La liturgia del esclavizador

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—¿Y cuál es la finalidad de todas esas… experiencias?

—No hay una sola, son muchas dependiendo un poco de las intenciones de todo aquel que nos visite. Satisfacción personal, superar un problema o simplemente como mera diversión o entretenimiento.

La directora fijó su vista en la bola negra y una luz roja situada a su lado se apagó y dio paso a otra de color verde. Alicia ya había visto antes ese mismo dispositivo. Su hermana Patricia era una entusiasta de los viajes y de las nuevas culturas y tradiciones, pero también de las nuevas tecnologías. Se lo había enseñado no hace mucho en su casa navegando por la red. Se trataba de un escáner de iris. Alicia se acordaba también de cómo llegó a advertirle que los escáneres de iris y los de retina eran diferentes, que no había que confundirlos. Virginia tecleó una combinación alfanumérica en un pequeño teclado y acto seguido colocó el dedo índice de su mano derecha dentro de la ranura que hacía las funciones de sensor. Esta vez, un tímido pitido fue el encargado de avisar de que el procedimiento se había hecho de la forma correcta.

Alicia tenía mucha curiosidad por saber qué se escondía detrás de esa puerta identificada con el nombre de «Sala de experiencias oníricas», debido al nivel de seguridad tan elevado que requería. La puerta se abrió despacio y ante sus ojos apareció una estancia muy amplia. Superaba la barrera de los doscientos cincuenta metros cuadrados, puede que llegara a los trescientos. Pero, para su sorpresa, la sala estaba vacía, no había nada en su interior, salvo cuatro paredes y un techo.

La directora la invitó a pasar cerrando la puerta a su paso.

—Como te comentaba, la labor de toda esa gente que trabaja en las oficinas de las plantas inferiores no es otra que diseñar experiencias oníricas que tenemos almacenadas aquí en esta sala.

—¿Aquí donde? —preguntó extrañada Alicia—. Yo no veo nada.

Virginia continuó hablando como si no la hubiese escuchado.

—Las paredes y el techo de esta sala están pintadas en tres tonos de colores distintos. Eso es debido a que las experiencias que diseñamos se clasifican en tres grandes grupos; las clásicas, las personalizadas y las potencialmente peligrosas. Las primeras, las experiencias oníricas clásicas se encuentran en esta parte de la sala. Es el color azul turquesa. En la actualidad contamos con miles de experiencias distintas, son las más fáciles de crear.

—Sigo sin ver nada —Alicia comenzaba a pensar que le estaba tomando el pelo.

La directora se acercó hasta una pared, pulsó una tecla casi imperceptible y observó la reacción de su acompañante. Alicia fue testigo de cómo se abría una ranura en el suelo con forma cuadrada, a un metro escaso de su posición, y se elevaba, con una suavidad inusitada, una columna muy similar a lo que Alicia conocía como las típicas torres de sonido. Pero lo que surgió del suelo carecía de altavoces y de ranuras para insertar discos o lápices de memoria. Era más bien una especie de columna-vitrina herméticamente sellada. Alicia no daba crédito a lo que veían sus ojos. Virginia se acercó hasta ella e interactuó con el cristal de protección que aparte de proteger, era táctil y también cumplía la misión de acceder a su interior.

—Cada experiencia onírica tiene su propio nombre y todas ellas están ordenadas alfabéticamente. La información la podemos grabar en muchos dispositivos, pero preferimos hacerlo en tarjetas microSD por su reducido tamaño y gran capacidad. Esta columna en concreto que he elegido al azar es la de autoayuda.

La directora sincronizó en cuestión de segundos su móvil con la columna y envió la información pertinente en forma de video explicativo de alta resolución hasta una de las paredes de la sala que cumplía con el objetivo de reproductor multimedia.

El color azul turquesa de la pared desapareció dando paso a la silueta de los típicos engranajes que giraban entre sí al comienzo de una grabación. De repente, el vídeo comenzó su reproducción con la imagen de un adolescente sentado en una silla de ruedas en una triste y solitaria carretera en medio de un desierto. El chico que yacía postrado en esa silla aparecía de espaldas y comenzó a articular una serie de palabras con una voz triste e infantil.

«Hola. Mi nombre es Gerardo. Hace dos años tuve un accidente de moto en el que me lesioné gravemente la espina dorsal, debido al cual no me quedó más remedio que estar postrado en esta silla de ruedas. Los médicos me dijeron que nunca más caminaría, por lo que me aconsejaron ser fuerte y mentalizarme cuanto antes de mi nueva condición».

Algo comenzó a hacerse visible al fondo de la imagen. Al principio, era solo un minúsculo destello de color rojo que zigzagueaba de un lado a otro de la carretera. Alicia lo vio y solo tardó unos segundos en poder asegurar con absoluta certeza de que se trataba de un coche que circulaba a gran velocidad directo al joven. Quienquiera que fuera el piloto del turismo, era evidente que había perdido el control sobre el mismo y el accidente que se produciría de un momento a otro era inminente. El joven hizo girar con destreza la barra circular de la silla, avanzando hasta el arcén y quedando fuera de todo peligro ante la atenta mirada de las dos mujeres que lo presenciaban. El coche se acercaba a gran velocidad. El conductor pisó el pedal del freno y las cuatro ruedas comenzaron a chirriar y a dejar la silueta zigzagueante en un llamativo derrape hasta llegar a detenerse por completo.

El joven regresó de nuevo al centro de la imagen andando como una persona normal, dando la espalda al coche y dirigiéndose a cámara. Su voz había cambiado, ahora ya no era tan ingenua e inocente como al principio.

«Los médicos no me mintieron, tenían razón. Mi vida nunca más sería la misma, pero no estuvieron acertados en algo. Me comunicaron que nunca más experimentaría la sensación de poder andar de nuevo. Gracias a la Unidad Onírica Experimental del Centro Multidisciplinar de Trastornos del Sueño, esa sensación la he vuelto a experimentar. De hecho, la experimento todas las noches, cuando me acuesto en mi cama y apago la luz. No sé muy bien cómo explicarlo con palabras, no estoy muy seguro de cómo lo hace esta gente, pero lo cierto es que lo hacen y lo que hacen, lo hacen muy bien. Desde aquí os animo a probar su técnica. No os arrepentiréis».

El coche había quedado atravesado en medio de la carretera. Seguía saliendo humo de los pasos de rueda derechos y seguramente de los izquierdos también, aunque la cámara no llegaba a captarlo. No era necesario ser un experto en automoción para saber que se trataba de un Ferrari. El joven rodeó el capó, abrió la puerta del conductor y entró en el habitáculo que, incomprensiblemente, se encontraba vacío. Tardó unos segundos en ponerse el cinturón de seguridad y acomodarse bien. Acto seguido, pisó el pedal del acelerador en punto muerto y fue testigo directo de cómo esa bestia chillaba. El sonido que desprendía aquel motor era embriagador. Embragó, metió marcha atrás y, después, tres marchas fueron suficientes para catapultarlo por encima de la barrera de los doscientos kilómetros por hora hasta que se convirtió en un diminuto punto que acabó confundiéndose con el paisaje y desapareciendo.

—Ese mismo coche fue el mismo que atropelló a Gerardo, un Ferrari 575 M Maranello —le explicó la directora.

—¿Le ayudasteis a superar el trauma?

—Cuando nos visitó, pudimos comprobar de primera mano su odio hacia todo aquello que tuviera motor y cuatro ruedas. En la actualidad, no tiene problema en verlos, ni en conducirlos, tanto en sus sueños como en la vida real. Cuando una persona sufre un accidente grave como le ocurrió a Gerardo o como te ocurrió a ti, se transforma. Nuestra misión es corregir esa transformación hasta el punto de minimizarla en la medida de lo posible o de hacerla desaparecer por completo.

—¿Siempre ayudáis a gente con problemas?

—Ayudamos a todo aquel que venga a visitarnos sin restricción de sexo, edad, color de piel u orientación sexual. El año pasado nos visitó una señora alemana. No tenía problemas de ningún tipo, estaba sana, pero arrastraba una pequeña preocupación que la había acompañado durante toda su vida y se preguntaba si nosotros podíamos hacer algo al respecto. Nunca se había quedado embarazada y no podía tener hijos. Su sueño siempre había sido ser madre. No estaba casada ni tenía novio, vivía sola junto con sus dos perros en una pequeña casa de aldea a las afueras de Stuttgart.

—¿No había pensado en la posibilidad de la adopción?

—Sí, de hecho, ya había arreglado los papeles para adoptar a una preciosa niña vietnamita. Pero lo que ella quería no era eso, yo la entendí a la primera. Ella quería ser mamá, criar a una niña, aunque no fuese su propia hija de sangre, pero sobre todo lo que ella anhelaba era sentir en primera persona lo mismo que cualquier mujer del mundo a la hora de quedarse embarazada, en el transcurso de todo un embarazo y en el momento de dar a luz. Constituía todo un reto para nosotros. Aceptamos y nos pusimos manos a la obra. En primer lugar, analizamos su mente para descubrir su límite y diseñamos un plan de veinte sesiones con ingreso en hospital y parto incluido que enlazaba, claro está, con la fecha estimada del encuentro con la niña.

Alicia, en ese preciso momento fue consciente de lo cerrada que permaneció su mente durante todos estos años. El mundo que comenzaba a desplegarse ante sus ojos prometía ser muy extenso y emocionante. Y esa idea lejos de amedrentarla o asustarla, la emocionaba.

—No sé si te estoy entendiendo bien. ¿Habéis sido capaces de diseñar un embarazo y parto onírico a su medida?

—Lo has entendido perfectamente. Nunca lo habíamos hecho y lo cierto es que todo salió a pedir de boca. Ella misma nos confesó a posteriori que en su cabeza se fusionó todo de tal forma que pensó que había dado a luz de verdad. Es el día de hoy en el que aún le asaltan las dudas. Tengo que decir que no todo el mérito ha sido nuestro. Es muy fácil sumergirse y juguetear en la mente de alguien cuyo CO traspasa la barrera de setenta.

 

—¿CO? —preguntó extrañada Alicia.

—El famoso CO es la clave de todo esto. El cociente onírico. Cuanto mayor sea, más probabilidad tienes de ser un onironauta, ni más ni menos. —Estas últimas palabras no fueron pronunciadas por la suave y dulce voz de la directora, sino por una masculina que obligó a Alicia a darse la vuelta y a dirigir su mirada hacia la puerta de entrada. Un treintañero con aire desenfadado entró en su campo de visión—. La alemana podía presumir de tener un CO de 72,6 % en nuestra escala. Rebeca se volvió loca cuando lo descubrió.

—Te presento a Martín —le dijo Virginia—. Es uno de nuestros neurofisiólogos. Formará parte del equipo de especialistas que te analizará. Ella es Alicia.

—Encantado, Alicia.

Ambos se dieron dos besos y se quedaron unos segundos escrutándose con la mirada. Para él, Alicia era una persona normal y corriente, una paciente más de los muchos que los visitaban a lo largo del año, pero para ella, Martín era alguien muy peculiar por varias razones sin llegar a alcanzar la etiqueta de bicho raro. La primera, sus ojos, no es habitual que un chico se los pinte, ni que lleve dos relojes, uno en cada muñeca. Los tatuajes que decoraban la piel de sus brazos no eran llamativos, pero sí bastante misteriosos. De esos que sientes curiosidad por saber qué significan. Las palabras que brotaron de los labios de Virginia fueron las encargadas de devolver a Alicia de nuevo a la realidad.

—Tengo que ausentarme, el deber me reclama —anunció la directora después de echar un nuevo vistazo a la pantalla de su móvil—. Alicia, te dejo en buenas manos. Hoy de noche, si no tienes inconveniente, te practicaremos una polisomnografía, será nuestra primera toma de contacto. No es recomendable demorarse mucho más en el tiempo, cuanto antes acabemos con esto, mucho mejor. Supongo que tú serás la primera interesada en qué todo esto termine.

—Supones bien.

—Martín despejará las dudas que te puedan surgir y te explicará un poco la prueba, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, Virginia. Gracias por todo.

—Gracias a ti. La directora volvió a consultar de nuevo la pantalla de su móvil—. Martín, se trata de una parasomnia nivel 3. Una poli intensa, descifrado de CO y estudio superficial de sueños en fase REM.

—Perfecto. Para eso necesito a los mejores.

—¿Tienes alguna cuadrilla disponible?

—Cuento solo con Miguel. Voy a necesitar también a Lidia. Arquitecto onírico de momento no me hace falta.

—Lidia esta semana está ocupada.

—Lo sé, pero la necesito. Es muy metódica como acondicionadora virtual y aparte es una gran profesional sanitaria. Es la que mejor sabe usar los núcleos meteorológicos y es la única que trabaja con la cámara y el láser. Su presencia es innegociable.

—De acuerdo, veré lo que puedo hacer. ¿Y la sala?

—Legendary Dream Cátcher no estaría nada mal.

Ambos se miraron dejando de manifiesto su gran complicidad en presencia de Alicia.

—Tendrás la sala y tendrás a Lidia. Confío en ti.

8

Cuando la silueta de Virginia desapareció por la puerta, ambos quedaron un poco indecisos, sin saber muy bien qué decirse.

—Sé lo que estás pensando —le dijo Martín rompiendo por fin el hielo.

—¿Ah, sí? Sorpréndeme.

—Nunca has estado en un lugar como este y todo lo que vas descubriendo sobre la marcha te parece asombroso.

—Bueno, la verdad es que formo parte de ese tipo de personas que se sorprenden con relativa facilidad por lo que no tiene mucho mérito, pero si te soy sincera tengo que decir que sí, tienes parte de razón. Este lugar, aparte de parecerme sorprendente, me inspira confianza.

—Ha sido lo mismo que pensé yo la primera vez que pisé este sitio y conocí a Virginia. Tiene un don especial para tratar con la gente. ¿Qué te ha explicado de esta sala? ¿Hay algo que quieras saber o tengas especial curiosidad?

—Me habló del color turquesa y de que trabajáis con tres paquetes distintos de experiencias oníricas.

—Sí, tres bloques. Las experiencias clásicas o básicas son esas que ya has tenido el placer de descubrir. Ya están diseñadas y almacenadas aquí, lo único que tenemos que hacer es implantarlas en la mente del soñador o soñadora y sincronizarlas con sus propios sueños. Contamos con una amplia variedad, desde ponerte en la piel de un escalador y escalar una montaña hasta montar a caballo y galopar sobre la fina arena de una playa paradisiaca o bien montar en globo contemplando un precioso atardecer. Cualquier cosa que se te pase por la cabeza. No hay límite.

Alicia no terminaba de creerse el mundo mágico que se desplegaba ante ella. Todo ello formaba parte más bien de una película de ciencia ficción que de la propia vida real. Tenía la sensación de que, si conversara con otra persona afín al complejo, le explicaría lo mismo, por lo que, una de dos: o ahí dentro estaban todos como cabras o lo que decían era verdad. Y Alicia comenzaba a pensar que esta gente iba muy en serio.

—Implantáis y sincronizáis experiencias en la mente de los soñadores.

—Eso es.

—Hablas de ello como el que habla de comprar el pan o pasear al perro. ¿Me puedes explicar cómo conseguís hacerlo?

—¿Qué versión prefieres, la larga o la corta?

—La que pueda entender.

—El milagro lo consigue un arquitecto onírico y una máquina dirigida por él mismo.

—¿Así de fácil?

—Nadie ha dicho que fuera fácil. De hecho, es bastante difícil y antes tenemos que ocuparnos de muchos detalles. El acto de dormir en sí sabe hacerlo todo el mundo, pero muy pocos lo hacen bien. Nosotros, entre otras cosas, enseñamos a la gente a dormir de la forma correcta.

—¿Y conseguís siempre vuestro objetivo?

—Por supuesto que no. No todas las mentes tienen la misma predisposición.

—Presiento que el coeficiente onírico tiene algo que ver. ¿No es así?

—Así es. A cada persona le acompaña el suyo desde su nacimiento hasta su muerte. Pero influyen muchos otros factores que la gente no tiene en cuenta y son básicos para un buen descanso. Esta noche, como la vas a pasar en la cámara con Lidia presente, ya te lo explicaremos todo con más detalle —Martín se adelantó unos pasos—. Desde el principio de la sala hasta este punto hay ciento doce columnas como la que te enseñó Virginia. Cada columna puede albergar ochenta experiencias más o menos. A partir de aquí, como bien puedes comprobar, el color de las paredes y del techo cambia al amarillo mostaza. Esas son las experiencias personalizadas. Su coste es mucho mayor por el simple hecho de que son experiencias inacabadas o en construcción y que terminamos de pulirlas con los detalles que nos proporciona el soñador o la soñadora en cuestión.

—¿La gente no se conforma con el abanico que disponéis de las clásicas? —preguntó Alicia extrañada.

—La mente humana es inconformista por naturaleza.

Alicia sopesó si formular la siguiente pregunta.

—¿Cuánto puede costar una experiencia clásica?

—Bueno, yo… No soy la persona más indicada para hablarte de tarifas. Todo depende de las sesiones y del tiempo que empleemos. Para que te hagas una idea, tres sesiones de una experiencia clásica rondaría los treinta mil euros.

—¿Diez mil euros por sesión? ¡Madre mía! No quiero ni imaginar cuanto valdrán las otras…

—No conozco ninguna sesión personalizada que baje de los cien mil.

—Sé que es un tema que no me incumbe, pero me parecen precios bastante desorbitados, aunque me imagino que habrá una razón de peso que lo justifique.

—La hay y estoy convencido de que no es la que imaginas.

—Hay que pagar de alguna forma todo este tinglado que habéis montado aquí.

—Esa es una, pero no la única. De momento, la opinión pública no se ha hecho eco de lo que hacemos. El día en que se corra la voz y todo el mundo se entere y quiera probar estas experiencias, las listas de espera podrían llegar a ser kilométricas y se desataría, de alguna forma, el caos en la población.

Alicia sabía que no tenía que haber sacado el tema económico. Ahora volvía a encontrarse incómoda al ser consciente de que no podía permitirse el lujo de pagar esas cantidades de dinero tan disparatadas a cambio de un dichoso tratamiento que paliara su trastorno. La gente rica podía permitirse las mejores casas, los mejores coches y los mejores tratamientos, la gente de clase media–baja, como ella, no, esa era la cruda realidad.

—¿El color del fondo cuál es? ¿Rojo?

—Sí, rojo escarlata. Son las últimas experiencias, las potencialmente peligrosas. Aún estamos en fase de desarrollo con ellas.

—¿Las potencialmente peligrosas?

—Sí, no son aptas para todos los públicos. Gente con antecedentes penales no podría optar y, aunque no tengas ninguna cuenta pendiente con la ley, es requisito fundamental certificar de alguna manera que…

—… que no estás loco —terminó la frase Alicia.

—Exacto. Que no estás loco y que no representas amenaza alguna para la sociedad. Desgraciadamente, en los tiempos que vivimos las cosas son muy diferentes a cómo desearíamos que fueran.

Alicia notó una pequeña vibración en su muslo izquierdo. En ese mismo momento se dio cuenta que eran casi las dos de la tarde y había quedado con su hermana para comer en la cafetería de siempre. Ese lugar la había abstraído por completo haciéndola perder la noción del tiempo.

—Perdóname, Martín, es mi hermana, ya no me acordaba que había quedado con ella.

—Tranquila, no pasa nada. Tómate el tiempo que necesites.

Cogió el móvil y se percató de que tenía cinco wasaps y dos llamadas perdidas. No la hizo perder más el tiempo y la contestó. Martín se distanció unos metros para dejarla un poco de intimidad.

—Ya está.

—Vamos a hacer lo siguiente. Te voy a enviar un correo donde te explicamos un poco el protocolo a seguir para que no haya sorpresas en la poli de esta noche. Si ya has hecho alguna, sabrás un poco por dónde van los tiros.

—Creo que sí. Nada de bebidas estimulantes ni alcohol. Traer pijama, artículos de aseo personal, no dormir siesta y venir cenada y con el pelo limpio.

—Eso es. La cena lo más ligera posible. No te mando nada, vas con los deberes hechos. ¿Te parece bien que nos veamos a las diez de la noche aquí mismo?

—Sí, está bien.

—Cuando entres por el vestíbulo, dirígete a la zona de los ascensores y ya sabes, la planta cincuenta y uno. Si te surge algún percance, llámame a este número.

Martín le tendió una tarjeta similar a la que el día anterior le enseñó a su hermana.

—Muchas gracias por todo.

—No hay de qué. ¿Necesitas que te acompañe a la salida?

—No hace falta. A las diez estaré aquí.

—Hasta las diez.

9

Alicia abandonó, por fin, el centro en dirección a la cafetería para almorzar con su querida hermana. Era consciente de que llegaba tarde a la cita, pero, a pesar de ello, no apresuró sus pasos. Su cabeza estaba en otro sitio. Mientras caminaba, tenía la extraña sensación de haber descubierto un secreto que muy pocas personas en el mundo tenían el placer de conocer. El centro había conseguido que todo, absolutamente todo, pasase a un segundo plano, incluso la reciente pérdida de su marido y su hija. Esa gente estaba convencida de que la iban a curar y no iban a reparar en gastos hasta ver su propósito cumplido. Tanto Claudia, como Virginia o Martín irradiaban la paz y tranquilidad que necesitaba. Pero ahí no acababa la cosa. Daba la impresión de que eran buenos profesionales que sabían lo que hacían. Y no se equivocaba.

Cuando llegó a la cafetería, Patricia llevaba más de media hora esperándola. No recriminó su actitud como solía hacer en otras ocasiones. Desde el accidente, Alicia había cambiado, ya no era la misma persona y su hermana no se comportaba de igual manera a su lado. Ahora ya no reñían tan asiduamente, ya no discutían por tonterías.

El accidente les había hecho madurar, las había convertido en personas más tolerables hasta el punto de que, en ciertos momentos, se sentían extrañas al actuar de una forma que no era la habitual.

 

Patricia pidió un plato combinado y Alicia una ensalada césar pensando en las palabras de Martín.

—¿Has llamado?

—Sí, les he llamado y he ido hasta allí. De hecho, llevo toda la mañana allí dentro.

—¿Y qué tal?

—Bien, piensan que me van a curar.

—¿Y tú? ¿También lo piensas?

—Me inspiran seguridad. Creo que les daré un voto de confianza. Esta noche tengo que volver. Tienen que realizarme una polisomnografía.

Alicia se limitó a explicarle la información que le habían transmitido sobre el procedimiento que seguir, pero sin profundizar mucho en el tema. En ningún momento le comentó ese camino alternativo a la medicina tan peculiar en el que creían ciegamente y tampoco hizo hincapié en los posibles parásitos que pensaban que la estaban atormentando. No quería asustar a su hermana o que pensara que esa gente estaba loca de remate. La habían tratado muy bien, y esa gente opinara lo que opinase se merecía un respeto.

—Te veo más animada.

—¿Tú crees que animada es la palabra? Ilusionada o esperanzada quizá.

—Llámalo como quieras. Te veo mucho mejor. Y me alegro por ello.

—Gracias, hermana, todo esto no sería posible sin tu ayuda.

La cita no se alargó mucho más en el tiempo. Patricia tenía que volver a la agencia de viajes y Alicia debía pasar por su casa para coger un pijama y los útiles de aseo, pero antes necesitaba hacer algo. Perderse por las calles y respirar un poco de aire fresco. Era la forma que tenía de desconectar, de ordenar las ideas en su cabeza, método que hasta la fecha le había funcionado cuando estaba estresada o agobiada. Disponía de toda la tarde, por lo que, cuando salió de la cafetería, se despidió de su hermana y comenzó a callejear sin ser muy consciente de a dónde la llevarían sus pasos. En su caminata vio gente muy distinta entre sí, ejecutivos bien trajeados y engominados, a madres que empujaban carritos de bebé, a gente necesitada que pedía limosna en puntos estratégicos. Era evidente que se trataba de gente muy distinta, pero Alicia logró captar que todas ellas tenían algo en común. Sus rostros no irradiaban alegría ni felicidad, sino todo lo contrario. Todos ellos, sin excepción, estaban de alguna manera inmersos en sus respectivas rutinas. Unas rutinas que, aunque no eran conscientes de ello, los estaban enterrando en vida. Las palabras de Virginia volvieron a revolotear en su cabeza y cobraron más sentido que nunca. «¿Te has parado a pensar alguna vez como inviertes el tiempo en tu vida?»

Si la vida de las personas se comparara con la de cualquier protagonista de un videojuego de rol, raro sería el caso en el que llegaran a la mitad de la aventura o incluso al final de la misma. La mayoría se quedaría estancado en el principio o completaría un par de misiones nada más. El trabajo de esta gente te brindaba la oportunidad de aprovechar el tiempo hasta sobrepasar la barrera del ochenta o noventa por ciento del progreso o incluso llegar hasta el final si de verdad había algún final.

Alicia seguía caminando y viendo gente y más gente, hasta que encontró una excepción mientras posaba la vista en una pandilla de adolescentes sentados en un banco de la plaza Cataluña. Eran los únicos que transmitían algo de lo que carecían todos los demás. Esa sensación de originalidad, imaginación o espontaneidad muy propia de estas edades, pero que, por desgracia, se difuminaría con el paso del tiempo a medida que fueran creciendo y madurando.

Cuando Alicia decidió por fin volver a su casa, se dio cuenta de que estaba enfrente de la agencia de viajes de su hermana. Su intención no era saludarla de nuevo ni distraerla, ya que en ese momento estaba ocupada atendiendo a una pareja de ancianos. La vida de su hermana también era monótona y aburrida, como la gran mayoría. Ahora no era el momento, pero se prometió a sí misma que algún día le desvelaría el secreto.

Una vez en su casa, necesitaba una ducha relajante y descansar. La comida ligera y la caminata la ayudaría a conciliar mucho mejor el sueño en el centro. Alicia, desde que le dieron el alta en el hospital y regresó de nuevo a su casa había habilitado un pequeño rincón del salón como pequeño santuario con fotos y objetos personales tanto de Fernando como de su hija, en el que todas las tardes tenía la costumbre de encender las velas que lo rodeaba y meditar al son de cualquier música relajante que encontrara en la aplicación Spotify. En estos últimos meses suprimió algún elemento e incluyó otros nuevos para hacer el rincón lo más íntimo y personal posible. Las últimas veces tenía la costumbre de descolgar el teléfono fijo y silenciar el volumen de su móvil para que nadie pudiera molestarla en ese momento tan espiritual. Aunque ya no estuvieran juntos, necesitaba seguir ligada a ellos y esa era la forma que había descubierto para conseguirlo. Para Alicia, era la media hora más feliz de todo el día.

10

A las diez y dos minutos de la noche se abrieron las dos hojas del ascensor en la planta cincuenta y uno del rascacielos y, equipada con una pequeña mochila negra a su espalda, pudo observar la presencia de Martín junto con dos personas más, un chico y una chica que no aparentaban más de treinta años.

—Buenas noches, Alicia. Te presento a Miguel, neurofisiólogo como yo y experto en parámetros mentales y a Lidia, médica de urgencia y experta en acondicionamiento virtual.

—Encantada de conoceros —musitó Alicia tímidamente.

El atuendo de Martín había cambiado. Las zapatillas blancas, los vaqueros rotos y la camiseta negra que por la tarde le otorgaban ese aire tan desenfadado habían desaparecido y, ahora, tanto él como su homólogo Miguel vestían sendos uniformes médicos de color azul. Lidia, en cambio, llevaba una bata blanca, unas gafas con montura metálica y el pelo recogido en una coleta. La primera idea que se le pasó por la cabeza nada más verlos fue que tres traviesos universitarios se habían colado en el complejo y habían raptado a los verdaderos profesionales con los que se había imaginado encontrarse. Pero una vez más su intuición le había fallado. La directora Virginia debía ser la más veterana de todos ellos y aun así no llegaba a los cuarenta.

—¿Todo bien, Alicia? ¿Estás preparada? —le preguntó Martín con sonrisa cómplice.

—Un poco nerviosa, pero bien, con ganas de empezar.

—Muy bien. Vamos hasta la sala del subconsciente y te voy explicando todo sobre la marcha.

Alicia asintió sus palabras y siguió sus pasos a través de espaciosos pasillos hasta llegar a una puerta con distintos dispositivos electrónicos similares a los que ya había visto. Cuando por fin la puerta se abrió y accedieron, Alicia se quedó asombrada una vez más. Una sala de control orientada a una enorme cristalera apareció ante sus ojos.

—Las salas del subconsciente no son todas iguales, pero todas ellas se dividen en dos partes claramente diferenciadas, el púlpito, que es esto que ves, un área elevada en donde permaneceremos en todo momento controlando y monitorizando tus parámetros mentales y la cámara, que es una sala insonorizada al otro lado de la cristalera en donde pernoctarás aislada completamente del ruido y de cualquier distracción que pudiera interferir en tus descansos nocturnos —le explicó Martín—. Esta, donde te vamos a realizar el estudio se llama «Legendary Dream Cátcher».

—¡Madre mía! ¿Y todos estos controles? ¿Para qué sirven?

Alicia asoció lo que contemplaban sus ojos con la compleja cabina de vuelo de cualquier avión comercial. Había muchos mandos, muchos controles y sobre todo muchas pantallas y monitores. Lo cierto es que no se parecía en nada a lo que había experimentado hasta la fecha en donde todo se limitaba a una triste cama hospitalaria con ruedas y a un profesional a su lado controlando un ordenador. La mesa de mando se alargaba más allá de los cuatro metros y estaba salpicada de todo tipo de botones, ordenadores y teclados inalámbricos. Tres sillas de escritorio gaming ergonómicas con sendos cojines tanto lumbares como cervicales eran las encargadas de completar la estampa.