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Políticas en tiempos difíciles2

La Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) publicó en abril pasado el documento “Inclusión con responsabilidad social. Una nueva generación de políticas de educación superior”. Es un esfuerzo de balance y de propuestas de políticas para los próximos años, cuyo núcleo central es un decálogo de temas estratégicos que van desde un nuevo diseño institucional para la gestión y la coordinación de la educación superior, al reforzamiento de la seguridad en los campus universitarios, pasando por temas como el de la cobertura, la vinculación, la internacionalización o el financiamiento de la educación superior.

Se trata de una propuesta ambiciosa para reformar el paradigma de las políticas públicas de educación superior que ha dominado los últimos 20 años, reconociendo sus logros, pero también sus déficits y zonas de incertidumbre. Como todo documento público, es un pronunciamiento que invita a la reflexión y al debate, un texto no académico y sí político en el sentido estricto del término, es decir, un escrito que trata de influir en la toma de decisiones públicas para los próximos años, y en particular para el sexenio que comienza el 1 de diciembre.

Arquitectos, políticos e instituciones

La afirmación central del documento es la necesidad de construir una “nueva arquitectura institucional”, que proporcione una “visión de estado” para la educación superior. De ahí se desprende la idea de que una nueva generación de políticas implica transitar de políticas gubernamentales a verdaderas “políticas de estado” como estrategia de acción pública para este campo.

Habría que señalar, en principio, que “políticas de estado” es un concepto problemático. Primero, porque supone que el Estado puede hacerlo (casi) todo, que todo es cuestión de voluntad política. Segundo, porque supone que esas políticas pueden ser transexenales, no anuales o sexenales. Tercero, porque supone que los poderes estatales (legislativo, ejecutivo y judicial) y los niveles de la autoridad del Estado (federal, estatales y municipales) pueden ser capaces de ponerse de acuerdo para impulsar políticas comunes, coherentes y básicamente armónicas.

El Estado mexicano no funciona bajo estos supuestos. En realidad, opera bajo un esquema de federalismo teórico y centralismo práctico, en el que los ejecutivos federales (priistas o panistas) impulsan políticas que van más allá de los límites sexenales convencionales, aunque no sean compartidas por los otros poderes o por las otras instancias de autoridad. La política económica, o la política educativa, por ejemplo, son casos que muestran claramente cómo existen políticas públicas que trascienden los límites temporales sin ser “políticas de estado”, a pesar de que sus efectos sean contradictorios, paradójicos o perversos, como lo muestra el prolongado estancamiento de la economía mexicana desde hace tres décadas, o la baja cobertura y calidad incierta de la educación desde hace más o menos el mismo tiempo.

En estas circunstancias, ¿qué significa la “nueva arquitectura” que propone ANUIES? En términos teóricos no es claro, pero en términos prácticos hay básicamente tres cosas:

a. Reorganizar agencias federales de educación superior y ciencia y tecnología, creando la Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación (SESCTI).

b. Cambios legislativos y normativos constitucionales que favorezcan la coordinación de estas actividades, tanto a nivel de las instituciones como en términos constitucionales.

c. En el ámbito de las entidades federativas, se propone “fortalecer” las Comisiones Estatales para la Planeación de la Educación Superior (COEPES) y los Consejos Estatales de Ciencia y Tecnología (Coecyt).

“Nueva arquitectura” supone que el entramado institucional de la educación superior mexicana actual es inadecuado para el impulso a una nueva generación o ciclo de políticas. Para decirlo en fórmula cruda: para crear nuevas políticas requerimos de un nuevo diseño institucional. Y ello implica, se supone, una nueva normatividad constitucional, una nueva agencia federal, y nuevas relaciones con los gobiernos estatales. La sonoridad de la frase “políticas de estado” requiere, sin embargo, un breve recuento de lo ocurrido con la relación entre las políticas y las instituciones que hemos observado en los últimos años en la educación terciaria del país, para poner en perspectiva la propuesta de ANUIES.

1990-2012: ¿el fin de un ciclo?

Como se sabe, la SEP inició en 1989 una reorganización interna para incorporar a la educación superior e investigación científica a su estructura organizacional. Soplaban fuerte los aires de la modernización educativa que impulsaba el gobierno salinista. Así, se creó la Subsecretaría de Educación Superior e Investigación Científica (SESIC) como una agencia federal dedicada específicamente a coordinar las tareas públicas en esos ámbitos. Antes se había creado el Conacyt, en 1970, como instancia promotora del desarrollo científico y tecnológico, y en 1984 se creó el Sistema Nacional de Investigadores, como un mecanismo contingente para paliar la crisis salarial de los científicos mexicanos y tratar de disminuir la fuga de cerebros.

También, antes de la invención de la SESIC, en 1978, se había expedido la Ley para la Coordinación de la Educación Superior (LCES), con el propósito justamente de organizar, coordinar y planear mejor el sistema nacional de educación superior. Por esos mismos años la ANUIES y la SEP deciden la creación del Sistema Nacional de Planeación Permanente de la Educación Superior (Sinappes), un ambicioso esfuerzo que traduciría, teóricamente, los mandatos de la LCES en estructura operativa, estable y eficaz, que funcionaría en los ámbitos federal, regional, estatal e institucional, con la creación de comisiones y unidades de planeación en esos niveles, desde “arriba” hasta “abajo”. La crisis financiera de los ochenta convirtió en ilusión los buenos deseos gubernamentales. Años después, a principios de los años noventa, las políticas de modernización llegaron a la educación superior y se crean nuevos programas, agencias, organismos e instrumentos para tratar de coordinar las acciones públicas e institucionales en el campo de la educación superior. Son los años de creación de la Comisión Nacional de Evaluación, que posteriormente daría origen al Centro Nacional de Evaluación (Ceneval). Se crearon programas de estímulos al personal académico de un claro corte compensatorio. Se puso en operación el Fondo para la Modernización de la Educación Superior (Fomes), como un programa de financiamiento condicional y diferenciado a las universidades públicas, que posteriormente se transformaría en el Programa Integral de Fortalecimiento Institucional (PIFI), de los federales, el programa más ambicioso y duradero hacia la educación superior.

Los efectos de esta “vieja” arquitectura institucional en la integración y mejoramiento del sistema de educación superior han sido vagos e imprecisos. Hoy tenemos un panorama de claroscuros, poblado de algunos logros, muchos déficits y grandes zonas de incertidumbre, que configuran una buena colección de paradojas y sinsentidos antisistémicos. Experimentamos un lento crecimiento de la cobertura educativa a pesar de la considerable expansión de la matrícula y la proliferación de instituciones y establecimientos de educación superior, públicos y privados. Las tasas de rechazo en el acceso a la educación superior son directamente proporcionales a la expansión de un mercado privado subregulado, de calidad dudosa, donde la autoridad educativa es sólo parte del paisaje. Se ha incrementado el papel proveedor y supervisor de las políticas federales, debilitando la autonomía de las universidades públicas, pero incrementando el papel y peso de los ejecutivos estatales. El financiamiento público es irregular, incierto y condicionado, y las labores de investigación y docencia se desarrollan en entornos institucionales donde el envejecimiento acelerado de la planta académica amenaza la sustentabilidad del desarrollo científico y de la enseñanza.

En estas condiciones, una nueva arquitectura para la educación superior implica, más que crear una nueva institucionalidad que de manera potencial se traduzca en una mayor burocratización, en “pensar institucionalmente”, es decir, mejorar la gestión, las capacidades de coordinación y los compromisos de los actores estratégicos de la educación superior. Y eso significa crear nuevas bases para la confianza en la autonomía de las instituciones universitarias públicas, en las que las políticas públicas favorezcan la construcción de relaciones de confianza y reciprocidad entre autoridades y comunidades universitarias. Muchos años de abandono están detrás del deterioro y la degradación del sentido institucional de la educación superior, ese que tiene que ver con el compromiso con el desarrollo académico, con el buen mantenimiento de las instalaciones, con el correcto funcionamiento administrativo de las universidades. La competencia entre los individuos por los estímulos académicos, la conquista de posiciones de dirección y burocráticas que compensen los pobres salarios base de los profesores e investigadores, las dificultades de alcanzar edades de jubilación en condiciones dignas, han erosionado las bases mismas de la confianza institucional.

En el umbral de la alternancia política mexicana, en la cual un nuevo gobierno y un viejo partido representan el retorno de un oficialismo que se anuncia a sí mismo como diferente al que solía ser, la propuesta de ANUIES puede ser un buen insumo para que los arquitectos, políticos e ingenieros de la educación superior (y los indispensables supervisores, plomeros y albañiles que se necesitan), discutan y decidan sobre qué tipo de políticas y qué tipo de estatalidad es necesaria para cambiar un paradigma de políticas federales que, más que en estado crítico, parece envejecido y agotado, caminando en círculos sobre sus propios pasos, generando prácticas de simulación, de irrelevancia y desinterés por los asuntos torales de la educación superior mexicana.

 

2 Campus Milenio, 27 de septiembre de 2012.

Rectores3

Como es de dominio público, en la Universidad de Guadalajara se ha desarrollado en las últimas semanas el proceso de elección del rector general para el periodo 2013-2019. Hoy mismo (31 de enero), sabremos quién será el nuevo rector, luego de que el Consejo General Universitario decida por mayoría cuál de los cuatro candidatos registrados ocupará el máximo puesto de la representación universitaria.

La elección de un rector es siempre un proceso complicado y potencialmente conflictivo. Entre las 36 universidades públicas del país prevalecen en términos generales tres tipos de procedimientos electorales: a) los que son designados por una Junta de Gobierno; b) Los que son electos mediante procesos de votación universal de todos los miembros de las comunidades universitarias; y c) los que son electos mediante votación de Consejos Universitarios, en los cuales están representados los diversos sectores de la universidad. Cada proceso encierra su complejidad, sus insuficiencias y sus riesgos, y cada universidad desarrolla estilos de gestión política para asegurar la legitimidad, la eficiencia y la estabilidad de sus reglas y decisiones.

En el caso de la UdeG la decisión descansa en este último modelo. Luego de pasar de un procedimiento no autónomo (o semiautónomo) de decisión, en la que el gobernador en turno designaba al rector a propuesta de una terna electa por el consejo universitario —cosa que ocurrió desde 1925 hasta 1989— pasamos a la plena autonomía para que los universitarios elijan a su rector mediante los procedimientos acordados por la propia comunidad universitaria. Con la ley orgánica aprobada en 1994, la decisión recae en el Consejo General Universitario, a través de una Comisión Especial Electoral. El actual sería el cuarto proceso rectoral que transcurre mediante las reglas acordadas en la reforma universitaria del 94.

Hay, por supuesto, una intensa actividad política antes, durante y después de la elección en la UdeG, que obedece a los códigos propios de la política general: hay acuerdos, negociación, conflictos, competencia por recursos y votos de los consejeros. Hay también un esquema general de distribución del poder institucional que explica el procedimiento universitario, en el cual los actores institucionales, formales y fácticos, académicos y no académicos, intervienen en las decisiones de votos y candidatos. Como en toda universidad pública, hay redes y corrientes que se mueven en la búsqueda de consensos, de estrategias para sumar apoyos, de presiones por colocar o mantener sus intereses y agendas en el horizonte institucional. Hay también quienes descalifican el proceso, los que critican el esquema del poder institucional, los que desconfían de las reglas y hasta maldicen a los liderazgos, a los grupos y al status quo universitario.

Dichos comportamientos muestran la complejidad de las relaciones políticas entre universitarios. Hemos visto en estos días discursos incendiarios, activismos abiertos o discretos, retórica de coyuntura para favorecer a tal o cual candidato, proyectos, grandes emociones y pensamientos imperfectos (para decirlo con las licencias novelísticas del profesor Rubem Fonseca). Hay comportamientos lisonjeros, simpatías legítimas, lealtades a prueba, clientelismos y corporativismos viejos y nuevos, de distinto calibre y perfil. Hay también un silencio cósmico en muchos sectores universitarios dominados por la indiferencia, la apatía o el aburrimiento con todo lo que tenga que ver con la política universitaria, como suele ocurrir con la política en general. Pero hay que recordar que la política práctica, aquí, en Harvard o en la UNAM, es un asunto de elites, un tema que concierne a un puñado de interesados que aspiran a representar a sus comunidades. Esa es, quizá, la virtud, o la limitación, de todos los procesos electorales: no involucran a todos, expresan la acumulación de intereses en grupos y personas específicas, articulan la representación de ideas, creencias y aspiraciones de ciertos sectores en ciertos momentos.

Ello no obstante, en la universidad existen asuntos generales, sustantivos, en las que el gobierno universitario debe tener proyectos, ideas y compromisos más o menos claros. Los candidatos a representar a la universidad han planteado ya varios de ellos, muchos temas académicos, otros administrativos, algunos más culturales, muchos presupuestales, otros, por supuesto, estrictamente políticos. Pero las universidades de hoy —luego de muchos años de políticas federales concentradas en ligar evaluación, calidad y desempeño— han vuelto a nuestras instituciones organizaciones esquizofrénicas: tiene que hacer docencia, investigación, extensión y difusión, pero también rendir cuentas, exhibir indicadores y reconocimientos en las vitrinas institucionales, procurar buenas relaciones con los poderes públicos y, además, mantener la estabilidad de sus instituciones. Son espacios sobrecargados de exigencias sociales, económicas, políticas y culturales. Hay también zonas oscuras y brillantes, liderazgos académicos probados, procesos discretos de trabajo docente cotidiano, junto a frustraciones, envidias y rencores acumulados por diversas zonas de una comunidad de más de 235 mil estudiantes, donde laboran más de 15 mil profesores e investigadores y casi 9 mil 500 trabajadores administrativos y de servicio.

Todo esto ocurre en la UdeG. Y por ello, o a pesar de ello, la universidad es una institución central para la vida pública, política y social de Jalisco, cuyas contribuciones son fundamentales para entender lo que ha ocurrido en la entidad en los últimos 90 años. Hoy que el calendario institucional cierra y abre un nuevo ciclo universitario, quizá sea el momento de volver la mirada al pasado remoto y reciente de nuestra universidad, para vislumbrar, con la palidez de lo inmediato, los desafíos de su propio futuro.

3 Señales de Humo, 31 de enero de 2013.

Universidades públicas: de la reforma a la modernización4

En el lenguaje de la historia reciente de las universidades mexicanas, la palabra “modernización” significa casi cualquier cosa que uno pueda imaginar. Suena a algo parecido a ser actual, estar al día o a la moda, parecerse lo más posible a alguna universidad exitosa en el mundo, figurar en los rankings internacionales o locales, ser atractiva para los estudiantes, tener buenas instalaciones, edificios modernos, inteligentes, con tecnologías de información y comunicación de última generación, bellos jardines, ciclopistas, declaraciones de sus campus como “verdes”, “saludables”, “libres de humo”. Pero no basta parecer modernas, sino también serlo: la modernización también significa rendir cuentas al gobierno, acreditar la calidad de sus programas de licenciatura y de posgrado, presumir a los buenos estudiantes y a sus egresados exitosos, ser eficientes, innovadoras, internacionales. Cuentan también sus profesores e investigadores, sus altas cualificaciones y credenciales académicas (doctorados, posdoctorados, formados de preferencia en universidades norteamericanas o europeas), sus cuerpos académicos consolidados, el número de investigadores reconocidos en el Sistema Nacional de Investigadores, cuántos de sus profesores alcanzan la calificación de “perfiles deseables” en el ahora modernísimo Prodep (Programa de Desarrollo del Personal Docente), que es la nueva versión del viejo Promep (Programa de Mejoramiento del Profesorado).

¿Cómo ocurrió todo? Vale la pena recordar que los vientos de la modernización de la educación superior que llegaron en los primeros años noventa del siglo pasado a las playas universitarias intentaban transformar a instituciones consideradas hundidas en los pantanos del despilfarro, la corrupción académica, la politización salvaje, desvinculadas de las necesidades sociales y encerradas en sus torres de marfil. La palabra “crisis” estaba de moda, y con ella se resumía la situación de las universidades públicas. Y el diagnóstico anticipaba la receta: para enfrentar la crisis de la universidad se requería una operación de modernización, de actualización de las universidades para adaptarse a los cambios ocurridos en el contexto nacional e internacional que emergía tras la crisis económica del capitalismo de los años ochenta y los movimientos democratizadores de los noventa —la “tercera ola de la democracia”, como la llamó Huntington—. El resultado de la operación es conocido: se diseñaron e instrumentaron políticas de educación superior centradas en la evaluación, la calidad y un financiamiento público competitivo, diferencial y condicionado.

Pero una incómoda sensación déjà vu flotaba en el ambiente. La idea de la modernización era, paradójicamente, una idea vieja, surgida en el imaginario de las élites intelectuales y políticas del siglo XIX, convencidas de que el futuro social y económico de los países estaba ligado al combate a lo tradicional y al conservadurismo. Ser moderno significaba dejar atrás usos y costumbres, tradiciones ancladas al pasado rural y comunitario, autoritarias e ineficientes, para transitar a sociedades urbanas, industriales, educadas, productivas, liberales y democráticas.

En México, el discurso neomodernizador enarbolado por el salinismo (1988-1994) que se abría paso en medio de la crisis de los años ochenta no era nuevo. Antes, en otros tiempos y con otros actores, se habían desarrollado por lo menos dos modernizaciones de la educación superior. La primera fue lanzada por el presidente Porfirio Díaz, en el ocaso de su mandato y relevancia política. La inauguración de la Universidad Nacional de México, justo el año del primer centenario de la independencia, formó parte de la gran cruzada modernizadora que el porfiriato emprendió en todo el territorio nacional en la primera década del siglo XX: edificios, museos, trenes, plazas públicas, iluminación de calles, tranvías eléctricos en las ciudades, escuelas en las grandes poblaciones del país.

Pero el primer y último intento de modernización porfirista fue barrido por los tiempos violentos de la Revolución. Las universidad de México, y varias estatales, sufrieron los efectos de la transición de un régimen dictatorial hacia un régimen popular-nacional, un periodo que puede ser mirado en las sabias palabras del historiador británico John Calhoun respecto a las revoluciones: “El intervalo entre el declive de lo viejo y la formación y el establecimiento de lo nuevo siempre constituye un periodo de transición, el cual es necesariamente un periodo de incertidumbre, confusión, error, y salvaje y feroz fanatismo” (A Disquisition on Government).

No sería hasta los años cuarenta cuando una segunda modernización se colocaría en el centro del lenguaje público y las creencias, los deseos y las expectativas sobre las universidades. La construcción de Ciudad Universitaria de la UNAM, y la creación de nuevas universidades públicas estatales, significaba que el país progresaba y se desarrollaba. La segunda modernización universitaria representaba autonomía, libertad de investigación y de cátedra, el acceso de nuevos estratos y grupos sociales a la universidad, la contratación de profesores de tiempo completo. Pero la nueva modernización traía consigo los gérmenes de la nueva universidad: burocratización, politización, expansión no regulada ni planeada, masificación. La transición de la universidad tradicional a la moderna ocurriría en un tiempo dilatado y largo. Iniciaría con el alemanismo y terminaría con el movimiento estudiantil de 1968.

La tercera modernización universitaria experimentada en los años noventa surgía entre los escombros de la crisis de financiamiento público, las políticas neoliberales de ajuste y reestructuración económica, y los reclamos de la democratización política que se formaron lentamente en los años setenta y ochenta. La idea tradicional de la reforma universitaria, que formaba parte de los relatos convencionales del cambio en las universidades públicas, fue sustituida o desplazada por la idea de la modernización. La primera implicaba el financiamiento público sostenido, el respeto a la autonomía universitaria y el fortalecimiento de las tradiciones del gobierno compartido de la universidad (estudiantes y profesores). La segunda implicaba un nuevo contrato: mayores regulaciones gubernamentales a la universidad, evaluación, calidad, financiamiento condicionado, fortalecimiento de la gestión directiva centralizada, planeación integral, estímulos al desempeño.

 

Ese desplazamiento de la idea de la reforma por la idea de la modernización en las universidades públicas es una historia política e intelectual que aguarda a ser reconstruida con evidencia, precisión y claridad. No es sólo un asunto de necesidad, o curiosidad, académica, sino de precisar el alcance y los límites del tipo de modernización que han experimentado las universidades públicas mexicanas en el último cuarto de siglo.

4 Señales de Humo, 12 de septiembre de 2015.