La liturgia del esclavizador

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—¿CMTS? —preguntó extrañada la mujer.

—Centro Multidisciplinar de los Trastornos del Sueño. La forma que tienen de trabajar es magistral. Créeme, no te arrepentirás.

—Los elogias mucho. ¿Me puedes explicar por qué son tan especiales?

El psicoanalista se levantó de la silla, caminó unos pasos hacia la ventana y corrió con los dedos de su mano derecha las láminas de la persiana veneciana. Eran las nueve de la noche. Aún no había atardecido.

—Su rol no es solo curar a las personas, van más allá. Esa gente te curará y conseguirá también que veas las cosas… —giró su cuerpo en dirección a Alicia y acabó la frase que había dejado a medias— … de otro modo.

2

—Patri, ¿estás libre para tomar algo donde siempre? Lo necesito.

—Si claro, ¿Qué tal la sesión? ¿Te dio mucho la chapa esta vez?

—No voy a volver más. Me dijo que no podía curarme. ¡No voy a poder superar esto!, ¡no voy a poder! Es el tercer psicoanalista en cinco meses.

La joven no pudo evitar que volvieran a deslizarse lágrimas sobre sus mejillas. Caminaba entre la gente como una zombi con el móvil pegado a su oreja derecha. En su cabeza algo le advertía, una vez más, que estaba tocando fondo y que jamás volvería a levantarse. Jamás sería la misma chica alegre y risueña que un día había sido. Como bien le había explicado al especialista, apenas tenía secuelas tras el fatídico accidente que casi le cuesta la vida. Muy pocas personas tenían la suerte de salir airosas de un estado de coma severo en menos de tres meses sabiendo hacer todo lo que sabían. Pero no todo eran buenas noticias. Las pesadillas que padecía desde entonces incrementaban su dolor y sufrimiento cada día que transcurría. En los últimos ocho meses solo pudo descansar bien cuatro noches. Cuatro de doscientas cuarenta. En todas las demás ocasiones la excesiva virulencia que se desencadenaba en su mundo paralelo la escupía de sus sueños una y otra vez, despertándola sobresaltada, entre sudores y escalofríos. Patricia, su hermana, estaba al corriente de todo y más de una vez no tuvo más remedio que quedarse a dormir en su casa junto a ella.

—Tranqui, Ali, nos vemos ahora y me cuentas lo que ocurrió con calma. Vamos a salir de esto, ya lo verás, como siempre lo hemos hecho, unidas. Dame quince minutos, ¿ok?

—Ok.

A las nueve y diez minutos de la noche las dos hermanas se encontraron en la puerta de la cafetería, se saludaron y entraron juntas al local tomando asiento en una de las mesas del fondo. Ya eran clientas asiduas y conocían a la camarera por lo que nada más verlas les preparó sus respectivas consumiciones y las sirvió. Alicia comenzó a relatarle lo que sucedió una hora antes en la consulta. Su hermana se limitó a escuchar sus palabras mientras daba pequeños sorbos a su refresco. Siempre fue la más extrovertida de las dos y tenía gran facilidad para interrumpir conversaciones. Esta vez no lo hizo y esperó a que su hermana menor terminara de hablar.

—¿Qué te parece?

—Me parece que ese tío es igual que los demás, no es psicoanalista ni es nada. Una pérdida de tiempo.

—Te recuerdo que fuiste tú quien me lo recomendó.

—Ya, ya lo sé. Era la opción más asequible con la que contábamos. Tenemos que buscar otra solución.

Alicia rebuscó dentro de su bolso hasta que encontró su cartera.

—Deja, Ali, hoy invito yo —le dijo Patricia con un billete de diez euros en la mano.

Pero la intención de su hermana no era pagar las consumiciones sino enseñarle la tarjeta que le facilitó el especialista en su consulta. Se la extendió con un gesto de evidente desánimo.

—Me dijo que no sería capaz de tratarme y me dio esto.

—¿Qué es? ¿El teléfono de otro psicoanalista incompetente?

—Debe ser una clínica o algo por el estilo. Me dijo que ellos me curarían. Que son los mejores en su especialidad.

—¿En su especialidad? ¿En qué especialidad? ¿En la de sacar la pasta a la gente?

—No lo sé. La verdad es que no sé qué voy a hacer. Las pesadillas me están matando. Ayer, sin ir más lejos, esos putos bichos volvieron a encontrarme. No sé cómo coño lo hacen, pero encuentran todos mis escondites, pero bueno, no quiero recordarlo. Ya bastante sufro dormida como para estar acordándome de ello también despierta.

Patricia observó con atención la tarjeta. Le resultaba muy familiar. Rescató el teléfono móvil de su bolso y entró en internet. Deslizaba los dedos sobre su pantalla de casi seis pulgadas con gran destreza. Después de casi un minuto, ensimismada en el celular, levantó la vista intentando levantarla de nuevo el ánimo.

—No tiene mala pinta, Ali. Parece que por lo menos ha hecho algo bien.

—¿A qué te refieres?

—Es un centro especializado en trastornos del sueño. En la página web te explican a grandes rasgos lo que hacen. Yo lo intentaría.

—No me encuentro con ánimos para ir a ningún sitio, Patri. Voy a encerrarme en casa y pasar de todo.

Patricia cogió las manos de su hermana pequeña y la miró a los ojos.

—Eso es justo lo que no debes hacer, cariño. Sé cómo te sientes Ali. Sé que es muy fácil decir todo lo que te digo, pero no puedes tirar la toalla. Hay que luchar. A mí también me afecta todo lo que te pase y sabes que hasta que no estés curada del todo no pararé de intentarlo. Soy muy terca, ya me conoces —le dijo esbozando una sonrisa.

—Gracias, Patri. No te imaginas lo duro que es todo esto. No sé qué sería de mí si no te tuviera.

Las dos hermanas se levantaron y se fundieron en un caluroso y emotivo abrazo.

—Mañana por la mañana llamo a esta clínica desde el trabajo y te comento, ¿qué te parece? —le anunció Patricia.

—Ya sé que te gusta cumplir con tu rol de hermana mayor, pero déjame hacerlo a mí.

—Tengo miedo de que no llames, te conozco.

—Llamaré a primera hora. Te lo prometo.

Se despidieron enfrente de la puerta de la cafetería y tomaron caminos opuestos. Para Patricia, llegar a su casa no le iba a suponer ningún trauma, pero para su hermana pequeña el mismo acto se convertía, día tras día, en una auténtica penitencia y esta vez no sería ninguna excepción. Ella sabía mejor que nadie que volver a casa era sinónimo de dolor, de pena, de angustia porque ya nunca más sentiría el calor cuando le recibía su marido y su hija, pero también de auténtico terror porque era consciente de que, aunque ella tratara de evitarlo, sus ojos, en algún momento de la noche, se cerrarían y las criaturas de sus pesadillas cobrarían de nuevo vida, perturbándola como solo ellas sabían hacer. De alguna manera, habían conseguido penetrar y anidarse en lo más profundo de su cerebro, en el subconsciente, y se encontraban tan a gusto que no tenían ningún ánimo de abandonarlo. En los últimos ocho meses había sido paciente de diferentes profesionales: psiquiatras, psicólogos, psicoterapeutas y aunque todos ellos coincidían en el diagnóstico e intuían cuál era el trastorno que sufría, no daban con la tecla y no conseguían curarla. Sesiones y más sesiones inútiles y dinero tirado a la basura era el resumen de los últimos meses de su vida.

3

No sabe si resistirá mucho tiempo así. Tiene la ropa destrozada y magulladuras por todo el cuerpo. El corazón le late bastante rápido. Tiene miedo. A su alrededor, mire a donde mire, solo ve caos, edificios destruidos, la carretera agrietada, humo y polvo de escombros por todas partes. No le gusta esto. Acaban de cruzar por el cielo dos cazas desprendiendo de sus motores un sonido realmente atronador. Oye gritos de soldados heridos de fondo. ¡Dios mío! No sabe contra quien están luchando ni por qué, ni siquiera sabe en qué bando se encuentra. Lo único que pretende ahora es sobrevivir. Se da cuenta de que se desplaza con mucha dificultad, no puede dar ni tres pasos seguidos sin que sienta un terrible dolor que nace en su espalda y desciende por el muslo de su pierna derecha. Posiblemente, alguien le haya disparado y tenga una bala alojada en algún lugar de su cuerpo. Desde su posición está viendo una boca de metro, va a intentar llegar hasta allí con todas sus fuerzas. El dolor sigue siendo insoportable. Aprieta con fuerza los dientes y continúa. Ya le quedan menos de quince metros para llegar. Observa coches volcados, cristales y manchas de aceite en el suelo. Más gritos de dolor de fondo. Continúa caminando. Doce metros. Se da cuenta de que lleva una mochila en su espalda. Intenta despojarse de ella, pero no puede, el dolor es infrahumano. Da dos pasos más. Ocho metros. En este momento, cae al suelo. Va a completar el camino a rastras. Percibe el sonido de otro caza, este más lejano que los dos anteriores. Se acuerda de sus padres, de su hermana, no sabe nada de ellos. Cinco metros. Cruzan dos jeeps del ejército cerca de su posición, pero los ocupantes no consiguen divisarla. Solo logra distinguir al conductor del segundo. Sigue arrastrándose entre cristales y trozos de escombros. Le cuesta respirar. El aire está muy tupido. Ya le queda poco. Dos metros. Un metro. Hay muchos escalones, tantos que en estas condiciones le va a resultar imposible ponerse a salvo ahí abajo. Ha sido mala idea ir hasta ahí, pero ya no queda tiempo para el arrepentimiento. Hay que pensar rápido una solución y actuar. De nada sirve quejarse, hay que sobrevivir. Le duele mucho la cabeza. Está a punto de perder la conciencia. Sus ojos intentan captar imágenes de qué es lo que está sucediendo a su alrededor, pero es muy difícil mantener una secuencia completa de los hechos. Lo ve todo a ráfagas, como a cámara lenta. En ese preciso instante, alguien se acerca a su posición. Pretende ayudarla. La libera de la mochila, la sujeta de los hombros y la arrastra escaleras abajo. Intenta ponerla a salvo. Está en manos de esa persona que continúa su camino escaleras abajo. Parece un hombre fuerte. Apenas puede abrir los ojos ya. La oscuridad lo envuelve todo, sin embargo, sigue conservando el sentido del oído. Por el estruendo, se produce una explosión relativamente cerca de donde se encuentran. Acto seguido oye disparos de pistola y voces. Diez segundos después sus oídos captan gritos de dolor y a partir de ese momento su mente deja de tener contacto con la realidad.

 

Sigue viva. Ahora se encuentra dentro de la parada de un metro. La persona que le ayudó la dejó tumbada en uno de los bancos metálicos que se extienden a lo largo de todo el andén y la abandonó a su suerte. Quizá ha ido a buscar ayuda. Ahí abajo no se respira tanto polvo, se está mucho mejor. Lo cierto es que no sabe qué hacer, ni a dónde ir, en el estado en el que se encuentra no podría desplazarse muy lejos. Debería buscar un hospital o algún médico para que le suministrara morfina o algo para calmar los dolores. En ese agujero hace más frío que en el exterior, pero después de todo lo acontecido eso es lo de menos. Las pantallas electrónicas que en su día marcaban el tiempo restante para la llegada del metro se mantienen inoperativas. Le hubiese gustado que volviera la persona que la ayudó o cualquier otra y le informara de qué es lo que en realidad está sucediendo. No le seduce la idea de morir sin estar informada. Igual va a tener suerte, oye pasos a lo lejos. Desde su posición puede distinguir con cierta claridad las bocas oscuras de los dos túneles por donde se supone que hasta hace poco circulaban los metros. Los pasos cada vez suenan más cercanos, pero, de momento, no ve a nadie. Cada segundo que transcurre le da la sensación de que más gente se está acercando hasta allí. Percibe cómo bailan haces de luz de linternas en uno de los dos agujeros. A priori buena señal. Con la emoción intenta gritar para que la avisten, pero aún están muy lejos. Después de pensárselo mejor, opta por seguir callada, ahorrando energía. Comienza a percibir las siluetas de los primeros soldados. Se encuentran perfectamente uniformados y lucen banderas españolas. Se va centrando poco a poco. Son bastantes más de los que en un principio había imaginado. Mantienen un ritmo ligero, por lo que, en cuestión de segundos llegarán hasta su posición. Contra todo pronóstico, el militar que encabeza la marcha, marcándoles el paso, levanta su puño derecho y frena en seco. Todos los demás hacen lo propio. Algo ha visto u oído. Mantienen su mirada fija en un punto al frente. Son muchos, decenas y decenas, puede incluso que superen la cifra de un centenar. Tiene que admitir que con su presencia está más tranquila. En este mismo momento, comienza a percibir un olor nauseabundo que no sabe de donde proviene. ¡Dios mío! ¡Es realmente asqueroso! El ejército de soldados continúa inmóvil, conservando sus posiciones a la espera de una nueva orden.

Hay novedades. En el otro extremo del andén, a unos cien metros de distancia, el otro agujero comienza a escupir lo que a primera vista parecen personas humanas normales. Pero no lo son. Se mueven más despacio que los militares, algunos de ellos portan antorchas, otros, pistolas, aunque da la impresión de no saber usarlas. A medida que avanzan, en las retinas de la mujer van quedando grabados más detalles, como sus esqueléticas extremidades mucho más largas de lo normal. En el bando de los militares todo sigue igual, no se han movido ni un ápice. La mujer sigue tumbada en el banco metálico, en medio de los dos ejércitos, como si fuera una espectadora de lujo en la primera fila de un cine esperando a que, lo que tenga que suceder, suceda.

De nuevo, vuelve a sentir más pinchazos dentro de su convaleciente cabeza y otra seria amenaza de quedar inconsciente. No puede moverse, no puede articular palabra, solo está capacitada para pestañear tímidamente y respirar un aire cada vez más fétido y pestilente.

En este mismo instante, algo ocurre que lo cambia todo. Los militares abren fuego contra las criaturas disparando a discreción mientras ellas comienzan a usar sus propias armas. No daba crédito a lo que sus ojos veían, es una escena realmente aterradora. Los engendros, muy lejos de amedrentarse frente a su rival, comienzan a alargar sus extremidades más y más si cabe y a enroscarlas formando verdaderas espirales de terror. Sus cuerpos, debajo de esos harapos rotos y ensangrentados, tiemblan hasta el punto de dar la impresión de que, de un momento a otro, explotarán regando de sangre todo aquello que se encuentre en sus inmediaciones. La mujer comienza a ser consciente de que bajar hasta ahí no ha sido una buena idea, sea cual sea el desenlace. Pero ya es demasiado tarde para elegir otro lugar. Siempre lo ha sido.

Y cuando todos los protagonistas parecían estar sobre el escenario, una sorpresa más. La verdad es que tardó bastante en notar el temblor, pero cada segundo que pasaba se hacía más perceptible. A lo lejos percibió un estruendo y todo comienza a vibrar, el banco donde me encontraba, las pantallas, las papeleras, los paneles publicitarios y acto seguido, las vías, las columnas, el pavimento del andén… Era lo más parecido a un terremoto, pero no se trataba de un seísmo, sino de dos trenes que se cruzaron a gran velocidad en el andén embistiendo todo lo que se encontraba a su paso. Se convierte en testigo directo de una masacre sin precedentes. El primer tren que aparece impacta contra los soldados que se encuentran más rezagados y continúa llevando por delante al resto como si estuviera jugando una partida de bolos. La otra máquina hace lo propio en sentido opuesto arremetiendo contra el ejército de engendros a una velocidad tal que sus retinas solo captan un destello blanco. Cierra los ojos y, cuando los vuelve a abrir, de nuevo solo ve cuerpos descuartizados, piernas y brazos mutilados, algunos de ellos aún siguen intentando enroscarse sobre sí mismos, y sobre todo sangre, mucha sangre. No pensaba que el desenlace iba a resultar tan sangriento. Desde su posición no ve ningún tipo de vida o de movimiento. Entiende que nadie pudo haber sobrevivido al accidente. Casi nadie.

Uno de los engendros, posiblemente el único superviviente, se percata de su presencia y se arrastra a duras penas hacía ella. ¡Dios mío! ¿Cómo se puede tener tan mala suerte? Intenta incorporarse del banco, pero no lo consigue. Es imposible. Está condenada a permanecer ahí esperando a que ese bicho llegue hasta su posición a velocidad de tortuga y… ¡Dios! No quiere imaginar el final. Está bastante nerviosa y su corazón, una vez más, vuelve a incrementar sus latidos. Está muy cerca de ella y siente auténtico pánico, no sabe si de ver la muerte tan de cerca como la estaba viendo, o por desconocer la forma con la que aquel ser tenía pensado acabar con su vida. Lo cierto es que está aterrorizada. El engendro no tiene buen aspecto, presenta la mandíbula desencajada, se le ve parte de su masa cerebral debido a un impacto que recibió en el cráneo y carece de extremidades inferiores. Sus esqueléticos brazos son, como el del resto de sus semejantes, más largos de lo normal y de su abdomen penden lo que parecen órganos en descomposición, posiblemente alguno de sus intestinos, si algún día los tuvo. Solo puede avanzar reptando, como lo sigue haciendo en esos momentos. A menos de dos metros de su posición, el hedor que ese ser desprendía es total y absolutamente indescriptible. Desde el suelo y con los ojos clavados en los suyos alza su mano derecha, pero en ese preciso instante, alguien que se escapaba a su campo de visión dispara su pistola. Son tres las balas que salen del cañón del arma, pero solo dos alcanzan el objetivo. La sangre comienza a brotar de su cabeza y tres segundos después se desploma en el suelo a escasos centímetros de la piel de la mujer. Estaba tan agotada que ya no le importa saber quién se había tomado las molestias de salvarle la vida de nuevo ni por qué lo había hecho. Sus párpados comienzan a ceder mientras alguien camina hacia su posición con paso decidido. Es incapaz de descifrar de quién se trataba, solo puede intuirlo. La oscuridad vuelve a formar parte de ella e instantes después también el silencio cuando ese sujeto vuelve a disparar su arma volándole la tapa de los sesos…

4

Alicia se despertó de una forma tan brusca que en el último tramo de la pesadilla casi se le olvidó respirar. Estaba empapada en sudor y el corazón parecía que se le iba a salir del pecho de un momento a otro. Necesitaba relajarse, respirar hondo y esperar a que el cuadro de angustia que sufría se atenuara y desapareciera. El truco de despertarse cada dos horas había vuelto a fracasar y ya no sabía qué intentar. Lo había intentado todo. Dormir por las mañanas, por las tardes, dormir en franjas de tiempo de hora y media, de dos horas, de tres… dormir con la luz encendida, con la tele puesta, con música relajante… Todo ello resultaba inútil, los engendros tarde o temprano se materializarían en algún recoveco de su vulnerable subconsciente y volverían a atacar sembrando el terror. Una y otra vez, una y otra vez…

Su cerebro, como de costumbre solía hacer al finalizar cada traumático episodio, no le recordaba fragmentos inconexos sino la pesadilla íntegra con todo lujo de detalles, pero lejos de estar por la labor de fustigarse, hizo caso omiso, distrayéndose con la visita a sus diferentes redes sociales. Después, se pegaría una buena ducha y se vestiría para comenzar una nueva jornada. Cuando desvió la vista hacía los dígitos fluorescentes del despertador que descansaba en su mesita cayó en la cuenta de la llamada que debía realizar. Eran casi las diez de la mañana.

A las diez y veintisiete minutos, una vez aseada y mucho más relajada, marcó en su móvil los números correspondientes y esperó con paciencia el primer tono de llamada. Al otro lado de la línea alguien descolgó el teléfono. Era una voz femenina.

—Centro multidisciplinar de trastornos del sueño. ¿Dígame?

—Hola, buenos días, me gustaría concertar una cita.

—Su nombre y apellidos, por favor.

—Alicia Fresno Gómez.

Alicia oyó como al otro lado la mujer hacía uso del teclado de un ordenador.

—No está en nuestra base de datos, Alicia. ¿Es la primera vez que contacta con nosotros?

—Sí. Es la primera vez.

—En ese caso, debe personarse aquí para que podamos gestionarle una ficha y, acto seguido, ya le concertamos la cita con el especialista correspondiente.

—¿Qué horario tienen?

—De nueve de la mañana a ocho de la tarde ininterrumpidamente.

—Muchas gracias, a lo largo de la mañana me pasaré por ahí.

—Cuando usted quiera. Aquí estaremos. Buen día.

Alicia vivía en el mismo centro de Barcelona, muy cerca de la Plaza Cataluña y el lugar donde debía dirigirse, después de consultarlo con el navegador de su móvil, estaba ubicado a poco más de tres kilómetros, dirección este, por lo que decidió ir caminando y así poder despejar un poco la mente. Necesitaba respirar aire fresco. Dudó un instante si llamar a su hermana, pero era consciente de que estaba trabajando en la agencia y descartó la idea. No quería molestarla.

Cuando dobló la esquina de la calle, no localizó su destino, por lo que liberó de nuevo el móvil del bolsillo de su pantalón vaquero para cerciorarse de que la dirección era la correcta. Lo tenía delante de sus narices, pero no lo veía. En ese mismo instante se dio cuenta de que el lugar en cuestión era muy distinto a como en realidad se lo había imaginado. No tenía apariencia de hospital, ni de clínica ni de algo que se le pareciera. Se trataba de un rascacielos que superaba ampliamente la barrera de los cien metros de altura y que, visto desde su posición, tenía más aspecto de un gran edificio de oficinas.

Nada más cruzar la puerta giratoria que la engulló y, acto seguido, la escupió en un lujoso hall, algo le llamó poderosamente la atención. Percibió una extraña sensación, como si hubiese atravesado una barrera y hubiera penetrado en otro mundo, en otra dimensión. En el exterior hacía bastante calor, había ruido de coches, sirenas, contaminación. Aquí dentro todo era distinto. Temperatura idónea, aire limpio, luces tenues y un silencio sepulcral eran las notas predominantes. Intentó no quedar ensimismada por la evidente majestuosidad del vestíbulo, pero le fue imposible. Era consciente de que acababa de pisar un lugar lujoso, el típico lugar que frecuentaba la gente adinerada. Comprendió al instante que no podía permitirse el lujo de estar ahí ya que hasta que no tocaran el tema económico no se sentiría cómoda y no quería hacerse ilusiones. Estaba claro que quienquiera que fuera el responsable de la apertura y posterior funcionamiento de este centro, de reciente inauguración, no había reparado en gastos. Dudó unos segundos si seguir caminando hasta la recepción o dar media vuelta y abandonar el lugar. Pero había un problema. Si lo hacía, desaprovecharía la última oportunidad que tenía de curarse.

 

—Hola, buenos días, ¿en qué podemos ayudarla?

La voz provenía de la recepción. Un gran mostrador de mármol custodiado por dos gigantescas columnas entró en su campo de visión. Tras él una joven rizosa de sonrisa contagiosa era la encargada de dar la bienvenida a todo aquel que entrase en aquel lugar.

—Buenos días —respondió Alicia mientras caminaba hacia ella—. Soy la que os ha telefoneado hace un rato. Alguien me dijo que debía personarme aquí para hacerme una ficha.

—He sido yo —dijo otra chica que se mantenía oculta tras el mostrador—. ¿Cuál era su nombre? ¿Alejandra?

—Alicia. Puede tutearme sin problema.

—Ah, perdona, es verdad. Mi nombre es Claudia. Tú también me puedes tutear. Acompáñame, por favor. —La chica era una veinteañera morena con el pelo recogido en una coleta y vestida con una impecable bata blanca. Llevaba unas coquetas gafas con montura en forma de mariposa.

Alicia acompañó a la chica mientras notaba un ligero cosquilleo en su muslo izquierdo. Su teléfono móvil estaba vibrando, posiblemente se tratase de su hermana, pero ahora no era un buen momento para responder.

—Es la primera vez que nos visitas, ¿no es así?

—Así es.

—Bueno, siempre hay una primera vez para todo. El médico no está en estos momentos, pero no te preocupes, yo misma me encargaré de hacerte la ficha en el ordenador de su despacho mientras regresa. Así te incluimos en nuestra base de datos para futuras visitas. Me gustaría saber cómo nos has descubierto. Es decir, si fue por casualidad, si vienes recomendada por alguien…

—Vengo recomendada por un psicoanalista. Lo cierto es que ya he visitado muchos especialistas. Nadie logra curarme. Debo tener una enfermedad rara o algo por el estilo, no sé.

—Tranquila, si tienes un trastorno del sueño, estás en el lugar adecuado.

—Eso mismo me dijo él, pero no sé muy bien a qué se refería.

—Pues muy sencillo. Aquí solo y exclusivamente curamos trastornos relacionados con el sueño, nada más. Somos especialistas en medicina del sueño.

El despacho no estaba muy lejos del hall, por lo que no tardaron mucho en llegar. Dos amplios pasillos eran los encargados de unir ambas estancias.

—Lo cierto es que todo esto es impresionante —le comentó Alicia sin dejar de pasear la vista hacia todos lados—. Nunca he oído hablar de vosotros, ¿cuánto tiempo lleváis aquí?

—La gente que trabaja aquí lleva bastante tiempo, pero de cara al público abrimos hace cuatro años nada más.

—¿Permaneces aquí desde entonces?

—No, yo solo llevo seis meses.

Cuando por fin llegaron a la puerta del despacho, la veinteañera apoyó suavemente el dedo índice de su mano derecha en un lector y una luz roja se apagó dando paso a otra de color verde. La estancia a la que estaban a punto de entrar era amplia, como todo en aquel lugar. Alicia cada minuto que transcurría allí dentro se sentía más fascinada por todo lo que veía y, a la vez, más incómoda por pensar que no podría hacer frente al gasto económico que le supondría un posible tratamiento.

—Siéntate, Alicia —le dijo la joven tomando ella misma asiento al otro lado de la mesa de roble macizo—. Déjame que encienda el ordenador y abra sesión. Será solo un instante.

Mientras lo hacía, Alicia no dejaba de observar todo lo que le rodeaba. Un suelo reluciente que daba apuro pisar, un techo inmaculadamente blanco…

—Antes de que me tomes los datos me gustaría hablar de un tema.

—Adelante.

—No estoy segura de si este es el lugar indicado para mí. No sé si me explico…

—Lo dices por el tema económico, ¿verdad?

—Sí, no creo que…

—No te preocupes —le cortó tajante la joven—. Te entiendo. Todo el mundo que nos visita la primera vez le pasa lo mismo. El médico te hará un estudio previo, después, si lo cree conveniente, te hará una prueba médica. Todo eso es completamente gratuito. Eso será más que suficiente para identificar tu trastorno. En la actualidad se conocen más de noventa trastornos diferentes de sueño, pero al final, todos ellos se reducen a no más de doce, te lo digo por experiencia. Insomnio, ronquidos, apneas, hipoventilación nocturna, somnolencia excesiva diurna, narcolepsia, cataplejía, hipersomnia idiopática, síndrome de las piernas nerviosas y trastornos del ritmo circadiano.

—Los conozco todos. Pero a mí no me pasa nada de eso. Lo que yo tengo es distinto.

—¿Estás segura? —le preguntó la joven escudriñándola el rostro.

—Completamente.

—No puedo negar que, aunque no sea mi cometido, me corroe la curiosidad, ¿qué es exactamente lo que te sucede?

Alicia abrió la cremallera de su bolso marrón, rebuscó algo en su interior y sacó una carpeta de plástico verde con la pegatina de un dinosaurio en una esquina. Se la extendió a la joven. Acto seguido, le hizo un breve resumen de los últimos ocho meses de su vida. Claudia ojeó con calma una por una las hojas que le facilitó la paciente.

—En primer lugar, siento mucho lo de tu marido y tu hija. Imagino que debió ser un golpe muy duro. Lo siento, de verdad.

—Muchas gracias. Ya te puedes imaginar.

—¿Te han hecho todas estas pruebas? —le dijo la joven con evidente cara de asombro.

—Sí, ocho meses da tiempo para muchas cosas. Vosotros sois mi última esperanza.

—¡Madre mía! Has pasado por un verdadero infierno, Alicia.

—He pasado y aún sigo en él —la corrigió.

Claudia metió todas las hojas en la carpeta y se la devolvió.

—Aguarda un segundo. Vuelvo enseguida.

—De acuerdo.

La joven se levantó de su asiento y abandonó el despacho con un móvil en su mano. Alicia volvió a meter la carpeta en su bolso y esperó a que volviera con un innegable gesto de desánimo dibujado en su rostro. Mientras tanto miró la pantalla de su móvil y descubrió que la llamada perdida correspondía a su hermana. Le mandó un par de wasaps informándola de dónde estaba, silenció el móvil y lo bloqueó. Tres minutos después, Claudia volvió a hacer acto de presencia.

—Cambio de planes, Alicia. Voy a hacerte la ficha y después no vamos a esperar al médico. Quiero que me acompañes. Necesitas que te presente a alguien…

5

No sabía muy bien si había tomado la decisión correcta, pero lo cierto es que el interés que había mostrado Claudia por su estado ayudaba en gran medida a que el lugar le transmitiera muy buenas sensaciones. Desde que salió del estado de coma, allá por el mes de octubre, hace ya ocho meses, era la primera vez que sentía que su problema tenía solución y de que alguien, al que aún no tenía el gusto de conocer, contaba con los conocimientos necesarios para curarla.

Delante caminaba Claudia, una veinteañera que estaba a punto de cumplir el sueño de terminar la carrera que siempre deseó: farmacia. El mundo de los laboratorios farmacéuticos, esos grandes centros de investigación e innovación en busca de nuevas formas para abordar tratamientos o dar con la cura de enfermedades crónicas siempre la había fascinado. Pero aún era muy joven y, antes de sumergirse de lleno en su sueño, debía acabar las pocas asignaturas que la quedaban mientras aceptaba trabajos como el que estaba realizando. Tras sus pasos lo hacía Alicia, una mujer diez años mayor que ella, la cual estaba atravesando un gran bache en su vida.