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—¿Necesitas refuerzos, David?, podemos desplazar a un agente a la Hermandad si así lo necesitas, si piensas que han podido descubrirte, quiero decir, si crees que está en peligro…

—No, no, tranquila, Susan, te lo agradezco. Simplemente, que a veces me siento un poco… ¿Cómo se dice?… paranoico, pero nada, olvídalo, ¿seguimos?

—Sí claro, háblame de esos tres sacerdotes, a ver qué puedo averiguar.

—Bien, a ver, el padre Jacob. Un hombre que roza los sesenta años. En realidad es el más respetuoso de los tres, incluso a veces tímido. Creo que es una buena persona, aunque parece raro afirmar esta frase cuando se habla de un sacerdote —rio David—, ha estado en diferentes iglesias en Londres durante toda su vida, no te será difícil conseguir información sobre él. Infinidad de viajes a países en vías de desarrollo para apoyo humanitario, ayuda a gente sin techo…, y bueno, no creo que esconda nada malo. Como rasgo principal; muy educado y amigable.

—Está bien, tomo nota.

—El padre Hubert —exclamó David exhalando el aire de los pulmones—. Es un sacerdote belga. Lleva muchos años en este sitio y siempre se enorgullece de que fue designado a la Hermandad por el propio papa…, una persona también que cuenta con unos sesenta años y aparenta, te aseguro, menos de cincuenta; una persona mezquina, altiva, despreciable, arrogante, me gustaría saber un poco más de su pasado, a ver si podemos averiguar algo oscuro, estoy seguro de que lo tiene.

—De acuerdo, David, no será ningún problema.

—Bien, perfecto. Y nos encaminamos al último sujeto. El jefe de los jefes. Desgraciadamente no sé ni su nombre, todos lo llaman el Cuervo.

—¿El Cuervo?, ¿será por las alas o por el hábito negro? —Sonrió a carcajadas Susan—. Perdona, David, una simple broma, dime los datos que sepas de él, veré qué puedo hacer…

—¿Por las alas o por el hábito negro? —exclamó una risotada David—. ¡Qué ingeniosa eres!

—Volvió a reír —Pero lo que me preocupa es que soy un poco supersticioso y el animal, el cuervo es augurio de mala suerte, sobre todo cuando le ves posado mirándote…

—Sí claro, ¡y no creo que este vuele! —dijo Susan riendo a carcajadas—. Perdona, David, tengo un día risueño hoy. Al contrario de lo que enseñan en las películas, los agentes de la CIA no somos perfectamente cuadriculados mientras hacemos nuestro trabajo, hay momentos de risas.

—Qué graciosa eres, me encanta, además, te aseguro que me hace bastante falta un poco de humor…, pero vamos a centrarnos, Susan, que me distraigo —dijo David mientras movía de arriba abajo los papeles que tenía esparcidos por toda la mesa— El Cuervo, más de setenta años, también nombrado por el papa como uno de los primeros que formaron la Hermandad junto con otro sacerdote ya fallecido llamado Valentino a finales de la década de los ochenta. El Cuervo es calculador, tiene mano con los fieles, tiene alma de líder y una oratoria única. Sé que vive en España, en Madrid. Tengo su número de teléfono, de hecho me llamó ayer por la mañana para que preparara la reunión que se produjo anoche, a ver si podéis sacar información llamando a su compañía de teléfono o algo así.

—¿De veras, David?, ¿llamando a su compañía podemos tener acceso a las llamadas que ha realizado?, ¿estás seguro? —Y volvió a reír descaradamente—. Disculpa, David, no hace falta llamar a las compañías de teléfono, de hecho, nosotros custodiamos las llamadas de las compañías de teléfono…

—Susan, eres alucinante, tienes un trabajo súper agobiante, todo el día investigando la vida de los demás, y aun así en cada frase que dices la acompañas de una broma, sencillamente un ejemplo para la Agencia, tiene que ser un lujo trabajar contigo. Espero conocerte algún día.

—Eso está hecho, y por cierto, no solo investigo a personas por todo el mundo sentada en una silla delante de un ordenador, ¿vale?, también soy hacker, analista informática, técnica de hardware, administradora de sistemas, gestora de configuración, optimización y explotación de bases de datos, experta en seguridad informática, profesora de formación tecnológica para agentes de la CIA, desarrolladora de gestión técnica de proyectos…, entre otras muchas cosas. Ah sí, ¡se me olvidaba!, madre de dos niños de siete y diez años y esposa de un marido inspector de policía, ¿qué te parece?, ¿es para reír todo el día, verdad? —Y David tuvo que apartarse el auricular del teléfono del oído al escuchar la alborotada carcajada de Susan al otro lado de la línea.

—Está bien, David —dijo por fin—, me pongo con ello, en breve tendrás información por correo en línea interna ¿de acuerdo?

—Perfecto, Susan, un placer conocerte y hablar contigo, hacía demasiado tiempo que no me reía tanto. Muchas gracias.

—¡De nada, David!, estamos en contacto, ¡un saludo!

—Hasta luego, Susan.

Poco duró la leve sonrisa que permanecía en los labios de David después de colgar el teléfono con aquella risueña agente. Los ojos se desviaron al ordenador portátil que se encontraba a su lado y en una hoja de papel, al lado de la pantalla, leyó:

«David, te lo repito, olvídate de la reunión de anoche y sigue haciendo tu trabajo. La curiosidad puede matarte».

«No puede ser, imposible… ¡Otra vez!, ¡otro aviso!, pero… ¿cuándo?, no me lo puedo creer, cuando he bajado a ver si había alguien espiándome». —Y le llegó a la mente la pregunta que Susan le acababa de realizar: ¿necesitas refuerzos, David? Negó con la cabeza. «Tendré que apañármelas solo, tengo que darme prisa en acabar este trabajo y largarme de aquí cuanto antes». Y el rostro se le tornó pesadumbre.

Los siguientes minutos los dedicó, nervioso y sobresaltado, a pensar quién podría estar detrás de aquellas frases avisadoras, pero como en las incontables veces anteriores, no llegó a ninguna conclusión, «necesito un poco de aire». Y salió a la calle. La mañana estaba fría, el suelo seguía mojado y las copas de los árboles se tambaleaban con el recio viento que silbaba en lo alto.

Inspiró y exhaló, tres, cuatro veces, y sentándose en un poyete cerca de la entrada de la iglesia, se subió el cuello del abrigo mientras veía el ir y venir de los fieles entrando por la puerta exterior a la capilla; «tranquilo, toma calma y piensa un plan», se dijo.

12

El vuelo de Robert a París llegó a la hora estimada, el reloj del aeropuerto de Charles de Gaulle marcaba las 12:20 de aquel frío miércoles y la multitud iba y venía; unos despistados, otros con prisas, otros esperando, unos riendo, otros abrazados, unos sonrientes y tranquilos, otros malhumorados e impacientes…; pero Robert, ni triste ni contento, sabía perfectamente cada paso que tenía que dar. Se lanzó hacia la máquina expendedora más cercana y compró una pequeña botella de agua, una reducida angustia se había apoderado de su cuerpo cuando bajó del avión quedándole la boca seca, bebió mientras por el rabillo del ojo examinó una puerta de salida al exterior y ataviado con una gorra y unas gafas de sol se condujo hacia fuera. El lugar estaba lleno de cámaras de vigilancia y el acto que debía cometer le obligaba a mantener la cautela de no ser conocido en un futuro, si el trabajo no salía como estaba calculado, nadie podría ubicarle en París, de ahí el disfraz que le envolvía. De hecho, el vuelo fue adquirido con otro nombre y en su documentación rezaban unos datos personales que nada tenían que ver con los suyos. Como dijo el Cuervo; toda precaución es poca. Y con paso firme y lanzado, transportando ágilmente la pequeña maleta, salió al exterior, a la parada de taxis y, tras exponer la dirección de destino al taxista, en unos segundos ya estaba dirigiéndose al centro de París.

Tuvo suerte, y una ligera sonrisa, leve, se le dibujó en el rostro cuando descubrió que extrañamente el taxista no hablaba inglés. El traslado sería de lo más tranquilo, y el tiempo que tardaría en llegar a su destino; uno de los mejores hoteles de París, donde había reservado una suite para pasar la noche con nombre falso, se la pasaría divisando por la ventana. La ciudad parisina se alargaba bajo su inconfundible cielo gris y su nostálgico encanto.

Era increíble cómo, tanto el Cuervo como el padre Hubert y el padre Jacob, estaban acostumbrados a estos quehaceres, contaban con un sinfín de documentación ficticia, credenciales y pasaportes amañados, identificaciones simuladas. «¿Cuántos y cuántos viajes habrían hecho u ordenado hacer, quizá a mi padre, o quizá mi padre era también el que ordenaba realizarlos?», pensaba Robert. En ese sentido, se encontraba bastante confuso, de repente su padre, había sido uno de los sicarios de la Hermandad en palabras del padre Hubert con la confirmación del Cuervo, ¿sería cierto? Su padre, que era incapaz si quiera de dar una voz más alta que otra, que era incapaz de enfadarse… Robert salió de sus cavilaciones y echó mano de su pequeño neceser de viaje y observando que el taxista no le veía ni curioseaba por el retrovisor, se llevó un ansiolítico a la boca, dejando que se deshiciera debajo de la lengua y tomando un pequeño sorbo de agua, se recostó en el asiento trasero del coche en el momento que se quitaba la gorra y las gafas que camuflaban su rostro, ubicándolas en el interior de la bolsa de viaje que llevaba consigo. Necesitaba que la tranquilidad se apoderara positivamente de su mente.

Unos minutos pasaban de las 13:00 cuando el taxi le dejó en la puerta del hotel y después de pagar al taxista, se encaminó hacia dentro como un turista más, con la maleta en la derecha y la bolsa de viaje a la izquierda, se postró en el mostrador de recepción dando los buenos días y presentando la documentación ficticia cruzando los dedos.

Nunca había hecho algo así, ¿suplantar su identidad? Increíble, se dijo mientras disimuladamente se limpiaba de la frente el sudor frío a causa de la inquietud al ser descubierto.

 

Al cabo de unos pocos segundos, eternos para Robert, la chica de la recepción le indicó el número de suite y le deseó un agradable hospedaje devolviéndole los documentos. Aliviado, Robert le contestó con una sonrisa y se dirigió con sus enseres al ascensor.

Una vez entró en la habitación, dejó la bolsa de viaje y la pequeña maleta encima de la cama y pasó al cuarto de baño para refrescar la cara y recuperarse del pequeño y absurdo teatro que tuvo que realizar en recepción. Tras unos minutos inspeccionando la habitación, se volvió a poner el abrigo, cogió la cartera, el móvil, y se encaminó a las calles parisinas.

Después de unos cuantos pasos al sur, introdujo el destino en el teléfono: la Rue de Rivoli, una calle muy transitada por turistas y con todo tipo de tiendas. El móvil le marcaba unos escasos diez minutos andando hasta el sitio. «Al fondo de la avenida», le había dicho el Cuervo, que apareció en su cabeza con esa mirada penetrante: «Ve hacia una pequeña tienda de souvenirs situada al fondo de la avenida, en las traseras de la calle principal, consta de un letrero blanco y rojo en el que dice “Souvenirs de la ville de l’amour”. Entra en el diminuto establecimiento donde se venden recuerdos de París, te acercas al mostrador de la derecha y dices al señor que te va a atender, que eres Robert y que te manda la Hermandad. No hables más, no mires a tu alrededor, no intentes observar más allá de lo que ven tus ojos, no hables con nadie y no preguntes nada. Recoge la caja que te va a dar y sal de la tienda. Sin más. Te acercas a un lugar solitario, trata de no ser visto y mira dentro de la caja, te guardas lo que hay en el interior y vas hacia el siguiente objetivo, ¿entendido?» Robert, iba detallando en su cabeza las órdenes.

Mientras caminaba, lo hacía como cualquier visitante, divisando todo a su alrededor y haciendo hincapié disimuladamente en los diferentes letreros expuestos en las fachadas. Después de unos segundos de búsqueda y apresurando por que el cielo amenazaba lluvia, localizó la puerta del comercio y se postró junto a la entrada, debajo del letrero blanco y rojo y, con mano temblorosa, empujó la puerta al interior de la tienda, que emitió un breve tintineo mientras Robert se adentraba dubitativo…

Se acercó, como le había dicho el Cuervo, al mostrador situado en la parte derecha. La tienda estaba oscura y sin vida, pequeños artilugios recordando la ciudad se postraban en las diferentes estanterías a su alrededor y Robert, con paso lento, se fue acercando a su destino, sin embargo, un escalofrío le paró en seco delante del tablero donde se encontraba el que se supone era el dueño del lugar; un señor mayor con barba blanca e irregular, unas gafas redondas que amenazaban con escurrirse nariz abajo y un pelo enmarañado y pobre de color blanquecino se postraba ante él, que con la mirada fija en un periódico y una taza de un brebaje maloliente en su mano derecha, alzó la mirada hacia Robert y este pudo observar cómo las cuencas de los ojos estaban demasiado hundidas encerrando una oscura mirada. El hombre, sin mediar palabra, le hizo un gesto con la cabeza, invitándole a hablar. Robert, nervioso pero decidido, le dijo las palabras mágicas: «Soy Robert, de la Hermandad». El viejo, torpe y lentamente, escudriñó de arriba abajo a Robert y tras un gruñido acompañado de un gesto inapetente, acertó a levantarse del anticuado taburete y, mudo como una tumba y con paso negado, se introdujo en la trastienda.

Robert se quedó unos inagotables segundos escuchando el ruido del ajetreo de cajones y pequeños muebles que se percibía dentro, hasta que por fin y con gesto malhumorado, apareció el anciano portando en sus manos una caja de tamaño mediano que introdujo en una bolsa con unos movimientos que evidenciaban una tiritona habitual en pacientes con Parkinson. Robert, como médico, estuvo a punto de interrogarle por la enfermedad que reflejaba aquel hombre, sin embargo, las palabras del Cuervo deambulaban por su cabeza como escorpiones amenazantes: «no hables con nadie, recoge lo que te den y vete».

Así pues, después de agarrar la bolsa con la caja dentro, dio media vuelta y se encaminó hacia la salida, pero antes de abrir la puerta, una voz ronca y débil le llamó la atención:

—Oye, chico. —Rápidamente Robert miró hacia el mostrador.

—¿Si?, dígame. —Aquel hombre, sacándose un pañuelo del bolsillo y llevándoselo a la boca para limpiarse la comisura de los labios, le espetó con gruñidos lentos pero irritados, cogiendo aire prácticamente en cada palabra:

—Tú no has estado aquí, tú no me has visto y yo no te he dado nada, ¿de acuerdo? —Y entre un ataque de tos, pudo gritar a Robert unas palabras inaudibles que evidenciaban la inminente orden de retirada del cochambroso establecimiento. A lo que Robert, asombrado e inquieto, obedeció y salió rápidamente de la tienda con la bolsa en la mano donde se encontraba el paquete, dando un portazo no meditado tras de sí. «Este hombre necesita ayuda médica urgentemente», pensó, pero dejando atrás su faceta de médico, se dijo: «lo siento, pero estoy aquí para otros menesteres»…

Caminó durante algunos minutos por los aledaños de la calle entre el gentío, que aun con el tiempo desapacible, deambulaban de un lado para otro paraguas en mano, hasta llegar a la plaza del Museo del Louvre, y admirando la pirámide de cristal mientras una leve capa de llovizna se dejaba depositar en su rostro, decidió colarse en alguna cafetería para entrar en calor y averiguar qué escondía tan misterioso paquete.

El primer establecimiento lo rechazó al divisar en la entrada un cartel informando que el lugar contaba con cámaras de vigilancia. «Toda precaución es poca», se dijo rememorando las palabras del Cuervo. Y siguió calle abajo hasta encontrar una segunda cafetería, esta más pequeña, en la que no se divisaba ninguna información sobre que el sitio estuviera videovigilado.

Decidió entrar y fue directo al mostrador dejando la bolsa en un taburete a su lado. Mientras frotaba las manos para descongelarlas a causa del frío exterior, pidió un café y tomó asiento en la mesa más cercana. La cafetería no estaba concurrida; un par de turistas en la barra, un camarero limpiado las cuatro mesas que se esparcían por el pequeño lugar y una pareja de jóvenes ceñidos y risueños al fondo… no había peligro. Y dejando a un lado el café humeante junto al teléfono móvil, se despojó del húmedo abrigo y, una vez sentado, se dispuso, con disimulo, a romper la curiosidad que le envolvía al ignorar lo que acontecía dentro del extraño paquete.

Después de sacarlo de la bolsa, permaneció unos instantes observándolo, lo entreabrió unos centímetros, tres, cuatro a los sumo. Y al cabo de dos segundos la cerró apresuradamente. No hacía falta que lo destapara entero. No hacía falta más tiempo para adivinar lo que escondía aquel paquete. Una pistola de color negro, pequeña y brillante, con la empuñadura de aluminio y un silenciador contiguo era todo lo que se ocultaba en el interior.

Un escalofrío le recorrió como un rayo el cuerpo de los pies a la cabeza y el corazón le apremiaba con salirse del pecho, pero resignado y sin más alternativas, se obligó a calmarse y un pensamiento dudoso le traspasó el cerebro: «¿Estoy preparado?», se preguntó varias veces. Y meneando la cabeza para disolver en el aire los malos augurios y las preguntas que se iba formulando, yendo y viniendo la imagen, otra vez de su padre, otra vez del Cuervo y otra vez los pequeños puntos de saliva que se desperdigaban de la boca del padre Hubert cuando le espetaba las órdenes de esa forma tan macabramente peculiar, se concentró en la taza de café, que llevó a los labios agarrándola con ambas manos y reconfortándose con el calor que desprendía.

Se imaginó empuñando el arma que acababa de ver y representando la escena en su pensamiento con la pistola en la mano, delante de un hombre que no conocía, tendría que apretar el gatillo… en décimas de segundo, la respiración se le aceleró y otro ansiolítico fue a parar del bolsillo a su boca, en poco tiempo y por el efecto del medicamento, se sintió un poco más sosegado. Pero los sustos y los sobresaltos acaban de empezar.

Un hombre, larguirucho y decidido, envuelto en una oscura gabardina impermeable, entró en el establecimiento y observando a los asistentes, se dirigió al mostrador, alternando unas frases en francés con el camarero. Este último, le señaló con la cabeza hacia donde estaba Robert. El hombre, resuelto, se encaminó a la mesa y Robert, que con cada segundo que pasaba, desconfiaba más de todo a su alrededor, se puso a la defensiva, esperando qué le iba a acontecer la presencia de aquel extraño cuando se acercara a su lado. Pensando que podía ser algún miembro de la Hermandad afincado en París y que tal vez le buscaba por alguna cuestión relacionada con el plan que estaba ejecutando, quizá mandado por el Cuervo para hablar con él, con suerte anular el cometido y largarse de nuevo a Londres… o tal vez, teniendo en cuenta lo acontecido en las últimas horas, aquel hombre venía a matarle. Estaba seguro, por su forma de caminar; animado, atrevido, lanzado. Le sacaría allí mismo un cuchillo y acabaría con su vida. Ese individuo le traía un mal presentimiento y quedaban menos de cuatro metros para que llegara al punto donde Robert se encontraba, y un aviso de su cuerpo le puso en guardia, y tenso como un resorte, listo para saltar en cualquier momento y defenderse de tan insólito personaje, se irguió sacando pecho. El hombre, al llegar a su mesa, le saludó con una sonrisa muy amable y en un fabuloso inglés con acento francés, le dijo:

—Buenos días, señor, ¿es usted inglés?

Robert, sin fiarse ni un ápice de aquel hombre y con actitud protectora, abrió la boca para gritar, primero un monosílabo:

—Sí. —Y seguidamente, con aire desconfiado y recolocándose en el incómodo sillón le gritó—: ¿Por qué lo dices?, ¿quién eres?, ¿quién te manda?

—Tranquilo, señor, tranquilo. —El hombre hizo amago de posar su mano derecha en el hombro de Robert, a lo que este, con un gesto despectivo, acertó a darle un manotazo en el brazo.

—¡No me toque! —dijo Robert, y volvió a preguntar—: ¿Quién eres?

El hombre, con cara de sorpresa y frunciendo el ceño, le contestó:

—Tranquilo, señor, simplemente soy un guía, no autorizado, eso sí, pero me dedico a enseñar los bellos lugares de esta encantadora ciudad a los turistas y como cada día, vengo por estas cafeterías para ofrecer mis servicios a viajantes que quieran saber de estos lugares próximos, como el Museo del Louvre o el jardín del Palacio Real que perteneció al cardenal Richelieu, La place Vendôme o quizá el Centro Pompidou con su museo de arte moderno: Picasso, Miró…

—¡Basta! —le dijo Robert tajante—. No quiero sus servicios, vaya a engañar a otro turista, ¡lárguese! —Siguiéndole una sarta de improperios.

Dicen que la cara es el espejo del alma. Pues después de las palabras malsonantes que le descargó Robert al pobre guía, le tuvo que romper en mil pedazos el espejo, porque su cara se desconfiguró en cuestión de segundos, retrocediendo asustado y atemorizado después de tantos insultos.

Pero la reacción inesperada de aquel hombre mirando su rostro desencajado, a Robert le hizo restablecer la compostura, que tras décimas de segundo se arrepintió e, intentando pedirle disculpas, se levantó del asiento mientras estiraba el brazo hacia el buen hombre para disculparse con unas palabras atropelladas que intentaban salir de su boca. Pero ya era tarde, la puerta de la cafetería emitió un estruendo y el humilde e infortunado guía corría con paso presuroso calle abajo.

Los ojos del camarero, que había presenciado todo el espectáculo, al igual que los dos turistas en la barra y la pareja del fondo, permanecían en silencio clavando los ojos en Robert, que directamente y sonrojado, se levantó de su asiento dejando un billete encima de la mesa y cogiendo el paquete y el móvil, con paso rápido y sin mirar a los susodichos, se encaminó a la calle, muerto de vergüenza.

Una vez fuera y caminando sin mirar atrás, maldijo para sus adentros, «¿cómo podría ser tan estúpido?». La ansiedad le estaba ganando la partida y todavía no había empezado el trabajo.

Recomponiéndose de tan bochornosa situación, alzó la mano para pedir un taxi. Y una vez dentro del vehículo, tuvo «la mala suerte» de que, esta vez sí, el taxista dominaba el inglés. Lo que hacía prever una serie de conversaciones triviales, a lo que, en principio, podría servir para dejar de pensar en la misión y en lo que acababa de suceder y conseguir desviar la atención a otros menesteres con las preguntas del conductor. Fue en vano. Aunque el hombre se desgañitaba por el retrovisor preguntando e intentando dar conversación a Robert, la concentración y las cábalas de este le impedían llegar a buen puerto para la relación con el taxista, que al cabo de unos minutos, dio por perdido el intento de comunicación entre emisor y receptor, quedando lo que faltaba de trayecto en un incómodo silencio, antes, le había ordenado ir a una de las calles aledañas al Instituto Paleontológico de París, cerca de la Torre Eiffel, su objetivo era el lugar de trabajo de aquel científico llamado Friedrich. En aquel laboratorio tendría lugar lo que, por todos los medios, Robert querría no ejecutar, pero imperiosas órdenes le encaminaban a cometer tan malvada misión.

 

Durante un rato, en el taxi, estuvo pensando qué hubiera pasado si se hubiese negado a realizar el trabajo. Y después de que su mente le jugara la mala pasada al imaginarse aquellos ojos del Cuervo, su semblante serio y la figura del padre Hubert acosándolo, llegó a una conclusión: «Era la vida de aquel pobre científico, al que no conocía, o la suya»

Una vez llegado al destino y despidiéndose del ya malhumorado taxista por la falta de empatía con su cliente, ahora sí, era la hora de que empezara el juego. Todos los sentidos unidos en uno solo para que el cometido saliera a la perfección. Acabada la misión no volvería a pisar por la Hermandad, se olvidaría de todo, se centraría en su trabajo y se diría una y otra vez que lo sucedido ese día en París fue síntoma de una pesadilla que con el tiempo podría olvidar, lo que tenía claro es que no querría volver a ver ni al padre Jacob, ni al padre Hubert y por supuesto, menos todavía, al Cuervo… Sin embargo, el destino, a veces, es caprichoso.

Sin darse cuenta se ubicó en la entrada del Instituto. Una bocanada de aire, mirada hacia la izquierda, mirada hacia la derecha. Y seguidamente, sus ojos hacia la entrada del edificio.

Recolocándose la gorra, ajustando las gafas de sol, subiéndose el cuello del abrigo…; tres segundos, dos segundos, un segundo… primer paso, segundo paso, hacia dentro. Los nervios a flor de piel y en su cabeza la firme mirada del Cuervo «ya no hay marcha atrás Robert», se dijo armándose de valor.

Abrió la puerta. Un bullicio de personas iba y venía por el hall, unos deprisa, otros despacio y despistados. Robert miró el reloj. Se acercaban las tres de la tarde. «¿Fin de jornada laboral?, quizá» y entre mil pensamientos acompañados de un nerviosismo cada vez más angustioso, se acercó al mostrador que estaba situado a la derecha, a unos siete u ocho metros de la entrada. La cámara ya le había captado, tarde o temprano alguien sabría que había estado allí; y ese alguien sería la Policía, siempre y cuando todo saliera bien. Al cabo de una hora, más o menos, el lugar estaría lleno de agentes.

—Buenas tardes —dijo dirigiéndose a una mujer joven escondida detrás del mostrador, a la que solo se la podía ver poco más del cuello de la camisa para arriba a causa de su pequeña estatura, que envuelta en unas gafas enormes, permanecía ensimismada en el ordenador que tenía delante.

—Buenas tardes —le respondió la mujer sin dejar de posar los ojos en la pantalla—. Un momento —añadió.

Los diez o quince segundos se hicieron interminables mientras que, como por arte de magia, los individuos que revoloteaban por el vestíbulo ya habían desaparecido rumbo a la calle. Solamente quedaban un puñado de cinco o seis sujetos que entre risas, al otro extremo de la sala, y con paso lento y remolón, se encaminaban a la salida, Robert sentía cómo la cámara que le vigilaba, se clavaba en su espalda.

—Perdone, dígame —dijo la voz al otro lado del mostrador. La chica, de unos treinta y cinco años, morena con el pelo recogido, una bonita camisa blanca con pequeños motivos que Robert no llegó a interpretar; le repitió—: Dígame, señor. —La voz se chocó de frente con el mutismo de Robert, que enfrascado en su misión, no logró escuchar a la primera a la recepcionista.

—Sí, perdone, soy Benjamin Clark, columnista de una revista de ciencia que apenas está viendo la luz —dijo Robert sorprendido por la seguridad de sus palabras—. Tenía cita con el profesor Friedrich, que me iba a brindar unos minutos para una entrevista sobre fósiles para publicar un artículo en nuestra humilde revista.

—¡Ah muy bien! —le anunció la joven colocándose las enormes gafas.

Sin embargo, unos segundos incómodos se depositaron en el ambiente y una pequeña mueca de desconfianza se asentó en la cara de la chica mientras se centraba en la cara de Robert.

—¿Algún problema? —dijo Robert mientras unos pequeños nervios iban entrando otra vez en juego.

—Tengo que tomarle nota —expresó por fin la chica—, ¿me ha dicho que se llama Benjamin?

—Sí, Benjamin Clark, paleontólogo y columnista, como digo, de la revista Fósiles, nuestro patrimonio, no sé si queda un poco cutre, no fue idea mía el título de la revista se lo aseguro —anunció Robert entre risas asfixiando los nervios que intentaban, una vez más, apoderarse de sus entrañas.

La chica le devolvió la sonrisa y con un gesto amable le indicó que se quitara las gafas.

—Lo siento, no puedo quitarme las lentes oscuras, sufro un glaucoma ocular, una enfermedad que se acerca a su fase más avanzada, desgraciadamente, provoca que el nervio óptico tenga una sensibilidad extrema… en fin, una faena. —Robert se acordó de un paciente en ese momento, primera prueba superada…

—Perdone, señor Benjamin, lo siento. No sabía…

—No pasa nada, estoy acostumbrado, me lo dicen muchas veces, sobre todo en sitios cerrados —añadió Robert entre risas. Los nervios se estaban evaporando delante de aquella agradable joven y Robert se sentía más seguro. Todo iba bien, de momento.

—Está bien, señor Benjamin, el laboratorio del profesor Friedrich está en la tercera planta, no tiene pérdida, puede coger el ascensor aquí, a la derecha.

—Muchas gracias. Muy amable. —Robert se encaminó al susodicho ascensor.

No dio más de tres o cuatro pasos cuando la joven le llamó la atención y un sudor frío se depositó en su nuca.

—Señor Benjamin, perdone, ¿hoy es miércoles, verdad?

—Eh, sí, efectivamente, miércoles.

—Lo digo porque el profesor Friedrich, los miércoles sale antes de las 15:00 para comer con su mujer en el centro, pero con el gentío que se forma a la salida, no he alcanzado a verlo. De todas formas, si ha quedado con usted, seguro que le está esperando. O quizá esté la profesora Anna, pregúntele a ella si no se encuentra Friedrich.

—¡Ah!, vale gracias, voy a ver si hay suerte, gracias de nuevo.

Y volviendo a respirar hondo y maldiciendo por esa última información, entró en el ascensor pulsando el botón que lo llevaba al tercer piso del edificio. «¿Anna?, ¿quién es Anna?, yo vengo a por el tal Friedrich», pero se tuvo que animar, el trabajo no podría ejecutarlo si se encontraba nervioso, así que se obligó, mientras subía el ascensor, a decirse unas palabras de aliento: «Tranquilo, todo está bien, todo saldrá bien, Dios me protege» Y se llevó la mano a la parte baja de la espalda, y allí palpó el hierro. El arma estaba escondida bajo el abrigo y lista para usarse.

El ascensor paró en el piso acordado y Robert se quedó fijo en la cámara que le apuntaba situada en el techo, a unos metros de él. Intentando hacer caso omiso a la videovigilancia, encaminó sus pasos por el largo pasillo, leyendo los carteles ubicados en cada una de las puertas que se iba encontrando. La primera rezaba «Almacén», nada. Siguió. La segunda, a la parte izquierda, a seis o siete metros. «Histórica. Profesor P. Bonnet», nada. Siguió. La tercera puerta, esta vez a la derecha. «Sala de juntas». Nada. Siguió, la cuarta estancia, a la izquierda. «Profesora Charlotte C. y profesor B. Gauthier». Nada. Unos pasos más adelante y esta vez volviéndose a la izquierda, lo encontró. En el cartel rezaba: «Profesor Friedrich P. y Profesora Anna B».

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