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Germana

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La presencia del duque en los salones de la calle del Circo no fue tampoco inútil a la reputación de la señora Chermidy. Así pudo detener ciertos rumores que circulaban acerca del matrimonio del conde; probó a algunas almas crédulas que no había habido nunca nada entre ella y el conde de Villanera. ¿Cómo suponer que la señora Chermidy invitara al suegro de su amante?

Explotó este nuevo conocimiento con igual habilidad que los antiguos. Le importaba mucho conocer con exactitud el estado de Germana y llevar la cuenta de los días que le quedaban de vida. El señor de La Tour de Embleuse le confió un día todas las cartas del doctor Le Bris.

Su lectura produjo en ella tal impresión que hubiera caído enferma de no ser más fuerte que todas las enfermedades. Se vio traicionada por el médico, por el conde y por la Naturaleza. Se representó el porvenir más odioso que una imaginación de mujer pudiese concebir. Una rival elegida por ella le robaba su amante y su hijo, sin tener para ello que cometer ningún crimen, sin intriga, sin cálculo de su parte, con el apoyo de todas las leyes divinas y humanas.

No obstante, recobró algo de su valor al pensar que el doctor quería, piadosamente, ocultar la verdad a la duquesa. Lo mejor era ver las cartas de la propia Germana; el duque no dejaría de satisfacer su siniestra curiosidad.

El señor de La Tour de Embleuse era presa de una de esas pasiones finales que acaban con el cuerpo y el alma de los viejos. Todos los vicios que le dominaban desde medio siglo antes, habían abdicado en provecho de un solo amor. Cuando los ingenieros reúnen en un canal todos los arroyuelos dispersos de la llanura, crean un río bastante capaz para la navegación.

El barón de Sanglié, la duquesa y todos los que se interesaban por él, estaban asombrados del cambio de sus costumbres. Vivía tan sobriamente como el joven ambicioso que quiere triunfar por medio de las mujeres. Iba muy raras veces por el club y ya no jugaba. El cuidado de su tocador le ocupaba gran parte de la mañana. Había vuelto a dedicarse a la equitación y paseaba todos los días por el Bosque de cuatro a seis. Comía con su esposa siempre que no estaba invitado a la mesa de la señora Chermidy. Iba todas las noches a las reuniones del gran mundo para encontrarse con ella, y tan pronto como había abandonado el baile, el duque volvía a su casa, daba las buenas noches a su mujer y se acostaba. El miedo de comprometer a la que amaba le devolvió las costumbres de discreción que habían velado los primeros desórdenes de su vida, y la duquesa le creyó fuera de peligro, precisamente en el momento en que estaba perdido sin remedio.

La señora Chermidy, maestra en las artes de la seducción, afectaba tratarle con una ternura filial. Le recibía a todas horas, incluso cuando estaba en su tocador. Nunca retiraba su mano o su frente a un beso del duque; le reconvenía dulcemente, le escuchaba con complacencia, aceptaba sus caricias como pruebas de generosidad, no aparentaba ningún temor y no parecía sospechar el sentimiento brutal que ella misma fomentaba todos los días. Para tenerle a distancia no empleaba más que una sola arma: la humildad. Era implacablemente respetuosa. Se dejaba dar todos los nombres que el amor puede inspirar a un hombre, pero no se olvidaba ni una sola vez de llamarle señor duque. El viejo insensato hubiese dado toda su fortuna por que la señora Chermidy le faltase al respeto.

Por de pronto le sacrificó lo que un honrado anciano pueda tener en más estima, la santidad del nombre de padre. Pidió a la duquesa las cartas de Germana, con el pretexto de volverlas a leer, y la noble mujer lloró de alegría al confiar tan preciado tesoro a su marido. Corrió sin pérdida de tiempo a la calle del Circo y fue recibido con los brazos abiertos. Aquellas cartas que la enferma había garrapateado con su mano trémula, aquellas cartas en que a veces ponía besos para su madre en un cuadro mal dibujado debajo de la firma, aquellas cartas que la duquesa había regado con sus lágrimas, fueron registradas sobre una mesita del salón, como un juego de naipes, por un viejo depravado y una mujer perversa.

La señora Chermidy, disfrazando su odio bajo una máscara de compasión, buscó ávidamente algunos síntomas de muerte entre las protestas de ternura, y no quedó más que medianamente satisfecha. El olor que exhalaba aquella correspondencia no era el que atrae los cuervos a los campos de batalla. Era como el perfume de una florecilla enfermiza que languidece al soplo del invierno, pero que se abriría al sol si la brisa del mediodía viniese a barrer las nubes. La cruel arlesiana encontraba demasiada firmeza en aquella mano, demasiada vida en aquel espíritu y unos latidos inquietantes en aquel corazón. Mas no era esto todo; sintió que se apoderaba de ella una sospecha desgarradora. La enferma contaba con demasiada complacencia los cuidados de su marido. Se acusaba de ingratitud, se reprochaba el corresponder mal a lo que por ella hacía. La señora Chermidy rugió interiormente a la idea de que el marido y la mujer acabasen quizá por sentirse atraídos el uno hacia el otro; temió que la piedad, el reconocimiento, la costumbre, uniría a las dos almas jóvenes y que un día vería sentarse entre don Diego y Germana a un invitado con el que no había contado: el Amor.

La profanación de las cartas de Germana tuvo lugar algunos días después de su llegada a Corfú. Si la señora Chermidy hubiese podido ver con sus propios ojos a su inocente rival, es probable que su miedo se hubiese trocado en piedad. Las fatigas del viaje habían dejado a la pobre niña en un estado deplorable. Pero la amante de don Diego se forjaba a todas horas unos monstruos que repartían la salud y se veía suplantada sin remisión. El día en que sus sospechas se cambiasen en certidumbre, no retrocedería ante ningún crimen. Mientras tanto, por espíritu de prudencia y de venganza, por entretener su ocio de hermosa sin empleo, por una especulación de interés y de perversidad, se divertía en desplumar al señor de La Tour de Embleuse. Encontraba gracioso despojarle del millón que le había dado, sin perjuicio de devolvérselo a la muerte de su hija. Era una especie de desquite que se adjudicaba en caso de desgracia.

No era difícil hacerle dar una inscripción de renta. El duque se ponía todos los días a sus pies con cuanto poseía. Era de un carácter y de un temperamento capaz de arruinarse sin publicarlo y de vencer sin atribuirse la victoria. Un hombre de honor no compromete nunca a una mujer, aunque se vea despojado por ella. Pero la señora Chermidy pensaba que sería más digno de ella tomar un millón sin dar nada en cambio, y guardando siempre la superioridad sobre el donante.

Un día que el viejo deliraba a sus pies y renovaba por centésima vez el ofrecimiento de su fortuna, ella le dijo:

– Acepto, señor duque.

El señor de La Tour de Embleuse perdió la cabeza como un aeronauta novicio al que se rompiese la cuerda del globo4. Creyó estar en el séptimo cielo. La dama detuvo dulcemente sus transportes y le dijo:

– Cuando usted me hubiera dado un millón, ¿creería usted haberme pagado?

El duque protestó, pero sus ojos decían, y no sin razón, que desde el momento en que la virtud se pone en venta, un millón no es un precio despreciable.

Ella contestó al pensamiento de su adversario:

– Señor duque, las mujeres entre las cuales hace usted la injusticia de colocarme, valen tanto más cuanto que son más ricas. Yo he heredado cuatro millones; he ganado lo menos tres en los negocios y mi fortuna es tan limpia que la podría realizar sin pérdida en un mes. Ya ve usted que hay pocas mujeres en Francia que tengan derecho a ponerse un precio más elevado. Esto le prueba a usted que también tengo el medio de darme por nada. Si yo le llego a amar, lo que quizás ocurra, el dinero no será nada entre nosotros. El hombre a quien yo dé mi corazón tendrá encima todo lo demás.

El duque cayó desde lo más alto y dio rudamente contra el suelo. Era tan desgraciado al guardar su millón como se había sentido feliz al recibirlo. La señora Chermidy pareció tener piedad de él.

– Niño grande – le dijo – , no llore usted. He empezado por decirle que aceptaba. Pero tenga usted cuidado; voy a hacerle mis condiciones.

El señor de La Tour de Embleuse sonrió como un moribundo que ve entreabrirse el cielo.

– Soy yo quien ha enriquecido a usted – le dijo – . Le conocía de antiguo, o por lo menos conocía su reputación. Usted se ha comido su fortuna con una grandeza digna de los tiempos heroicos. Es usted el último representante de la verdadera nobleza, en esta edad degenerada. También es usted, sin saberlo, el único hombre de París capaz de interesar seriamente el espíritu de las mujeres. Yo siempre he lamentado que usted no tuviese una fortuna incalculable como la de don Diego: usted habría sido más grande que Sardanápalo. A falta de otra cosa mejor, hice que le diesen un millón; se hace lo que se puede. Pero he tomado mal mis medidas y la cosa no ha respondido a mis esperanzas. Lo que tiene usted en su cajón es un papelote que nunca le serviría para nada. El día 22 de junio cobrará usted sus 25.000 francos; de aquí a entonces no hará más que vegetar. Contraerá deudas y sus rentas no harían más que enriquecer a los acreedores. Deme usted su inscripción de renta y yo haré que la venda mi agente de cambio. Guardaré el capital, porque no me fío de usted. En cambio es absolutamente preciso que acepte el producto. Y no crea que éste será de cincuenta mil francos; serán ochenta mil o cien mil, quizá más. Conozco la Bolsa a fondo, aunque nunca haya puesto los pies allí; y sé que se gana todo lo que se quiere con algunos millones en dinero contante y sonante. El papel del Estado es una admirable invención para los burgueses que quieren vivir modestamente y sin preocupaciones. Para las gentes de nuestra clase que no temen el peligro ni el trabajo, ¡viva la especulación! Es lo mismo que el juego en gran escala y usted es jugador, ¿no es cierto?

 

– Lo he sido.

– Y lo es aún. Correremos juntos el mismo albur; pondremos en común nuestros intereses, nuestros placeres, nuestros temores, nuestras esperanzas.

– Los dos formaremos como uno solo.

– En la Bolsa, al menos.

– ¡Honorina!

Honorina pareció sumirse en una profunda reflexión y ocultó el rostro entre sus manos. El duque se apoderó de ellas poniendo fin así a aquel eclipse de belleza. La señora Chermidy le miró fijamente, sonrió con melancolía y le dijo:

– Perdóneme usted, señor duque, y olvidemos nuestros castillos en el aire. Nos extraviábamos en el porvenir como dos niños en el bosque. Era un dulce sueño, pero no pensemos más en ello. No tengo el derecho de despojarle, aunque sea para enriquecerle. ¿Qué dirían de mí? ¿Qué pensarían de usted mismo? ¡Si la señora duquesa se enterase de lo que habíamos hecho!

La señora Chermidy sabía perfectamente que para hacer odiosa a una mujer ante su marido, es suficiente pronunciar su nombre en ciertos momentos. El duque respondió altivamente que su mujer no se mezclaba nunca en sus negocios y que además lo tenía prohibido.

– Pero – continuó la tentadora – usted tiene una hija; y todo lo que usted posee debe volver a ella. No estaría bien.

– Pero – replicó el duque – mi hija tiene un hijo que es el de usted. Nuestras fortunas irán juntas al pequeño marqués. ¿Acaso no somos de la misma familia?

– Usted ya me dijo eso otra vez, señor duque; pero aquel día me causó menos placer que hoy.

La señora Chermidy colocó la inscripción de renta en un cajón y se guardó mucho de venderla. Aquella mujer tenía el instinto de lo sólido y desconfiaba juiciosamente de la inestabilidad de las cosas humanas. El duque fue, desde aquel momento, el asociado de su hermosa amiga. Le quedaba el derecho de visitar su caja y encontró en ella, hasta nueva orden, tanto dinero como quiso. Esto es todo lo que pudo obtener de aquella generosa y sonriente virtud. Honorina se ocupaba del viejo con una ternura minuciosa; le hizo abandonar el departamento que ocupaba; le transportó a los Campos Elíseos con la duquesa y le compró muebles, cuidando de que no faltase nada en la casa y preocupándose incluso de los gastos de la cocina. Hecho esto, se frotó las manos y se dijo riendo:

– Ya tengo al enemigo bloqueado, y si nunca llegara a declararse la guerra, les mataría de hambre sin piedad.

VI
CARTAS DE CORFÚ

El doctor Le Bris a la señora Chermidy.

«Corfú, 20 abril 1853.

»Apreciable señora: Yo no podía prever, el día que me despedí de usted, que nuestra correspondencia sería tan larga. Don Diego tampoco lo esperaba. Si yo hubiese podido prevenirlo, no creo que él tomase la resolución heroica de privarse de sus cartas ni del placer de escribirle. Pero todos los hombres están sujetos al error, sobre todo los médicos. No enseñe usted esta frase a mis colegas.

»Hicimos un viaje bien tonto de Malta a Corfú, en un vapor muy sucio, cuya chimenea humeaba horriblemente. Teníamos el viento de proa; la lluvia nos privaba con frecuencia de subir al puente y la niebla invadía hasta nuestros camarotes. El mareo no perdonó más que al niño y a la enferma; y es que hay estados de gracia para los que entran en la vida y para los que se disponen a abandonarla. Teníamos por toda sociedad una familia inglesa que regresaba de las Indias: un coronel al servicio de la compañía y sus dos hijas, amarillas como la piel de Rusia. Unicamente el vino de Burdeos gana con un viaje tan largo. Esas señoritas no nos honraron ni con una palabra; lo que las excusa un poco es que no sabían el francés. A la menor claridad subían al puente con sus álbumes para dibujar unos paisajes que parecían plum-puddings. Después de una eterna travesía de cinco días, el vapor nos condujo por fin a buen puerto; no habíamos tenido siquiera la distracción de un naufragio. El camino de la vida está empedrado de decepciones.

»Mientras nos proporcionamos una casa en el campo, nos hemos alojado en la capital de la isla, en el hotel Victoria. Esperamos salir de aquí a fines de semana, pero no me atrevo a asegurar si lo haremos todos con nuestras piernas. Mi pobre enferma está cada vez peor; el viaje la ha fatigado más aún que si se hubiese mareado. La señora de Villanera no la abandona ni un instante; don Diego se porta admirablemente; en cuanto a mí, hago todo lo posible, es decir, muy poco. Es inútil ensayar un tratamiento que añadiría sufrimientos sin aumentar las probabilidades de curación. ¡Es usted muy dichosa, señora, de tener tanta belleza como salud!

»Si esta crisis no es la última, intentaré el amoníaco o el yodo. El yodo triunfa en algunos casos; los señores Piorry y Chartroule lo emplean con éxito. ¿Usted será tan amable que nos envíe el aparato del doctor Chartroule y una provisión de cigarrillos yodados? Todo lo encontrará en la farmacia Dublanc, calle del Temple, al lado del bulevar. El amoníaco también da buenos resultados; pero el único remedio con el que se pueda contar seriamente, es un milagro. Así, pues, viva usted en paz, ténganos un poco de cariño y ayúdenos a cumplir nuestro deber hasta el fin. El viejo Gil, que la condesa había traído para que le sirviese, ha caído enfermo de las fiebres de Italia, aunque ésta no sea la estación de las fiebres. Es un enfermo más y un servidor menos.

»La alegría y la salud tienen una magnífica representación en la casa: el pequeño Gómez. El día que lo vuelva usted a ver será bien dichosa. Se lo ve crecer y hasta creo ¡Dios me perdone! que está embellecido. Será menos Villanera de lo que me figuraba al principio. La verdad es que parecería cosa del diablo si no tuviese algo de su madre. Es menos huraño; se deja besar y besa; alarga los labios hacia todas las caras con una impetuosidad que sería inquietante en una niña.

»Don Diego está en negociaciones con un descendiente de un dux para alquilar una casa que le convendría mucho. La campiña está dividida en una multitud de propiedades agradables, adornadas con castillos ruinosos. Yo he visitado algunos jardines; son generalmente más habitables que las casas a que pertenecen. Esos chiribitiles aristocráticos que conservan un aire de grandeza en medio de su desolación, participan de granja, de castillo y de choza. Si conseguimos alquilar la villa Dandolo, quizá no estaremos del todo mal. Bastará con poner algunos vidrios en los balcones. La exposición es admirable, al Mediodía, sobre el mar. El jardín, muy hermoso. Los vecinos son nobles y dicen que algunos hablan el francés. ¿Pero quién sabe si tendremos tiempo de entablar conocimiento con ellos?

»No echaré de menos la estancia en la ciudad, aunque en ella se viva bien. Es muy linda y en ciertos aspectos me recuerda Nápoles. La explanada, el palacio del lord comisario y los alrededores forman una ciudad inglesa. Los ingleses han construido a expensas de los griegos fortificaciones gigantescas que hacen de la plaza un pequeño Gibraltar. Yo asisto todas las mañanas a las evoluciones de un regimiento de escoceses que me divierten mucho con sus cornamusas. La ciudad griega es antigua y curiosamente construida: casas altas, pequeñas arcadas y una linda cabeza en cada balcón. El barrio judío es repugnante, pero se encuentran perlas en aquel estercolero dignas del lápiz de Gavarni. La población se compone de griegos, italianos, judíos y malteses, pero todos hacen lo posible por parecer ingleses. Tenemos también un teatro en el que dan representaciones de Juana de Arco del maestro Verdi. Yo fui una noche, aprovechando que la enferma tenía menos de 120 pulsaciones por minuto. Al final del primer acto, toda la asamblea se levantó respetuosamente, mientras que la orquesta tocaba el God save the Queen. Es una costumbre establecida en todas las posesiones inglesas. No le extrañe a usted que se represente la muerte de Juana de Arco ante un público inglés; el autor del libreto ha tenido cuidado de modificar la historia. Juana de Arco defiende a Francia contra un enemigo cualquiera, los turcos, los abisinios o los chinos. Lleva una coraza de papel de plata y agita una bandera del tamaño de un abanico hasta el momento en que se presenta en escena un heraldo y dice al rey:

 
Rotto e'l nemico, e Giovanna e stinta.
 

»Llega la heroína sobre almohadones; una banda manchada de rojo indica que está mortalmente herida. Se incorpora con gran esfuerzo, canta una romanza con su voz más fuerte y expira entre los aplausos de la sala. Todos los habitantes de Corfú están convencidos de que Juana ha muerto a consecuencia, no sólo de una herida, sino también de una serie de gorgoritos.

»El conde me ha dejado ir solo al teatro; y no obstante, ya sabe usted si es apasionado de Verdi. ¿No fue en una representación del Hernani cuando su mirada se encontró por primera vez con la de usted? Pero el pobre muchacho se inmola materialmente a su deber. ¡Qué marido, señora, para aquella que sea su esposa definitiva!

»Los periódicos nos han traído noticias de la China que usted ha debido leer con tanto interés como nosotros. Parece que esa nación ha tratado ligeramente a dos misioneros franceses y que la Náyade se ha puesto en camino para castigar a los culpables. Si la Náyade no ha cambiado de comandante, esperaremos con impaciencia las noticias de la expedición. Cada uno para sí y Dios para todos. Yo deseo todas las prosperidades imaginables a mis amigos, sin desear, no obstante, la muerte de nadie. Se dice que los chinos son pésimos artilleros, aunque se alaben de haber inventado la pólvora. Sin embargo, no hace falta más que un obús clarividente para hacer la felicidad de muchas personas.

»Adiós, señora. Si yo le escribiese tanto como la amo, mi carta no tendría fin. Pero, después del placer de conversar con usted, es necesario que acuda al cumplimiento de mi deber, que me llama desde la habitación vecina. ¡Placer, deber! dos caballos muy difíciles de uncir juntos. Yo intento hacerlo lo mejor que puedo, y si no llego a conciliar todas las cosas, es porque un hombre no puede maniobrar libremente entre el yunque y el martillo. Aprécieme si puede, compadézcame si quiere, no me maldiga, ocurra lo que ocurra, y si en el próximo correo recibe un sobre orlado de negro, hágame el honor de creer firmemente que no tengo ningún derecho a su reconocimiento.

»Beso la mano más linda de París.

»Carlos le Bris.»

La condesa viuda de Villanera a la señora de La Tour de Embleuse.

«Villa Dandolo, 2 mayo 1853.

»Mi querida duquesa; No dudo ya de que Germana está mejor. Nos hemos cambiado de casa esta mañana, o, mejor dicho, he sido yo quien lo he tenido que hacer todo. Tenía que arreglar los baúles, envolver a la enferma en algodón, vigilar al pequeño, buscar el coche y casi enganchar los caballos. El conde no sirve para nada; es un talento de familia. En España se dice torpe como un Villanera. El doctor revoloteaba a mi alrededor como un moscardón; he tenido que hacerle sentar en un rincón. Cuando tengo prisa, no puedo sufrir que la tengan los demás; el que me ayuda me incomoda. ¡Y ese asno de Gil que se ha puesto enfermo en la mejor ocasión! Voy a enviarle a París para que se cure, y le ruego que me busque otro criado. Lo he hecho todo, prevenido todo y arreglado lo mejor que he podido; he encontrado el medio de estar dentro y fuera, en casa y en la calle. Afortunadamente las calles son magníficas; el afirmado no tiene nada que envidiar al del bulevar. Hemos salido a las diez, y ahora ya nos tiene usted instalados. He desembalado a mis gentes, abierto mis paquetes, hecho mis camas, preparado la comida con un cocinero indígena que quería echar pimienta en todo, incluso en las sopas de leche. Han comido todos, paseado, vuelto a comer; ahora ya duermen y yo le escribo sobre la almohada de Germana, como un soldado sobre un tambor cuando ha terminado la batalla.

»La victoria es nuestra, a fe de viejo capitán. Nuestra hija se curará, estoy segura. Me ha hecho pasar, no obstante, quince noches desagradables en esta ciudad de Corfú. No se decidía a dormir y tenía que mecerla como a un niño. Comía únicamente por darme gusto; nada le apetecía, y cuando no se come, se acaban las fuerzas. No le quedaba más que un soplo de vida presto a extinguirse a cada instante, pero yo no desesperaba nunca. Tenga usted valor; esta noche ha cenado, ha bebido dos dedos de vino de Chipre y ahora duerme.

 

»Había oído decir muchas veces que una madre quiere a sus hijos en razón de los disgustos que le dan; esto no lo sabía por experiencia. Todos los Villanera, de padre a hijo, son como los árboles que se plantan en el campo y crecen. Pero desde que usted me confió el pobre cuerpo de esa hermosa alma, desde que hago centinela alrededor de nuestra niña para impedir que la muerte se aproxime, desde que he aprendido a sufrir, a respirar y hasta a ahogarme con ella, siento latir mi corazón con una fuerza inusitada. Yo no era madre más que a medias, puesto que no había tenido ocasión de participar de los dolores de los otros. Ahora valgo más que antes, soy mejor, me encuentro en un plano superior. Es el dolor el que nos hace semejantes a la madre de Dios, ese modelo de todas las madres. ¡Ave María, mater dolorosa!

»No tema usted, mi pobre duquesa; Germana vivirá. Dios no me hubiera dado este profundo amor por ella, si hubiese resuelto arrancarla de este mundo. Aquel que gobierna los corazones mide la violencia de nuestros sentimientos con arreglo a la duración de lo que amamos, y yo amo a Germana como si hubiese de estar eternamente entre nosotros. La Providencia se burla de la ambición, de la avaricia y de todas las pasiones humanas, pero respeta los afectos legítimos y no separa nunca a los que se aman piadosamente en el seno de la familia. ¿Por qué me hubiera hecho conocer y amar a Germana si hubiese tenido el designio de arrebatármela de entre los brazos? Sería un juego cruel e indigno de la bondad de Dios. Además, el interés de nuestra raza está ligado a la vida de esa niña. Si tuviésemos la desgracia de perderla, un día u otro volvería a casarse don Diego. San Jaime, al que hemos dedicado dos iglesias, no permitirá que un nombre como el nuestro sea llevado por la señora Chermidy.

»No crea usted que espere nada del doctor Le Bris; los sabios no entienden de esas cosas. El verdadero médico, es Dios en el cielo y el amor en la tierra. Las consultas, los medicamentos y todo lo que compramos con dinero, no aumentan la suma de nuestros días. Ya verá usted lo que hemos imaginado para que viva. Todas las mañanas, mi hijo, mi nieto y yo, rogamos a Dios que tome algo de nuestras vidas para añadir a la de Germana. El pequeño une sus manos como nosotros; yo pronuncio la oración y ha de ser el Cielo muy sordo si no nos oye.

»Don Diego ama a su mujer; ya se lo había dicho a usted. La ama con un amor puro, desprovisto de todas las impurezas terrestres. Si la amase de otro modo, en el estado en que ella se encuentra, me produciría horror. Tiene por ella la adoración religiosa que un buen cristiano dedica a la santa de su iglesia, a la Virgen de su capilla, a la imagen casta y velada que resplandece en el fondo del santuario. Los españoles somos así. Sabemos amar simplemente, heroicamente, sin ninguna esperanza mundana, sin otra recompensa que el placer de caer de rodillas ante una imagen venerada. Para nosotros, Germana no es otra cosa: la perfecta imagen de las santas del Paraíso. Cuando San Ignacio y sus gloriosos compañeros se alistaron bajo el estandarte de María, dieron a todos los hombres el ejemplo caballeresco del amor puro.

»Cuando esté curada, ¡ah! entonces ya veremos. Espere usted solamente a que la pobre virgencita pálida haya recobrado los colores de la juventud. Su cuerpo, hoy, no es más que una urna de cristal transparente con un alma en el fondo. Pero cuando la sangre regenerada circule por sus venas, cuando el aire del cielo ensanche su pecho, cuando los perfumes generosos de la campiña hablen a su corazón y hagan latir sus sienes, cuando el pan y el vino, esos presentes de Dios, hayan reparado sus fuerzas, cuando un ardor impaciente la haga correr desalentada bajo los grandes naranjos del jardín, entonces entrará en una nueva belleza… y don Diego tiene ojos. Sabrá establecer una diferencia entre sus antiguos amores y su dicha presente. Seguramente no tendré que mostrarle en qué grado una belleza noble y casta, realzada por todo el brillo de la sangre y por todo el esplendor de la virtud, es superior a los halagos impúdicos de una bribona. Mientras tanto, ya está en buen camino. En casi cuatro meses que hemos abandonado París, no ha escrito ni recibido una carta; el olvido se hace en su corazón lejos de la indigna que le perdía. La ausencia que fortifica las pasiones honradas, mata en muy poco tiempo aquellas que sólo subsisten por el hábito del placer.

»Quizá también nuestra buena Germana llegue a participar de ese amor. Hasta el presente es sólo a mí, de toda la familia, a quien quiere. Claro está que no hablo del pequeño marqués: ya sabe usted que lo quiso desde el primer día. En cambio manifiesta a mi pobre hijo una indiferencia que se parece mucho al odio. También es verdad que ya no le maltrata como antes y soporta sus atenciones con una especie de resignación. Tolera su presencia, no se extraña de verle a su lado y se va acostumbrando a él. Mas no es necesario ser un lince para leer en su rostro una sorda impaciencia, un odio domado que se subleva a cada instante, quizás el desprecio de una muchacha honrada por un hombre que ha cometido faltas. ¡Ay, pobre amiga mía! la indulgencia es una virtud propia de nuestra edad; los jóvenes no la practican. No obstante, debo reconocer que Germana disimula con cuidado sus pequeños resentimientos. Su cortesía con don Diego es irreprochable. Conversa con él horas enteras sin dar muestras de cansancio; le escucha hasta con gusto; le responde algunas veces y acoge sus ternezas con una dulzura fría y resignada. Un hombre menos delicado no advertiría que es aborrecido; mi hijo lo sabe y la perdona. Ayer me decía: «Es imposible detestar a los amigos con más encanto y bondad. Es el ángel de la ingratitud.»

»¿Cómo acabará todo esto? Bien, créame usted. Tengo confianza en Dios, tengo fe en mi hijo y esperanza en Germana. Nosotros la curaremos, incluso de su ingratitud, sobre todo si usted viene a ayudarnos. Ya estoy enterada de que el duque camina como un buen muchacho por el sendero de la virtud y de que los padres lo ponen como ejemplo a sus hijos. Si usted pudiese dejarlo por uno o dos meses, sería recibida aquí con los brazos abiertos. En el caso en que el encantador convertido quisiera también tomar los aires del campo, le podríamos preparar un buen alojamiento.

»Hasta muy pronto, pues, mi excelente amiga, querida hermana de mis afectos y de mis dolores. La quiero cada vez más, a medida que su hija me va siendo más querida. La distancia que nos separa no podrá enfriar una tan buena amistad; nos hemos visto poco y no nos escribimos mucho, pero nuestras oraciones se confunden todos los días al pie del trono de Dios.

»Condesa de Villanera.

»P. S. No se olvide usted de mi criado y sobre todo que sea joven. Nuestros matusalenes del hotel Villanera no se aclimatarían aquí.»

Germana a su madre
«Villa Dandolo, 7 mayo 1853.

»Mi querida mamá: El viejo Gil, que le entregará esta carta, le dirá lo bien que se está aquí. No es en Corfú donde ha cogido las fiebres; fue en la campiña de Roma; de modo que no tenga usted ningún cuidado.

»He estado bastante enferma después de mi última carta, pero mi segunda madre ha debido decirle que ya estoy mucho mejor. El señor de Villanera quizá también le ha escrito; no le pido cuenta de sus actos. En cuanto a mí, estoy lo suficientemente fuerte desde hace algún tiempo para emborronar cuatro carillas de papel; pero, ¿querrá usted creer que me falta tiempo? Paso mi vida respirando; es una ocupación muy agradable en la que empleo diez o doce horas diarias.

»Durante la crisis que he atravesado, he sufrido mucho. No recuerdo haber estado tan mal en París. Puede usted creer que muchas personas en mi lugar hubieran deseado la muerte. No obstante, yo me agarraba a la vida con una obstinación increíble. ¡Cómo se cambia! ¿Y en qué consiste que yo no vea las cosas con los mismos ojos?

4Hay que tener presente la época en que se escribió esta novela.