lecturas posibles, haciendo figuras caprichosas que harían hasta pensar hasta en vulvas. Los libros, de tanto repetir su forma, la pierden y la retrotraen a lo innominado, pre-objetual (como al repetir las palabras muchas veces éstas dejan de tener sentido). Una especie de viaje a la semilla, para recordar un título de novela evocado por las mismas imágenes en los troncos, un viaje hacia el material y la materialidad originaria del papel. En la tercera instalación, nos encontraremos con el fantasma de la antigua escuela, la del pizarrón y la tiza, la del sonido de las campanas, la del lápiz y el papel. La del libro, también; y de las murallas.

VI

Lo que nos lleva a la primera instalación. En un habitáculo o vitrina transparente, pantallas de computador; en cada una de ellas, animaciones de diapositivas, fotografías y videos de acción con matrices de metal. Estas matrices invitaban, en muestras anteriores, a ejercitar formas elementales de impresión; los resultados se registraban en pequeños libros, librillos, dice la artista. El espectador, al ingresar al habitáculo y presionar inadvertidamente ciertos puntos, hace ahora cambiar las secuencias que se encuentran en las pantallas.

Los libros —librillos— la imprenta en su gesto más básico, y el paso vertiginoso hacia las pantallas de computador, que altera absolutamente el gesto, dotándolo de la fascinación de la luz y del movimiento. Y de la ilusión de la participación, en cuanto la presencia del espectador modifica la instalación misma. La escuela imaginaria, si le creemos al título de la muestra, pero una escuela de murallas transparentes, en que los medios electrónicos ejercen su peculiar encantamiento, su peculiar presencia absolutamente contemporánea, borradora de cuanto no entra en su lógica.

Un archivo siempre cambiante, y siempre brillante, en que la memoria se encuentra con su cadáver exquisito —cadáver en el sentido de “presencia visible de una ausencia”5— la imagen en diferido —y exquisito en cuanto colma las expectativas de seducción contemporánea.

VII

La antigua escuela pública, en cambio (tercera instalación). Su pobreza, su carácter espartano, sus pizarrones oscuros que se comen la luz sin reflejarla, la escasez permanente de la tiza, el carácter fantasmal de sus murallas horadadas, de sus campanas que suenan erráticamente en el vacío. Sus murallas, que la artista troquela, con formas recordadas de útiles escolares, de material educativo. Las siluetas de este troquelado, llevadas a sonar por el movimiento del espectador, acompañadas por la grabación lúgubre de un llamado que parece de otra época y que no tiene sino ecos imaginarios. Las mesas, donde el espectador puede entregarse a los ritos arcaicos y nostálgicos de la tiza.


Alicia Villarreal, “Cuatro figuras”, detalle.

VIII

Dice la artista que las tres instalaciones trabajan desde distintos ángulos un mismo proceso (la impresión, la imprenta en su gesto más básico, digo yo) tomando como referencia el campo de la educación. En eso quisiera basarme para pensar esta muestra como un trabajo acerca de los medios. Como una reflexión acerca de la educación, por cierto, pero en cuanto a sus materialidades.

La escuela pública, durante todo el siglo recién pasado, fue mal o bien la forjadora de las identidades nacionales, el defectuoso instrumento de la aspiración de la igualdad. Leer y escribir, lo básico del ciudadano; “gobernar es educar”, las aspiraciones democráticas pasaban antiguamente por la escuela. Y por los libros. Basta saber de nuestro ícono nacional, Gabriela Mistral la maestra, para entrar en toda la ambigüedad pero también en la riqueza de aspiraciones contenidas en ese planteamiento. Aun hoy, cuando la educación es evidentemente otra, y las condiciones de ejercicio de la ciudadanía también, la ilusión de integrarse a la sociedad en condiciones igualitarias pasa —en los discursos oficiales— por la educación de la escuela pública6.

 

Alicia Villarreal perfora las murallas de esas viejas escuelas, haciendo en ellas forados que remedan y agigantan su antiguo “material educativo”. Su recorrido va más acá y más allá del libro, de la cultura letrada; más acá, en las materialidades del libro como objeto, y en remedos del gesto básico de la imprenta. Más allá, en cuanto la incorporación de los medios electrónicos, las pantallas de computador, los videos, los sensores, fantasmalizan, con su pura presencia, el “material educativo” de la escuela, lo hacen caducar violentamente. Llegar a la tercera sala, después de las dos primeras instalaciones, es llegar a un lugar de recuerdos, de resonancia de los recuerdos, de patente obsolescencia. Entre las nostalgias y las ironías, hay una sensación de ausencia, de vacío, de pasado que se instala fuertemente.

El “dispositivo” que ha montado Alicia Villarreal en esta serie de instalaciones acerca de la escuela imaginaria va dando la oportunidad al espectador de recorrer modulaciones diversas de una reflexión (una reflexión no sólo del pensar, sino también del sentir, y hasta del hacer) respecto del tema de la educación en nuestros días. Es obvio que el conocimiento que se adquiere hoy no pasa ya por la escuela imaginaria del pasado, la escuela con murallas y libros, propia de lo que McLuhan llamó alguna vez la galaxia de Gutenberg; es obvio que las murallas de las escuelas no limitan ya el espacio del conocimiento; es obvio que los alumnos traen, a las escuelas con murallas, saberes que estas no son capaces de asimilar, y a los que se ven atraídos con una fuerza que la escuela no logra igualar. Es obvio que las murallas de las escuelas no “contienen” (en el sentido terapéutico del término) a los alumnos de nuestros días, que van absorbiendo de otras fuentes incontrolables la información y hasta los valores. Es obvio, en resumen, que el espectáculo mediático y el control social difuso han hecho estallar las murallas de las escuelas...

IX

Mi texto está cayendo, casi seguramente, en el discurso seudoelocuente y excesivamente terminante que desde el primer momento quiso evitar, y que es lo contrario del efecto del arte. Me detengo, entonces, y vuelvo al silencio (con resonancias) que se invocaba en sus primeros párrafos. Un silencio colectivo, también, hecho de los gestos mudos de muchas personas, cargado de ambigüedades, de dilemas, de sugerencias. Un silencio dispuesto por una artista que invita a exceder lo consabido y a alcanzar otro umbral de pensarsentir-hacer en torno a las complejas modulaciones de la transmisión del conocimiento, de la integración social, de la máquina cultural de nuestros tiempos.

Catálogo exposición La escuela imaginaria, MNBA, Santiago de Chile, 2002.

1 Kofman, S., Mélancolie de l’art, París, Galilée, 1985, p.30.

2 Véase Valdés, A., “El gran texto del mundo y sus fragmentos diversos”, en el catálogo de la exposición Fragmentos diversos, 1993. Reproducido en el fascículo III de las publicaciones de Chile, Cien años de Artes Visuales, Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2000.

3 Véase Krauss, Rosalind, “A Voyage on the North Sea, Art in the Age of the Post-Medium Condition, Nueva York, Thames and Hudson, 1999, pp. 38 ss. Broodthaers está también en la “genealogía” artística de Alicia Villarreal.

4 Documenta XI, Kassel, 2001: catálogo, p.71. Y antes, Adorno, T. W. en su Teoría estética: “pensar las obras como el resultado de un proceso que se desarrolla esencialmente entre el material y la intención”.

5 Kofman, S., op. cit., p. 17.

6 Véase Sarlo, Beatriz, La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas, Buenos Aires, Ariel, 1998, especialmente “Cabezas rapadas y cintas argentinas”, notable acercamiento a la vida de una maestra y a los valores de integración nacional y de ascenso, reproducción y represión social que encarnó la escuela en Argentina.

Enrique Matthey

(Bits and Pieces)

Escribo esto para un catálogo acerca de Cámara para la resistencia de materiales, de Enrique Matthey, obra expuesta en noviembre y diciembre de 2002 en la Sala Matta, del Museo Nacional de Bellas Artes. Será uno de varios textos del catálogo.

Pienso, entonces, en dar con algo que pueda servir para poner en movimiento una conversación acerca de la obra. Con los otros textos, por supuesto, con el artista tal vez, también —con el público, ojalá, y con la memoria de la obra, más adelante. Me explico: escribo en una especie de espacio abierto provocado por este artefacto burlón, la obra. Esta es capaz de atraer asociaciones diversas, de tener distintas lecturas desde varios puntos de vista. Presento aquí fragmentos de varias lecturas posibles, como instancias de una conversación que quizás dónde podrá llevarse a cabo... y quizás cuándo, y tal vez nunca. (Me gusta pensar en que las obras crean un espacio y un tiempo imposibles, donde se encuentran las sombras de sus propios fantasmas con los fantasmas de los demás). Pienso en una obra como un artefacto que tiene la capacidad de producir estos encuentros. Cuando se escribe sobre ellos, puede haber discursos, o sólo fragmentos más o menos hilados, como los que siguen.


I

Vanitas. El reloj aquí es digital, no analógico, pero el transcurso del tiempo está señalado retóricamente desde fuera de la cámara. Los elementos del tópico pictórico de las vanidades, de la ilusión y el desengaño, incluyen el brillo engañoso, el reflejo (pienso en el raso dorado), el lujo (la piel sintética de jaguar), la belleza o la fuerza física (pienso en las pinturas) —atravesado todo por un tiempo implacable, por el trabajo del tiempo y de la muerte. Como decía Sor Juana Inés de la Cruz, en un soneto a una rosa: “viviendo engañas y muriendo enseñas”. Un ángulo de visión de esta obra la ve emparentada con el tópico barroco de las vanidades, y a través de él con la muerte, que desenmascara sus diversos patetismos. El reloj digital resulta más implacable que los relojes pintados en tantos cuadros antiguos: estos tienen un tiempo que no avanza. El reloj digital hace avanzar el tiempo del espectador: le dice que está jugando los descuentos. Está ahí, antes de entrar en la cámara, que tiene mucho de cámara mortuoria.

II

Cámara. Se entra a ella por pasillos estrechos, se crea la sensación de estar entrando en una tumba, lugar encerrado, prohibido, ajeno; se crea la sensación de estar invadiendo una curiosa intimidad. Es curiosa porque las asociaciones de ideas van desde el antiguo Egipto, pasando por el gigantesco capitel corintio de madera, hasta el mercado persa de Santiago. Espacio de degradación y mezcolanza de tiempos, de escalas, de materiales. Espacio de una memoria desjerarquizada y desjerarquizante, sujeta al azar, que hace sus construcciones (patéticas, iba a decir otra vez) a partir de desechos, monumentales unos, minúsculos los otros, contaminados todos por la evidencia de lo falso, por una apariencia hecha para ser desenmascarada. Cámara/ máscara, se me ocurre, es casi la misma palabra, en esta instalación.

III

Colecciones. Las frases famosas y los objetos encontrados. Las colecciones son forma privilegiada de la melancolía contemporánea. Están avaladas por nuestro santo patrono Walter Benjamin, por cierto: “sólo en la muerte se entiende al verdadero coleccionista”, dijo. (No podía saber qué aura de martirio tendría años después una frase semejante). Dijo también otra cosa, que resuena extrañamente si la pensamos desde dentro de la cámara: “construimos aquí un reloj despertador para el kitsch del siglo pasado...”. Él se refería al diecinueve, y a su trabajo inconcluso sobre los pasajes de París. Pensémosla acerca del veinte, ya pasado también, y de esta instalación, tal vez “reloj despertador” para nuestro propio kitsch. Ahí, riéndose, entonces, la piel de jaguar sintética, el brillo del raso de poliester, la alfombra que remite al más convencional de los intérieurs. Me gustaría pensar que esa risa (zumbona, recuerdo el sonido de las moscas) no se dirige sólo a ese kitsch evocado, ese pseudolujo pseudoburgués. Tal vez se extienda hacia otro kitsch, menos percibido como tal, más difícil de atraer a la conciencia (no el que podemos remitir al pasado, sino aquél en que muchos estamos sumidos, en el intérieur) el espacio doméstico, cerrado sobre sí mismo —de las propias artes visuales...


IV

Esta ironía acerca del intérieur, el espacio doméstico, el refugio del espíritu de las artes visuales, su nueva forma de kitsch, no viene sólo de mis afanes metafóricos propios o de los sugeridos por la instalación de Enrique Matthey. Los del oficio recordamos los dichos de Jameson: vivimos hoy en “una nueva vida de la sensación postmoderna”, en la que el “sistema perceptual del capitalismo tardío” experimenta como “estético” todo un conjunto de imágenes que provienen de la publicidad, de los medios de comunicación, del ciberespacio, de lo que sea: lo que se produce como “arte” queda reducido a un “trabajo de cámara”, cerrado sobre sí mismo para protegerse del avance inexorable de las imágenes que permean todo el espacio social. Se me ocurre que el título de la instalación, Cámara para la resistencia de materiales podría leerse también desde eso. Las artes visuales como resistencia, porfiándole, tal vez, a su propia obsolescencia.

V

Hubo un número reciente (100) de la revista neoyorquina October, que tuvo como leitmotiv la obsolescencia. Extraigo al sesgo algunas frases que sintonizan con lo que vengo diciendo. Lo primero, “la obsolescencia tiene aura”, dice la artista Tacita Dean; la frase remite a Benjamin otra vez, y a la ambigüedad de éste respecto de la tecnología: el avance de una “democratización” que incorpora una nostalgia culposa, y que da origen a una especie de “museo de la pérdida irreparable” (título de la obra de otra artista, Judith Barry, citada en la misma revista). Desde aquí, veo la instalación como una escenografía irónica: la de nuestros descompuestos amores con el arte. (Esto lo robo de un poema de Baudelaire, y no puedo resistirme a citar la estrofa, estirándola hasta darle al arte por destinataria: “Alors, o ma beauté, dites a la vermine/ Que vous mangera de baisers, / Que j’ai gardé la forme et l’essence divine/ de nos amours décomposés1).

VI

Dice la revista October, en el editorial de ese número, que en torno a la condición de obsolescencia no basta con una “especie de poética intemporal de lo desgraciado”: que esta condición “puede tener un papel decisivo en este momento histórico”. Ese papel es el de la resistencia, parece. Como si los objetos de desecho —los “objetos encontrados”, como los de la obra— sirvieran para indicar, contrario sensu, la tiranía devoradora de los imperativos funcionales contemporáneos, y el vértigo de la sustitución casi instantánea. La multiplicidad de estos objetos, su aleatoriedad, su ser bajo la especie del débris, podría ser vista como una metáfora de cuanto fue alguna vez nuevo —tan brevemente— y queda, pero sólo como resto.

Tal vez la “colección” de objetos encontrados pueda pensarse como una variante —en la época de la reproducción mecánica— del antiguo género pictórico de las vanidades. Ahí, en la colección, la caducidad alcanza a los objetos hechos en serie, creando una especie de nuevo pathos degradado: al paso inexorable y rápido del tiempo se le agrega el de la trivialidad infinitamente sustituible de la propia memoria.

 

VII

Una obra anterior de Enrique Matthey se llamó La muerte de Narciso. Pienso en eso en relación con la frase de Benjamin citada antes: “sólo en la muerte se entiende al verdadero coleccionista”. Quizás el sentido de ésta tenga algo que ver con lo que dice Borges en el conocido epílogo de El hacedor, cuando imagina “a un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Pero, ¿qué imagen se traza cuando los que se encuentran, lo que se “coleccionan” son objetos cualesquiera, hechos en serie, y presentados con una solemnidad a todas luces sarcástica?


Tal vez sucede entonces algo que me viene a la memoria en relación con las “Fig.” de Marcel Broodthaers. Tal vez los objetos de estas colecciones están colocados a manera de ilustraciones, pero de ilustraciones de un relato inexistente e imposible. Y, estirando eso en relación con lo de la imagen de la cara, nos encontraríamos frente a un Narciso que se mira en el espejo para verlo “lleno por fin de su nada”, como dice un verso de Enrique Lihn. Nos encontraríamos, en esta instalación, con ecos de esa “Muerte de Narciso”.

VIII

El capitel corintio, que en obras anteriores de Matthey fue “emblema de la pérdida” (la frase es de Pablo Oyarzún) está aquí otra vez por los suelos. “Capitis diminutio, pienso: en derecho romano, algo así como la inhabilitación legal, la “pérdida de la capacidad civil” en diversos grados; figuradamente, la humillación, la pérdida del nombre y del prestigio. El capitel por los suelos me recuerda las fotografías de enormes cabezas de Stalin o de Lenin, arrastradas, tras la destrucción de sus monumentos.

“Capitel” viene de “caput”, cabeza. Digo esto por pensar, de nuevo, en la cara, en la nada que aparece en el espejo. Y me doy cuenta de que “capitis diminutio”, en su sentido figurado, es “to lose face”, la humillación que en algunas culturas lleva a la necesidad del suicidio como única forma de conservar la dignidad. Porque, si no, con qué cara se seguiría viviendo.

Me parece que estas disquisiciones sobre caras, cabezas, capiteles, en el contexto de la instalación que comento, pueden leerse — como los versos de Baudelaire— en tensa e irónica relación con el arte. Dice el historiador Eric Hobsbawm que las escuelas de vanguardia se dedican a partir de los años sesenta no ya a hacer la revolución artística, sino “a declarar la bancarrota del arte” (fuerte palabra esa, en una cultura tan mercantil). Dice además que “las artes visuales —más que cualquiera otra forma de las artes creativas— han adolecido de obsolescencia tecnológica”, y que su modo de producción “de obras únicas a partir del trabajo manual (...) es profundamente inadecuado en relación con (...) la economía de masas de este siglo”. Creo que estas frases duras podrían ser epígrafes de la instalación que comentamos.

Cámara de resistencia de materiales propone entonces, creo, un juego de modulaciones del duelo, de la obsolescencia y de la ironía. Lo hace desde una reflexión acerca del arte que ronda —en espiral, como lo hacía el barroco— en torno a un centro vacío. O “lleno por fin de su nada”: ese “por fin” señala una especie de curiosa descarga orgásmica, que me deja pensando.

Catálogo exposición Cámara para la resistencia de materiales, MNBA, Santiago de Chile, 2002.

1 Del poema “Une charogne”, en Les Fleurs du Mal. La traducción literal diría así: “Entonces, belleza mía, dile al gusano/ que habrá de comerte a besos/ que guardo la forma y esencia divina/ de nuestros amores descompuestos”.


Ximena Zomosa, “Vértigo”, 130 x 150 cm. Marco de madera, cobertura de chocolate, anilinas, paletas de dulce, tela de bolsillo bordada con hilo lúrex. Galería Gabriela Mistral, “Colección de la artista”, 2003.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?

Inne książki tego autora