Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910

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58 Domingo Faustino Sarmiento decía que “el predominio del afán de riquezas sólo [podía] generar un país sin ciudadanos” (Terán, 2008, p. 50), visión con la que concordaba Miguel Cané cuando declaraba que el “consumo ostentoso era la marca de un rumbo perdido” (p. 52). De aquí surgirá en el pensamiento canesiano una “tensión entre mercado y virtud” (pp. 52-53) que redundará en la conversión de Buenos Aires “de la Atenas del Plata” a “la Cartago Sudamericana” (p. 55).

59 Al respecto decía: “Pero ¿desde cuándo acá los impuestos municipales se emplean entre nosotros, nobles hijos de los españoles, en el objeto que determine su percepción? ¿Cuánto pagaba hasta hace poco un honrado vecino de los suburbios de Buenos Aires en impuestos de empedrado, luz y seguridad, para tener el derecho de llegar a su casa sin un peso en el bolsillo, tropezando en las tinieblas y con el barro a la rodilla?” (Cané, 2005, p. 182).

60 El altozano era el atrio de la catedral. Ocupaba “todo un lado de la Plaza [de] Bolívar”, estaba “colocado sobre cinco o seis gradas” y tenía “un ancho de diez a quince metros” (Cané, 2005, p. 191). Era, además, el sitio en donde los políticos y la élite bogotana se congregaban para discutir temas de actualidad o para conversar sobre la cotidianidad de la urbe.

61 Hacia 1907, Hiram Bingham (1875-1956) formuló la misma similitud de Bogotá con Madrid, en aras de demostrar el carácter provincial de la capital colombiana; en sus palabras: “Caracas is more like Paris, while Bogotá resembles Madrid. [...] Bogotá is of necessity more provincial” (Bingham, 1909, p. 248). Hay que indicar que este explorador y político norteamericano decidió emprender a comienzos del siglo XX una travesía por Venezuela y Colombia con el fin de recorrer la ruta de la campaña más celebrada de Simón Bolívar. Partió de Nueva York a mediados de noviembre de 1906 y llegó a Caracas a comienzos de diciembre; allí se juntó con Hamilton Rice, quien ya tenía cierta pericia en viajar por la parte austral del continente americano. Ambos duraron un mes en Caracas y cuatro más cruzando Los Llanos y Los Andes hasta arribar a Bogotá (p. 239). La traducción del inglés es mía.

62 La cursiva es mía. Téngase en mente que para esta época, académicos de la talla de Rufino José Cuervo, Miguel Antonio Caro y Jorge Isaacs, ya eran ampliamente reconocidos en el continente. Interesa indicar que Aguilar (1884) reprobó la exaltación del progreso espiritual sobre el progreso material. Lejos de coincidir con quienes enaltecían la majestuosidad de las residencias de la élite para anteponerla a las carencias urbanísticas que mostraba el espacio citadino, en su obra el presbítero explícitamente decía que “los versos y la literatura, solos, lleva[ban] á los hombres al hospital y á las naciones á la ruina” (p. 191). Usando la correlación capital-país, él aseguraba que la realidad colombiana era directamente proporcional al letargo en que se encontraba Bogotá, pues esta era la única gran urbe del continente que se había quedado atrás en el tiempo, o sea, que todavía conservaba “el aspecto, suciedad, atraso, estancamiento y preocupaciones” del pasado colonial (p. 69). La única, además, que carecía “de las comodidades, inventos y adelantos de las ciudades modernas” (p. 69), pese a ser una de las más “populosas” de “la América española” (p. 70). Desde su perspectiva, esto se debía a que en Colombia no se empleaban adecuadamente los impuestos, circunstancia que a la larga explicaba por qué se cancelaban “con repugnancia” (p. 71)

63 Cabe acotar que Antonio Gómez Restrepo (1938), quien conoció la obra de Miguel Cané, fue el colombiano que mejor expresó esa relación entre el interior y el exterior al aseverar: “Hemos entrado en todos estos pormenores sobre [la antigua ciudad], porque su recuerdo se va perdiendo entre las nuevas generaciones, las cuales no tienen ya término de comparación para apreciar lo que se ha avanzado en pocos lustros: y se exasperan al fijarse únicamente en las muchas cosas que aun nos faltan. Además, este aspecto oscuro del cuadro tiene su contraste luminoso; pues si el exterior de Bogotá en el pasado siglo era muy poco risueño, el interior, la vida social, el movimiento intelectual, compensaban con creces esa deficiencia. Las calles eran tristes y silenciosas; pero salvado el umbral de las casas de nuestra buena sociedad, todo era luz, animación, alegría” (p. 96). La cursiva es mía.

64 En 1902 Manuel José Patiño retomó en su Guía práctica de la capital esta dualidad interior-exterior al explicar cómo eran las residencias de “las familias acaudaladas” de la urbe. Allí planteaba que, más allá de “los muladares y sucios extramuros”, se entraba “a las habitaciones particulares”, donde “Bogotá [tenía] otra faz”: se hallaban “magníficos palacios, artísticamente decorados y ornamentados” que hacían que el visitante creyera que ya no estaba en Colombia (Martínez, 1978 p. 121).

65 Este autor aseguraba que no se podía llamar teatro a “un inmundo galpón en que, cada tres o cuatro años, berrea[ban] algunos cómicos de la legua que escapa[ban] en quiebra poco después” (García Mérou, 1989, p. 118).

66 Ernst Röthlisberger (1858-1926) se desempeñó como académico y político. Tras residir en Colombia regresó a Europa, en donde en 1888 se casó con “Inés Ancízar”, hija de “Manuel Ancízar”, cuya “familia había emigrado” a suelo europeo “a consecuencia de los cambios políticos” de la Regeneración (Röthlisberger, 1963, p. XI). Allí fungió como “Director de la Oficina Internacional para la Protección de la Propiedad Intelectual y de las Patentes Industriales” (p. XII). A finales de 1910 fue nombrado cónsul de Colombia en Berna por el Gobierno de Carlos E. Restrepo.

67 Tras “casi un mes de viaje” juntos, Röthlisberger se separó de Miguel Cané y de Martín García Mérou en Honda, puerto en el que empezaba el ascenso final hacia Bogotá (Melo, 1993, p. 9). Aunque los tres coincidieron prácticamente en el mismo período en la capital, aparentemente no entablaron “una amistad muy cercana” (p. 9).

68 Sobre este tema, véase también Suárez Mayorga (2020b).

69 El retrato presentado por “los barrios extremos” fue lo que generó que Cané exclamara al entrar a Bogotá: “'¡Mais c´est un faubourg indien!'” (Röthlisberger, 1993, p. 96).

70 Röthlisberger (1993) fue más allá al asegurar que la “caterva de los políticos” que residían en la capital eran la razón primordial de que en Colombia no fuera posible una verdadera democracia (p. 104). Los planteos que enunció al respecto partían de la convicción de que, como lo era “París para Francia”, Bogotá “[era] para Colombia el centro de la actividad política”, pues en la urbe confluían (particularmente en épocas electorales) “todos los hilos de la organización de los partidos” (p. 149). Una de sus críticas más agudas indicaba que la masa de “gentes desocupadas y sin profesión” (p. 104) que se reunían en el “mentidero” por excelencia (“el Altozano”) (p. 97), usualmente estaba conformada por quienes habían “ostentado un cargo oficial [...] bajo aquella o la otra administración” (p. 104), de manera que mientras se encontraban inactivos se dedicaban a “urd[ir] intrigas hasta que un nuevo período, de los que ordinariamente cambia[ban] la provisión de todos los [puestos, los] volv[iera] a colocar en algún empleíllo” (p. 104). Tal acaecer, según el suizo, era el que explicaba por qué en el país “se adver[tía] siempre la perspectiva de la cercana explosión de una guerra civil” (p. 151).

71 Las citas pertenecen al artículo titulado “Los sofistas”, posiblemente escrito a comienzos de la década de 1890 (Núñez, 1950, p. 154).

Capítulo 3 | La pugna alrededor de la distribución de funciones y atribuciones

Con frecuencia se ven en dudas las autoridades administrativas sobre la legalidad de sus procedimientos en casos no previstos expresamente por la ley, y ocurren á este Despacho [el Ministerio de Gobierno] en solicitud de resoluciones que determinen la interpretación que deba darse á los preceptos legales dudosos ó establezcan la doctrina más conforme con el espíritu de la legislación. (Subsecretario del Ministerio de Gobierno, 1894, p. XVIII)

La convicción de la que se parte para profundizar en el funcionamiento de la administración bogotana es que el campo administrativo es el ámbito más adecuado para discernir la disparidad entre la norma y la realidad. La aproximación a este tema se llevará a cabo priorizando la relación poder local-poder central, pero sin olvidar la dinámica propia de la escala problemática; de acuerdo con la temática tratada, dicho vínculo estará, o bien mediado por la intervención nacional, departamental y provincial, o bien focalizado hacia los factores específicos de la esfera municipal.

Tal elección analítica se sustenta en un par de certezas: la primera, que las reflexiones efectuadas en los años que van de 1886 a 1910 alrededor del papel cumplido por el municipio en la organización estatal, dieron lugar a un par de debates que fueron fundamentales en el decurso político del país, a saber, el de la disyunción administración-política y el de la autonomía local. La segunda, que es indispensable examinar la interacción existente entre las distintas instancias gubernamentales que intervienen en la gestión urbana para comprender en toda su magnitud las elecciones para concejales realizadas durante el período en estudio. Más allá de la poca participación que se registró en algunos de estos comicios, no cabe duda de que con el paso del tiempo se erigieron en la máxima expresión del inconformiso sentido entre los capitalinos.

Indagar sobre tales problemáticas implica, desde el punto de vista metodológico, fragmentar en dos segmentos el análisis: uno normativo, en el que se tienen que esclarecer los criterios legales concernientes al régimen municipal, y otro acontecimental, en el que se debe explicar cómo se concretaron en la práctica los parámetros estipulados en la legislación.

 

Teniendo en cuenta lo anterior, en el presente capítulo se optó por abordar lo sucedido en el contexto bogotano desde tres niveles diferentes: a) el nacional, en el que se revisará la pérdida de control sobre el ramo de aseo, alumbrado y vigilancia que sufrió Bogotá en las postrimerías de la década de 1880 por orden del entonces ministro de Fomento, Rafael Reyes, quien además se convirtió con el paso del tiempo en un actor crucial de la correlación capital-país antes señalada;1 b) el departamental, en el que se profundizará en la situación fiscal de la urbe con miras a señalar la sujeción económica en la que vivió debido a su condición de cerebro y corazón de la República, y c) el local, en el cual se explorará el vínculo que sostuvo la Alcaldía con la corporación capitalina con el propósito de demostrar que el burgomaestre, en su calidad de agente del Gobierno, no siempre obedeció las providencias dictadas por sus superiores, situación que en algunos casos lo llevó a erigirse en un defensor de los derechos municipales.

La aserción precedente no busca negar, sin embargo, la presencia de desacuerdos entre ambas instancias, pero lo cierto es que las divergencias entre el alcalde y los regidores no fueron la tónica predominante; a partir de los últimos años del siglo XIX es palpable que fueron más las coincidencias que las discrepancias a la hora de reivindicar, dentro de sus respectivos campos de actuación, las atribuciones del municipio.

Aunque son diversos los indicios que corroboran tal afirmación, en estas páginas se privilegiará un episodio específico: la disputa surgida en el seno del Concejo bogotano alrededor de la adquisición de las aguas del río Fucha. El motivo por el cual se destaca este acaecimiento es porque en virtud de él se pusieron en juego los intereses particulares de las tres esferas atrás reseñadas: mientras que en el entorno citadino el burgomaestre se unió con los concejales para emprender una lucha orientada a suministrarle agua a la población, las demás instancias gubernamentales que tuvieron injerencia en el pleito se concentraron en utilizar los canales que estaban a su disposición para impedir que se materializara esa iniciativa, actuación que además de poner en entredicho la autonomía local, hizo ostensible que las restricciones impuestas por la Constitución de 1886 para evitar que el Gobierno abusara de su autoridad eran fácilmente quebrantables cuando la querella en cuestión afectaba a determinado círculo político.

El argumento que se quiere recalcar dentro de este contexto es que la injerencia estatal durante el período que se está examinando en las providencias que afectaban a la urbe no fue producto de la causalidad, sino que respondió precisamente a su condición de lugar de primer orden en el decurso político de la patria. La constante intromisión en las cuestiones que atañían específicamente a la capital ciertamente desencadenó una suerte de pugna alrededor de la definición de quién o quiénes tenían la potestad de tomar las decisiones que afectaban al espacio citadino. Lo contradictorio de este devenir fue que para las regiones esa intervención representó un signo de la hegemonía opresiva que ejercía la ciudad sobre el resto del país, mientras que para Bogotá significó coartar su capacidad de proyectar su desarrollo.

Construyendo el Estado regenerador

La reglamentación sancionada en las postrimerías de la década de 1880 definió las pautas para administrar el municipio pero las dificultades fiscales, políticas y sociales imperantes ocasionaron que esas coordenadas no solo fueran cuestionadas por la opinión pública, sino que además fueran frecuentemente transgredidas por los organismos encargados de respetarlas y hacerlas acatar.

La cristalización de las directrices adoptadas en materia de régimen municipal por el movimiento regenerador para descentralizar administrativamente la patria pronto hizo evidentes las falencias de un sistema fuertemente aglutinado en torno a una única colectividad política: el nacionalismo. Las denuncias sobre manejos irregulares en las oficinas gubernamentales, favoritismos de partido y un centralismo exagerado que asfixiaba el arbitrio distrital (experimentado de manera acuciada en unas regiones más que en otras), provocaron que paulatinamente aflorara entre la población una cierta inclinación por participar activamente en el desenvolvimiento de la ciudad.

Tanto el “pueblo” (Aguilera Peña, 1997, p. 166) como la élite tomaron parte en este proceso: los artesanos se rebelaron en las calles, mientras que las altas personalidades de la ciudad denunciaron, en la prensa o a través de las discusiones surtidas en la corporación local, los problemas que la urbe presentaba.2 Si bien la transformación de los regidores en funcionarios preocupados por el porvenir de Bogotá no fue inmediata, es palpable que a medida que se acentuó el clima de tensión en el territorio colombiano, su actuación fue cada vez más comprometida con la modernización urbana y con el bienestar social.

No debe inferirse de esta última afirmación, empero, que en los decenios previos no existiera un Concejo municipal que velara por los intereses de los habitantes. Lo que se quiere indicar es que al finalizar la centuria decimonónica se observó al interior de la entidad una clara voluntad política y administrativa para lograr que la capital progresara materialmente. La documentación recopilada faculta para asegurar que el esfuerzo de los concejales estuvo marcado por tropiezos que fueron los que impidieron cristalizar, en el corto plazo, dicho objetivo; sin embargo, pese a que los planes concebidos en esta etapa desde la administración bogotana para modernizar el espacio citadino no se hubieran concretado, es ostensible que los debates que se dieron alrededor del tema sentaron las bases de la reivindicación de lo local que se propagó por todo el país a raíz de la separación de Panamá.

Las bases normativas: el nivel nacional

La aprobación de la Constitución de 1886 entrañó una transformación considerable dentro del sistema político hasta entonces reinante: el pasar de un régimen federalista a otro de tipo centralista implicó quitarle a los antiguos estados soberanos su capacidad de maniobra frente a los asuntos que atañían a su jurisdicción e imponer de súbito un principio de unidad dentro de un entorno fuertemente disgregado y heterogéneo.3

En virtud de lo anterior, Colombia se convirtió en una “República unitaria” (República de Colombia, 1888, p. 5), conformada por “Departamentos” que se fragmentaron, “para el servicio administrativo”, en “Provincias”, que a su vez se subdividieron en “Distritos Municipales” (p. 45). Las circunscripciones departamentales quedaron a cargo de los gobernadores, quienes adoptaron el carácter de agentes del “Poder Ejecutivo” y jefes superiores de la esfera seccional, posición que los constriñó a cumplir y hacer cumplir “las órdenes del Gobierno” en el territorio que estaba bajo su mando (p. 47). Una de sus funciones más importantes fue revisar “los actos de las Municipalidades y [de los] de los Alcaldes” (p. 48), atribución que los acreditó para limitar el accionar de la esfera distrital.4

La consigna centralización política y descentralización administrativa distintiva del régimen recién instaurado fue sustentada en la creación de dos entidades legislativas de elección popular directa que tenían la función de “ordenar lo conveniente” (República de Colombia, 1888, p. 48) tanto para la administración seccional como para la local. La “Asamblea Departamental” (p. 45), concerniente al primer ámbito, fue encargada de “dirigir y fomentar”, mediante la emisión de ordenanzas y con los “recursos propios” (p. 46):

[La] instrucción primaria y la beneficencia, las industrias establecidas y la introducción de otras nuevas, la inmigración, la importación de capitales extranjeros, la colonización de tierras pertenecientes al Departamento, la apertura de caminos y de canales navegables, la construcción de vías férreas, la explotación de los bosques de propiedad del Departamento, la canalización de ríos, lo relativo á la policía local, la fiscalización de las rentas y gastos de los Distritos, [la creación y supresión de municipios] y cuanto se [refiriera] á los intereses seccionales y al adelantamiento interno. (República de Colombia, 1888, p. 46)5

El “Consejo Municipal” (República de Colombia, 1888, p. 48), correspondiente al segundo ámbito, quedó encargado de: a) organizar la gestión del municipio por medio de la promulgación “de acuerdos ó reglamentos interiores” (p. 48); b) “votar, en conformidad con las ordenanzas expedidas”, las “contribuciones y gastos locales” (p. 48); c) “llevar el movimiento anual de la población”, y d) “formar el censo civil cuando lo determin[ara] la ley” (p. 48).6

La responsabilidad de elaborar proyectos relacionados con elecciones, administración departamental y régimen municipal se dejó, no obstante, en manos del Consejo de Estado, resolución que hizo explícito el control que querían mantener los regeneradores sobre las regiones.7

La implementación en la esfera bogotana de la naciente reglamentación obligó a que se promulgaran medidas encaminadas a auxiliar a la capital nacional con los gastos requeridos para su funcionamiento.8 Una de las prescripciones más relevantes fue la Ley 55 de 19 de mayo de 1888, mediante la cual se le concedió al poder central que tomara “á su cargo los servicios de aseo, alumbrado y vigilancia nocturna” en la ciudad, siguiendo los términos convenidos en “el Acuerdo número 5”, que “el Concejo municipal” había expedido en abril de ese mismo año. Este estatuto además habilitó al Gobierno para sustituir a la corporación citadina “y á la Junta de Comercio de Bogotá, en sus respectivos derechos” (Consejo Nacional Legislativo, 1888, p. 156).9

En aras de cristalizar dicho propósito, se creó la oficina denominada “Administración de Aseo, Alumbrado y Vigilancia”, adscrita al “Ministerio de Fomento” y se dispuso que se le otorgaría a Bogotá, “en calidad de préstamo”, una suma de “hasta veinticinco mil pesos”, reembolsables de los impuestos que se aplicaran a tales rubros (Consejo Nacional Legislativo, 1888, p. 156).10 La aparición de esa dependencia fue un claro indicio de la intención gubernamental de administrar sin atender a los intereses de la esfera municipal; aunque desde la superficie podría pensarse que fue una providencia tomada con el fin de impulsar la modernización urbana capitalina, lo cierto es que luego de profundizar en la problemática se advierte que en la práctica significó un obstáculo para lograr ese cometido, pues la provisión del servicio no solo no mejoró, sino que además provocó constantes tensiones con el poder local.

Tabla 3. Funcionarios de la administración departamental y municipal, 1886


Fuente: elaboración propia con base en la información proporcionada por Ignacio Borda y José María Lombana en Garzón y Alzate Ronga (2006, pp. 149 y 151-152).

La legitimación del mencionado accionar se fundó en “el convenio” celebrado por los regidores “Rafael Espinosa E[scallón] y Abrahám Aparicio”, en su carácter de comisionados de la corporación bogotana, con “el Ministro de Fomento”, Rafael Reyes (Municipalidad de Bogotá, 1889, p. 73). Allí se explicitó que el Gobierno acordaba ayudar temporalmente al “Distrito de Bogotá” para optimizar las tres áreas mencionadas, suministrándole el dinero requerido para atender el gasto que demandaban, con la condición de que el Concejo capitalino aceptara, en contraprestación, que aquel se encargara tanto de “la organización y administración” de esos ramos como de “la recaudación” de los fondos que se iban a invertir en ellos, incluyendo “las deudas atrasadas” (p. 73). El cobro de los gravámenes se efectuaría “conforme a los Acuerdos municipales vigentes sobre la materia” (p. 73) y las cuantías obtenidas se destinarían a saldar el préstamo adquirido por la ciudad. El trato se mantendría el tiempo que tuvieran “á bien las partes", pudiendo “rescindirlo por mutuo acuerdo en [cualquier] época” (p. 74).

 

Igualmente se pactó que: a) tan pronto como las autoridades competentes certificaran el negocio efectuado, los concejales le entregarían “por inventario al Ministerio de Fomento los enseres pertenecientes á los servicios cedidos” (Municipalidad de Bogotá, 1889, p. 74); b) apenas se dispusiera lo conveniente al ordenamiento del aseo, alumbrado y vigilancia de la capital se suprimirían “las Juntas” (p. 74) que hasta ese momento gestionaban lo concerniente a cada sector, y c) las sumas con que “la Junta de Aseo y Ornato” socorría a “los propietarios pobres para la construcción de alcantarillas, pavimentos”, etc., se cubrirían en adelante “de los fondos comunes” de la urbe, la cual a su vez asumiría la obligación de cancelar los pagos de los contratos que estuvieran en vigor (p. 74).

Los límites de la negociación consignada en el Acuerdo 5 de 1888 pronto fueron ostensibles: en la sesión del 15 de marzo de 1889, el presidente de la corporación bogotana, Guillermo Durana, informó a sus colegas que las cartas enviadas a Rafael Reyes solicitándole que redujera el gravamen correspondiente a esta renta por considerarlo exageradamente alto para los habitantes de la capital, habían causado que el general expidiera una comunicación en la que aseguraba que la institución procedía de manera hostil contra la administración nacional, accionar que ameritaba la cancelación de los auxilios que le otorgaba a Bogotá.

Tal declaración suscitó que los concejales sometieran a debate una retractación en la que manifestaban que, “no [conviniendo] a los intereses del Municipio la rescisión del convenio aprobado" (ADB, 1889a, fs. 152rv-153) por el Acuerdo 5 de 1888,11 querían aclarar que su actuación había estado movida únicamente por “el interés público” y que en ningún momento habían pretendido negarle al poder central ni “la razón que le [asistía] ni el acatamiento que se le [debía]” (f. 152rv), de modo que rectificaban su posición admitiendo el desconocimiento “de los detalles” (f. 153) de la distribución implementada por ese despacho.

El contenido de la carta fue objetado por “los concejeros” Aurelio Plata y Joaquín Pérez, quienes alegaron que era inaceptable suscribir una enmienda porque el Gobierno no había tenido “autorización legal ninguna para aumentar el impuesto” (ADB, 1889a, f. 153). La impugnación fue secundada por el alcalde, Higinio Cualla,12 quien agregó que la capital debía recuperar “la administración” de esos servicios porque eran múltiples “los abusos y arbitrariedades” que se estaban perpetrando “en el ramo de aseo”, tanto por el “Contratista” (f. 153) como por los “empleados” del área, aserción que habilitó al regidor Juan de la Cruz Santamaría para expresar que, más allá de los hechos, el organismo tenía que llegar a un “acuerdo amigable” con el ministro de Fomento, en aras de “establecer la armonía” no solo en la presente cuestión sino también en “otros negociados” (f. 153rv). Lo más pertinente, a su parecer, era esperar que la comisión encargada de dialogar personalmente con Rafael Reyes comunicara los resultados de su misión, antes de tomar cualquier decisión.13

La contestación de Guillermo Durana frente a este último planteamiento fue tajante: la tarea confiada al regidor Abraham Aparicio se estaba tardando en rendir frutos porque el ministro todavía no había querido entrevistarse con él, de forma que lo mejor para el Concejo municipal era aceptar que no podía hacerse cargo del recaudo porque no contaba con los recursos que se requerían para gestionar los mencionados ramos.14 El burgomaestre volvió a refutar esta apreciación aduciendo que sí se estaba en capacidad de cubrir los gastos respectivos, para lo cual se podía lograr que “el auxilio votado en el Presupuesto” para ese fin fuera percibido por Bogotá con el propósito de “ayudar al impuesto mientras este se [organizaba] convenientemente” (ADB, 1889a, f. 154). Incluso aseveraba que la capital tenía la capacidad de optimizar el aseo con las sumas que se estaban pagando al contratista, pues la historia demostraba que en épocas precedentes “se ha[bía] aseado bien la ciudad con cantidades mensuales muy inferiores” a las que actualmente se erogaban para ello (f. 154). Las deliberaciones continuaron introduciendo pequeñas modificaciones al texto original, pero al momento de decidir si era aprobada o no la rectificación, el ente decidió negarla.

Unos meses más tarde, el 6 de septiembre de 1889, el gobernador de Cundinamarca, Jaime Córdoba, informó a la asamblea departamental que, “según indicación oficial de Su Excelencia el Presidente de la República, el Tesoro nacional se hall[aba] imposibilitado para seguir haciendo en la ciudad los cuantiosos gastos que demandaban los necesarísimos servicios de aseo, alumbrado y vigilancia”, circunstancia que significaba, en vista de que era inconcebible que en algún momento se llegara a prescindir de esos rubros, que era imperioso que hubiera “capacidad fiscal para suplir esta falta” (Gobernador de Cundinamarca, 1889a, p. 3).

La dependencia del Concejo municipal respecto a los designios oficiales provocó que las dificultades con la contribución continuaran sin solución durante casi una década más. A principios de 1898 el director del diario El Día, José Vicente Concha, emprendió una cruzada contra la renta de aseo, alumbrado y vigilancia, bajo el argumento de que era un foco de corrupción dentro de la administración central. La denuncia efectuada ocasionó que el Gobierno le ofreciera a Bogotá la posibilidad de recuperar el recaudo de dicho gravamen, reanudando el antiguo dilema irresuelto de si era la esfera nacional o la local la que debía asumir esa función. Los regidores capitalinos, acogiendo las conversaciones entabladas sobre la materia, expidieron el 18 de febrero de 1898 una resolución en la que aseveraban lo siguiente:

Vistas las proposiciones aprobadas por esta Corporación, en sus sesiones de 27 DE AGOSTO y 12 DE NOVIEMBRE DE 1897 […] [se] autoriza al Señor Personero para que celebre [un contrato] que revoque el [efectuado] con el Señor General Rafael Reyes, como Ministro de Fomento, y los señores Concejeros Rafael Espinosa Escallón y Abraham Aparicio, sobre las bases siguientes:

1.a La Recaudación de la contribución municipal de aseo, alumbrado y vigilancia de la ciudad y barrio de Chapinero, vuelve á la jurisdicción del Municipio de Bogotá y continuará cobrándose conforme á los Acuerdos municipales vigentes.

2.a El Gobierno Nacional dará al Municipio las dos irrigadoras, los carros, herramientas y cualesquiera otros enseres pertenecientes hoy al aseo, etc.

3.a El Gobierno Nacional continuará pagando el valor del servicio de alumbrado eléctrico y de gas que hoy se halla establecido, conforme á los contratos que antes de 1887 tenía celebrados con las respectivas Compañías, aun cuando sea necesario variar la colocación de algunos focos eléctricos ó picos de gas.

4.a El Gobierno continuará dando el número de agentes de policía, como hoy lo tiene organizado.

5.a El Gobierno entregará al Municipio la cantidad que esté recaudada en la fecha que se designe para la terminación del convenio, con cuenta clara y nominal de lo que se adeude en ese día á las rentas de alumbrado, vigilancia y aseo.

6.a Lista clara y nominal de lo que adeude el Gobierno por este servicio, con excepción de todo lo que se relacione con la luz eléctrica y el gas, alumbrado que continuará á [su] cargo y costo […], conforme á los respectivos contratos; y

7.a El convenio que celebre el Personero necesita la aprobación del Concejo, quien puede hacerle reformas al discutirlo. (Bogotá, 1898c, s. p.)15

Las represalias tomadas por el régimen en contra de José Vicente Concha, sumadas a la indecisión de las instancias involucradas, generaron que no se pudiera materializar la transacción a pesar de los esfuerzos de la opinión pública por mostrar que era un pacto rentable para el país.16 En el lenguaje de Joselín (1898):

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