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Pero, examinando más de cerca el cadáver, se encontró en su mano crispada algunos cabellos más cortos y más rudos que los de una mujer y de un color más natural que los del duque. El actuario, al levantar un mueble derribado, recogió un botón de librea con las armas de los Villanera. Finalmente el cajón donde la señora Chermidy había guardado cien mil francos, estaba vacío. Era, pues, necesario, buscar a otro asesino. Interrogaron a le Tas, pero no pudieron obtener nada. De pronto se golpeó en la frente diciendo:

– ¡Bestia de mí! ¡es él! ¡El miserable! ¡Le haré despellejar vivo! pero, ¿para qué? Ya hablará. Enterrad a mi señora, echadme a mí a la basura y él que se vaya al diablo.

La justicia se trasladó el mismo día a la villa Dandolo donde se pudo comprobar que Mateo era el autor del crimen. Al ser detenido exclamó:

– ¡Poca suerte!

El señor Stevens le hizo conducir al castillo de Guilfort, a orillas del mar. Fue bastante afortunado para escaparse durante la noche, pero cayó en una de esas grandes redes que los pescadores tienden por la tarde para levantarlas por la mañana.

XV
CONCLUSIÓN

Si habéis visto el mar en la estación de los equinoccios, cuando las olas amarillas suben hasta lo más alto de la escollera y los guijarros se entrechocan con estrépito sobre la orilla, cuando el viento aúlla en el cielo negro y el oleaje abate los restos informes de los naufragios, volvedle a ver en verano; no le reconoceréis. Los guijarros relucientes están alineados a lo largo de la playa; el mar se extiende como una sabana azul bajo el riente cielo; a lo lejos se ven cruzar las velas blancas, y sobre la escollera las parisienses abren sus sombrillas de color de rosa.

El conde y la condesa de Villanera, después de un largo viaje cuya historia no ha sabido nunca París, han vuelto hace tres meses a su palacio del faubourg de San Honorato. La condesa viuda que había partido con ellos, y la duquesa que se les había unido a la muerte del duque, compartían sin celos el gobierno de una gran casa y la educación de una linda criatura. Era una niña de dos años, parecida a su madre, y más hermosa por lo tanto que su hermano mayor, el difunto marqués.

El doctor Le Bris era aún el médico y el mejor amigo de la casa. El viejo duque y el pequeño Gómez habían muerto en sus brazos, el uno en Corfú y el otro en Roma, a consecuencia de una tifoidea.

El pequeño marqués tenía una fortuna personal de seis o siete millones que le había dejado una parienta lejana y que sus padres emplearon en obras de caridad.

Una capilla se eleva al sur de la isla de Corfú, sobre el emplazamiento de la villa Dandolo, y es servida por un joven sacerdote de una sabiduría y una tristeza ejemplares: Gastón de Vitré.

FIN