Memorias visuales

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Gonzalo Díaz

Unidos en la gloria y en la muerte: instalación

No hay mejor título para este artículo que el de la misma instalación de Gonzalo Díaz en el Museo Nacional de Bellas Artes. Cualquier otro sería menos feliz, porque la obra tiene como uno de sus principales protagonistas el lenguaje mismo, y trabaja cuidadosa y creativamente con él. Utilizar la expresión “Unidos en la gloria y en la muerte”, título ubicado bajo la estatua de Dédalo e Icaro colocada frente al Museo, y obra de Rebeca Matte, es uno de sus hallazgos. Desde los efectos que produce se podría comenzar a hablar de las muchas y muy entretenidas lecturas que Díaz propone al espectador. La idea de este texto es sólo dar indicios para algunas de estas lecturas a alguien que tienda a petrificarse, aterrarse (y por consiguiente, a autodescartarse) cuando se trata de mirar algo que no esté colgado sobre una pared y debidamente enmarcado.

Es cierto, como dijo Waldemar Sommer, que el público chileno en general no maneja antecedentes elementales acerca de las instalaciones. En un artículo anterior sobre el chileno Alfredo Jaar —quien no expone en Chile desde que se fue, hace muchos años, vacío notable— pudimos mencionar algunos nombres, dar idea de ciertos procedimientos propios de una forma de arte de poderosa presencia internacional. También en Chile se han hecho y presentado instalaciones desde los años setenta, pero la situación general de ignorancia, incluso de prevención, suele mantenerse por estos lados. La instalación de Gonzalo Díaz, por su carácter imponente —“monumental”, como se autocalifica— y por “intervenir” el edificio del Museo desde la fachada misma, puede ser la ocasión para ampliar la recepción pública de un arte que en otras latitudes es ya un dato conocido. De ello se dio testimonio hace poco, por ejemplo, la información sobre la exposición británica Sensation, recientemente presentada en la Royal Academy of Arts de Londres. (Esto último no deja de tener su ironía, y tal vez su paralelo: también el Museo Nacional de Bellas Artes es, si se quiere, nuestra consagración, nuestra Academia... Y hoy por hoy las “transgresiones” están instalándose allí).


El mundo de las artes visuales funciona hoy con una perspectiva global de la que todavía se carece en Chile. La información especializada sobre tendencias y muestras ha logrado comprimir el mundo del arte y las mismas tendencias aparecen en muy diversos lugares. En el caso de las instalaciones, sin embargo, y de ésta en particular, la tendencia mundial se combina con un fuerte componente local, muy impactante y acertado en el caso de la instalación de Díaz. Aquí el punto de partida es el propio lugar en que se presenta, el museo, y a través de él, nuestra institucionalidad misma. Se trata, en palabras de Pablo Oyarzún, de “una tenaz interrogación del poder”. Así lo indica la selección del texto escrito en neón en la Sala Matta: un párrafo del mensaje (escrito por Andrés Bello) con el cual el Presidente Manuel Montt propone al Congreso, en 1855, la aprobación del Código Civil.

Uno de los aciertos de esta instalación es trabajar con pocos elementos y brindar al público general, en texto muy breve y accesible, cuanto se necesita para irla pensando, imaginando, escudriñando. Es simple como la buena arquitectura, diría, que nada tiene de simplista, y que se va haciendo presente de a poco a medida que se va habitando el espacio. Así sucede con esta instalación. Algunos de sus elementos están dados por el lugar, como el título del grupo escultórico de Rebeca Matte; otros, “encontrados” como el texto del mensaje del Presidente Montt. Hay otros más, como las alzaprimas que configuran el espacio en la Sala Matta, que vienen de la construcción, pero no en sus fases acabadas, sino en los momentos de fragilidad y de fraguado: se usan para sostener las losas de concreto recién hechas, se retiran una vez que éstas se encuentran suficientemente firmes. (Aquí, en cambio, son ellas mismas las columnas, ellas mismas son arquitectónicas y hasta estatuarias). El neón es un elemento que tiene connotaciones publicitarias y también de las artes visuales de los últimos treinta años. Y es poco más lo que hay. Qué pasa con todos ellos al integrarse en la obra, esa es la pregunta interesante: por ahí se abren tanto las avenidas como los resquicios de la comprensión del espectador.

Se ha destacado ya (W. Sommer) la belleza del espacio. El artista ha dicho que el soporte en los muros, y el uso del color del neón, se remontan a su pasado como pintor. La primera impresión es monumental, armónica, imponente. La sala se recupera no como telón de fondo o espacio neutro (como puede suceder en exposiciones de pintura) sino en el conjunto de sus proporciones, puestas en valor y aprovechadas por los elementos de la instalación. Se crea con ello un ambiente de contemplación, que existiría si los elementos no fueran alzaprimas y si las letras del texto no dijeran nada.

La presencia del texto, y la naturaleza de las alzaprimas, hacen inevitable sumar a la primera impresión otros momentos, más irónicos y más reflexivos. Una vez seducidos por la belleza de la obra, se cae en cuenta de la carga de los sentidos que se están manejando en ella. Se pregunta uno por qué las alzaprimas. Lee uno el texto, lo ve titilar. Y “titilan, azules, sentidos a lo lejos”, para jugar con un verso famoso: por eso hablaba al principio de lo “entretenido” que puede resultar el ejercicio de ver y pensar esta instalación. Aquí las ideas se vislumbran, se arman, se desdibujan. La instalación “tiene sentido, pero no un sentido”.

Una forma posible de pensarla es partir por los textos. Titilan, y no sólo por estar escritos en neón. El arte conceptual (y postconceptual) trabaja con el lenguaje, y uno de sus procedimientos es desencajar los textos. Estos comienzan a vacilar al ser sacados de quicio, al cambiarse el contexto en el que originalmente funcionaban. “Unidos en la gloria y en la muerte” ya no se refiere a Icaro y a Dédalo, sino a otra cosa, al superponerse a “Museo Nacional de Bellas Artes”, en la fachada. Y el texto de Andrés Bello, al estar en el espacio de la Sala Matta, queda rodeado de un enorme silencio, como el que rodea los versos en una página; y queda sometido también a una lectura entrecortada por las estructuras de las alzaprimas. (Desde cada ángulo de visión hay letras que quedan tapadas, escondidas). Junto con la luz fría del neón, que emana de las propias letras, esta lectura balbuceante le presta extrañeza al texto. Este surge entonces como algo más misterioso, más cargado de sentido de lo que aparece a primera vista. Al vacilar su filiación histórica (que lo remite al pasado, con un cierto suspiro de alivio), frases sobre la ley como “la voz de aquella es impotente, sus prescripciones facilísimas de eludir y la esfera a que le es dado extenderse, estrechísima”, o “lo único a que puede alcanzar la ley civil...” palpitan como recados angustiosos hacia la actualidad del espectador, hacia el momento presente. Como lo hacen, también, las frases relativas a “la disipación habitual (...) el lujo de vana ostentación que compromete el porvenir de las familias (...) los excesos enormes de la liberalidad indiscreta...”.


Las alzaprimas son también elementos paradójicamente vacilantes, en esta bella instalación de apariencia tan sólida. Las columnas no son tales: en sí mismas, sólo estaban pensadas como soportes pasajeros de una obra en construcción. En las obras en construcción, su presencia indica que no hay firmeza: las alzaprimas sirven para apuntalar lo frágil, lo que no ha fraguado todavía. Junto al texto dubitativo, angustioso, estas muletas. (“El sistema de regulación de sus muletas es análogo al sistema de regulación de los alzaprimas metálicos”, dice Justo Mellado, refiriéndose a Gonzalo Díaz). En instalaciones anteriores, el artista ha trabajado, por ejemplo, sobre molduras, y ha expuesto al ojo el proceso de su fabricación y fraguado, es decir, ha dejado a la vista lo que las mismas molduras están hechas para ocultar; ha expuesto, según Mellado, “el andamiaje del edificio de la República”. O de cualquier edificio, si se piensa en la instalación “Nuevas voces”, en el Museo J.M. Blanes, en Montevideo. Las alzaprimas están en su obra desde 1984 (“¿Qué hacer?”). No hay espacio aquí para referirse a la trayectoria internacional de Díaz; sólo se puede señalar que los sentidos que juegan en esta instalación tienen una historia también en su obra. Cómo se apuntala la convivencia social; los recubrimientos, los cuidados y las mentiras que hacen posible cualquier convivencia; la fragilidad real de la aparente solidez institucional; la amenaza siempre presente del desplome de nuestro frágil y retórico edificio, cualquiera que este sea; el carácter minusválido, precario, de todo cuerpo social...

Tienta pensar en esta instalación como dos obras diferentes (pero sería erróneo). Hasta ahora he concentrado la atención en la Sala Matta. Si voy al frontis del Museo (edificio), comienza a titilar otro conjunto de sentidos. Sobre el bajorrelieve que dice “Museo de Bellas Artes” se ha sobreimpuesto, en neón, la frase “Unidos en la gloria y en la muerte”, tomada del título de Rebeca Matte para su grupo escultórico que representa a Dédalo frente al cadáver de Icaro, ubicado frente al museo. Es decir, la frase se ha reiterado, pero en otro lugar. Se ha desencajado, se ha descontextualizado, como el texto de Bello en la Sala Matta. Ha adquirido así una ambigüedad que no tenía en su ubicación original. ¿Quiénes son, ahora, los “unidos en la gloria y en la muerte”, si ya no son Dédalo e Icaro, la historia del laberinto y del deseo imposible? ¿Quién encarna ahora esa historia, de qué manera, en esta obra?

 

(Una digresión, primero. En 1910, año de la inauguración del Museo y del bajorrelieve con su nombre, el arte era otra cosa de lo que es hoy. El neón, insolente, con sus connotaciones de espectáculo de variedades, de comercio, de electricidad y contemporaneidad, se impone de noche (de día es otra cosa) sobre el bajorrelieve, borrándolo. Los ecos de unas artes visuales en una sociedad del “show business”; de unas artes visuales cruzadas por la propaganda, la moda, la marca registrada, el diseño, se superponen a los de unas artes visuales limitadas a la pintura, a la escultura, a la expresión individual de sentimientos selectos; las artes del show business imponen su gesto plebeyo sobre el frontis del Palacio de Bellas Artes, señalan el cambio, la crisis de la noción de lo selecto y de la noción de lo bello).

No es primera vez que los artistas se tientan con “Unidos en la gloria y en la muerte”. En 1988, esas fueron las palabras con que una obra de Francisco Brugnoli marcó en las calzadas los trayectos de un Enrique Lihn que recién había muerto: “Unidos en la gloria y en la muerte, Lihn y Pompier”, la frase impresa en suelos y murallas recorría Bellavista e iba a instalarse a los pies del grupo escultórico de Rebeca Matte. También se recontextualizaba la frase, pero en un sentido muy diferente. Hoy, al ponerla en el frontis del museo, lo que hace Gonzalo Díaz es señalar al museo mismo como el lugar preciso de la intersección entre el arte y la institución, el arte y el poder: es hacer ver el punto oculto, doloroso y palpitante, contradictorio y pasional, de esa articulación. Unidos, arte e institución, arte y poder, en la gloria y en la muerte. Esto, por sí solo, ya constituiría una obra. Al superponerse a la presentación de la Sala Matta, se complejiza y enriquece esta “tenaz interrogación del poder” y de “las ínfulas de la institucionalidad” ambas frases son del ensayo de Pablo Oyarzún para el catálogo. (Un ensayo sagaz, para recomendar).

Tal vez sea este el momento de dejar al espectador ir viendo, por su cuenta, como “titilan azules los sentidos a lo lejos”. Es decir, cuántas sugerencias hay en la instalación para imaginar el ir y venir, la difícil relación entre arte y poder. No hay aquí un mensaje fácil de traducir: hay una instalación, un objeto, un dispositivo para lanzarse a pensar y a sentir. Se nos señala la fragilidad de las instituciones de apariencia monolítica —la ley, y por extensión el museo— sobre las que sentamos nuestra convivencia. Se nos hace asistir a un espectáculo de esa fragilidad, y ponernos así al borde de su gloria y al borde de su muerte. Arte y poder se necesitan mutuamente: hay una dimensión imaginaria, simbólica, en que necesariamente el poder debe constituirse, para subsistir, y en esa dimensión está el arte; y por otro lado, el arte, eterno trasgresor de legalidades varias, se muestra y existe a través de instituciones también varias, y por eso funciona dentro de códigos necesariamente sociales. La difícil relación entre ambos está perpetuamente en construcción y en permanente necesidad de ser apuntalada. El laberinto y el deseo imposible, a eso nos estamos refiriendo.


Hay, a la entrada de la Sala Matta, un breve texto sobre la pared, titulado “presentación”. Allí se postula que la instalación es una forma más eficaz que la pintura para cumplir una función de comunicación social; que la instalación es “una extensión o ampliación del lenguaje artístico”. Si es o no más eficaz que la pintura es a mi juicio un tema abierto, como lo demostró la exposición Sensation a la que ya se ha hecho alusión aquí. Pero sí es indudablemente una extensión o ampliación del lenguaje artístico. Esta obra de Gonzalo Díaz, sumamente profesional en su factura, da una oportunidad única al público chileno para salir de su tradicional “desprecia cuanto ignora”, como dice el verso de Antonio Machado. Aunque sólo fuera por eso, es algo que no nos debiéramos perder.

El Mercurio, 1998.

Carlos Leppe

El brillo (o “pinte como condenado a vivir”)

La inauguración de la muestra de Carlos Leppe, en la galería Tomás Andreu, tuvo un brillo rutilante, como el de su pequeña obra “El cumpleaños”. En ella, una fotografía nostálgica va al fondo del marco más excesivo que se pueda imaginar, todo hecho con los materiales de las fiestas infantiles y de las primeras, ingenuas fascinaciones de oropel. Tuvo además un grado de angustia no despreciable: “estamos todos ahí”, me decía una pintora, admirativamente, y por ahí mismo desfilaban en persona muchos parodiados por las obras (parodiados, no puedo resistir el chiste, odiados por sus pares, o por su par). Vi tropezar a una señora con la obra “Su primer juguete”, y a un joven crítico volver a ponerla en su lugar en el suelo, a merced del gentío. El brillo, la parodia, el juguete por el suelo. Y habría que agregar la belleza, cautiva como “la perla del mercader”, para empezar a referirse a la exposición irónicamente titulada Cegado por el oro.

Esta inauguración es uno de los acontecimientos del reintegro de Carlos Leppe, tras muchos años de ausencia, a las artes visuales. Hubo y habrá otros en toda la gama de los medios. Desde las revistas de decoración hasta las revistas para mujeres o para empresarios, desde artículos en las páginas de este diario y de otros, se produce una suerte de operación seductora a gran escala, en que se exceden los espacios de la galería para instalarse en otros espacios de la vida social. (Pienso en la “vida social” de los periódicos y en la “vida social” de los sociólogos, en una “intervención urbana” que ve la urbe en los medios de comunicación y no en las calles). El exitoso paso de Leppe por el mundo de la comunicación audiovisual y de la publicidad es un dato y una presencia en la muestra. De allí viene de vuelta; y, tal vez, de paso. Su trayectoria incluye obras muy distintas, performances e instalaciones, que en los años ochenta fueron “poderosamente brillantes” en el arte latinoamericano. Hoy se encuentra en una escena a la que no pertenece, en el sentido de que ya no está contenido sólo en ella, sino que la atraviesa como le da la real gana, o, como dice la dedicatoria también irónica, “bailando como los dioses”, mientras sus “enemigos” cumplen el papel asignado en su mito personal y “se retuercen”, atravesados por la ironía como un San Sebastián asaeteado y reducido a wallpaper design en otra obra. Es un retorno filudo como el vidrio roto que amenaza romper las virginidades de Santa Rosa de Lima, para comentar otra obra de tema religioso, donde la irreverencia sagaz y el contagio sentimental funcionan al mismo tiempo.

Funcionan al mismo tiempo. En los años setenta, recuerdo habérselo oído al mismo Leppe, las palabras “sentimental” y “reminiscente” eran una condena irremisible. En esta exposición, dada a todas las licencias, una de ellas es precisamente lo sentimental y reminiscente, con su culpable seducción. Hay algo aquí de gestos escondidos, de placeres prohibidos de infancia. Como si las prohibiciones se hubieran trasladado, y ya lo más vergonzoso no fuera lo pornográfico sino lo sentimental. Y, en el arte de esos años en adelante, lo sentimental es lo reminiscente. Y lo sentimental, por reminiscente, es también el oficio del pintor, la manualidad del artista. Sentimentalidad y oficio, esos dos grandes tabúes que se han ido configurando en los últimos treinta años del arte, o de la historia de las ideas sobre arte, son los placeres prohibidos que aquí se exhiben, configurando, en ese contexto, una obscenidad: una trasgresión a lo percibido como la ley que rigió la “Escena de Avanzada”. Como si se hubiera hecho público “un eterno toqueteo por debajo de la mesa” (Leppe) con la culpable y excluida pintura.


A mi madre muerta. A mi padre muerto, dice la dedicatoria de la exposición. Como todo en ella, tiene doble y triple fondo. No cabe detener el juego de los sentidos sólo en padre y madre biográficos, aunque por cierto se juega con ese sentimentalismo. Se trata de la muerte de la acogida, por una parte, y de la muerte de la ley, por otra, en el campo de las artes visuales (“El poder”, título de una obra, es la cabeza de un maniquí, de un monigote).

Sobre las tumbas de la madre y del padre se baila como los dioses. Hay una explosión de libertad en esta muestra. El hijo de la dedicatoria (el artista) se libera de the anxiety of influence, para usar un término de Harold Bloom. En vez de esconder angustiosamente las contaminaciones y los placeres, los exhibe de manera impúdica, juega con ellos, los hace anularse y parodiarse mutuamente en el terreno de la exposición. La muestra se ríe así de los cánones que han desfilado por la escena chilensis (y por otras escenas también). Se ríe de las pretensiones de los discursos que hablan de “legitimar” o de “validar” algunas manifestaciones y por extensión de “ilegitimar” o “invalidar” otras. Es la explosiva igualación entre hijos “legítimos” y “naturales”. Es un cuestionamiento que se hace a la posibilidad misma de legitimar. Es la acuciante pregunta del “desde dónde” validar algo; desde qué relato; de cuál es el relato que conserva ese poder. Es la sospecha de que arrogarse autoridad para validar (o invalidar) es, en los tiempos que corren, un acto de simulacro.

El pasado pictórico, en que hubo relatos capaces de validar determinadas posturas en el arte, se lee desde esta exposición como un débris, como un conjunto de restos y desperdicios, como un mercado persa en el que es posible hacer placenteros, turbadores y risibles hallazgos (El abigarramiento de la muestra —aparte de la obra Povera, An Unobjective Composition, apunta en esta dirección). Los gestos, la imaginería, los materiales que configuran las obras de los demás son objeto de ironías y de juegos crueles. Hace chistes con los recursos de los otros, los transforma en macabros juguetes con los que goza. Un espectador avisado podría recorrer la muestra como una historia personal de las artes visuales en Chile, y de los contagios que hicieron la formación del artista. Los elementos de las obras ajenas son trasmutados de dimensión, como en el caso de Naturaleza muerta o “mesa Morandi” y otros; son llevados a extremos de mil maneras. Hay obras que tienen un nombre implícito y otras que lo explicitan. Dejo planteada la curiosidad.

La parodia es la mímesis llevada al paroxismo. La parodia (pienso en Cabrera Infante, por ejemplo) significa haber entendido tan bien los procedimientos de alguien que se es capaz de repetirlos a la perfección y llevarlos un poco más allá de sí mismos. Esa repetición tiene algo de mortífero, en cuanto revela los procedimientos como una mecánica, los pone en evidencia como tics y produce la risa que rompe el encanto. Nada se libra de la parodia en esta muestra, ni los procedimientos de los demás ni los propios automatismos del sentimiento y del placer, tanto personales como del oficio del arte. La belleza, presente en muchas de las obras en diversas formas, lleva consigo el fantasma de su propia ridiculez. La emoción, que llega a sentirse, es sospechosa. Las experiencias seductoras se viven como placer y también como acechanza. El espectador se conmueve y se ríe de sí mismo por haberse conmovido, como si sus propios sentimientos fueran citas imposibles y desfasadas. En la sala, hay mucho brillo de oro; y nada de lo que brilla es oro. Cegado por el oro es el título de la exposición.

Hay obras —El poeta japonés Basho, la serie La Toscana- de dolorosa belleza. Es una belleza cautiva en el juego de simulacros y oropeles que el resto de la exposición ha puesto en evidencia. Es una belleza exhibida de la mano del “mercader”, aludiendo al carácter de producto transable de la obra en que está, a su capacidad engañosa de seducir al comprador en un juego del que el arte se hace cómplice. Quiero leer en esto una forma de lucidez, de irreverencia hacia las propias condiciones contemporáneas de exhibición y de circulación de las obras, tantas veces disimuladas o eludidas; quiero leer la construcción de una “hipertransabilidad”, una parodia también de lo mercantil, de la relación escamoteada entre el arte y el dinero, el arte y el poder, el arte y la fetichización. Como en otros temas, en este también la exposición es impúdica, y revela sin vergüenzas sus propios procedimientos.

 

Leyendo acerca del postmodernismo, me encontré con una noción útil para terminar de comentar esta muestra. Si —en términos de Baudrillard— hoy experimentamos signos y simulaciones, y las tomamos por “realidad”, el artista podría verse como alguien que trata esta superficie de signos y de simulaciones como una especie de naturaleza, a fin de jugar irónica y sagazmente con el poder de estos simulacros. Me parece una buena descripción de la actividad de Carlos Leppe en esta exposición. La “naturaleza” sobre la que este artista trabaja es en realidad el conjunto de signos y de simulaciones de nuestra propia cultura pictórica y visual. Al manejarla, al transformarla en juguete, utiliza la parodia como una forma a la vez hedonística y crítica. Con el placer reivindicado, con irreverencia e impudicia, con lúcida astucia, pasa por la escena nacional haciendo un gesto híbrido, impuro, que puede sentirse como provocador y liberador.

El Mercurio, 1998.

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