El poder de la universidad en América Latina

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La legitimidad social: el poder de las representaciones. La creencia de que la universidad es una fuente de prestigio, estatus y movilidad social está en la base del reconocimiento de los sellos, títulos y diplomas universitarios como testimonios objetivos y fuentes meritocráticas, burocráticas o aristocráticas de poder para los individuos, los estratos y las clases sociales. Este tipo de legitimidad corresponde a la afirmación clásica de Durkheim respecto de que “la vida social está hecha por entero de representaciones” (2000: 35). “Lo que traducen las representaciones colectivas es el modo como el grupo piensa respecto a su relación con los objetos que la afectan” (ibid: 43). De este modo, “se puede llamar institución a todas las creencias y a todos los modos de conducta instituidos por la colectividad” (ibid.: 50).11

Los conjuntos de las representaciones sociales integran para la tradición durkhemiana el corazón del “imaginario social”. Aunque hay interpretaciones y posicionamientos teóricos que tienden a separar el imaginario de las representaciones (Girola, 2007: 62-63); desde una perspectiva institucional, las representaciones son los “marcos cognitivos” (Lascoumes y Le Galés, 2014: 19) que integran creencias, expectativas y valores que los distintos grupos, estratos y clases sociales construyen dentro y en los alrededores de instituciones políticas como el Estado o sociales como la universidad.

El concepto de representación social puede definirse desde un punto de vista antropológico como una “imagen de la realidad” (Geertz, 2000); desde un punto de vista politológico como un “espejo” o “evocación simbólica” de un orden institucional (Pitkin, 1967) o, recientemente, desde la psicología social, como “sitios” (Installation Theory), donde las representaciones son definidas como un sistema socialmente construido (distribuido en “sitios”) que descansa en tres “capas” o “estratos”: un ambiente material (un “andamiaje”, scaffolding), la encarnación de competencias interpretativas compartidas (“sugerencias”, suggesting) y un conjunto de regulaciones sociales específicas (“restricciones”, constraining) (Lahlou, 2015).

Las representaciones colectivas de y sobre la universidad descansan en la noción del reconocimiento del mérito como fuente de diferenciación y distinción social; en las imágenes y relatos que acreditan su autoridad en el campo del saber, en su función como proveedora de recursos simbólicos para oportunidades de movilidad social ascendente, en la construcción de linajes, trayectorias y prestigios para individuos y grupos sociales específicos, o en el fortalecimiento de los previamente existentes, por derechos de sangre, herencia, posiciones económicas o políticas de individuos y familias. Pero las representaciones que se construyen dentro y fuera de la universidad descansan también en una complicada colección de leyes, ordenamientos, reglamentos, estatutos, sellos, borlas, títulos, que organizan tanto rituales como prácticas en la vida universitaria. Esas representaciones tienen diversas intensidades, sentidos de acción para estudiantes, profesores y funcionarios, con variaciones significativas en las disciplinas, así como en los saberes específicos. La larga transición de las representaciones de clase del linaje de sangre, de la herencia, propias de universidades medievales o coloniales de los siglos XV al XVIII, hacia las representaciones meritocráticas y profesionales de las universidades liberales entre los siglos XIX-XX, muestran los cambios en el perfil de las representaciones que las universidades tienen en distintos contextos simbólicos (Perkin, 2002).12

Las representaciones sociales se expresan en el uso rutinario de imágenes y lenguajes que articulan un sentido de identidad y pertenencia de los grupos e individuos en torno a sus instituciones y comunidades. Ello da origen a los relatos (“narrativas”) que articulan imaginarios, representaciones y prácticas sociales. Desde la perspectiva de la sociología histórica moderna, el “giro narrativo” es un enfoque de investigación dirigido hacia la reconstrucción y comprensión de los relatos que los individuos, los grupos o las instituciones construyen a lo largo del tiempo para explicar sus orígenes, contradicciones y tensiones (Gotham y Staples, 1996). Esos relatos (celebraciones, biografías, proclamas, discursos, manifiestos, leyes) configuran no sólo las “memorias” de los fenómenos sociales sino también las imágenes, símbolos y significados que dominan las prácticas individuales o colectivas. La fuerza del análisis narrativo en la sociología histórica consiste en asociar justamente la dimensión temporal de la construcción de los relatos con la dimensión estructural que influye, determina o condiciona la dimensión retórica o discursiva de la vida social (Torres, 2018).

La legitimidad histórica: el poder del pasado. Los relatos sobre la antigüedad, la “edad institucional” de las universidades, forma otra fuente de legitimidad del poder social de dichas instituciones. Para decirlo en breve, la legitimidad histórica significa el poder del pasado. Aunque en el pasado colonial de las universidades latinoamericanas dicho pasado propiamente no existía, los relatos históricos de los modelos de las universidades de Salamanca o de Alcalá de Henares fueron invocados para legitimar la “necesidad” de un espacio institucional capaz de reproducir un orden social adecuado a la lógica de funcionamiento del Imperio español. Apelar a la grandeza de las primeras universidades españolas, a su historia y mitologías, se convirtió en un recurso sistemáticamente empleado por las órdenes religiosas –en especial, de los dominicos– para fundar las primeras universidades en la América española.13 Sin embargo, con los convulsivos procesos de independencia en el siglo XIX en la región, dicho pasado fue un obstáculo para la creación de un orden republicano, independiente y nacionalista, que veía frecuentemente en las viejas universidades coloniales reductos del conservadurismo y de la reacción frente a los cambios. Paradójicamente, en el transcurso del siglo XX, con la refundación de muchas de las viejas universidades coloniales, en el contexto de los Estados Nacionales latinoamericanos, el pasado histórico (es decir, colonial) de las universidades fue utilizado frecuentemente para legitimar el papel de dichas instituciones en la conformación de un nuevo orden político, social y cultural de las repúblicas americanas.

Pero el papel social simbólico e histórico de las universidades está fuertemente relacionado con su papel político. Desde el principio de la conquista, especialmente al inicio del siglo XVI, las órdenes religiosas argumentaban la necesidad de crear espacios de los nuevos “estudios generales” que requerían no solamente la evangelización de las nuevas colonias, sino también la necesidad de generar estructuras de reclutamiento y de formación de nuevos frailes, sacerdotes y funcionarios eclesiásticos y civiles necesarios para las labores prácticas de gobierno de las nuevas colonias. El poder social de la Iglesia católica se convirtió también en un poder político para impulsar la creación de las primeras universidades en los nuevos territorios conquistados.

Esa forma específica de legitimidad debe entenderse en el contexto del papel que la lógica evangelizadora funcionaba a la vez como una lógica de colonización, de burocratización y politización del dominio de la Corona española en territorios y poblaciones específicas. La formación de clérigos, la organización de arzobispados, el nombramiento de obispos y la creación de nuevas diócesis conforme avanza la colonización colocaron a la Iglesia en una posición privilegiada para demandar recursos a la Corona. El resultado parcial de esa lógica de funcionamiento explica el proceso de constitución de las nuevas universidades hispanoamericanas. No fue casual que la constitución de los primeros arzobispados en la América española (Santo Domingo, Lima y México) fuera un proceso paralelo a la instauración de las Reales Audiencias que la Corona peninsular instaló en las principales ciudades de las nuevas colonias (González, 2010a); ello explica el hecho de que las poblaciones donde se instalaban las primeras audiencias y arquidiócesis fueran también las sedes de las primeras universidades de la región.14 En sus inicios, la reproducción de la educación hispánica tradicional, metropolitana, que recibían los hijos y los nietos de conquistadores y encomenderos en las primeras universidades coloniales “era a la vez un símbolo de alta posición social y un indicativo de su participación en una amplia tradición cultural que no conocía frontera atlántica” (Elliott, 1990: 226).

LA CONSTRUCCIÓN DEL PODER AUTÓNOMO DE LA UNIVERSIDAD

En el análisis sociohistórico de las universidades latinoamericanas, se considera que la transición de instituciones heterónomas hacia instituciones autonómicas marca la ruptura entre la fase colonial (siglos XVI-XVIII) y la fase republicana o independiente de las sociedades de la región (siglo XIX), que consolida como su principal seña de identidad institucional y social en el siglo XX, luego de las reformas inspiradas en el movimiento de Córdoba, en 1918. La primera fase (“la universidad heterónoma”) tiene que ver con la idea de la “captura” o subordinación de la universidad en relación con poderes externos a la misma (las órdenes religiosas, la monarquía o la burocracia eclesiástica local o remota). La segunda fase (“la universidad autónoma”) se caracteriza por la libertad académica, política e institucional de la universidad frente a los poderes externos, como el mercado, pero principalmente el Estado, durante los siglos XIX y XX. Esta visión “dicotómica” de la historia de la universidad (heterónoma/autónoma) vale la pena ser revisada a la luz de los hallazgos y pistas que diversos estudios han aportado para comprender mejor las diversas transiciones de las universidades latinoamericanas como el resultado de las tensiones autonomistas que desde su fundación caracterizaron las tendencias hacia la subordinación, hacia la negociación de su estatuto institucional y poderes específicos, o hacia la rebelión de las universidades con sus entornos locales, europeos y peninsulares (Charle, 2004; Hammerstein, 2004; Shils y Roberts, 2004; Verger, 1992).15

 

Desde una perspectiva moderna, otros estudios han definido a la autonomía universitaria como la capacidad institucional para determinar su forma de gobierno, los mecanismos de ingreso y selección de sus estudiantes y profesorado, la organización de sus programas académicos, y la gestión y distribución de los recursos con los cuales opera regularmente (normativos, financieros y materiales). Desde esta perspectiva, la autonomía universitaria puede ser analizada en tres grandes dimensiones: a] la autonomía política; b] la autonomía académica, y c] la autonomía financiera (Levy, 1987).

A partir de un criterio analítico más amplio, la autonomía se aprecia como una expresión del poder social e institucional de la universidad. “Social” en el sentido de que se le reconoce como una fuente de estatus y jerarquía, que dota de recursos (capital académico, capital cultural) para procesos de movilidad social ascendente, y que se basa en el mérito o los privilegios como fuentes de diferenciación entre grupos, estratos y clases sociales. “Institucional” en el sentido de que a la universidad se le reconoce el derecho a la autoorganización de sus funciones, deberes y atribuciones; sus miembros (estudiantes/profesores) deciden tanto la orientación como el contenido de sus actividades académicas. Desde esta posición, el poder autónomo de la universidad puede ser visto en dos grandes dimensiones: a] el poder social y b] el poder institucional.

Estas distintas consideraciones de la autonomía universitaria tienen sentido para el análisis en el largo plazo de la evolución, las transformaciones y los cambios en el sentido, los significados y las prácticas autonómicas de las universidades. Para el caso latinoamericano, ese análisis supone reflexionar la autonomía como una cuestión de grado, bajo el supuesto de que, desde su propio origen, las universidades han entablado relaciones de tensión con sus entornos sociales y políticos, pero que también desarrollan “fuerzas” internas de equilibrios institucionales a favor o en contra de la autonomía universitaria. Esas tensiones externas e internas deben estimarse en los contextos que caracterizan los diferentes ciclos de la autonomía (colonial, republicano, moderno y contemporáneo).

En cualquier caso, es necesario indagar en una primera fase los procesos de constitución del poder autónomo de la universidad en el seno de las instituciones coloniales. La construcción de ese poder descansa en dos dilatados procesos sociohistóricos: por un lado, en la lenta configuración de la universidad como una “invención” política; por el otro, en la construcción de la universidad como una representación social.

La universidad como fórmula de “invención” política y representación social

Referirse a la universidad como un acto de “invención” política es, quizás, un exceso retórico. Sin embargo, el término puede resultar apropiado para designar el hecho de que la aparición de una institución inédita en un nuevo territorio es siempre un acontecimiento relevante, que altera y “rompe” simbólicamente con un viejo orden y augura, o presagia, la emergencia de uno distinto. Hobsbawn (1972), por ejemplo, se refería a estos procesos como la “invención de una tradición”, es decir, como el proceso de construcción social de una institucionalidad capaz de recoger y reproducir normas, hábitos y prácticas que “rutinizan” y “naturalizan” un orden social más amplio.16 Para el caso de América, Edmundo O’Gormann acuñó el término de “invención” para discutir la idea de que la conquista de los nuevos territorios continentales puede observarse como el resultado del complicado proceso de construcción de una “idea” de América, la invención de un “nuevo mundo”, completamente diferente a las concepciones medievales del territorio, las distancias y las poblaciones conocidas por navegantes y conquistadores (O’Gormann, 1995). En este sentido, la fundación de las primeras universidades es la invención política de una tradición que desde sus orígenes europeos concentra una tensión constante, de conflicto y acuerdo, entre el poder y el saber (Habermas, 1987).

Explorar el carácter político de la “invención” de la universidad conlleva algunos riesgos teóricos y conceptuales (y por supuesto metodológicos), pero también sugiere algunas rutas de análisis e interpretación que resultan prometedoras. Utilizar el concepto de “político” supone la consideración de que todas las instituciones, entendidas como un entramado de reglas, normas y comportamientos, son siempre el producto de un acuerdo político, tomado en contextos sociales e históricos específicos (March y Olsen, 1996). “Crear” una institución supone una forma de organización de intercambios sociales para legitimar acuerdos y también para resolver conflictos o para impulsar cambios institucionales (North, 2006). Desde este enfoque, la fundación de las primeras universidades europeas en Hispanoamérica fue un proceso de una decisión política gestionada por grupos específicos (órdenes religiosas) ante los poderes constituidos de la época (el papa, el rey, sus representantes, y autoridades locales).

Subrayar la naturaleza política de la construcción de las instituciones universitarias exige también considerar la naturaleza de sus representaciones sociales, es decir, las dimensiones simbólicas de la nueva institucionalidad y sus trayectorias. Esas representaciones son una mezcla compleja de intereses, creencias, aspiraciones y expectativas socialmente construidas, pero que adquieren significados específicos según sean los contextos de los que se trate. El sentido de pertenencia de los individuos a una comunidad proporciona cohesión a sus miembros, identidad y eventualmente el acceso a ciertas formas de poder social. De manera ambigua, difusa, al principio de las primeras universidades europeas y latinoamericanas, posteriormente de modo claro e intenso, con sus ciclos de ruptura y resurgimiento en el siglo XX, las universidades se legitiman como espacios que, como ningún otro, proporcionan reconocimiento de sus miembros frente a otras clases sociales, un mecanismo de prestigio social, así como de poder político para sus estudiantes, profesores y autoridades. Para decirlo en breve: así como los mapas no son, sino que representan un territorio específico, las universidades, en tanto instituciones simbólicas, representan los valores, las creencias, las expectativas de diversos estratos, grupos y clases sociales.

Sin embargo, las formas específicas que asume la función de representación de la universidad dependen de su origen y contexto. La característica que une a las primeras universidades hispanoamericanas y que la diferencia de sus orígenes europeos es su carácter de implantación de un “modelo”. Esa característica no fue, como en el caso de Bolonia, París o Salamanca, un producto “espontáneo” de difusión de la “idea” de la universidad en distintos territorios (Peset, 2015), sino un proceso deliberado conducido por los valores, las creencias, los intereses, las experiencias que los conquistadores y evangelizadores portaban en su desembarco en las tierras y poblaciones del Nuevo Mundo. En otras palabras, las primeras universidades fundadas en los nuevos territorios americanos representaban para los españoles la posibilidad de organizar instituciones capaces de cumplir con las mismas funciones que las universidades ya desarrollaban en el territorio peninsular. Se trataba, en suma, de adaptar un modelo ya existente en las nuevas condiciones sociales de los territorios conquistados. La adaptación fue la forma que asumió la “invención” de la universidad en el nuevo continente.17

DOS EJES DEL PODER AUTÓNOMO UNIVERSITARIO: LEGITIMIDAD Y REPRESENTACIÓN

En tanto institución social, la universidad es un espacio organizado que proporciona sentido de representación, de significación y de ordenamiento de comportamientos, expectativas, rituales y roles para grupos sociales específicos. Si definimos a una institución como una “agrupación social legitimada” (Douglas, 1996: 75-76), la universidad configura un espacio instituido e instituyente de representaciones sociales, imágenes y prácticas para comunidades específicas (profesores, estudiantes, directivos), que la reconocen como una estructura que proporciona sentidos de cohesión, identidad y pertenencia a sus miembros. El término de “representaciones” se emplea en el sentido sociológico del concepto, es decir, como una “representación colectiva” definida en sentido durkhemiano, conformada por el conjunto de ideas, creencias e imágenes colectivas (es decir, metaindividuales), en torno a una institución, una relación articulada de significados y significaciones sobre el papel y las funciones que cumple o debería cumplir una institución (en este caso, la universidad) desde el punto de vista de los grupos que la integran o están relacionados con ella (Alexander, 2000: 101-102; Berger y Luckmann, 1991: 95-100; Douglas, op. cit.).18

Al ser parte de la representación colectiva de ideas y creencias, toda institución posee una dimensión imaginaria, es decir, configura el “universo simbólico” que orienta el sentido del orden social en un espacio territorial específico (Berger y Luckmann, op. cit.: 120-121). Ese universo simbólico proporciona un marco de referencia para las prácticas de los individuos, de los grupos relacionados con las instituciones, es decir, un conjunto de reglas y convenciones para la formación de las costumbres, así como comportamientos que regulan la acción cotidiana de los sujetos. Desde la perspectiva del neoinstitucionalismo sociológico, las imágenes, las prácticas, expresan no sólo formas de representaciones colectivas, sino que son un conjunto de “estructuras y actividades cognitivas, normativas y regulativas que proporcionan estabilidad y significado al comportamiento social” (Scott, 1995: 33), “estructuras de significado” fuertemente internalizadas que descansan en valores, rutinas y expectativas codificadas institucionalmente. Al considerar a la educación superior desde una perspectiva institucional, las universidades se aprecian no sólo como producto de arreglos locales específicos derivados de instituciones más amplias (el Estado, el mercado, los sistemas políticos, los sistemas educativos), sino también como el efecto de contextos globales más amplios que provocan efectos isomórficos específicos en el comportamiento institucional de las universidades (Meyer et al., 2007: 187-189).

Con base en este análisis teórico, las visiones endógenas y exógenas de las universidades –es decir, las visiones que tienen los universitarios de sí mismos y aquellas que tienen los grupos no universitarios sobre la institución– son esencialmente representaciones de carácter colectivo, metaindividuales, que descansan implícitamente en un conjunto más o menos ordenado y relativamente compartido de ideas, creencias, significaciones, valores, así como de prácticas específicas. Esas representaciones suelen ser variadas, complejas, producto de las distintas posiciones de los actores, además de los espectadores, en los contextos locales y globales de las universidades.19 Pero la construcción de esas representaciones acompaña también a la edificación de las fuentes de su legitimidad institucional, es decir, el reconocimiento de la autoridad de la universidad en la formación cultural, educativa y política de las sociedades. Las relaciones representación-legitimidad constituyen entonces los ejes del poder autónomo de la universidad, relaciones que conviene identificar como estratégicas para reconstruir la historia social de las universidades en sus distintas épocas.

METODOLOGÍA, FUENTES Y LIMITACIONES

La construcción del poder autónomo de la universidad constituye el foco de análisis del estudio. Si definimos “poder autónomo” como el conjunto de relaciones de predominio y subordinación entre las universidades y sus entornos sociales, ese poder es el resultado de las combinaciones (interacciones) entre los cuatro tipos de fuentes de legitimidad señaladas más arriba (simbólica, política, social e histórica), con la “calidad” o “perfil” de las representaciones sociales asociadas a sus diversas trayectorias institucionales. Estas relaciones de legitimidad/representación están en la base del poder autónomo de la universidad en el contexto latinoamericano. Para examinar las distintas combinaciones legitimatorias y los diferentes tipos de representaciones que se construyen en las distintas épocas de las universidades públicas de la región, es posible emplear una matriz de comparación que se puede sintetizar como se presenta en el cuadro 1.

 

CUADRO 1. PODER AUTÓNOMO DE LA UNIVERSIDAD


Conviene detenerse brevemente en algunas consideraciones al respecto. Por legitimidad “intensa” debe entenderse la fuerza de las combinaciones entre los cuatro tipos de legitimidad universitaria, cada una de ellas supone valorarlas en una escala que va de “más intensa” a “más difusa”. En relación con la representación, esto supone una valoración similar: una escala de representaciones que van de las “más fuertes” a las “más débiles”. De esta forma, el poder autónomo de la universidad corresponde a cuatro tipos de combinaciones posibles: el cuadrante 1 equivaldría a un poder autónomo “alto” (o “predominantemente autónomo”) y el 4 a uno “bajo” (o “predominantemente heterónomo”). Los otros serían dos combinaciones de ambigüedad institucional, derivada de una legitimidad “intensa” o “difusa” con una representación “débil” o “fuerte”.

Los factores por atender para la valoración de los grados de legitimidad y los de representación en cada caso serían variables agrupadas en dos grandes dimensiones: la contextual y la institucional. En el primer caso se analizarán las siguientes variables: a] tipo de régimen político; b] restricciones normativas, financieras y organizativas “impuestas” o “negociadas” entre la autoridad y las universidades; c] características de los entornos sociales locales y regionales, y d] identificación del papel de los estudiantes/egresados universitarios en la formación del funcionariado eclesiástico y civil, así como en la vida académica, política e intelectual de cada “época” universitaria. En el caso de las variables institucionales, se consideran las siguientes: a] estatuto legal de la universidad; b] gobierno y organización de la universidad; c] actores y grupos estratégicos (tipos de estudiantes, profesores, funcionarios, egresados), y d] tipos de relaciones con las autoridades “externas” a la universidad.20

El criterio básico de selección de los casos seleccionados obedece fundamentalmente a la antigüedad institucional de las universidades, pues ello permite colocar en una perspectiva histórica amplia el origen y la evolución de las legitimidades y las representaciones sociales de la universidad en contextos específicos. Los casos por estudiar son los “modelos” universitarios pioneros más antiguos de América Latina y el Caribe: la Universidad de Santo Domingo (República Dominicana), fundada en 1538, y las de San Marcos (Perú), y de México (UNAM), ambas fundadas en 1551. La “biografía institucional” de esas universidades, desarrolladas en contextos sociales y territoriales distintos, permitirá identificar tres tipos de trayectorias en el periodo colonial, de casi 300 años.

El procedimiento investigativo descansa en una exploración bibliográfica e historiográfica sobre los casos seleccionados, así como en un análisis de las representaciones sociales y políticas de la universidad en cada caso durante la época colonial. Por lo tanto, las fuentes de información serán fundamentalmente de carácter secundario.

1 En su clásico El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg explora la dimensión de las implicaciones de estas fuerzas transformadoras sobre el saber, el poder y la cultura popular europea entre los siglos XIV y XVI. “La gigantesca ruptura que supone el fin del monopolio de la cultura escrita por parte de los doctos y del monopolio de los clérigos sobre los temas religiosos habían creado una situación nueva y potencialmente explosiva” (2016: 30).

2 Por “creencias” se entiende aquí el conjunto de supuestos causales que configuran las ideas, las expectativas y las representaciones en torno al papel, las funciones o importancia de la universidad en los distintos territorios y poblaciones. Esos supuestos causales, generalmente implícitos, no son “problematizados”, cuestionados ni argumentados habitualmente por los diversos grupos sociales relacionados con las universidades, sino que operan como la base racional de las representaciones colectivas que sustentan su legitimidad institucional. Una discusión acerca del papel de las creencias, como supuestos causales de la acción social y de sus representaciones institucionales, ha sido desarrollada desde la sociología analítica por Elster (2007) y Hedström (2005) en sus estudios sobre la racionalidad y la teoría de los deseos, las creencias y las oportunidades (DBO, Desires, Beliefs and Opportunities).

3 Recientemente se ha comenzado a explorar en la historiografía especializada la influencia que el islamismo tuvo en la creación de las primeras universidades europeas. Algunos historiadores de la universidad han señalado que, en el prolongado proceso de separación entre cristianismo y el islamismo, el saber acumulado durante siglos por sabios musulmanes, en disciplinas como las matemáticas, la química y la astronomía, fue recogido por clérigos católicos, y se convirtió en una de las fuentes de conocimiento de las primeras universidades europeas (Chaparro, 2010; Wallace-Murphy, 2007). Para pensadores contemporáneos como Hans Magnus Enzensberger, la historia de las religiones parece estar estrechamente ligada a la historia de las ciencias, lo que resulta incómodo para el pensamiento científico-racional occidental. “No se oye de buen grado que fueron precisamente los clérigos quienes, en la Edad Media, se encargaron de hacer avanzar la investigación. Fue por mediación de teólogos islámicos como la herencia de la Antigüedad llegó a Europa, donde pervivió sobre todo en los monasterios. El polímata Alberto Magno, que se interesaba por la botánica, la zoología y la mineralogía, era dominico y obispo; el gran lógico Guillermo de Ockham, monje franciscano; Copérnico, canónigo en Varmia; Johannes Kepler, discípulo monástico y teólogo protestante” (Enzensberger, 2016: 94).

4 Las borlas, el birrete y las togas forman parte central de los símbolos universitarios, las que marcan los momentos solemnes y las prácticas académicas de reconocimiento universitario a sus estudiantes, profesores y autoridades. En sentido estricto, ésas son investiduras que representan el poder de la universidad. En el caso de la Universidad de San Marcos, por ejemplo, los sellos que acreditaban títulos y diplomas eran celosamente guardados en un “cofrecillo de dos llaves […] que la una la tenga el Rector y la otra el Secretario porque no se pueda sellar sin ambas” (https://es.wikipedia.org/wiki/Universidad_Nacional_Mayor_de_San_Marcos#S.C3.ADmbolos_de_la_universidad).

1 Este reclamo intelectual, de reconocimiento del valor del largo plazo como horizonte explicativo de las ciencias sociales, planteado originalmente hacia finales de los años cincuenta del siglo pasado por Braudel, reapareció de manera espectacular y un tanto sorprendente con la publicación de la obra de Thomas Piketty, Capital in the Twenty-First Century (Cambridge University Press, 2014), donde el autor plantea con claridad que los límites del análisis económico se debían fundamentalmente al no reconocimiento de las dimensiones históricas, políticas y sociológicas de los fenómenos económicos. Esto abrió un nuevo ciclo de debate académico e intelectual sobre las relaciones de las diversas disciplinas de las ciencias sociales en la comprensión de los fenómenos específicos. Para un análisis interesante, pertinente de esta suerte de regreso al primer plano de las perspectivas del largo plazo en las ciencias sociales, y sus implicaciones académicas y públicas, cfr. Guldi y Armitage (2016).

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