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Córdoba 1918-2018: vergüenza y libertad13

En tan sólo seis meses, entre marzo y octubre de 1918, una serie de acontecimientos ocurridos en la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, marcaría el espíritu intelectual y político de una época, un espectro que recorrería con diversas intensidades a las universidades públicas latinoamericanas y caribeñas. Expresión de rebeldía contra el statu quo universitario de principios de siglo, un grupo de estudiantes cordobeses, encabezados, entre otros, por Deódoro Roca —un destacado estudiante de derecho—, declararon una huelga general para impedir la elección de un rector, tomaron el frontispicio del edificio de la universidad, enarbolaron la bandera de la Federación Universitaria de Córdoba, y, sólo unos días después, proclamaron el célebre Manifiesto Liminar, la expresión simbólica más conocida del movimiento estudiantil que asumió la idea de la reforma de la universidad. Todo esto ocurrió en menos de una semana. La huelga inició el 15 de junio y el manifiesto fue publicado el 21 de junio.

Fueron días seguramente intensos, ajetreados, difíciles. Fue el tiempo comprimido de una juventud que “ya no pide, sino exige derechos”; que reclamaba la “revolución de las conciencias”; que acusaba la “insolvencia moral” de las autoridades universitarias; que afirmaba la certeza de que “estamos pisando una revolución, estamos viviendo una hora americana”. Frases poéticas y retórica incendiaria que habitan el corazón encendido del discurso que simboliza el manifiesto. Palabras del mascarón de proa del movimiento reformista: “una vergüenza menos, una libertad más”. A raíz de ello, del impulso a un cambio en la orientación, la estructura y el funcionamiento de la configuración y prácticas de la universidad, emergería una agenda de transformaciones que incluiría el cogobierno universitario, la autonomía, la docencia libre, la democratización, el libre acceso a la universidad, el reconocimiento por parte del Estado de la autoridad intelectual, social y política de la universidad en la construcción de las sociedades nacionales.

La épica cordobesa se extenderá a lo largo del subcontinente durante el siglo XX, aunque sus expresiones locales no fueron homogéneas. Se combinaría, por ejemplo, con la experiencia de la Universidad Nacional de México que refundara Justo Sierra durante el último año de la dictadura de Porfirio Díaz, y que en 1918 sobrevivía a duras penas entre las balas y cañones de la Revolución Mexicana, atrapada entre la retórica revolucionaria que le imprimiría Vasconcelos y la estirpe autonómica y liberal que le insuflara Justo Sierra. Muchos tipos de autonomías, de cogobiernos, de estructuras y prácticas académicas se configurarían en los distintos territorios y poblaciones universitarias. Ello no obstante, Córdoba importa más por lo que representa que por lo que fue: la expresión de un reclamo paradójico, a la vez corporativo y liberal, para transformar una institución cuyo pasado colonial se expresaba en el agotamiento de sus formas de reclutamiento y sus prácticas escolares, su carácter oligárquico, su conducción despótica, su irrelevancia social, intelectual y política.

¿Qué representa hoy el movimiento estudiantil de Córdoba? ¿Qué significan hoy las demandas de autonomía, democratización universitaria, compromiso social, autogobierno, participación, que enarbolaron los estudiantes en el Manifiesto Liminar? ¿Cómo valorar los efectos latinoamericanos de ese movimiento a un centenario de los acontecimientos? No resulta fácil ofrecer respuestas contundentes a estas preguntas. Sin embargo, puede proponerse la hipótesis de que ese movimiento reformador sentó las bases de un nuevo modelo de legitimidad política y representación social de las universidades públicas latinoamericanas y caribeñas, cuya vigencia perduraría durante prácticamente todo el siglo XX.

Es un modelo de legitimidad centrado en dos fuentes principales: la intelectual y la política. Y un patrón de representación social basado en la combinación de dos principios contradictorios: uno corporativo, otro meritocrático. La legitimidad se codificó en la autonomía política (cogobierno universitario) y en la libertad de enseñanza e investigación, el derecho al debate público; la representación de la universidad se construyó en su imagen social en tanto corporación o comunidad de estudiantes y profesores, y en su transición de institución oligárquica y aristocrática a una mesocrática. La expresión de este modelo de legitimidad y representación se desplegaría en los años de la modernización y el desarrollismo latinoamericano, y alcanzaría su punto máximo con la construcción de las ciudades universitarias de Bogotá (1940-1946), de México (1949-1952), de Caracas (1950-1953) o de Brasilia (1963-1972).

Hoy, Córdoba es una imagen lejana en el tiempo y en las prácticas institucionales. La autonomía y el cogobierno universitario ya no son lo que solían ser. Dos fuerzas han actuado para cambiar el sentido y el contenido del viejo modelo de legitimidad y representación. Una tiene que ver con la lógica neointervencionista del Estado a través de políticas de ajuste y modernización de las universidades públicas desde finales de los años ochenta. La otra tiene que ver con asuntos internos: neoutilitarismo académico, hiperpolitización, radicalismo, colonización de las autonomías por parte de partidos políticos, pandillas y grupos políticos universitarios que coexisten con la apatía, el desinterés o la indiferencia de muchos estudiantes y profesores en las prácticas del gobierno universitario.

Sobre las ruinas, los ecos y las nostalgias de Córdoba se ha erigido un nuevo modelo de legitimidad y representación, basado más en indicadores de rendimiento institucional que en la retórica del compromiso intelectual y moral de las universidades públicas. La autonomía amplia cedió el paso a la autonomía sobreregulada y el cogobierno universitario cedió el paso a la métrica y la retórica de la calidad, la innovación y el gobierno estratégico. Las representaciones sociales de la universidad pública se han vuelto mucho más complejas y diversas, en una sociedad que mantiene niveles inaceptables de pobreza y desigualdad, en la cual el acceso a las universidades sólo es posible para tres de cada diez jóvenes. Quizá sea el momento de hacer el recuento de nuestras nuevas vergüenzas y un inventario de las libertades que es necesario reclamar. Quizá esa sea la gran lección de Córdoba, un siglo después.

13 Campus Milenio, julio de 2018.

Raúl Padilla: el poder, las causas, los intereses14

El anuncio que el candidato de la Coalición por México al Frente, Ricardo Anaya, realizó la semana pasada de incorporar a su equipo de campaña a Raúl Padilla López, exrector de la Universidad de Guadalajara, ha causado diversas reacciones en la opinión pública. Algunos han visto el hecho como un acierto político; otros, como un error o como un riesgo innecesario; algunos más, como una noticia que habrá que tomar con las reservas del caso. Más allá de las interpretaciones contradictorias que se tienen sobre el hecho mismo, derivadas de filias, fobias y escepticismos propios del momento y de la temporada, quizá conviene poner en perspectiva el contexto y la trayectoria política de un personaje ciertamente destacado en la vida pública y política de Jalisco, para tratar de entender las causas y los intereses de su participación en el proceso electoral federal en el campo de las propuestas culturales que intenta desarrollar la coalición PAN/PRD/Movimiento Ciudadano.

Para nadie es desconocido el hecho de que Raúl Padilla ha construido una destacada trayectoria política dentro y fuera de la Universidad de Guadalajara desde hace casi cuarenta años. Líder estudiantil de la extinta (y con varios episodios siniestros) Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG) durante el periodo 1977-1979, Padilla comenzó su carrera política a la sombra de su mentor, Carlos Ramírez Ladewig, un político priista jalisciense asesinado a plena luz del día en las calles de la colonia Moderna de Guadalajara el 12 de septiembre de 1975. Poco después de su presidencia en la FEG, y bajo los códigos y reglas del juego político universitario de los años setenta, Padilla se convirtió en funcionario universitario entre 1979 y 1989, una década en la cual comenzó a construir una red política de alianzas en la UdeG y en el entorno político jalisciense, lo que le permitió en 1989 ser electo rector de su universidad, a los 35 años de edad.

Como suele suceder en política, las claves de la trayectoria de Padilla se encuentran en su pasado, en los distintos momentos y coyunturas que configuraron una reputación contrastante, polémica, entre diversos grupos y corrientes políticas universitarias y jaliscienses. Licenciado en Historia (egresado de la misma UdeG), Padilla emprendió durante su rectorado una ambiciosa reforma institucional que culminó en la construcción de la Red Universitaria de Jalisco de la UdeG, un proyecto que colocó a la institución en la lente política nacional. El origen, el diseño, las implicaciones y los efectos de ese proyecto reformador marcaron un punto de conflicto y ruptura con el grupo político que había cobijado la carrera de Padilla durante su primeros años y que explica su llegada a la rectoría, un grupo liderado durante los años ochenta por Álvaro Ramírez Ladewig, hermano de su mentor político.

Antes y durante su función como rector, Raúl Padilla había impulsado dos proyectos culturales inicialmente modestos, pero que luego se convertirían en emblemáticos de su poder, de sus causas e intereses: la Feria Internacional del Libro y la Muestra Internacional de Cine (ahora festival). Situados en el ambiguo territorio ubicado entre la difusión académico-cultural universitaria y la gestión empresarial-profesional, ambos proyectos se convirtieron en representaciones de su trayectoria posterior luego de dejar la rectoría en 1995. Sin embargo, para Padilla era claro (o lo fue a lo largo de los primeros años de esos eventos) que la supervivencia de ambos proyectos y otros (por ejemplo la construcción del Centro Cultural Universitario), dependerían fundamentalmente del apoyo político e institucional que pudiera construir desde la universidad, pero también mediante la gestión permanente con actores políticos externos a la misma. En otras palabras, para Padilla sólo un sólido poder político permitiría la viabilidad y permanencia de sus proyectos institucionales. Eso explica lo que he denominado en otros espacios la configuración de la “coalición padillista”, una compleja red de grupos y alianzas intra y extrauniversitarias que explica su poder político estratégico (“El vino y los odres. Gobernabilidad y cambio institucional en la Universidad de Guadalajara”).15

 

Pero entre 1995 y 2012, con la llegada de la alternancia política en Jalisco, el PAN se constituyó como una fuerza política fundamental para la entidad y para el país. Raúl Padilla fue electo diputado local plurinominal por el PRD en el periodo 1998-2001, posición desde la cual pudo experimentar los límites y posibilidades de su influencia en el nuevo mapa gobierno-oposición en la entidad. Las lecciones fueron claras: sus habilidades políticas carecían del “don divino” al que se refería el viejo Weber para definir una de las fuentes de la legitimidad política: el carisma. Eso le llevó a abandonar el espacio de la política partidista abierta y pública, para concentrarse en el cultivo y desarrollo de una gestión política discreta, pero efectiva, en torno a múltiples proyectos e intereses específicos universitarios y no universitarios.

Durante tres gubernaturas consecutivas, el contexto político jalisciense experimentó una profunda transformación simbólica y práctica, en la cual nuevas tensiones y equilibrios marcaron el territorio de los intercambios entre sus diversos actores y fuerzas. La UdeG, como otras universidades públicas en otros contextos estatales, es un grupo de interés y un grupo de poder al mismo tiempo, clave para entender la dinámica política estatal. Durante los 18 años del panismo jalisciense, la coalición padillista hegemónica en la UdeG mantuvo relaciones de tensión y conflicto con los gobernadores panistas en turno, relaciones marcadas por la lucha entre dos legitimidades: la de gobiernos democráticamente electos, y la de la autonomía política e institucional de la universidad, algo que Rollin Kent definió muy bien como “la disputa por la legitimidad” en el campo de las políticas de educación superior en la entidad.

Desde la oposición política al oficialismo panista, Raúl Padilla articuló una complicada y ecléctica red de alianzas con el PRI y con el PRD a nivel estatal y nacional, lo que le permitió tramitar sus intereses en ambos frentes, a través del impulso a candidaturas de funcionarios y diputados locales, federales y regidores municipales de origen universitario. Uno de los desenlaces de esa historia de tensiones fue conocido, dramático e inesperado: el suicidio de un exrector que fue seducido por los cantos de sirena del último gobernador panista (Emilio González, 2001–2007), obsesionado por terminar con la carrera política de Padilla y del “grupo universidad”, como el panismo y otras fuerzas políticas (y periodísticas) suelen caracterizar a la “coalición padillista”.

A lo largo de ese periodo de tensiones (poblado de múltiples anécdotas y microhistorias políticas), el poder de Raúl Padilla, paradójicamente, se fortaleció de manera significativa. Las imágenes de cacique, líder legítimo, político visionario, empresario universitario, caudillo cultural, político astuto, se convirtieron en calificativos distribuidos heterogéneamente entre sus simpatizantes y detractores. Esos calificativos revelan la compleja caracterización que se puede hacer de su trayectoria y representaciones, y de la comprensión del orden de lealtades que habita el corazón de las prácticas políticas en la UdeG y en el régimen político jalisciense contemporáneo.

De lo que no parece haber duda es que Padilla es un político profesional que ha construido un capital político propio en el campo cultural. En sentido estricto, no es un intelectual ni un académico universitario tradicional. Es un político que ha edificado su reputación con los códigos propios de la política, no con los de la fe religiosa. Negociar, cabildear, intercambiar favores y apoyos, distribuir recursos, impulsar algunas ideas y fortalecer algunos intereses, vetar adversarios y construir o saber escoger a sus enemigos, forman parte de los hábitos, usos y costumbres que explican las prácticas y los reflejos de la política real del padillismo, como expresión local de un viejo oficio alejado de la política imaginaria, reacia a las prescripciones normativas y cercana a la política práctica de todos los días. Por ello, su incursión en la liga de la política nacional durante una campaña electoral reñida y complicada es un riesgo personal, profesional y político, pues pondrá en evidencia sus límites, incertidumbres y capacidades. Sería ingenuo suponer que esa decisión lo alejará de sus intereses políticos en Jalisco y en la UdeG. Lo que hará es hacer más compleja, y probablemente más interesante, la trayectoria política de Padilla y de las corrientes que le apoyan dentro y fuera de Jalisco.

En suma, la experiencia de Raúl Padilla en el ámbito cultural y político jalisciense puede ser un componente interesante para repensar, discutir y debatir la política cultural nacional. La propuesta de ocho ejes que él mismo presentó en la conferencia de prensa en la cual Anaya anunció su incorporación a la coalición que encabeza, sintetizan una agenda ambiciosa para colocar a la cultura como parte central de un nuevo proyecto de desarrollo nacional. Ya habrá oportunidad de conocer y comentar con más detalle los contenidos específicos de esas propuestas.

14 Campus Milenio. Publicado en dos partes, los días 12 y 26 de abril de 2018.

15 Texto incluido en Acosta Silva, Adrián (coord.), Poder, gobernabilidad y cambio institucional en las universidades públicas en México, 1990-2000. Vol. 2, CUCEA-UdeG, Guadalajara, 2006.

La hechura del nuevo gobierno educativo: dilemas y tensiones16

¿Escribir? Ese tiempo ya no existe.

¡Hoy en día hay que pasar a la acción!

Theodor Bernheim, en Izquierda y derecha, de Joseph Roth

El recién concluido proceso electoral representa una valiosa oportunidad para tratar de identificar los puntos críticos de la agenda educativa nacional que propone la fuerza política ganadora, encabezada por Andrés Manuel López Obrador. Luego de tres meses de campañas —y varios años de pleitos, tensiones, reformas y movilizaciones—, la educación forma parte legítima de la agenda pública y ha comenzado a ajustarse y traducirse como parte de la agenda gubernamental del lopezobradorismo. Estas notas están escritas al filo de la coyuntura de la transición postelectoral, pero son producto del presente y el pasado reciente de la discusión pública sobre los perfiles, los “problemas malditos” y los desafíos de la educación mexicana para los próximos años.

Para ello, estas notas se concentran en algunos temas que, desde mi punto de vista, forman parte de los mínimos indispensables de la agenda educativa que el nuevo gobierno ha planteado desde y durante su campaña. El foco de las reflexiones se concentra en el análisis del “gobierno educativo”, es decir, en las estructuras y estilos de conducción, gestión y coordinación de los procesos y acciones que el gobierno electo plantea en el sector educativo, tanto en el nivel básico, como en medio y superior. El supuesto de base de esta perspectiva es que la articulación de las políticas y las reformas educativas pasa inevitablemente por el análisis de los perfiles, las estructuras y las restricciones del gobierno educativo de cualquier administración federal.

Los puntos que abordaré son los siguientes: a) la revisión de breves consideraciones generales en torno a las determinaciones políticas (teóricas y prácticas) que influyen en la formulación de las políticas públicas; b) la enumeración de los dilemas y tensiones que en el presente y el pasado reciente habitan el núcleo duro de las decisiones de gobierno en el sector educativo mexicano; c) tres conjuntos de interrogantes e hipótesis sobre el futuro del gobierno educativo durante el lopezobradorismo.

a) Determinaciones políticas y políticas públicas:

lecciones prácticas en contextos postelectorales

Con el triunfo electoral de la coalición “Juntos haremos historia”, encabezada por AMLO, ha comenzado el complicado proceso de gobernar a una sociedad heterogénea a partir de las instituciones, las normas, las leyes, los actores, recursos y presupuestos públicos realmente existentes. Atrás han quedado los doce largos años de movilizaciones, campañas y conflictos pre, trans y postelectorales protagonizados por el ahora presidente electo. También han quedado en el pasado reciente los pleitos, la retórica incendiaria, los insultos, las descalificaciones, los debates, los golpes bajos y los escándalos altos que caracterizaron durante tres meses a las campañas electorales federales y locales en todo el país.

En este contexto, la experiencia política mexicana clásica y contemporánea muestra algunas lecciones del pasado reciente que vale la pena atender. Enumero solamente cinco de ellas, que me parecen pertinentes para la coyuntura postelectoral mexicana.

1. La legitimidad democrática de un gobierno no asegura automáticamente su eficacia institucional. Una larga lista de ejemplos y evidencias de la ciencia política, la política comparada y la sociología política clásica y contemporánea, muestra una y otra vez que el origen de la legitimidad de un gobierno no siempre define la eficiencia y la eficacia de su desempeño. Un gobierno democráticamente electo no siempre está relacionado con un desempeño efectivo para resolver los problemas públicos. Y también suele ser cierto que un gobierno no electo democráticamente —es decir, mediante la participación de los ciudadanos a través de elecciones competidas y equitativas entre distintos partidos y organizaciones políticas—, puede legitimarse no tanto por su origen, sino por su buen desempeño institucional (el gobierno surgido de la revolución mexicana es un ejemplo clásico).

Para el caso, el nuevo gobierno lopezobradorista goza de una legitimidad democrática incuestionable. Su desafío mayor en el corto plazo será traducir esa legitimidad en eficacia gubernamental.

2. No se pueden cosechar calmas sembrando vientos. Y eso puede justamente ocurrir al nuevo presidente electo, a sus consejeros y asesores, y a sus equipos de campaña. La coalición electoral que llevó al triunfo de AMLO ha quedado desde ahora formalmente disuelta para tratar de convertirse en una suerte de coalición promotora de gobierno, instrumentadora de los cambios que prometió generosamente en campaña. Los beneficios de una eficaz estrategia cacha-votos alimentada por la retórica de la “mafia del poder” y que centró sus propuestas en considerar que la corrupción es la causa de todos nuestros males públicos, ahora tiene que absorber los costos de los pleitos, ambigüedades y vacíos que acompañaron también la obtención de los beneficios político-electorales de la campaña presidencial.

3. Tener el poder no es lo mismo que ejercer el poder. La construcción de una candidatura triunfadora supone pactar con dios besando al diablo. Es construir una imagen apoyada en los soportes políticos de los aliados, sin reparar demasiado en la coherencia de las coaliciones, de los programas y de las promesas. El pragmatismo es el instrumento y la brújula de las campañas, asumiendo los riesgos de compañeros de viaje que podrían ser considerados indeseables en cualquier otra circunstancia. Pero el periodo postelectoral significa un rápido proceso de rehechura de las alianzas para gestionar los conflictos y los cambios de cara al proceso de gobierno, al acto mismo de gobernar. A partir de ahora, diseñar decisiones de políticas públicas supone un conjunto de arreglos políticos estratégicos para que las políticas posean mínimos de factibilidad y de eficacia para el nuevo gobierno.

4. En una democracia electoral representativa y pluralista el ganador nunca gana todo. Y eso parece que ocurrirá otra vez en el caso mexicano. La oposición política al lopezobradorismo tendrá la mitad de la representación en el Congreso, y aunque Morena ha alcanzado cinco de los gubernaturas en juego, la mayor parte de los ejecutivos de los gobiernos estatales son dominados por otros partidos políticos. Eso significa que el nuevo ejecutivo federal tendrá que negociar permanentemente con la oposición para múltiples decisiones y acciones públicas, frente a un mapa muy complicado de intereses, actores y fuerzas políticas locales y nacionales. El fantasma del gobierno dividido y del presidencialismo débil vuelve a aparecer en el horizonte político nacional y eso significa siempre, para mal o para bien, la necesidad de ceder espacios, reconocer límites, potenciar alianzas, para tratar de mantener umbrales satisfactorios de gobernabilidad política y gobernanza institucional.

 

5. En política, prometer no empobrece; lo que perjudica es cumplir. A partir de ahora, el desgaste del nuevo gobierno ha comenzado. Las ilusiones, promesas y anticipos verbales del candidato van a comenzar a pasar las pesadas facturas de las realidades de todos los días, en todos los temas. Las promesas del político en campaña tendrán que resolverlas como puedan los funcionarios y asesores del presidente electo. Eso recuerda a las palabras del rey Luis XIV, al referirse a los políticos: “todo hombre que puede comprometerse sin razón, se vuelve al poco tiempo capaz de retractarse sin vergüenza” (citado por Escalante, 2011). La abultada agenda de transformaciones del país que anunció AMLO tendrá que ser priorizada y calendarizada por operadores, asesores y consejeros. Lo interesante será saber cuáles son esas prioridades y cuántas de ellas podrán ser cumplidas.

b) Dilemas, tensiones y restricciones del nuevo

gobierno educativo

El sabio profesor florentino Nicolás Maquiavelo —frecuentemente tan citado pero tan poco leído— afirmaba que un buen príncipe siempre tiene que aspirar a conjugar “fortuna y virtud”, es decir, tomar decisiones que guíen sus acciones en un sentido deseado —que no puede ser otro que la obtención y el reconocimiento de su poder y del gobierno que dirige— pero que debe también considerar las determinaciones que la fortuna —es decir, la suerte, el azar— juegan en los resultados del ejercicio político práctico (Maquiavelo, N., 1976).

Esa combinación suele ser complicada y, a menudo, imposible. Maquiavelo afirmaba que “ninguna cosa hace estimar tanto a un príncipe como las grandes empresas y el dar de sí excepcionales ejemplos”. Grandes empresas como grandes reformas, o transformaciones, o iniciativas, exigen por lo tanto una combinación adecuada de prudencia, fortuna y virtud, acompañadas siempre de un relato convincente, persuasivo y claro, sobre la necesidad o la bondad de emprender un nuevo camino de transformaciones desde el gobierno.

Pero para los profesionales de la política las circunstancias siempre determinan los comportamientos. El sabio Maquiavelo afirmaba que casi no hay político que no tenga “el ánimo dispuesto a girar según los vientos y variaciones que la fortuna le ordene”. En un contexto de competencia electoral, la retórica política busca sumar adhesiones y simpatías, con el propósito de alimentar la base social y electoral que permita ganar e incrementar su legitimidad política. Los dichos de campaña tienen sentido en el marco del “modo electoral” que asumió el lopezobradorismo en búsqueda de votos de los ciudadanos. Pero el “modo de gobierno” tiene, inevitablemente, otra lógica de operación, dirigida ya no a la búsqueda de votos, sino a la eficacia gubernativa. Pasar del modo electoral al modo gubernativo exige cambiar las relaciones entre los argumentos, los dichos y los hechos.

Esto ocurre en todos los campos de la acción pública, incluyendo, por supuesto, el educativo. El significado de la “cancelación” de la reforma educativa tiene ahora que ser traducido y explicado con detalle y precisión. Esa frase de campaña le trajo a AMLO la confirmación de aliados y simpatizantes, pero también le granjeó confirmar a viejos y nuevos adversarios. ¿Qué tipo de proyecto reformador, o restaurador, de la educación básica plantea el lopezobradorismo? ¿Quiénes serán sus aliados prácticos, tácticos y estratégicos? ¿Cómo se construirá la agenda y los contenidos de una nueva reforma educativa? Muy probablemente, las dirigencias aparentemente antagónicas del SNTE y la CNTE serán potencialmente consideradas como aliados inevitables del nuevo proceso reformador (o contrarreformador, o reformador de la reforma), pues los costos de actuar en solitario pueden o podrían ser muy altos para el nuevo gobierno.

En educación superior, las incógnitas rebasan con creces las respuestas. Más allá de las generalidades, como las de admisión universal o la de becas para todos los jóvenes que promocionó generosamente AMLO en sus decenas de mítines y entrevistas, no se sabe muy bien ni el qué ni el cómo ni el cuándo, ni quiénes se encargarán de diseñar una propuesta de política educativa para este nivel que tenga que lidiar con temas como el de la calidad, el financiamiento público, las bombas estalladas y las de relojería que son las pensiones y jubilaciones del profesorado universitario, la autonomía universitaria, el papel de las universidades privadas, el instrumental regulatorio adecuado para un sistema masificado y heterogéneo, las relaciones de la ciencia, la tecnología y la innovación, el papel y los perfiles del posgrado.

Estas preguntas y temas exigen decisiones de gobierno para traducirlas en agenda y programa. Definir el ordenamiento, la organización y las prioridades gubernamentales en el sector requieren de cierto trabajo intelectual y de un análisis sistémico de las capacidades institucionales para abordar la agenda, pero también de un “cálculo de complejidad” y la valoración del carácter estratégico, táctico o pragmático de las propuestas de solución en tanto problemas públicos. Desde esta perspectiva, el gobierno educativo significa el conjunto de estructuras, agencias y actores que permiten formular una agenda, tematizar y organizar las prioridades del gobierno, y definir las decisiones estratégicas, las políticas y los programas públicos necesarios para incidir en el abordaje y la (posible) resolución de los problemas de la educación mexicana para los próximos años.

En todos los niveles del sistema educativo —el básico, el medio y el superior, incluyendo el posgrado— el problema del gobierno educativo de despliega en dos direcciones. De un lado, hacia la dimensión de la gobernabilidad sistémica. Del otro, hacia la dimensión de la gobernanza institucional. El primero está relacionado con la gestión del conflicto; el segundo, con la gestión de los cambios. Ambas dimensiones son fundamentales para tratar de comprender las lógicas de acción del gobierno educativo (Acosta, 2018).

En el pasado reciente del sector, los problemas de gobernabilidad y de gobernanza han coexistido empíricamente. El impulso a la reforma educativa que se inició en el marco del Pacto por México anunciado desde principios de 2013, al inicio del gobierno peñanietista, fue anunciado explícitamente como una estrategia de cambio cuyo propósito central era “recobrar la autoridad del Estado” en la educación. A partir de un diagnóstico catastrófico del sector, el gobierno federal tomó la decisión de reformarlo a través de un proyecto centrado en la carrera magisterial y la evaluación docente, que significó básicamente la modificación de las reglas de ingreso, promoción y mejora del profesorado, la reforma a las funciones y atribuciones del INEE, y, tardíamente, años después, hacia 2017, mediante el diseño de un “nuevo modelo educativo” orientado a la mejora de la calidad de la educación mexicana.