Memorias visuales

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Hugo Marín

El espectador es responsable de su propia experiencia

(Instrucciones para el uso de este texto. Leer después de haber visto lo expuesto; no pretende funcionar como introducción. Comparar la experiencia del espectador con la experiencia de otro espectador, recogida aquí sólo como un instrumento para que cada uno ahonde en la suya propia, ya sea por convergencia o divergencia, da lo mismo, casi... El sentido de la experiencia no es lo que el artista quiso decir, sino lo que el espectador se dice a sí mismo en el contexto proporcionado por el artista)1.

Presencias provocadoras

Entrar en un recinto donde el espectador es mirado fijamente por unos ojos cuyas miradas lo traspasan. Entrar en un espacio donde hay muchas miradas para las que uno es invisible. Entrar en un espacio delimitado por miradas cuyo horizonte no soy yo, el espectador. La extrañeza inquietante, lo que Freud llamó unheimlich, la variedad del miedo que lleva hacia muy atrás, hacia algo que no conocemos pero tiene algo de conocido, algo que nos ha sido por mucho tiempo familiar, pero que no logramos fijar en un punto determinado de la memoria. Lo que reconocemos y desconocemos al mismo tiempo: el elemento de miedo lo da algo reprimido, algo olvidado, que vuelve a hacerse presente. Presencias, eso es lo que son estas figuras, ubicadas en una zona intermedia entre el ídolo, la estatua y la muñeca, entre el objeto de culto, el objeto de contemplación y el objeto de juego.

Presencias figurativas, que miran. Los ojos son ojos de vidrio, son prótesis: fueron de alguien, fueron hechos para alguien cuyos ojos no veían. Ojos que no ven, y su mirada es la más inquietante de todas, la que más exige, la que remite directamente al territorio de nuestras fantasías, personales y colectivas. Leer esas miradas no es revelarlas a ellas, es revelarse uno mismo a través de las cosas que ellas, las ciegas, provocan, invocan, convocan. Y comienza el desfile de los propios sueños, de los propios fantasmas.

“Los juegos imposibles que olvidaron sus reglas. Los juegos olvidados que imposibles sus reglas”2.

Deliberadamente, estas figuras permiten el desfile de fantasmas propios. Evocan culturas no contemporáneas, sin duda, pero una mirada más atenta las percibe no como citas, sino como complicados entrecruzamientos iconográficos: “olmecas”, digo de repente, pero también, es cierto, tibetanos y mapuches, y otros, peruanos... y de cuantos otros tiempos y lugares, y esos gorritos fantasiosos que esperan al imaginario arqueólogo capaz de ubicarlos en una periodización del todo fantástica, y esas impresiones de volúmenes enormes y primitivos, pero también actuales y futuros, porque aluden a lo eternamente funerario, y nos asimilan, espectadores actuales, a la experiencia humana constante de la corporalidad y la muerte. Mis palabras han perdido un poco el aliento, es natural. El juego de entrecruzamientos de tiempos y espacios, para acceder a un tiempo y un espacio no incluidos en la cronología ni en la geografía.


Hugo Marín, “El chamán del cactus”, 180cm, técnica mixta, 1989.

La corporalidad como juego. Recién llegadas a la vida, como estas guaguas enormes, o salidas de ella, como la mujer cuyo cuerpo es su propia vasija funeraria, o suspendidas en un espacio donde la distinción entre la vida y la muerte carece de vigencia, como la Pachamama, estas figuras proponen metáforas del propio cuerpo. El estremecimiento de dientes que podrían ser los míos o los de un muerto. La mirada no siempre rectilínea ni coincidente de los ojos de vidrio, para que yo lea en ella mi propia malignidad. Los volúmenes de la hinchazón y el paroxismo, o bien de la serenidad simétrica y estatuaria, autosuficiente, o la de las vaginas multiplicadas en toda la superficie corporal, rellenas de plumas dulces, una de ellas caligráfica. Entrar sin vuelta en la imaginación, el juego del cuerpo propio, que vacila al percibirse en relación con estos cuerpos.

El juego fundamental, tal vez, es el de dar con estos materiales una forma física a fuerzas que aún no afloran, o no afloran ya, a la superficie de la conciencia, pero se encuentran latentes en ella.

Such stuff as dreams are made of3

El material del que se hacen los sueños. Hugo Marín enumera materiales con que hace su juego: adobe endurecido con cola, y a veces con un agregado de paja; estuco con polvo de polvo de ladrillo; tierras de color; gasas; ganchos; ramas; calabazas; esponjas endurecidas con barro...

Such stuff as dreams are made of. “Stuff, en inglés, significa material, pero también material de desecho; se emparenta con el francés étoffe, tela, género, pero también con el castellano estofa, calaña. Con qué calaña de material se construyen nuestros sospechosos sueños, con materiales que parecen, pero no son los que parecen: con un material espeso, cuya lectura sigue abriendo constantemente nuevas asociaciones y posibilidades al espectador.

Y a qué operaciones es sometido ese material, para transformarse en estas presencias que vemos, en estas figuras de sueño, en estos ídolos provenientes de un pasado inubicable en el tiempo lineal. Para el espectador, el juego de seguir mirando materiales y operaciones, como una especie de subtexto, tras la primera presencia, que va permitiendo una multiplicidad de lecturas.

Calaña de materiales que, pasando por el alambique del juego, por el trompe-1’oeil o la ilusión óptica, se transforman en los materiales nobles de un objeto de culto, o como dice el es/cultor, de adoración.

Paseo por un campo (semántico)

Adorar. Hieráticos. Totémicos. Ídolos. Estas figuras de sueños —individuales, psicoanalíticos, colectivos, míticos— y su impresionante apelación al espectador.

Qué querrá decir, en este caso, adorar. Remontémonos a los orígenes de las palabras, como estas figuras se remontan a orígenes imaginarios. Adorar: adorare, orar a ; y orare, emparentado con lo oral. El que adora habla, con su boca, a lo adorable: lo adorable no responde, lo adorable calla, y el espacio del adorador es el silencio de lo adorado, la distancia que ese silencio le impone. Todo este texto no es otra cosa que la cháchara con que tratamos de llenar ese silencio, ante figuras que citan la función de ser objetos de adoración.

Hieráticos. Del griego hieros, sagrado. Pero también, por su paso por jeroglífico (hieroglífico, escritura sagrada), lo difícil de entender: la resistencia que oponen a cualquier imposición de un determinado sentido. Recuerdo de cosas leídas: el arte tiene sentido, pero no un sentido. El arte es la inminencia del sentido. Emparentamiento entre el arte y lo sagrado, tema eternamente recurrente, eso por una parte. Por la otra, la relación con los materiales y sus subtextos presentes, pero nunca adivinados del todo, siempre entregando algo nuevo a cada nueva mirada, aunque sea la de un mismo espectador.

Totémicos. La postulación implícita de ciertos lazos entre el espectador y las figuras, de cierta relación indeterminadamente simbólica de uno con otro. Recordar aquí a Freud, nuevamente, pero esta vez en Totem y Tabú, donde muestra cómo el espacio tradicional del arte se sustituye al de la religión, con sus diferencias, y pone al arte en el contexto de la fiesta totémica, es decir, el asesinato del padre y su divinización4.

Ídolos. Del griego eidolon, fantasma, imagen, imagen de un dios. Con las palabras fantasma, imagen, volvemos al principio de este juego, volvemos a la palabra sueño. El paseo por este campo semántico, que rozó las zonas de lo sacro, vuelve a las zonas de lo visual y de lo imaginario. Y nos conviene la noción de fantasma, que, como la palabra ídolo, marcada por el Éxodo bíblico, sugiere la fabricación, por parte de los hombres, de sus propios dioses.

Aquí no termina nada: collage5

Los elementos cadavéricos incorporados a las figuras de esta exposición dan pie, tal vez, para la analogía entre la figura de arte y el cadáver, que propone Sarah Kofman: ambos presencias insólitas y ambiguas, que son también el signo de una ausencia... En el momento en que se muestran, se revelan como ajenas a este mundo, pertenecientes a un más allá inaccesible. Desaparece aquí la oposición entre el reino de las sombras y el mundo “real”, el de los vivos, y ante el derrumbe de esa oposición se crea el espacio de lo extrañamente inquietante, lo unheimlich, y con él la fascinación.


Hugo Marín, “Chamán mapuche”, 45 cm, técnica mixta, 1988.

El lenguaje con que nos tendríamos que referir a esta fascinación necesariamente deberá irse desplazando de un sentido al otro, intentando vana y angustiosamente suplir lo que falta en ese espacio. Llenar el vacío.

Para no terminar aquí, una historia que se cuenta sobre antropólogos y mahometanos. Estos últimos, como se sabe, no toleran la pintura o la reproducción en que figure el hombre u otra criatura viviente. En Abisinia, un antropólogo mostró una vez a un mahometano un pez pintado. Este comenzó por sorprenderse, pero luego reaccionó diciendo: “Si este pez, en el juicio final, se pusiera frente a ti, y te dijera ‘me has hecho un cuerpo, pero no un alma viviente’: ¿Cómo podrías tú responder a esa acusación?”.

Catálogo exposición Huacas, Galería Praxis, Santiago de Chile, 1989.

 

1 Maharishi International University, Art and Science of creative Intelligence, s/f.

2 Lihn, Enrique, “Joseph Cornell”, en Pena de extrañamiento, Santiago de Chile, Ediciones Sinfronteras, 1986.

3 Shakespeare, W., The Tempest, Acto IV, escena 1.

4 Kofman, Sarah, La melancholie de L’art, París, Galilée 1982.

5 Ibid., pp. 16-33 passim.

Alicia Villarreal

El gran texto del mundo (y sus fragmentos di-versos)

...el Ángel de la Historia. Su rostro se vuelve hacia al pasado. Allí donde vemos una serie de acontecimientos, él no ve más que una sola —una única— catástrofe, que no cesa de amontonar ruinas sobre ruinas y de lanzarlas a sus pies. Querría demorarse, revivir a los muertos, reunir a los vencidos. Pero desde el paraíso una tempestad agita sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede ya plegarlas (...) A esta tempestad llamamos el progreso.

Walter Benjamin, en Tesis sobre la Filosofía de la Historia

“Amarrando fragmentos queriendo atrapar algo de sentido”, dice Alicia Villarreal. “Querer atrapar algo de sentido” es una de las pocas tareas indeclinables que tenemos, y es difícil. Cada cual se cuenta un cuento para comprender el conjunto de fragmentos inclasificables de que está hecha su vida. En estos tiempos los cuentos se vuelven cada vez más provisorios y esquivos, no hay —dicen— un gran relato que nos transforme en fantasmales protagonistas (o nos dé siquiera un lugar fijo), y andamos queriendo atrapar algo de sentido, cada cual como puede. De la filosofía se ha pasado a la metáfora —dicen— del relato coherente y “verdadero” al tanteo incierto, a la búsqueda en que se va “ejercitando el inconsciente” (de nuevo Alicia Villarreal).

En esta situación a cada cual se le impone una metáfora (digo yo). Un juego, es cierto, pero obligatorio, como el juego de ajedrez con la muerte que se veía en una película de Bergman. Cada uno tiene el suyo, más que buscarlo le llega —¿de dónde?— como marido o mortaja: del cielo bajan (decían). Alicia Villarreal tiene su metáfora y su juego. Su tablero es el alfabeto. Las piezas que hoy nos presenta son cinco (“vocales”), y lo que propone como juego es combinarlas, produciendo “versos” enunciados a partir de las cinco. Sólo que no enuncia. Busca tal vez un idioma “del cual no conoce una sola palabra, una lengua en que las cosas mudas se hablen entre ellas”1. Sus vocales no son sonoras, son efectivamente “signos mudos”, imágenes fotocopiadas de objetos a los que se llega mediante una generosa contribución del azar, mediante el encuentro surrealista entre un objeto de desecho y la impredecible y finalmente incomunicable emoción subjetiva. Como si, a la manera de Benjamin, el recuerdo (la incomunicable emoción subjetiva) fuese lo que transforma una ex-mercancía un desecho, una “pequeña nada” en un objeto de colección2. La fervorosa atención a estos objetos, la recuperación fotográfica de su huella física, su reproducción obsesiva, hablan de esa emoción subjetiva, finalmente incomunicable: crean el hueco de esa emoción, hueco donde puede ubicarse por un momento la emoción fluida y distinta de cada uno de los sujetos espectadores.

Me interesa entrar un poco en el trasfondo de esta metáfora, de este juego. Al llamar “vocales” (letras del alfabeto) a los módulos de imágenes que entran en relación entre sí, se nos invita a leerlas como si pertenecieran a un texto; el mundo de las cosas mínimas, “las cosas/ que nadie mira salvo el Dios de Berkeley”, escribió Borges3, pasa a ser un inmenso texto que se escudriña con el afán de los cabalistas. Para la cábala, cada signo, letra o palabra del libro sacro provenía de Dios, tenía directamente por autor al Espíritu Santo; no había azar posible; toda aproximación encerraba un sentido4.


Alicia Villarreal, “El pasado aparente”, dimensiones variables, instalación compuesta por dos cajas de madera y dos proyecciones de diapositivas. Galería Gabriela Mistral, “Fuera de Caja”, 1994.

En la obra de Alicia Villarreal, el gran texto del mundo aparece sólo a través de cinco fragmentos del alfabeto: cinco letras, cinco vocales. El afán de encontrar sentidos se ejerce sobre los pedazos de un texto destruido. Ha sobrevenido, por lo tanto, una catástrofe muy parecida a la del ángel de la historia, de Walter Benjamin. Al astillarse ese gran texto, el deshacerse de sus enunciados y quedar sólo en los elementos de su combinatoria, se han destruido las certidumbres y los vínculos entre las cosas. El gesto de la obra es el de trabajar con el fragmento: lo ajeno a la lógica de los conceptos, ajeno a la continuidad y estructuración de la experiencia5. Se entra entonces a combinar fragmentos, a reconstruir posibles nexos entre ellos, a interrogarse por restos y briznas de un sentido ausente: en definitiva, a medir un vacío de sentido.


La obra combina fragmentos, construyendo con ellas “frases”, o “versos” de ese idioma del cual aún no se sabe una palabra; procurando que las imágenes de cosas mudas se hablen entre ellas. La limitación del número de imágenes es una defensa contra lo que por pereza se llama el azar, la incontenible e inabarcable combinación infinita y desconcertante de las cosas. La limitación del número tal vez se protege contra la monstruosidad de ese azar incomprensible. (“Trato de reflexionar que todo objeto cuyo fin ignoramos es provisoriamente monstruoso”, dijo Borges). Alicia Villarreal investiga, experimenta con unas pocas piezas para comenzar a adivinar la naturaleza de un enorme juego monstruoso. Juega entonces limitando el número de las piezas, y hace ver, por contraste, la enormidad del juego ilimitado, del “mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz”6. Esta última frase, encontrada por mí como ella encontró sus “vocales”, podría ser también un acercamiento a esta misma instalación. Un mecanismo de muchos propósitos, de variaciones azarosas, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz.

Catálogo exposición Fragmentos Diversos, Museo de Arte Contemporáneo, Santiago de Chile, 1993.

1 Hofmannsthal: la búsqueda de un lenguaje “del cual no conozco una sola palabra, una lengua en que las cosas mudas se hablen entre ellas”. Citado por Buci-Glucksmann, Christine, La raison baroque. De Baudelaire a Benjamin, París, Galilée, 1984, p.40.

2 Buci-Glucksmann, citando a Walter Benjamin, op. cit., p. 73.

3 “Las cosas/ que nadie mira salvo el Dios de Berkeley”, Borges, Jorge Luis, “Cosas”, en El oro de los tigres, libro incluido en Obras completas 1923-1972, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 1104.

4 Borges, J. L., “Una vindicación de la cábala”, en Discusión, 1932, libro incluido en las Obras completas ya citadas.

5 Buci-Glucksmann C., comentando a Walter Benjamin, op. cit., p. 71.

6 Borges, J. L., “Una vindicación...”, op. cit., p. 212.

Roser Bru

Una luz distinta

Cada exposición de Roser Bru es una invitación distinta para el espectador. Hoy pone aquí, una vez más, rostros y miradas, frutos, figuras; pero en unos coloridos de ocres y tierras del Mediterráneo, en un resplandor de luz nueva que sorprende por su felicidad hasta a quienes hemos seguido hace ya tiempo su pintura (es decir, esa meditación suya, pincel en mano).

El pincel está brevemente retratado también en esta exposición, como al pasar, como en una clave discreta. Roser ha pintado muchas manos de escritores, con su lápiz, y esta mano que sostiene el pincel lleva como ellas gestos de urgencia, de fuerza, de deseo, de necesidad. Un pincel que junta el gesto de la mano a la mirada del ojo, en una sola actividad que es a la vez hacer (poiesis) y mirar (theoria). Heródoto definía la theoria como un “viajar para ver el mundo”1 ; leído desde ahora, libra así la palabra de las connotaciones de pesantez que se le fueron agregando a lo largo de los siglos. Sólo a veces se logra recuperar la transparencia, la luz que tenían esas palabras al utilizarse por primera vez, en los comienzos de la cultura del Mediterráneo, irradiando hacia nosotros todavía.

Viajar para ver el mundo, “en orden tuyo y nuevo”2. Suya y nueva, así es esta exposición en que los temas permanentes se reencuentran bajo una luz distinta (tratándose de pintura, esta frase hecha se vuelve literal). Habíamos visto antes someter a esta meditación visual el retrato pompeyano llamado del panadero y su mujer, leit-motiv de varias pinturas expuestas: hemos pensado antes en estos retratos del mediterráneo romano, cuyas técnicas recuerdan los de las pinturas funerarias egipcias de Al Fayyum (“portraits de momie”, de la época ptolomeica). En ambas, aparte de las semejanzas formales, se encuentra la aparición de individualidades no ya de personajes heroicos o históricos, sino de los dedicados a oficios cotidianos: en ambas, la supervivencia de rostros alguna vez reales, de miradas que efectivamente existieron y quisieron perpetuarse en la pintura, ponerse en parte a salvo de su propia fragilidad, de su mortalidad, de su fugacidad. La pintora reanuda hoy su juego meditativo con estos rostros, pero ha viajado para ver el mundo, y ha vuelto con otros rasgos en sus imágenes, con otra luz en la mirada, y en la paleta colores distintos.

El juego meditativo del pincel, entonces, adquiere connotaciones nuevas. El ocre, el amarillo —antes, apareciendo en los zapallos, las pirámides de harina, las mesas cotidianas— había marcado ya su diferencia ante los azules, los rojos sangre, los negros de períodos anteriores. Hoy, la muerte, el punto más bajo de la caída, está presente como una señal, una sola vez, y fuera de cuadro literalmente; el negro queda bajo la línea del cuadro, en un espacio desprendido, culminando con fuerza el movimiento de caída que en esa pintura se asocia a figuras que yacen, en las posiciones de los conocidos “durmientes” de Roser. Caída / movimiento que vemos también en varias de las naturalezas muertas de esta exposición: contrastan con otras en que los frutos se distribuyen en un espacio armónico, como intemporal, a salvo de las fuerzas descendentes de la muerte. El juego meditativo del pincel se ha encontrado con temas eternos en el arte, los amores y las muertes de las personas, las temporalidades y las permanencias de las materias. La luz nueva que los baña, decíamos, señala un momento también nuevo de esta reflexión.

Cómo poner en palabras lo que en las pinturas se percibe con una delicadeza de ráfaga: la luz nueva viene de muy atrás, de la luz originaria del arte que conocemos, irradia desde el rojo pompeyano y el ocre de la cuenca del Mediterráneo. La luz que bañó la remota cesta de higos que se renueva hoy, casi idéntica. La presencia simultánea de los frutos de entonces y los frutos de hoy, en el rojo actual y en su negativo en friso: otros y los mismos. Las miradas del panadero y su mujer, que ante tantas caídas sujetan sus rostros, ella con el lápiz en el mentón, pensando. Las miradas de la pintora, que los atraen, los alejan, los unen, los separan: son los gestos de los otros de entonces, son también los gestos que hoy se repiten entre nosotros y a través de nosotros. “Sólo lo fugitivo permanece y dura”, escribió Quevedo3. Sólo lo efímero que los consumió y nos consume, eso es, paradojalmente, lo que permanece. No hay en esta exposición, diría, naturalezas muertas. Son redivivas, como los gestos eternos de la cotidianeidad.

La luz nueva en la pintura de Roser ha dejado atrás —tal vez por un momento— su largo trabajo con colores y retratos funerarios, con el recuerdo y el rescate de lo que se ha ido para siempre. Las imágenes aquí expuestas contienen las asimetrías y las caídas del trastorno y de la muerte: las contienen, casi en sentido psicoanalítico, las incluyen, las abrazan, las trabajan. Pero al mismo tiempo, el horizonte imaginario las abarca en un campo de luz y de color que las aparta de la muerte definitiva, ubicada en el tiempo. Las incluye en una forma de felicidad, la del eterno renacer de los gestos y los cuerpos humanos, de los frutos, a la vez caducos e intemporales, de la tierra, cuyos colores cálidos y luminosos dan el tono de esta exposición.

 

Catálogo exposición La infinita vida, Galería Tomás Andreu, Santiago de Chile, l994.

1 Liddell and Scott, An Intermediate Greek-English Lexicon, London, Clarendon Press, 1889.

2 Antonio Machado. El poema dice también: “Y ha de morir contigo el mundo mago / el viejo mundo en orden tuyo y nuevo / Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento”. La cita es parcial.

3 Ese mismo soneto de Quevedo también dice: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino! y en Roma misma a Roma no la hallas (...)”.

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