Género y juventudes

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

I. Géneros y juventudes. Pistas para la trama de sujetos etariamente (a)sexuados

Tania Cruz Salazar

Angélica Aremy Evangelista García

Ramón Abraham Mena Farrera

…la sociedad tiene un libreto que debe ser aprendido y ese aprendizaje garantiza la reproducción de un orden de género sin fisuras (Bonder, 1998: 31).

RESUMEN: Este capítulo revisa académica y fílmicamente trabajos sobre identidades juveniles y de género a lo largo de cincuenta años. Nos preguntamos sobre cómo lo juvenil reacciona frente a los mandatos sociales y culturales desde las luchas sociales y las reivindicaciones por lo distinto y subalterno. Desde una postura crítica nos proponemos reflexionar sobre cómo el ser mujer, el ser varón, el ser joven, el ser intersexo, el ser homosexual, el ser transexual u otra identidad sexo-genérica se ha invisibilizado no sólo en lo social sino en los estudios y en la producción cinematográfica. Apostamos por un análisis que intersecte ambas condiciones para abonar a este fértil campo de estudio.

PALABRAS CLAVE: normas sociales, preceptos culturales, identidades juveniles, identidades de género.

Introducción

Con el título y la palabra “(a)sexuados” queremos mostrar nuestra crítica a la producción académica y social en materia de género y juventud, y denunciar la invisibilidad de las jóvenes en las reflexiones sociales, así como su ocasional nombramiento como personas asexuadas por el miedo a reconocer sus prácticas eróticas y libertarias. En cuanto a los jóvenes con otras preferencias sexuales, de quienes tampoco se habla mucho, la (a) previa a la palabra sexuados insiste en las innombrables formas de sexualizar los cuerpos abyectos. En este texto hacemos una revisión cronológica (1950-2007) de textos académicos apuntalada en ciertos momentos por material cinematográfico en torno a género(s) y juventud(es) con el objetivo de dilucidar las representaciones sociales que norman lo juvenil reconociendo tiempos y quiebres en la historia, suscitados por los movimientos sociales que reivindicaron el ser mujer, el ser joven y el ser otro sexo-género.1

Consideramos importante revisar los acercamientos clásicos y reflexionarlos a la luz de los procesos actuales para entender cómo las situaciones juveniles requieren de perspectivas transdisciplinarias que miren a las juventudes en sus contextos locales y en procesos diacrónicos. Estudiar las continuidades y transformaciones juveniles en relación con el género exige una postura crítica, pues vemos que los estudios de juventud poco lo han usado como unidad de análisis o perspectiva. Encontramos una desarticulada trayectoria en este sentido relacionada con la historicidad de ambos campos de estudio; esto es, a sus preguntas y prácticas indagatorias y a los entornos en los que mujeres y jóvenes articularon demandas de reconocimiento y derechos en distintas épocas.

Vemos que los estudios contemporáneos sobre juventudes manejan un lenguaje binario o hacen referencia a muchachas y muchachos creyendo hacer un análisis de carácter integrativo, obviando el género como enfoque o categoría analítica y careciendo de una metodología acorde. Las condiciones de clase y edad fueron marcajes en los análisis de lo juvenil sin ver los sistemas de opresión basados en las diferencias sexuales, en las formas desiguales de relación por género o en las normatividades corpóreas y las prácticas socioculturales inequitativas por ser mujer, varón, homosexual, intersexo, transexo o transgénero. Creemos que esto obedece a: 1) un asunto cronológico —por lo tanto, generacional— ya que el movimiento feminista antecede al movimiento estudiantil, así como los estudios de la mujer anteceden a los de juventud unos treinta años. Aunque los estudios de género más tarde empatan con los de juventud, el “supuesto” declive del patriarcalismo desde 1950 da por sentada su erosión en lo social, además de en lo académico, y se observa el desuso de las teorías del patriarcado, lo que invita a pensar en la creencia innecesaria del enfoque de género. Aproximaciones más recientes lo confirman al “no demostrar cómo las desigualdades de géneros estructuran el resto de las desigualdades, o en realidad, cómo afecta el género a aquellas áreas de la vida que no aparecen conectadas con él” (Scott, 1990 en Lamas 1996: 275). También obedece a que: 2) los estudios de juventud nacen con una visión androcéntrica, clasista y occidental (Elizalde, 2006) sin mayor reflexión sobre la composición por sexo, género, etnia, comunidad o territorio de los jóvenes. Así, el sujeto-objeto de estudio, “el/la joven”, ha sido representado bien por un varón de clase social media, principalmente urbano, con acceso a la escuela y al consumo, o por un varón de clase social baja habitante de las calles, las esquinas y las noches, ambos seres movilizados, unos incluidos en las estructuras escolares y familiares —espacios privado-público— y otros excluidos de éstos y apoderados del espacio público —la calle, la ciudad, el inmobiliario urbano—; así se establecen las grandes líneas de investigación que petrifican a los integrados o normales, los no integrados o patológicos y los alternativos —a veces productores culturales, artistas o disidentes y vandálicos—. Lo anterior marcó una línea divisoria entre las mujeres y los hombres jóvenes: ellas de inicio ausentes, invisibilizadas, después consumidoras pasivas, reproductoras de la cultura del “cuarto” (Duits, 2008) —uno de los espacios más privados en la estructura familiar—, y ellos como productores activos, hacedores de la historia juvenil documentada por los estudiosos. Esta visión binaria estigmatizó y generalizó a unas y unos, mientras que invisibilizó a otros.

Sujetos juveniles sexuados: su abordaje académico y sus correlatos en lo fílmico

Alexander (2000, en Vera y Jaramillo, 2007) observó la presencia de por lo menos dos crisis que en los años sesenta cambiarían el escenario de la ciencia social. Con la crisis de la teoría de la modernización se empezó a desconfiar de las grandes teorías que explicaban las estructuras sociales sin tomar en cuenta el horizonte hermenéutico de las acciones y significaciones humanas; y con la crisis existencial surgida de la posguerra se promovió una ciencia social que reflexionaba teóricamente sobre un mundo diferente y mejor en donde se deconstruyeran conceptos y categorías que superaran, entre otros, los posicionamientos funcionalistas dominantes. Surgió así la necesidad y el interés por estudiar los movimientos sociales del ambiente político y social en tensión, visibilizados en “las distintas revoluciones campesinas a escala mundial, los movimientos nacionales negros y chicanos, las rebeliones indígenas, los movimientos juveniles […]” (Vera y Jaramillo, 2007: 244).

Dichos antecedentes explican la reorientación epistemológica y el posicionamiento crítico ante la comprensión de las culturas y de las estructuras de dominación, un marco de producción analítica acorde con uno más de nuestros objetivos, a saber, empatar las luchas sociales —estudiantil, homófilo y lésbico-gay— con las búsquedas y lecturas alternativas.

Una de las lecturas alternativas a esta reorientación epistemológica, a manera de correlato, la encontramos en el cine, la fotografía y la literatura; en tanto que proveen a las sociedades de una síntesis compleja de escenas, imágenes y discursos; hablan de anhelos, crisis y esperanza en los tiempos y en las culturas que se producen. Al rememorarlos, nos situamos históricamente con el espectador, el observador y el lector, y nos permitimos transitar de lo vivencial y anecdótico a la comprensión de la propia vida, sumergiéndonos en el contexto, las problemáticas y otros elementos para la reflexión teórica. Algunas de las obras fílmicas que acá referimos en su momento rompieron con el paradigma dominante y sufrieron por ello la censura social, institucional o individual; otras fueron vistas, confrontadas y resignificadas. Sin el propósito de exponer exhaustivamente la producción fílmica sobre el tema, destacamos aquellas que a mediados del siglo XX en México y finales del mismo siglo en otras latitudes, posibilitaron desacralizar temas y tabús sobre los sujetos juveniles, la familia y la sociedad. Las obras fílmicas citadas ofrecen tramas y escenas que sitúan la manera en que el sujeto confronta los “sermones patriarcales, lecciones de abnegación maternal, ruedas de chismes y hostigamientos que son redes de castigo a quienes se desvían de la norma” (Monsiváis, 1999: 1) ofreciendo una oposición a la estrategia de la industria fílmica de Hollywood que reprodujo el modelo de sociedad que “intimida, deslumbra, internacionaliza” (1999: 8) un conjunto de valores y visiones desde las normas sociales y el deber ser, al intentar establecer y exportar el modelo de sujeto, familia y sociedad hegemónico.

En 1951, Susana —también titulada Carne y demonio—, película mexicana dirigida por el español Luis Buñuel, retrató a una chica recluida durante quince años en un reformatorio y que, tras su salida, recurrió a su juventud y sensualidad para obtener cualquier capricho seduciendo a varones de todas las edades. En 1960, el drama mexicano Quinceañera, de Alfredo B. Crevenna, trató sobre tres amigas adolescentes de distinta extracción social a punto de cumplir quince años. Éste documentó las diferencias de clase social y organización familiar que cada chica vivía en esa etapa, mostrando una cultura juvenil femenina asociada con la bondad y la pasividad. En 1972, El castillo de la pureza, película dirigida por Arturo Ripstein, presentó el caso de una familia mexicana de los años cincuenta, una historia basada en la novela La carcajada del gato, escrita por Luis Spota en 1964. Ripstein representó a la sociedad mexicana patriarcal a través de los roles y los discursos dominantes de un padre hacia su hijo e hijas. La violencia y las relaciones tortuosas fueron los mecanismos para la sujeción de Voluntad y Porvenir, los hijos mayores, quienes mediante la trasgresión, la rebeldía, la sexualidad y la conciencia confrontaron el encierro en el que los mantenían. La tercera hija, una niña llamada Utopía, junto con los espectadores, testificó el cambio que advertía la sociedad mexicana de los cincuenta y que agrietaba el poder adulto y la sumisión juvenil.

 

Estos tres filmes mexicanos empataron en tiempo y postura con las corrientes de pensamiento sobre jóvenes, siendo el adultocentrismo y la institucionalidad los nutrientes de aquellas binarias imágenes juveniles: normales o integrados frente a desviados o anómicos, observados y documentados por la escuela estructural-funcionalista y la Escuela de Chicago2 que reprodujeron las visiones desde las normas sociales y el deber ser.

En 1976, dos años después de que el Centro de Estudios Culturales Con-temporáneos de la Universidad de Birmingham se fundara, abrió el debate de las “subculturas juveniles”, interpretando sus estilos como rituales, con la obra de Hall y Jefferson, los dos académicos más destacados del centro. Los jóvenes de estos estudios, generalmente de clase obrera —o trabajadora—, fueron estudiados en sus tiempos libres cuando desplegaban prácticas que fueron interpretadas como actos creativos e intencionados para diferenciarse o romper con el status quo. Para los “birgminghamianos”, lo que aquellos grupos juveniles hacían a través de su apariencia eran actos de resistencia frente a los cambios estructurales y culturales organizados por la población adulta. Hall y Jefferson publicaron el libro Resistance through Rituals: Youth Subcultures in Post-War Britain en 1975, una colección de artículos que concluía en que la clase trabajadora se fragmentaba por su especialización y se reproducía generacionalmente. La clase social fue central para entender la condición desventajosa de la juventud obrera. Los estilos de las subculturas juveniles, léase mods, skinheads, punks y rockers, reivindicaban formas de entender el mundo y criticarlo mediante el consumo, la circulación y la producción cultural.3 El paradigma contracultural en Inglaterra observó a los jóvenes de la posguerra desde una perspectiva marxista. Trabajos como Folk Devils and Moral Panics, de Stanley Cohen (1972), y Learning to Labor, de Paul Willis (1977), se convirtieron en estudios clásicos, especialmente este último, en el que el autor expuso cómo los jóvenes de clase obrera terminaban desempeñando los mismos oficios que sus padres a la vez que iban a la escuela. La incisiva crítica de Willis al sistema educativo como aparato del poder hegemónico dejó al descubierto las pocas oportunidades que tenían los jóvenes de clase obrera, una lectura impensada para Parsons (1942) y Coleman (1961), quienes se enfocaron en la cultura colegial y adolescente, que veían como única y totalizante. Willis presentó una cultura escolar contestataria frente a la lógica oficial educativa que no ayudaba a obtener “mejores trabajos” y sí a aceptar la autoridad y la dominación adulta.

McRobbie y Garber (1976) fueron las primeras que cuestionaron la forma sexista en que los estudios de juventud se habían desarrollado y, especialmente criticaron el trabajo de Willis. En su artículo “Girls and Subcultures” las autoras retomaron críticamente la afamada obra de Willis, cuestionando desde la forma aproximativa ‘machista’ en el trabajo de campo hasta sus resultados. McRobbie y Garber concluyeron que ni en los más críticos estudios de juventud se había hablado de las chicas y además se reproducían las diferencias de género con un sesgo androcéntrico y patriarcal. Evidenciaron la lógica masculina que Willis usó en su estudio, tomando extractos del manuscrito que mostraban el modo machista en que los chicos se referían a las chicas, el lenguaje exclusivo-excluyente y poco respetuoso que los chicos utilizaban y, por si fuera poco, señalaron la transferencia de Willis en términos de complicidad y análisis para con sus colaboradores de estudio (los chicos); en resumen, la invisibilización y el maltrato de ellos hacia ellas, Willis pareció reproducirlo. Quedaba claro que los estudios de las subculturas juveniles se enfocaban en la condición de clase y en su subordinada relación con la escuela, la familia y el trabajo, para a partir de ahí demostrar las formas de resistir, pero sin complejizar en términos de las relaciones e identidades de género. De esta forma, se suprimió la presencia femenina. A nivel teórico, la crítica de las autoras se focalizó en el término “subcultura” por sus connotaciones exclusivamente masculinas y sus asociaciones con la violencia y la desviación, leídas desde la sociología criminal. El trabajo de Willis también fue duramente criticado por Joan McFarland y Mike Cole (1988), quienes afirmaron que la etnografía era esencialista y dualista al no relacionar el desempleo y la desviación juvenil con el género y la raza. En su trabajo “An Englishman’s Home is his Castle? A Response to Paul Willis’s Unemployment: the Final Inequality” (1988), McFarland y Cole sostienen que Willis margina y malinterpreta los intereses de las jóvenes, y señalan que su perspectiva es anacrónica y clasista.

McRobbie y Garber (1976) evidenciaron lo poco que se había visto y escrito sobre el rol de las chicas en los grupos subculturales juveniles y que, si aparecían en algunas etnografías, eran descritas desde imágenes estereotipadas, como la pasividad o el atractivo sexual, es decir, desde la visión masculina que las evaluaba, las criticaba o las deseaba. Por ello, propusieron ir más allá del eje resistencia/subalternidad y entrar en los mundos de las muchachas sin estigmatizar sus subjetividades previamente sexuadas. “La participación femenina en las culturas juveniles puede ser entendida si nos separamos del terreno subcultural ‘clásico’ marcado por muchos sociólogos como opuesto y creativo. Las chicas negocian espacios personales y de ocio distintos a los que los chicos habitan” (McRobbie y Garber, 1976: 122, traducción propia). En la presentación de la segunda edición de Resistance through Rituals, Hall y Jefferson dijeron que especialmente McRobbie: “Vio un componente ideológico de la feminidad adolescente vinculado con la importancia de guardar respeto sexual, con sus implicaciones para las chicas que debían evitar tomar o drogarse en exceso” (1975). ¿Qué más estaba en juego? El control de la corporeidad de las chicas, vistas como sujetos/objetos de dominación, circulación, uso y control, muy a tono con lo que Gayle Rubin declaraba en la misma época (1975). Los estudios mismos invisibilizaron a las jóvenes disidentes al naturalizar su comportamiento y pensarlas como chicas “aburridas” y “no transgresoras”, motivos por los que también los estudios de juventud fallaron al entender y ver lo “interesante” de las prácticas juveniles en lo contestatario y asociarlo a lo masculino, como característica única y propia de los chicos. Nuevamente, estos dos campos de estudio se encuentran y comparten las formas de operar del sistema cuerpo-sexo-género4 —desnudado previamente por varias académicas feministas— y las formas de reproducir el pensamiento machista de los mismos académicos a tono con los jóvenes protagonistas en los estudios. La discusión clásica de la antropología: cultura versus naturaleza, no estaba siendo superada y, como afirmó Sherry Ortner en 1974 en su controversial trabajo “Entonces, ¿es la mujer al hombre lo que la naturaleza a la cultura?”, la conciencia humana y sus productos eran formas de utilizar y transformar lo natural, y en esta asociación se edificó la universal lógica de la subordinación femenina, pues su exclusión de espacios o grupos elitistas se sustenta en su mayor acercamiento a lo corpóreo, específicamente en su capacidad de procreación. Según Ortner, los varones se enfocaron en el exterior al no poseer funciones corpóreas para crear o producir otros cuerpos, por lo que generaron así otros objetos culturales y materiales aprovechándose de los naturales. De ahí que el rol social de las mujeres se confinara a la crianza. Para la autora, el cambio sólo ocurriría con una realidad social y una concepción cultural distintas.

La pregunta de Rowbotham (1975): ¿cómo hacer para que los esfuerzos por visibilizar a las mujeres no desaparezcan en el futuro de nuestra historia? tuvo que ser replanteada y adaptada porque, si bien más académicas escribían sobre la historia o la política, también era cierto que: 1) en su mayoría eran adultas y escribieron desde una posición de poder en términos de clase social y educación —capital cultural o académico—; 2) pocos estudios dieron cuenta de las especificidades de las mujeres en contextos complejos, relacionándolas con la edad, la etnia, la raza, la generación o la clase; 3) la gran mayoría invisibilizó a “los otros” géneros y su relación con los grupos/identidades heterosexuales: intersexo, transgéneros, transexuales, queers, homosexuales, lesbianas, gays, etcétera, y 4) muchas reprodujeron la visión binaria. Esto se debía quizás a lo que Scott (1988) asoció con la necesidad de conceptualizar y escribir la historia de las mujeres basado en: 1) la lucha por demostrar la integridad académica frente a la producción científica masculina; 2) señalar el equívoco en las fuentes consultadas por ser exclusivas de ciertos sectores, y 3) denunciar la sistemática ceguera hacia la actividad y presencia de las mujeres. De ese modo, si las omisiones obedecían a la mirada y a la escritura, tanto institucional como política —con lo que concordamos—, así como al método y la teoría, Scott propuso diseñar otros propios de las mujeres, con lo que no concordamos por la esencialización que eso conlleva. En este sentido vemos que: 1) el poder de decir la “verdad” o develar lo que subyace a lo “ya dicho” en términos foucaultianos es un campo en disputa que las académicas feministas lograron enfrentar, pero que a su vez particularizaron de modo sexista y adultocentrista. ¿Acaso hubo esfuerzos por visibilizar a los jóvenes desde sus propias subjetividades sin esencializarlos como sujetos etariamente (a)sexuados? ¿Qué pasó con la denuncia de invisibilidad de las chicas en los estudios juveniles? ¿Por qué los jóvenes críticos y movilizados fueron criminalizados y masculinizados? ¿Acaso la violencia sólo era juvenil y masculina? No, la violencia juvenil fue y es asexual. La novela testimonial Los niños de la estación del Zoo publicada en 1978 por dos periodistas alemanes, Kai Hermann y Horst Rieck, es un ejemplo perfecto de violencia y destrucción social. Esta novela fue la base para la película Christiane F., un filme que en 1981 retrató escenas de drogas, prostitución y decadencia de la juventud berlinesa a partir de la biografía de una adolescente de 13 años adicta a la heroína. Como ésta, otras dos películas mostraron las realidades de las chicas disidentes, Girls (1980), película franco-alemana-canadiense del director Just Jaeckin, y College Girl, de Surendra Gupta, película hindú de 1990. La primera relata la amistad entre cuatro chicas que experimentan y comparten eventos de transición a la adultez, como la graduación, las primeras salidas a bares y las relaciones sexuales. Sus salidas a las discos y los efímeros y constantes noviazgos, ponen los reflectores en una problemática de adolescencia representada en una de ellas, la más joven, que se embaraza y no quiere tomar la píldora. La segunda, película de Bollywood, muestra la vida universitaria de tres chicas de clase media con problemas relacionados con el poder y el dinero de sus familias y con el consumo de drogas. Se trata de un filme que desde otra parte del mundo muestra una continuidad entre la representación femenina, el cuerpo, las normas de género y la tradición.

En 1995 Sherrie A. Iness publicó Intimate Communities: Representation and Social Transformation in Women’s College Fiction, 1895-1910, obra que abriría el camino a una serie de escritos posteriores sobre la cultura de las chicas y las representaciones de su vida estudiantil. Aunque el periodo que describe se planteó como una época de oro para su liberación, ella expone que las representaciones de la época ayudaron a perpetuar la falta de derechos sociales para las mujeres. Los trabajos de Innes han sido numerosos e importantes. Entre ellos destaca: Tough Girls: Women Warriors and Wonder Women in Popular Culture (1998), donde analiza la aparición de mujeres guerreras en los medios de comunicación —las revistas, los cómics y la televisión— asociadas a la “dureza”, sólo encontrada en los héroes blancos varones. En esta obra, Inness revisa cronológicamente a las mujeres poderosas en los medios masivos de 1960 a 1990 y critica los modos en que se mercantilizaron dichas representaciones y posteriormente reforzaron las normas sociales. En el libro Delinquents and Debutantes: Twentieth-Century American Girl’s Culture, recopila y edita trabajos sobre púberes y adolescentes, personas con “relativamente poco poder social” porque “no pueden votar; son típicamente dependientes de sus padres; forman una cultura donde ciertas reglas de comportamiento social para las chicas son enfatizadas sin importar que la chica tenga 7 o 17 años” (1998: 3). El libro tuvo como eje temático la ley, la disciplina y la socialización, y destacó no sólo las rupturas del consumo, sino la parte creativa de éste, muy al estilo de los del Centro para los Estudios Culturales y Contemporáneos de la Escuela de Birghmingam. La compilación culmina con una propuesta para repensar y reimaginar la camaradería entre las muchachas de 1900 a 1950 a partir de la producción de la cultura juvenil femenina preocupados por trasladar el eje interpretativo desde el concepto de desviación al de creatividad simbólica o resistencia cultural (Urteaga, 2009). Es cierto que aquí observamos la reivindicación de la participación femenina en espacios subculturales y desviados que los estudiosos sobre lo juvenil habían esencializado como masculinos; no obstante, la ruptura con la imagen de lo femenino como bondadoso y normado contribuye a documentar “una” cultura juvenil históricamente invisibilizada, aunque sí existente: la de las chicas “malas”, “transgresoras” y “no integradas”. Esta compilación, aunque pionera, refrenda una vez más la visión contrahegemónica y binaria, pues en ninguno de los trabajos se aprecia la complejidad de lo relacional con otras juventudes sexuadas.