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—¡Buenos días, señor! —Julia se sorprendió del tono tan efusivo que puso a la frase y llegó a avergonzarse un poco al hablarle así a aquel trajeado hombre, aunque la relación era buena, se trataba de su superior y la cadena de mandos en la CIA era muy estricta y contemplaba un respeto exhaustivo, pero Julia estaba eufórica, le urgía esa llamada…

—Buenos días, Julia, estás muy contenta por lo que puedo intuir en tu saludo…

Julia se sonrojó, pero salió del paso.

—Sí, señor, llevo bastante tiempo esperando su llamada, estoy lista para incorporarme al trabajo. ¡Dígame!

—Me alegro, Julia, me alegro de que estés ya preparada para volver al cuerpo. Ha pasado ya tiempo desde la última misión.

—¡Sí! —le interrumpió Julia—, y aunque la vida familiar sea agradable, se echa de menos trabajar de verdad.

—Muy bien, Julia, me agrada escuchar esa noticia. Y me alegro de que te encuentres con fuerza y ánimo para volver.

Julia no cabía en sí de gozo, la nieve se había paralizado en su cabeza, las agujas del reloj corrían segundo tras segundo de forma veloz; el cuadro, que colgaba encima del sillón de abuela, madre e hija sonriendo, la miraba, alegre. Y el libro que había dejado en la mesita se cerró, quizá pensando que la lectura iba a pasar a un segundo plano…

—Te llamaba, Julia —prosiguió Jeff—, para preguntarte si se encuentra en París.

—Sí señor. En casa, con mi familia.

—Bien, resulta que, no sé si lo que te voy a contar lo has visto en las noticias o has leído el periódico… el caso es que ha habido tres asesinatos en París, ayer, se trata de unos científicos y la recepcionista del laboratorio donde trabajaban. ¿Estás al tanto?

—Bueno sí, algo he leído en el diario, ¿qué ha pasado?, ¿tiene más información?

—No, por eso justamente te llamo. Necesito que te acerques a la comisaría que está llevando el caso, la de Montmartre con L’Opéra y L’entrepôt, alrededor del Distrito XVIII, e investigues qué es lo que ha ocurrido, ¿de acuerdo?

—Sí, señor, sé que comisaría es.

—Bien, perfecto, pero Julia, importante, nada de que te asocien con la CIA, no lleves credenciales ni nada, simplemente te acercas como si fueras una ciudadana curiosa e intentas sacar toda la información que puedas, que te conozco…, no debe saber nadie que la CIA se está interesando por esos asesinatos.

Julia se quedó unos segundos en silencio, ruborizada, pensando aquellas palabras que le transmitía su jefe: «no debe saber nadie que la CIA se está interesando por esos asesinatos», y la voz de Jeff interrumpió los pensamientos:

—Cuando sepas algo me llamas.

—De acuerdo, señor —dijo Julia reprimiendo un grito de alegría, al instante, el teléfono se colgó y Julia estalló de júbilo «¡Bien, empieza la acción!», se dijo.

3

El doctor Robert se encontraba en su consulta atendiendo al último paciente del día. Una sonrisa se dibujaba en su cara por dos motivos; el primero era el resultado favorable de las pruebas médicas que acontecían a su paciente, situada frente a él, al otro lado de la mesa, risueña y animada por la revisión positiva que le estaba transmitiendo el doctor. La simpática y afable señora se sentía radiante tras las últimas comprobaciones que evidenciaban que estaba recuperada. Robert se había volcado mucho con la paciente y había alentado con sus ánimos a aquella mujer que tan grave había llegado a su consulta hacía casi un año. Se sentía feliz al ayudar a las personas y, cuando un paciente le devolvía la sonrisa, se sentía el hombre más afortunado del mundo. El segundo motivo de su alegría en aquella agradable mañana, se debía a que, cuando acabara de dar las buenas nuevas a su último paciente, pasaría lo que quedaba de la navidad descansando, tranquilo y quizá perdiendo el tiempo en su casa. Se lo había ganado después de varios meses trabajando duro en su clínica situada en una de las zonas más pudientes de Londres.

Con lo cual, acabaría la consulta, desearía una buena semana a los demás médicos, enfermeras y personal clínico y se encaminaría, dando un lento paseo, a su restaurante favorito a deleitarse con una buena comida, y una vez acabada y apurada una exquisita copa de licor, se dirigiría deambulando y sintiendo todo lo que acontecía a su alrededor por las calles de Londres, que casualmente, aquel día, unos pequeños rayos de sol habían conseguido filtrase por la nubes dando una atmósfera bastante complaciente.

Antes de ir a casa, se pasaría por la visita obligada a la parroquia de St Dunstan para rezar unas plegarias, al igual que siempre hacía cuando el tiempo se lo permitía, allí, en aquella tranquila iglesia, ideal para relajarse y respirar paz, había ejercido como sacerdote su padre. Después de pasear por su bello jardín, se encaminaría hacia la catedral de San Pablo deleitándose como tantas veces con aquel estilo barroco inglés, enmarcada por las dos torres de la fachada principal. Se volvería a fascinar, una vez más, por su apasionante presencia y tras unos minutos de reflexión, encarrilaría sus pasos a casa. Una vez allí, al calor del hogar, y frente a la chimenea, se sumergiría en un buen libro acompañado por una suculenta copa de vino…; sin embargo, todo ese sueño estaba a punto de desmoronarse cuando, despidiéndose de su paciente, con esa sonrisa tan encantadora que le caracterizaba, sintió cómo dentro de su bata blanca, en el bolsillo derecho, el teléfono móvil le reclamaba con su angustioso tono de llamada. Mientras el aparato seguía sonando, se despidió de la risueña señora levantándose del sillón y tendiéndole la mano con un gesto amable, un par de segundos más tarde, tentó su bolsillo y entre varios papeles y tarjetas, consiguió sacar el teléfono. Esperó hasta que la puerta de la consulta se cerrara y una vez solo en el consultorio, miró la pantalla del móvil. Un número desconocido le apremiaba gritando. Descolgó.

—¿Dígame?

—¿Robert? Soy el padre Jacob, te llamo desde la Hermandad…

Robert, al escuchar aquellas palabras, en un acto reflejo, colgó el teléfono. Rápidamente, su juicio le reveló que sus planes de pasar unos días de vacaciones tranquilo, se podrían venir abajo en un abrir y cerrar de ojos mientras observaba el teléfono en ese momento. Dirigió la mirada del móvil a la fotografía que tenía situada en la mesa de la consulta con la imagen de su padre, en la que aparecía vestido con su inseparable hábito negro y su constante y eterna sonrisa en los labios.

A Robert se le pasó un abanico de pensamientos por la cabeza a una velocidad tan apresurada, que un pequeño vahído se apoderó de su cuerpo y tuvo que dejarse caer en el sillón. En ese momento, volvió a sonar el teléfono y, temblándole el pulso, acertó a rechazar la llamada entrante y volver a depositar el móvil en su bolsillo con un ademán de nerviosismo.

No esperaba que ningún miembro de la Hermandad se pusiera en contacto con él después de tanto tiempo sin ir por allí. La última vez, fue hacía unos siete u ocho años para poder presenciar una misa de aquel señor tan enigmático y misterioso al que llamaban el Cuervo y que fue gran amigo de su padre tiempo atrás…

Robert seguía posando los ojos en la fotografía del escritorio y se centró en el rostro de aquel hombre que, con su carácter amable y risueño, le devolvía la mirada. Le había prometido, hasta la saciedad, que si algún día la Hermandad necesitara de su ayuda iba a dársela sin ninguna restricción. Fuera lo que fuera. Su padre, recordaba, era una persona inteligente, atenta y cariñosa con cada uno de sus fieles y volcado en la Hermandad con todas sus fuerzas y con todo el tiempo que poseía. Robert rememoraba cómo su padre, un sencillo y afable sacerdote, le llevaba siempre que el tiempo se lo permitía a aquel lugar lleno de gente que rezaba, donde había personas vestidas con túnicas negras que hablaban de temas que él, cuando era pequeño, no podía entender.

Su padre le hacía asistir a todo tipo de misas, ceremonias y celebraciones religiosas. En realidad, a él le gustaba; se sentía a gusto en ese ambiente lúgubre, silencioso, incluso a veces tenebroso. Robert se envolvía y gozaba de aquel sitio, recordaba que había más niños como él y que jugaban cuando acababan las celebraciones por las estancias y montones de pasillos de aquella especie de monasterio convertido en la sede de la Hermandad, hasta que se topaban con ese hombre, el Cuervo, y que, con su mirada y su casi imperceptible sonrisa, les ordenaba sosiego y calma al encontrase en un lugar sagrado. Cuando Robert y los demás niños se ubicaban ante aquel extraño, y casi siempre malhumorado señor, poco tardaban en volver junto a sus padres, cabizbajos y afligidos por el fin del juego… Sin embargo, poco a poco, Robert se fue distanciando de la Hermandad y se centró en sus estudios de medicina, y aún más, si cabe, al morir su padre, cuando él contaba con dieciocho años… Ahora, lo llamaban de la Hermandad.

El padre Valentino se hizo cargo de Robert cuando este era todavía un bebé, al fallecer sus padres biológicos en un fatídico accidente y al no tener quien se hiciera cargo de él, le confiaron al convento de monjas situado no muy lejos de la Hermandad. Un procedimiento que contaba por costumbre en aquellos primeros años de la década de los setenta. Una de las monjas y conocida del padre Valentino, al que tenían, con razón, como un hombre honesto, culto y demasiado ocupado por el devenir de la iglesia, pensó que sería una fabulosa idea ofrecerle al pequeño bebé para que sintiera el poder paternal y educara al niño con su buena enseñanza en los oficios y la palabra del Señor. Así que un buen día, la religiosa mujer, aquella anciana y menguada monja, enigmática y misteriosa, con su hábito pulcramente limpio y una cofia que apenas dejaba entrever sus pequeños ojos azules, se encaminó a la pequeña iglesia donde el padre Valentino consagraba cada día la misa y sin dejarle objetar nada ni oponerse, le ofreció al pequeño Robert con sus manos arrugadas diciendo:

 

—Se llama Robert y será tu hijo, entiéndelo como «un regalo caído del cielo».

El padre Valentino, con cara de sorpresa y asombro, le preguntó a la monja el porqué de aquel ofrecimiento.

La monja, confiada y en silencio, tocó la frente del pequeño, llevó sus ojos a los del clérigo y le dijo:

—Padre, este niño le necesita tanto como usted a él; serás su padre en la Tierra y bajo los ojos del padre de los cielos, le ilustrarás, le adoctrinarás y le guiarás por el sendero de la vida del Señor.

El padre Valentino, durante unos segundos dudó de tan gran encargo, pero, mirando los ojos de aquel niño, no pudo más que asentir a las pablas de la religiosa y cogiéndolo en brazos, se giró hacia el altar para mostrárselo a Jesús en la cruz que se alzaba a su espalda en lo alto de aquella modesta iglesia. Sin pensarlo, aquel humilde clérigo, aceptó encantado la educación, la custodia y el cuidado de la inocente criatura. Cuando se volvió para agradecer tan enorme presente a la vetusta monja, las puertas que daba al exterior de la parroquia emitieron un sonido recio que hizo temblar el eco del pequeño templo, no volviendo a ver jamás a la susodicha hermana. Sin darle mayor importancia y con gesto gozoso, se encaminó hacia el altar, lo colocó encima de este y se lo presentó a Jesús, que lo miraba desde lo alto. El padre Valentino exclamó:

—Señor, dale a este niño salud, amor, protección, sabiduría y sobre todo dale un corazón creyente para la glorificación de tu gloria, amén. —Y orgulloso se encaminó hacia la sacristía con su hijo en brazos.

En los años venideros vivieron en un pequeño apartamento del centro de Londres y cada día, el padre Valentino, llevaba a Robert al colegio y seguidamente se encaminaba a consagrar la misa en la pequeña iglesia del barrio. El padre Valentino era un hombre inteligente y volcado por la causa. Una persona humilde sin grandes pretensiones. Su obsesión era la de ayudar a la iglesia en todo lo que fuera necesario, asistir a los desamparados, colaborar con el impulso de la fe en Dios…, pero, sobre todo, proteger a la Iglesia católica contra las amenazas que pudieran trastocar la espina dorsal de su religión.

Afanado en este empeño, fue incorporado a la Hermandad por el propio Vaticano a sus treinta y cinco años…; otro de los anhelos del sacerdote era que su hijo Robert fuera educado en la doctrina cristiana, que fuera buena persona y que estudiara para poder ser «alguien en la vida», como siempre decía. Aun así, si un día, la Hermandad tuviera que contar con él, tendría que deberse a ella y encomendarse a la razón por la que la Hermandad fue creada…

Esas palabras sonaban en la cabeza de Robert: «algún día, hijo mío, la Hermandad requerirá de tu ayuda y no podrás negarte, pues en cierta medida, le debes toda tu vida».

Robert, dejando a un lado los pensamientos que le conducían a su padre, cerró los ojos y entrelazando las manos procedió a rezar una pequeña plegaria mientras la mirada de la fotografía seguía inmersa en su figura. Una vez acabada la pequeña oración y presintiendo, quizá por una fuerza extraña y divina, que «algo» eminente estaba a punto de suceder cuando devolviera la llamada a la Hermandad, respiró hondo, se acercó a la ventana situada tras él, y después de abrirla y sentir cómo una brisa fresca rozaba su rostro, volvió a inspirar el aire hasta llenar sus pulmones y en un aspaviento rápido, echó mano al bolsillo de la bata para coger el móvil y devolver la llamada. Con pulso tembloroso acertó a marcar el número que minutos antes había repudiado y, al otro lado de la línea, pudo oír la misma voz que antes lo había llamado…

—¿Robert?

—Sí, señor.

—Buenos días, soldado. Soy el padre Jacob, espero que te encuentres bien. Te necesitamos en la Hermandad para una misión. ¿Estás preparado? —Aquellas palabras le zumbaron a Robert como avispas entrando por sus oídos y revoloteando en su cabeza.

Dudó, pero al final, con un hilo de voz dijo:

—Sí, señor, ¿qué debo hacer?

—Perfecto, se ha activado un protocolo llamado «Batalla Blanca», la Hermandad solicita tu ayuda inmediata. Reunión en la sede a las 22:00 de esta noche. Debes venir con tiempo y esperar a que el Cuervo tome posesión en la junta. ¿Entendido, soldado? Por cierto, tráigase una maleta con ropa, puede ser que la misión se alargue unos días.

—Sí, señor, allí estaré —respondió Robert con un pánico aterrador cuando escuchó que el Cuervo iba a encontrase en aquella apresurada reunión.

—De acuerdo soldado —aligeró el padre Jacob, y esperando unos segundo en los que se hizo el silencio, el sacerdote se deshizo del tono autoritario que requería la situación y añadió—: Robert, te conozco desde que eras un crío, es importante que estés presente en este caso y nos ayudes con todo lo que te pidamos, te convocamos como soldado a esta misión y debes comprometerte con la Hermandad como lo hizo tu padre, descanse en paz, y nos prometió que tú estarías a la altura de las circunstancias y darías hasta tu vida, si hiciera falta, por la razón, cualquiera que sea, si la Hermandad así te lo requiriera. «Enseña al niño el camino en que debe andar, y aun cuando sea viejo no se apartará de él»; era una de las frases de la Biblia que siempre decía tu padre cuando se refería a ti. Robert, tu padre te educó conforme la Hermandad exige y por eso sabemos que tu responsabilidad es máxima y que te implicarás, así como él te enseñó. —Y despidiéndose, dijo—: Sabes que él estaría muy orgulloso de ti, esta noche se requerirá de tu fortaleza y tu devota fidelidad. —Colgando nada más acabar la frase, sin dejar siquiera que la expresión «de acuerdo, señor» saliera de la boca de Robert, que sintió cómo aquel hombre, un sacerdote respetuoso y comprometido, quizá en exceso, por la doctrina que aplicaba la Hermandad, colgaba el teléfono.

Durante unos pocos segundos se quedó desplomado en el sillón, comprendiendo que el momento había llegado y como juró a su padre, estaría dispuesto a defender la causa, obedecer y acatar la misión que, como «soldado», le encomendase la Hermandad… Lejos quedó la ansiada comida, la plegaria en la parroquia y el paseo de aquella tarde por San Pablo, así como las ansiadas vacaciones que tanto deseaba; ese «algo», le decía que ahora, más que nunca, iba a trabajar por una causa extrema, así lo notó en las palabras del padre Jacob y, desde luego, no se equivocaría lo más mínimo…; ahora debía acudir cuanto antes a su casa, comer algo, si el estómago se lo permitía, y prepararse para acudir a tan misteriosa reunión.

Después de despedirse del personal médico de la clínica, salió a la calle y donde antes parecía que el sol se filtraba por las nubes, una capa gris plomiza se extendía en lo alto, todo había sido un espejismo, ahora el cielo estaba completamente cubierto…

4

El profesor Friedrich se encontraba solo en el laboratorio que compartía con su compañera la doctora Anna, en el Instituto Paleontológico de París. Nervioso, acababa de llamar al periódico más sensacionalista de Roma para, de forma secreta, hablar con el director del mismo y pedirle una elevada compensación económica por contarle lo que, a proiri, habían descubierto en el laboratorio. Se encontraba valorando si había hecho bien o no en sacar a la luz tan importante noticia, rememorando la conversación que había mantenido con aquel famoso y ruin director.

—Buenos días, ¿hablo con Vicent Giambanco? —Había dicho impaciente Friedrich cuando se puso en contacto con la sede del diario en Roma.

—Vicent Giambanco al aparato, dígame —le contestó apresurado el director—. Me comenta mi secretaria que tiene una noticia importante para publicar en mi periódico, no tengo mucho tiempo, con lo que le pido rapidez, por favor. ¿De qué se trata? —Giambanco pensaba que era otro lunático que quería difundir a través de su diario alguna noticia trivial y llevarse un pellizco económico por ello. De un tiempo a esta parte, cada vez más, se ponían en contacto con él para todo tipo de primicias y reportajes que a fin de cuentas solo servían para hacerle perder el tiempo sin obtener ningún tipo de beneficio. Además, aquella mañana no estaba de humor y se lo transmitió desde la primera palabra al profesor Friedrich.

—Perdone, señor Giambanco, me llamo Friedrich y trabajo como investigador científico en el Instituto Paleontológico de París, no quiero robarle mucho tiempo, solo pido que escuche lo que tengo que ofrecerle…

—Cuando quiera —dijo el director mientras tornaba los ojos.

En los siguientes minutos, según iba hablando el profesor Friedrich, el rostro de Giambanco se iba transformando en una actitud poderosa y enérgica. Se sentía encantado por las palabras que le llegaban a sus oídos… Una vez acabó de contarle la noticia. El director solo pudo exclamar:

—¿Está completamente seguro de ello, profesor?

—Al cien por cien —contestó Friedrich con una gran sonrisa en la boca—, de todas formas, hemos mandado una prueba a un colega de la Academia de Ciencias de París para que la analice y nos dé una segunda opinión —añadió—, pero estoy seguro de que lo que le estoy diciendo es completamente verídico.

—Necesito que me lo cuente con total detenimiento, profesor, va a ser una gran primicia, por cierto —paró Giambanco—. ¿Cuánto dinero pide?

Al ver la actitud del director del diario, Friedrich exigió una suma muy elevada, transmitiéndosela sin pensar. Giambanco quedó en silencio y dijo:

—Eso es mucho dinero, profesor.

—La noticia lo vale —protestó Friedrich.

—De acuerdo, deme unas horas para pensarlo, ¿lo llamo a este número?

—Sí, sí, de acuerdo, sin problema. —En ese momento Friedrich, orgulloso, pensó en la cantidad de dinero que iba a recibir por la noticia. «Quizá no vuelva a trabajar en la vida», pensó. Lo que no sabía es que, a veces, el destino es caprichoso…

Vicent Giambanco se quedó unos segundos apoyado en el escritorio de su despacho, reflexionando sobre lo que acababa de escuchar de boca de aquel científico. Esa primicia era muy importante, incluso la noticia más valiosa y transcendental que habría publicado desde que era el director del periódico, hacía más de veinte años. Aunque aquel hombre pedía demasiado dinero, en verdad se lo podía permitir, además, los beneficios podían duplicar la cantidad demandada. Pero rápidamente se le formó otra idea en la cabeza. Volvió a coger el teléfono y marcó un número, seguidamente una voz respondió.

—Despacho papal, dígame.

—¿Padre Baldini?, soy Giambanco.

—¡Vicent! ¿Qué tal?, cuéntame

—Buenos días, padre, tengo algo que le puede interesar…

El padre Baldini, uno de los asesores directos del papa, escuchaba con atención cada una de las palabras de Giambanco. Cuando acabó de expresar lo que quería, Baldini, inquieto, le dijo que esperara unos segundos al otro lado de la línea. El sacerdote se alejó del teléfono. Al instante, retomó la conversación.

—¿Eres la única persona que sabe lo que me acabas de decir? —le preguntó con voz atropellada.

—Sí, padre, el científico que me ha facilitado la información y yo.

—Está bien, necesito que vengas al Vaticano lo antes posible.

—Estaré ahí en quince minutos, padre.

Giambanco no se lo podía creer, la mañana había empezado mal en la redacción y ahora, conocedor de la primicia desvelada, se entrevistaría en unos minutos con algún miembro importante de la Santa Sede, sí es verdad que conocía a muchas de las personas que comprendían las altas esferas pontificias, pero el poseer tan gran y reveladora noticia, le otorgaría aún más poder y reconocimiento en toda la ciudad. Además, no importaba que desvelara la primicia al Vaticano, seguidamente llamaría al científico y le pagaría el dinero que pedía y al instante, lo publicaría en su periódico. Era fácil. Empezó a frotarse las manos, se colocó con ímpetu la corbata y cogiendo el abrigo, se dispuso a salir a la calle, destino, la Santa Sede.

Friedrich, según iban pasando los minutos, se sentía más nervioso, incluso llegó a pensar si había hecho bien en contar el hallazgo de su laboratorio a aquel perverso director del famoso periódico, la verdad es que no había sido una postura muy ética, además, su compañera Anna desconocía la revelación al diario de Roma, pero el olor del dinero que iba a percibir le produjo, al instante, un bienestar en el cuerpo.

 

En eso estaba cuando Anna, también conocedora del descubrimiento, entró al laboratorio e interrumpió su reflexión.

—¡Friedrich, no paro de pensar en todo esto! —dijo Anna con una gran sonrisa—. ¿Te das cuenta de que si Franz confirma nuestras sospechas, será todo un éxito para la ciencia lo que hemos descubierto? —se apresuró Anna alegre y emocionada mientras se quitaba la bata y la colocaba en el perchero—. No he podido pensar en otra cosa en estos días, apenas he dormido y… ¡me encuentro fenomenal! —dijo riéndose a carcajadas.

—Anna, no cantes victoria todavía. A lo mejor todo es un error de medición y nos estamos adelantando a los acontecimientos. Esperemos a ver qué nos dice Franz desde la Academia de Ciencias, quizá nos hayamos confundido… —Friedrich hablaba con Anna dándole la espalda mientras encendía el ordenador—. Todavía es pronto para hacerse ilusiones.

—¡Pero Friedrich! —atajó Anna—, lo has visto como yo, la ciencia vuelve a ganar, ¿sabes lo que esto significa?, la Iglesia se tambalea por instantes, la razón gana a la fe. Es lo que siempre hemos querido, ¿no? Soñaba con esto desde mucho antes de empezar a estudiar la carrera. —Anna miraba al techo con la misma sonrisa mientras meneaba la cabeza, estaban a punto de salirle lágrimas de los ojos—. Esto es increíble Friedrich, para científicos como nosotros, poder echar un pulso a la religión y ganar es toda una satisfacción, ¡una felicidad enorme! Tú lo has visto como yo —volvió a repetir—, realizamos las pruebas tres veces, ¡tres veces!, y los resultados no mienten, Friedrich.

—La Iglesia se opondrá, Anna, y acabarán con todo. Con el hallazgo, las pruebas, incluso con nosotros. —Friedrich no era capaz de mirar a su compañera a la cara, por instantes, al ver la alegría que desprendía Anna, pensaba que, quizá, no hubiese sido buena idea llamar al periódico. Si aquel director aceptaba la oferta, se llevaría todos los logros y una buena cantidad de dinero, cuando, en realidad, el hallazgo lo habían descubierto los dos.

—Friedrich —le interrumpió Anna—, no puedes ser tan negativo. ¿Cómo van a acabar con algo que se puede demostrar? ¡Esto es ciencia! Y está por encima de la fe. Para ellos, Dios es la explicación de lo inexplicable. Pero para nosotros, la ciencia, es la única que consigue demostrar, Friedrich, demostrar, que al fin y al cabo es lo que cuenta.

Friedrich enarcó las cejas mirando a Anna.

—Ojalá tengas razón, Anna, ojalá tengas razón…

5

Robert acertó a pedir un taxi una vez fuera de su clínica, su cuerpo estaba paralizado y su cabeza no dejaba de preguntarse una y otra vez para qué le requeriría la Hermandad. Las palabras del padre Jacob le auguraban un mal presentimiento; «¿Batalla blanca?», no entendía nada… y por otra parte, estaba la imagen de su padre rondando su razón cada vez que le decía que algún día tendría que contribuir con su doctrina en la Hermandad. ¿Habría llegado aquel día?, pensaba mientras el taxi iba sofocando el espantoso tráfico y zigzagueaba eternamente por las callejuelas.

El conductor del vehículo le había interrogado sobre las típicas preguntas triviales de dos individuos que no se conocen y deben permanecer a solas un tiempo, sin embargo, Robert estaba tan ensimismado en sus cábalas que no consiguió contestar a aquel fatigoso taxista con sus nimiedades de cuestiones sobre el clima o las desafortunadas medidas que el Gobierno había tomado últimamente…, Robert solo alcanzaba a responder con monosílabos y entre tanto y tanto, deseaba llegar a casa cuanto antes.

La ansiedad se apoderaba de él y sentía un hormigueo cada vez más concentrado en la boca del estómago. Pasaron un cúmulo de minutos interminables y, por fin, después de una serie de maldiciones espetadas por el renegado conductor a causa del vasto tránsito de coches en aquella hora punta del mediodía, el taxi paró frente a la casa y Robert, dejando unos cuantos billetes encima del asiento del copiloto, sin ni siquiera preguntar a cuánto ascendía el importe del servicio, se dirigió con paso largo hasta las verjas que guardaban su vivienda, mientras tanto, el taxista, asombrado por la propina, esculpió un gesto de sumo gozo que Robert no alcanzó a ver.

Entró rápidamente sin detenerse a contemplar, como cualquier otro día, las flores y la vegetación del frondoso jardín y tras un portazo, dejó tras de sí la puerta principal. Se dirigió al salón para alcanzar el mueble bar, llenó una copa de licor que quemó su garganta cuando la bebió de un solo trago, y se apresuró a llenarla otra vez y tomando asiento en la butaca con la mirada perdida en el cielo a través del ventanal que se abría delante de él, advirtió, una vez más, las dos palabras a las que el padre Jacob había aludido en la conversación que habían mantenido. «Batalla Blanca». ¿A qué se referiría aquel clérigo con esa consigna?, ¿por qué me llamó soldado?, ¿alguna vez había escuchado a su padre llamar de esa forma a algún miembro de la Hermandad?, Robert negaba con la cabeza cuando sus ojos ya se habían depositado en el suelo de la sala. Sintió cómo el amargo brebaje se iba depositando en su cuerpo y comenzó a sentirse más tranquilo. Intentó respirar de forma sosegada y poco a poco lo fue consiguiendo. Se empezó a encontrar más calmado y mirando al reloj, que marcaba las 15 horas y 10 minutos, echó unos cálculos cuadrando el horario. Todavía tenía tiempo para ir a la iglesia de St Dunstan esa misma tarde, necesitaba desahogar esa preocupación que le consumía en aquel santo lugar. Contando con el tráfico, parando para poder comer algo, estar de vuelta a las 18:00 para ducharse, acicalarse y prepararse para la reunión y poder llegar a la Hermandad a las 22:00 siempre que el tráfico no lo impidiera, ya que el sitio se encontraba a las afueras de Londres y tardaría cerca de una hora en llegar…, tras unos segundos de suposiciones y conjeturas internas, afirmó decidido, y procedió a encaminarse hasta el garaje para sacar el coche y dirigirse hasta la tranquila parroquia. Lo necesitaba.

El reloj marcaba las 15:40 horas cuando entraba por el pórtico, se santiguó y tomó asiento en uno de los bancos mirando hacia la cruz que se alzaba grandiosa frente a él. Entrelazó las manos y despacio, se fue dejando caer hasta que sus rodillas tocaron la parte trasera del banco de enfrente y cerrando los ojos, mientras bajaba la cabeza y su barbilla acariciaba su pecho, empezó a rezar cada una de las tantas y tantas plegarias que su padre le había enseñado… otra vez su padre se dibujaba en su cabeza, sus pensamientos iban y venían con palabras de amor, sinceras. Palabras verdaderas que siempre le revelaba cuando era pequeño, términos religiosos, vocablos fieles hacia la imagen de Jesús en la cruz. Y siguió pensando sin abrir los ojos, la Hermandad le ordenaba su ayuda, requería de su colaboración, pero, ¿para qué? ¿Y si le pedían hacer cosas que él no quería? ¿Y si no estaba preparado?, o a lo mejor, ¿y si estaba exagerando las expectativas y simplemente era una reunión informal para tratar algún tema de mediana importancia?

Siempre recordaba que su padre se preocupaba demasiado por los asuntos que afectaban a la Iglesia, sabía que el objetivo de fundar la Hermandad era acabar, erradicar cualquier amenaza que pudiera ser peligrosa para la religión católica. Robert no olvidaba cuando su padre le contaba los peligros que desafiaban la fe en Dios. Desde otro tipo de religiones que pretenden imponerse mediante la violencia en algunos países musulmanes o los regímenes autoritarios de conveniencia atea o religiosa que prohíben la práctica de todo tipo de culto como China y Corea del Norte. Así, su padre mediaba entre países para conseguir la paz religiosa difundiendo sus creencias, captando adeptos, albergando la posibilidad de una coexistencia pacífica de grupos religiosos de diversas denominaciones en diferentes sociedades… Recordaba que viajaba mucho, por todo el mundo, y siempre que lo veía venir, le traía la mejor de las sonrisas y las mejores anécdotas de esos diversos lares. A lo mejor era eso. ¿Y si me encomiendan la misión de trasladarme a algún país que necesite la ayuda de un médico? Además, recordó, el padre Jacob me ha dicho que preparase una maleta con ropa…, a lo mejor me mandan a otra ciudad o a otro país como declarante de alguna tesis médica o quizá a ofrecer apoyo religioso a jóvenes no creyentes como un adulto criado en el seno del cristianismo por un sacerdote… mil ideas se volcaban en su juicio, pero siempre le llegaban las mismas dos palabras: «Batalla Blanca», un término así no podía significar o llevar consigo un cometido grato. Sin embargo, no era oportuno dejarse llevar más por el pesimismo hasta que no llegara la hora del acto. Así que se irguió y tras una pequeña inclinación hacia la cruz, salió al jardín para dar un paseo y que todas las agoreras ideas que se le iban formando en su cabeza, se fueran alejando poco a poco con el leve viento que se tejía en el exterior de la iglesia.