Memorias visuales

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Francisco Ariztía

Los perplejos y los furtivos

En una galería de Lisboa, en 1997, me encontré por primera vez con la pintura de Francisco Ariztía y con los personajes “funambulescos”, según decía la crítica de allá, que aparecían en el centro de sus grandes telas. Por ellas habían pasado muchas cosas. La historia de la pintura, por una parte, que estaba citada en las diversas formas de pintar los escenarios. Había otra exposición suplementaria al recorrerlos. Alguien, mirando algún cuadro, habló de Cézanne; lo que importa es que la historia de la pintura era allí un conjunto de recuerdos que aparecían como tales, configurando escenarios más que paisajes. Por los personajes mismos, a su vez, habían pasado la caricatura, el cómic, el surrealismo, y también un eco irónico del famoso “realismo mágico” que en Europa no deja de pedirse a los latinoamericanos: el abuelo, un centauro con una paloma en la frente, la abuela, evidentemente andina, una esfinge. Era divertido y liberador este ánimo que hacía bromas a costa de las expectativas de los espectadores, que tomaba a los lugares comunes como juguetes, los armaba y desarmaba a la vista del espectador, en telas que gozaban su color y su materialidad. También tomaba como juguetes los lugares comunes acerca de la pintura y los pintores. Era un pintor que se retrataba a sí mismo y se ponía, en broma, el rótulo “El otro”, en un guiño para quienes quisieran percibir el recuerdo del famoso “Je est un autre” de Rimbaud; que ponía en su mano un pincel enorme y un poco desarmado, que retrataba los agujeros en las rodillas del pantalón de su traje oscuro, que retrataba la blanca melena al viento, cita de antiguas bohemias, que se reía de su propia aparición extemporánea. Y que iba, como casi todos sus personajes, caminando. (En esta exposición, “El caminero”, ese enorme juguete colorido, es a su vez un autorretrato, y también un espejo; sus grandes pies reaparecen en casi todos los personajes de las telas). “El otro”, el pintor, camina bajo una luna narigona, para evitar los sentimentalismos o las interpretaciones excesivamente líricas.

Los camineros, de Ariztía. Ir caminando, mirando de soslayo, como cambiando de dirección o quizá camuflándose (dos de sus pinturas de 1997 se llamaban Camuflagem). Los camineros de Ariztía no saben bien el terreno que pisan. Los críticos dicen que son perseguidos, que huyen de algo, que van pasando, como fantasmas o como fantoches de farándula, o como “personajes discretos de un teatro de angustia”. También tienen esa dimensión, estos perseguidos con gestos circenses. La risa, el humor, la inventiva no la excluyen, al contrario. Podría sospecharse que de allí mismo vienen. Caminar es huir mirando hacia un lado y hacia otro, sin saber bien hacia dónde, ni de dónde viene o vendrá la amenaza, sin poder fijar un rumbo, enredándose, riéndose de sí mismo y del propio miedo.

Los personajes de esta exposición de ahora también son, casi todos, camineros. Como los otros, tienen que ver con un particular Libro del desasosiego, como la obra de Fernando Pessoa a la que alude uno de los títulos. Pero en esta exposición hay algo más. Incorpora las palabras, las letras coloridas —un recurso sorpresivo, un giro, un cambio. Las letras son imágenes también, entran en el juego sensual de los colores y de las texturas; no están ahí como meros signos gráficos, sino además como elementos nuevos del juego visual.


Francisco Ariztía, “Desasosiego”, 160 x 160 cm, acrílico sobre tela, 2000.

Tal vez —es apenas una suposición— la palabra aparece en estas pinturas de Ariztía precisamente porque van a mostrarse en Chile. Son palabras solas o frases fragmentarias, son recuerdos y retazos de refranes, de boleros, de un poema. Es “El bosque en el jardín”, del libro emblemático de la generación del cincuenta, La pieza oscura de Enrique Lihn (que casi se puede leer, al sesgo, como una descripción onírica de esta misma exposición, escrita cuarenta años antes). Como si volver a Chile trajera consigo una especie de recuperación de la palabra, imposible cuando la pintura se muestra en países de idiomas distintos. No es la palabra hablada. Es la palabra recordada al azar de la memoria. En las pinturas de los caminantes, llega como un elemento enigmático más de sus historias, esas que no se cuentan, esas que se suponen y adivinan. En el díptico “Incógnitas y certezas” se dan los refranes de la ansiedad, una especie de retrato paródico, en frases hechas, de los gestos de los personajes andarines y furtivos, un código de supervivencia mínima. En otros, las palabras arrancadas de contexto tienen el punctum de su propia carencia, el carácter fantasmal de recuerdos fragmentarios de no se sabe dónde.

De no se sabe dónde. Cuál será el lugar de quienes tienen más de una tierra, o están entre una y otra tierra y no son realmente de ninguna; cuál será el lugar de quienes partieron hace ya tantos años de aquí, y piensan desde lejos en una casa mítica, ajena y remota como la que aparece sobre una montaña en esta exposición, una casa que nunca existió y está armada de sueños, y está puesta en un lugar inaccesible. Cuál será el lugar. Tal vez no hay lugar, y por eso los personajes son camineros, y furtivos, y perplejos, y parecen estar huyendo de todas partes, y todos los lugares terminan por ser lugares de sueños. Finalmente, el territorio ya no es físico, sino imaginario. Francisco Ariztía se afinca en ese territorio imaginario, en las historias pasadas por la deformación de los cuentos, y los sueños, y los recuerdos a medias. Y en esta muestra se afinca también en los retazos de palabras, otras formas de la memoria involuntaria. Leo por ahí que las culturas no territoriales viven en los sueños y viven en la palabra. Las culturas del exilio son culturas no territoriales.

Recuerdos fragmentarios de no se sabe dónde. Otro ángulo de esto. Qué será volver a Chile tras tantos años, y que será asomarse otra vez a este medio. Otro artista que muestra aquí por estos días habla de la complejidad de Chile, para quienes han hecho su vida afuera; “la ciudad de Santiago es como atravesar un campo minado bajo un lluvia de proyectiles en un atardecer lleno de niebla”1 . El temple lúdico-bélico de Eugenio Téllez no se parece al temple lúdico-onírico de Francisco Ariztía; pero en ambos el medio artístico chileno se ve amenazante, y para ambos es problemático aparecer aquí —en este lugar de demarcaciones territoriales, de “inscripciones duras”, de inter/ pelaciones autoritarias, todavía mimetizadas, traumáticamente, con los gestos de un autoritarismo pasado. Si volvemos al poema de Lihn, Francisco Ariztía y sus camineros se cuentan “en el número de los ausentes (...) una especie de fantasmas (...) esperando el momento de aparecer en escena, sólo por un momento que nadie les disputa/ y que nadie quisiera disputarles.” Ariztía escoge aparecer, en este momento, con un temple que tiene poco que ver con la pesadez, la fijación, la culpa obsesiva; un temple que hace del humor y del juego los mejores instrumentos para sobrevivir.

Catálogo exposición ¿Y por qué no?, Galería Arte Espacio, Santiago de Chile, 2000.

1 Eugenio Téllez, entrevistado por Matías Rivas, en el catálogo de la exposición Campos de batalla, Sala de Arte Fundación Telefónica, Santiago de Chile, agosto 2000.

Para Carlos Montes de Oca

Con qué cara: Apuntes sobre la desigualdad

Con qué cara hablar de desigualdad. La igualdad haría trizas los fundamentos de cada una de nuestras precarias seguridades individuales, de nuestras precarias comodidades, de nuestros hábitos cotidianos. Cuál más cuál menos, profitamos de la desigualdad de las sociedades en que vivimos. Cuál más, cuál menos, tema enorme, en el que caben gradaciones incomparables.

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La desigualdad es una secreta carga de culpa. Quién no ha sentido un alivio fuera de su país, en un país más próspero: la desigualdad es menor, y por último, no es de responsabilidad nuestra. Por un momento, el del viaje, la secreta carga de culpa no pesa sobre nuestros hombros.

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La desigualdad es un “ruido secreto”. Hay una obra de Marcel Duchamp que se llama “el ruido secreto”: “un ovillo de cordel entre dos placas de latón negro unidas por cuatro tornillos, y que contiene un pequeño objeto desconocido —incluso para el mismo Duchamp— que suena al moverlo”1. La desigualdad es un ruido secreto (“ruido”, también, como se usa en la informática) que acompaña —rechinando, me imagino— el funcionamiento de los engranajes de la sociedad. La desigualdad es el “ruido secreto” que interfiere los discursos establecidos de las ciencias sociales y de la política, incluso cuando éstos hablan de igualdad.

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Con qué cara hablar de desigualdad, si uno es, por decir algo, “intelectual”. César Vallejo lo dijo todo en el poema “Un hombre pasa con un pan al hombro”, que condensa el “ruido secreto” (“estruendo mudo”, dice él en otro poema) que rechina tras el quehacer del intelectual. El poema está hecho de estrofas de dos versos que repiten la misma estructura. El primero muestra un hecho de la vida cotidiana, de la subsistencia, de los pobres. El segundo comienza “cómo pues”, “con qué valor”, “cabrá aludir después”, “cómo escribir después”... “voy después a leer...”. Así: “Un banquero falsea su balance/ con qué cara llorar en el teatro?”. Con qué cara. Para quien vive en el reino de la necesidad elemental, toda actividad intelectual es superflua. El intelectual lo sabe, siente claramente cómo rechina en su actividad ese ruido secreto.

 

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Con qué cara. Si hay hambre, con qué cara nada “Ya no más he de ser lo que siempre he de ser/ pero dadme/ una piedra en que sentarme/ pero dadme/ por favor, un pedazo de pan en que sentarme/ pero dadme/ en español/ algo, en fin, de beber, de comer, de vivir, de reposarse/ y después me iré.../ Hallo una extraña forma, está muy rota/ y sucia mi camisa/ y ya no tengo nada, esto es horrendo”. César Vallejo sigue diciéndolo todo, él, que se murió en París, al decir de Juan Larrea, “de sus muchas hambres”.

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Desde el arte, con qué cara. Estuve en la Feria de Basilea, ese enorme mercado en que cientos de galerías de arte —de Nueva York, de París, de Berlín, de Barcelona, de Madrid, de Tokio, de Brasil, etc. etc.— exhiben sus productos con precios; hasta las instalaciones más “contestatarias”, en un enorme espacio del alto de un edificio destinado no al comercio, como el resto, sino a la exhibición, hasta las instalaciones más contestatarias, digo, las de “abject art”, las de sangre menstrual y pelos, las de elementos corruptibles, todas, todas, con indicación de precios, altísimos. Con auspicios comerciales, otras, de las firmas que les facilitan, por ejemplo, varios autos último modelo desde cuyos asientos los espectadores manejan una filmación de video. Allí, el arte conceptual, como en el verso de Baudelaire, vends sa pensée. El poema de Baudelaire hace una analogía entre él mismo, el poeta que vende su pensamiento, y la prostituta, aquella que por conseguir zapatos ha vendido su alma, así lo dice. Los críticos, por su parte, han dicho que ese poema, escrito a fines del siglo XIX, prefigura la suerte del artista en el mercado del siglo siguiente.

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Desde el arte, con qué cara: ciertamente no con la cara desdeñosa, de oler mierda, con la que se pasean las elegantes parejas gay, hablando en varios idiomas sobre las cosas que hay que saber en la feria de Basilea. El arte, con qué cara. O con qué máscara más cara. El mundo de los que apuestan al arte, que compran obras como quien compra acciones de la bolsa de comercio, y siguen sus cotizaciones en los remates de Christie's y de Sotheby's, y en las brillosas revistas donde la disidencia también tiene su cotización.

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(El arte transformado en otra bolsa de comercio, en otra mesa de juego. Paul Lafargue, citado por Walter Benjamin, hizo en 1906 una analogía entre el mercado accionario y el juego, el casino, donde se gana y se pierde a consecuencia de hechos que no se conocen, y donde reina lo inexplicable. Las causas del éxito son en gran medida ininteligibles y dependen mucho de la suerte2. La descripción podría ajustarse sin mucho problema a la del mercado internacional del arte).

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Benjamin: “¿Acaso no existe una cierta estructura del dinero que sólo puede reconocerse en el destino, y una cierta estructura del destino que sólo puede reconocerse en el dinero?”3.

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Me falta algo acerca del mercado internacional del arte. Una mirada que tenga que ver, quizá, con la nariz pegada en el vidrio de una vitrina, con la mirada de alguien que sólo puede mirar desde afuera ese círculo. Una mirada que tenga que ver con nosotros. Con estar más out que in. Con otra frontera, entonces, tal vez eso sea lo interesante. A lo mejor, entonces, con otra cara. Cuál, habría que preguntarles a los artistas de esta exposición en torno a la desigualdad.

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Por última vez, con qué cara. Las caras del hambre, las de la guerra, las de las víctimas, las de los pobres circulan en los medios de comunicación hasta embotar cualquier sensibilidad ante ellas. Han pasado a formar parte de una nueva retórica, codificada, utilizada, predigerida. Las caras del horror no sirven ya para significar el horror. Cómo harán, los artistas de esta muestra, para desautomatizar la percepción de su tema: esa es una de mis curiosidades.

Catálogo exposición Desigualdad, Centro de Extensión UC, Santiago de Chile, 2001.

1 Rojas, Sergio, en su prefacio al libro de Pablo Oyarzún, Anestética del Ready-Made, LOM/ ARCIS, Santiago de Chile, 2000.

2 Benjamin, W., The Arcades Project, translated by Howard Eiland and Kevin McLaughlin, prepared on the basis of the German volume edited by Rolf Tiedemann, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, and London, England, 1999, p. 497.

3 Ibid., p. 496.


Claudia Aravena, “Berlin: been there/ to be here”, video. Galería Gabriela Mistral, “Reconocimiento de lugar”, 2002.

Aravena, Cifuentes, Egaña

País de la ausencia1

La forme d´une villechange plus vite, hélas! que le coeur d´un mortel2.

Tres artistas harán aparecer en la Galería Gabriela Mistral, en Santiago, imágenes de tres ciudades: Berlín, Santiago, La Haya. De una obra en otra, son imágenes que tienen poco en común (cada artista es fuerte, y es distinto), pero comparten bastante más que el espacio de la exhibición. El título de ésta, Reconocimiento de lugar, nos encamina. El lugar que se reconoce no es ninguna de las tres ciudades, es más bien el lugar indeterminado de una memoria marcada por la experiencia del desplazamiento, de la extrañeza, del exilio. (País de la ausencia/ extraño país...).

Ese lugar trae consigo una forma especial de la mirada. Es la de quien es a la vez de aquí y de allá, o de ninguna de las dos partes, una mirada del entremedio (“in-betweenness, decía Homi Babha). Esto se refiere, por cierto, a nuestra situación chilena; pero también, en cierto sentido más amplio, a una situación cultural contemporánea. Comienzan a generalizarse, en el mundo entero y a partir de experiencias históricas diversas de desplazamiento, nociones como la de la deriva, o de la psicogeografía, que se vuelven particularmente interesantes para el espectador de esta muestra. Implican una especial forma de percepción y de lucidez, la del extranjero en su patria. Los premios internacionales que los artistas han recibido avalan la vigencia de esta noción de mirada: por una parte, específica del lugar en que se presenta ahora, Santiago, Chile; por otra, específica de esa especie de trans-lugar de las artes actuales, donde las fronteras parecen haberse volado, donde ha hecho crisis la noción de centro y donde las temáticas del desplazamiento se miran desde lugares múltiples.

(Estoy escribiendo, por cierto, sin haber visto la exposición, armando un texto con retazos de los proyectos, las fotos, las conversaciones; tal vez escribir esto sea un poco como hacer literatura fantástica. En todo caso, un ejercicio para abrir la conversación en torno a la muestra).

Por expatriado yo/ tú eres ex-patria3

La lucidez de esta mirada bífida depende del juego entre su distancia extranjera y su proximidad doméstica. Depende de los códigos y de los sentimientos encontrados. Son “encontrados” porque se oponen unos a otros, y “encontrados” también porque se descubren lentamente, al filo de una cierta añoranza de la pertenencia ingenua, ya imposible, y de una ineludible distancia, muchas veces crítica, la de de las nuevas pertenencias, las otras tierras y las “patrias y patrias/ que tuve y perdí”.

Las tres obras expuestas escogen una tarea de “psicogeografía”4. Recorren las ciudades como si fueran lugares de la memoria, llenas de baches, conexiones y fracturas, reconociendo las proximidades y las distancias, trazando en cada ciudad un mapa secreto que tiene que ver con una especie de archivo de pasiones. Hay algo así como una curiosa indiscreción en la mirada del espectador, quien tiene la impresión de asistir (fascinado, como un mirón cualquiera) a ritos muy íntimos, muy personales, muy cargados de un sentido que todavía se busca a sí mismo.

Lo que presentan es precisamente lo contrario a un espectáculo contemporáneo. Se trata de espacios mínimos, olvidados, sustraídos a la circulación, a la moda, a la memoria histórica, la memoria pública. Todos ellos tienen que ver con recuerdos de alguien en particular, con los recuerdos de un pasado personal ya abolido, que persiste a modo fantasmal, haciéndose sentir en cuanto ausencia, interfiriendo el presente del espectador-mirón, introduciendo en él una especie de deriva. Se apartan así de las imágenes-cliché de la ciudad; iluminan zonas mínimas del mapa; son la antítesis clandestina de cualquier tarjeta postal. Vuelvo a los versos de Baudelaire, los del epígrafe. La forma de la ciudad —¡ay!— cambia más rápido que el corazón de un mortal, decía él, y eso era en el siglo XIX; cómo será ahora, con la aceleración exponencial del cambio. La muestra se ocupa de los restos que van quedando “en el corazón de un mortal”.

Sus ritos son de recuperación urbana, hay que decirlo. Ritos de rescate de la ciudad, en sus dimensiones más perdidas, las que quedan sólo como desechos en las memorias personales. Walter Benjamin hablaría, quizás, de redención: redimir en el sentido de recuperar. “Citar es resucitar”, dijo alguien cuyo nombre busco, sin encontrarlo, en mi propia memoria. Es algo que las tres obras hacen, cada una a su modo.

(Otra cosa que las tres hacen, a mí ver, es seducir. Provocar la curiosidad, provocar el deseo, dejar entrever, dejar espacios a la fantasía y a las emociones del espectador, sobre todo las más escondidas, las más infantiles).

“Yo soy foránea, dice mi lengua”5

El susurro persigue desde el video de Claudia Aravena Abughosh y va haciendo temblar de a poco todo lo que se dice, todo lo que se muestra, poniéndolo en una zona incierta donde nada es lo que parece. El video (Berlin: been there/ to be here) muestra los espacios que no son. Habla de los espacios de acá y muestra los de allá, y en realidad trabaja con la distancia, el vacío entre ambos. El árbol que se muestra reiteradamente no es el árbol de la narración. Si hay un “tema” de la obra, por decirlo con esa palabra imposible, es la distancia que crea ver una cosa y recordar otra; es el hueco entre ambas; es también el juego entre ambas, es el pliegue de la conciencia donde se juntan, movidas por el susurro que inestabiliza ambos espacios, uno donde se está, el otro donde no se está.

Ese pequeño vértigo, ese pequeño movimiento, es la zona de la seducción de esta obra, es su zona de descubrimiento y de exploración en lo íntimo de la memoria. Y desde ahí se pueden sentir/ pensar (pensar a través de los sentidos, de los detalles) muchas cosas acerca de la memoria misma. Pensarla como ejercicios de sintonía fina, de esta sintonía fina con algo que no se deja capturar en cuanto fórmula ni en cuanto estereotipo, sino en cuanto proceso reiterativo, doloroso, consciente de su propia imposibilidad, de su propia escisión y de su propia falla.

La entretela

La seducción de la obra de Alejandra Egaña (Listado) tiene que ver en parte con exhibir, a modo de pathos, la propia vulnerabilidad, la propia mirada infantil, que a su vez provoca la de un espectador vuelto curioso, fisgón en la intimidad ajena. La artista viajó a los lugares de su infancia, en La Haya, para registrar en fotografías Polaroid pedacitos mínimos, “imágenes náufragas” dice ella, las manillas de una puerta, los rincones de un patio, las letras de una sala de clases, las cosas insignificantes que recordaba de los espacios de su niñez en La Haya y que iba rescatando en un listado, a medida que surgían, aquí en Chile, en su memoria adulta. Las vemos sobre una enorme entretela, junto a dibujos, pequeñas luces, palabras del mismo listado, bordadas. Como si la instalación registrara una acción imposible: la de reconstruir la imagen de una memoria hecha trizas, hecha de retazos, pedacitos, pequeñas iluminaciones súbitas, encuentros azarosos, recuerdos de labores manuales.


Alejandra Egaña, “Listado”, instalación. Galería Gabriela Mistral, “Reconocimiento de lugar”, 2002.

La enorme entretela tiene varios planos que se entrecruzan al mirar: el de su propia superficie espectacularmente en blanco, como puede quedar la mente; la de fotos y la de dibujos; la de pequeñas luces; la del tramado de alambres de esas luces, que se deja también adivinar. Curioso tejido este, en un material no-tejido, non-woven, el mismo de los trabajos de Eugenio Dittborn (que también incorporaron bordados), pero en una instalación distinta, que explora otras posibilidades: la amplitud, las capas, los entrecruzamientos de planos, para ir dándole una modulación propia a las complejas metáforas de la memoria del exilio. Hay un gesto amplio y desatado en el despliegue de esta entretela intervenida, de esta tela de “entres” donde se instalan y se constelan los hitos precarios de una memoria siempre en fuga y siempre en una imposible construcción.

 

El montaje de los pasos perdidos

Tal vez lo que más impresione de la obra de Guillermo Cifuentes tenga que ver con los medios mismos, que funcionan como si fueran instrumentos de la memoria. En Reconocimiento de lugar, como antes en Retrato de grupo (MAC, 1999) el artista hace del video y de la instalación una puesta en escena de la actividad misma “de la inscripción de huellas” dice, “de procedimientos de trazado, de desplazamiento, de traslación”. En alguna medida, reinventa o rearticula los medios al cruzarlos con la memoria. Tal vez gran parte de su poder de fascinación radique justamente en el efecto de asombro que así produce. Se pueden seguir los movimientos de la memoria, sus “señas sutiles”, en los gestos que hacen los medios de la instalación.


Guillermo Cifuentes, “Reconocimiento de lugar”, videoinstalación. Galería Gabriela Mistral, “Reconocimiento de lugar”, 2002.

Tras crecer en el exilio, el artista vuelve a su familia santiaguina. Los recuerdos que recuperan, las fotografías, los relatos, son de sus tías. Retrato de grupo fue una primera puesta en escena de ese material. La actual, tal vez más intensa y concentrada, se concentra en uno solo de esos relatos —escrito con tiza sobre una vereda del barrio Brasil, registrado en video, proyectado sobre el suelo, transformado en objeto. A su alrededor, imágenes, inscripciones, cosas, que configuran una repoblación imaginaria de una zona del mapa del centro de Santiago: una repoblación memoriosa, hecha de fragmentos citados (“resucitados”, recuperados), donde resuenan los pasos perdidos de mujeres de otra generación. La obra es el montaje de una escena capaz de enmarcar cada uno de sus elementos y de crear esa “inminencia de un sentido” que Borges atribuía al arte. Están los fragmentos del pasado de Santiago, su caducidad melancólica, y también su súbito fulgor al cruzarse precisamente con este presente. Está el reconocimiento de un lugar que no es ni el del pasado ni el del presente, sino el cruce instantáneo y fulgurante de ambos en el momento mismo de la recuperación de la memoria.

“Cada ‘ahora’ es el momento de una forma específica de reconocer”6

De cuál memoria estamos hablando, al hablar de estas tres obras... Pregunté a Guillermo Cifuentes y a Alejandra Egaña quiénes eran los interlocutores de sus obras. Esperaba una reflexión (convencional, ya, a estas alturas) sobre el público de ahora en Chile, sobre la galería, o incluso sobre el exilio, quién sabe, era una pregunta muy abierta, casi demasiado. Me contestaron —cada uno— algo sorprendente, en voz baja, después de pensarlo. Guillermo fue el primero, y tal vez el más seguro: “mis tías”, me dijo. Y Alejandra, un rato después: “mis padres”, dijo, como dudosa. Y después: “yo necesito su venia... pero ellos no quieren saber mucho de esto, ahora”.

¿Estaremos hablando, entonces, de una memoria a la que no todos tienen igual acceso? Cada uno de estos artistas hace el gesto de reconstruir y de armar con retazos, con señas sutiles, una memoria personal, es cierto. Pero también, a modo de una ofrenda, entrega ese gesto a la generación precedente. Se lo pone por delante, le pide que lo mire, que vea qué puede reconocer, ahora, en su memoria. Le pide que reexamine el olvido, a veces tan trabajosamente conseguido, que lo trabaje como un material. Olvidar, decía alguien, puede ser una ciencia; pero no es una ciencia exacta...

Tal vez estos jóvenes, estos nuevos, que vivieron de niños tiempos de tanto dolor, de tanto exilio y de tanto silencio, estén más libres que nosotros (hablo de mi generación, la de sus padres) para adentrarse en la memoria. Tal vez ellos no quieran quedarse con los estereotipos asimilables que nosotros estamos manejando, por economía, tras tanto “aguantar, adaptar, olvidar”. Tal vez en los repliegues, en las luces fugaces, en los reversos de las fotografías, en los secretos insinuados en sus obras, en su trabajo de memoria fino y lúcido, estén ofreciendo un gesto capaz de tocarnos reiterada y suavemente, de despertar y de liberar, de soltar algo que por tanto tiempo se ha tenido que reprimir.

Catálogo exposición Reconocimiento de lugar, Galería Gabriela Mistral, Santiago de Chile, 2002.

1 Es el título de un poema de Gabriela Mistral, en Tala. Algunos versos en cursiva, en el texto, son de ese poema.

2 La forma de una ciudad, —cambia— ¡ay! más velozmente que el corazón de un mortal. Del poema “Le cygne”, en Les Fleurs du Mal, de Charles Baudelaire.

3 Son versos de un poeta salvadoreño asesinado en los setenta: Roque Dalton, en Taberna y otros lugares.

4 Véase el catálogo de la exposición Documenta 11, Kassel, 2002.

5 Del video “Berlin: been there/ to be here”.

6 Cfr. Benjamin, W., “Tesis de filosofía de la historia”, en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973.

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