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XIII
EL PUÑAL

Mateo Mantoux no podía consolarse de la curación de Germana. Acusaba al droguero de haberle vendido arsénico falsificado. En su dolor, descuidaba el servicio y se consolaba divagando alrededor de la villa. El objeto de sus paseos era siempre aquella linda propiedad de la cual había sido el dueño en esperanza. A fuerza de contemplarla la conocía hasta en sus menores detalles, como si se hubiese criado en ella. Sabía cuántos balcones tenía la casa y no había un árbol que no tuviese un recuerdo para él. Había franqueado la verja más de una vez, lo que no era difícil. Aquel paraíso terrestre estaba cerrado por un seto de cactus y de áloes, formidable defensa si se cuida de ella, pero la infranqueable barrera había caído en tres o cuatro sitios y la delicada librea de Mantoux podía saltar sin peligro al recinto prohibido.

El 26 de septiembre, hacia las cuatro de la tarde, aquel melancólico bribón pensaba en su desgracia franqueando la valla. Se acordaba con amargura de sus primeras entrevistas con le Tas y de la acogida de la señora Chermidy. Cuando comparaba su situación presente con la que había soñado, se consideraba como el más desgraciado de los hombres, porque creía haber perdido lo que había dejado de ganar. La interrupción de una masa enorme que se movía pesadamente en el jardín interrumpió el curso de sus ideas. Se restregó los ojos y se preguntó por un instante si veía a le Tas o a su sombra; pero las sombras no abultan tanto. Le Tas le advirtió y le hizo señas. Precisamente estaba buscándole.

– ¡Qué tal! – le dijo – . ¿Cómo va eso, guapo enfermero? Ha cuidado usted muy bien a su ama y ya está curada.

– ¡Poca suerte! – respondió él con un gran suspiro.

– Estamos solos – continuó le Tas– , nadie puede oírnos; no tenemos tiempo que perder. ¿Estás contento de que haya curado tu señora?

– Ciertamente, señorita. No obstante, su ama me había prometido otra cosa.

– ¿Qué es lo que te había prometido?

– Que la señora moriría bien pronto y que yo tendría 1.200 francos de renta.

– Y tú hubieras preferido eso, ¿verdad?

– ¡Claro! Así hubiera sido propietario, mientras que ahora tendré que vivir siempre en casa de los otros.

– ¿Y no se te ha ocurrido nunca hacer por tu cuenta lo que la enfermedad no había hecho?

Mantoux la miró fijamente con una turbación visible. No sabía si se trataba de un juez o de un cómplice. Ella le sacó de su embarazo añadiendo:

– Yo te conozco; te había visto en Tolón. Cuando fui a visitarte a Corbeil, ya conocía tu historia.

– ¡De modo que usted…! ¿Así usted tenía su idea al enviarme aquí?

– Seguramente. Si no hubiese habido nada que hacer, yo hubiera buscado a un hombre honrado. Gracias a Dios, no faltan. ¡Hasta hay demasiados!

– ¿Y era por eso por lo que me ofrecían 1.200 francos de renta?

– ¡Figúrate!

– Sospecho que fue usted la que me escribió aquel anónimo.

– ¿Quién había de ser?

– ¿Pero qué interés tiene usted?

– ¿Qué interés? Tu ama ha robado su marido a la mía. ¿Comprendes ahora?

– Empiezo a comprender.

– Deberías haber empezado más pronto, ¡imbécil!

– Es verdad; no obstante, algo he hecho.

– ¿Qué has hecho?

– He comprado arsénico y le he dado un poco todas las noches.

– ¿De veras?

– ¡Palabra de honor!

– Debes de haberle dado muy poco.

– Tenía miedo de comprometerme. Es un veneno que deja señales.

– ¡Cobarde!

– ¡Toma! No se hace uno cortar el cuello por 1.200 francos de renta!..

– La señora te hubiera dado todo lo que hubieras querido.

– Habérmelo dicho. Ahora ya es tarde.

Mantoux esperaba en una habitación contigua la partida del doctor Le Bris. Algunas palabras sueltas de la conversación llegaban a sus oídos. No obstante, no comprendió más que a medias el trato que le querían hacer. Abordó con una desconfianza respetuosa a la señora Chermidy. La viuda no juzgó conveniente entrar en explicaciones con él hasta que no hubiese recibido una respuesta de don Diego. Estaba muy agitada y daba apresurados pasos por el salón. Escuchaba a le Tas sin oírla y miraba al ex presidiario sin verle. Le era bien conocida la cortesía del conde de Villanera para que pudiese apreciar en todo su valor su ausencia y su silencio.

– Ya no me ama – se decía – . Menos mal, si sólo fuese indiferencia; ya sabría yo reconquistarle. Pero seguramente me han pintado a sus ojos como un monstruo. Si así no fuese, no me habría tratado de tal modo. ¡Ofrecerme dinero por mediación de ese odioso Le Bris! ¡Y en qué términos, grandes dioses! Si me ve con los mismos ojos que su embajador, si he perdido ya su aprecio, ¿qué será de mí? No volverá ya. Viudo o no, está perdido para mí. Entonces, ¿a qué conduciría?.. ¿por pura venganza? Pues bien, sea, ¡me vengaré! Pero esperemos. Si no viene corriendo cuando haya leído lo que he escrito, todo está perdido.

– Señora – interrumpió Mantoux – , es preciso que vaya a servir la comida, y si la señora tiene algo que mandarme…

– Ve a servir tu comida – respondió – ; pero no olvides que me perteneces. Escucha bien todo lo que digan, para repetírmelo.

– Sí, señora.

– Un momento. Quizás el señor de Villanera venga aquí esta tarde. En tal caso, no tendré necesidad de ti. No obstante, paséate por los alrededores mañana por la mañana. Si no viniese… ¡pero no, eso es imposible! vienes tú así que se hayan acostado. No importa a que hora. Tal vez le Tas duerma; llama de todos modos, yo te abriré la puerta.

– Es inútil, señora; he sido cerrajero y conservo mis herramientas.

– Bien, te esperaré. Pero estoy segura que el conde vendrá.

Mantoux sirvió a la mesa y aun cuando se esforzó en oír la conversación, el nombre de la señora Chermidy no fue pronunciado.

Se comió en familia, con un solo invitado, el señor Stevens. La señora de Villanera le preguntó si la ley inglesa permitía a los magistrados expulsar a los vagabundos sin otra forma de proceso. El señor Stevens respondió que la legislación de su país protegía la libertad individual hasta en sus abusos.

– Eso está muy bien – dijo el doctor sonriendo – . ¿Y a las aventureras?

– Se las trata un poco más severamente.

– ¿Aun cuando tengan cinco o seis millones de capital?

– Si conocéis muchas de esa especie, enviadlas todas a Inglaterra. Se las recibirá con los brazos abiertos, se las coronará de rosas y se casarán con lords.

La señora de Villanera hizo una mueca y se pasó a otra cosa.

Durante toda la comida, el viejo duque tuvo los ojos fijos en Mantoux. Aquel cerebro impotente, aquella memoria desvanecida, supo reconocer en él al hombre que había visto una sola vez en casa de la señora Chermidy. Lo llamó aparte después de los postres y lo condujo misteriosamente a su habitación.

– ¿Dónde está ella? – le preguntó – . Tú la conoces; tú sabes dónde está oculta; ¡porque me la ocultan!

– Señor duque – respondió – , no sé a quien…

– Te hablo de Honorina. Ya sabes quién es, Honorina, la dama de la calle del Circo.

– ¿La señora Chermidy?

– ¡Ah! ¿ves cómo la conoces? Estoy seguro de que tú la has visto. ¡Mi hija también la ha visto! ¡el doctor también! todos, en fin, ¡menos yo! Ve a buscármela y te haré rico.

Mantoux respondió:

– Puedo jurar al señor duque que no sé dónde está la señora Chermidy.

– ¡Dímelo, bribón! no se lo contaré a nadie: esto quedará entre los dos… Si no me lo dices esta noche, te haré cortar la cabeza – añadió en tono de amenaza.

El ex presidiario se estremeció como si el viejo pudiese leer en su conciencia. Pero el duque había cambiado de nota: lloraba como un niño.

– Hijo mío – decía – , no quiero tener secretos para ti. Es necesario que te anuncie la desgracia que nos amenaza. Honorina quiere matarse esta noche; se lo ha dicho al doctor y ha enseñado su testamento a mi yerno. Ellos pretenden que no hará nada y que sólo se propone asustarle, pero yo la conozco mejor que nadie y sé que se matará. ¿Y por qué no ha de matarse? ¡Ya ves, a mí que te estoy hablando, me ha matado! ¿Te has fijado en aquel puñal que tenía sobre su chimenea en París? Pues bien, un día, no me acuerdo cuándo, me lo hundió en el corazón. Con ese mismo cuchillo se matará esta noche, si no llego a tiempo. ¿Quieres llevarme a su casa?

Mantoux hizo nuevas protestas de que ignoraba el domicilio de la viuda, pero no pudo convencer al insensato viejo. Hasta las diez de la noche, el señor de La Tour de Embleuse le siguió a todas partes, al jardín, a la despensa, a la cocina, con la paciencia de un salvaje.

– Es inútil que disimules – le decía – ; tú irás a su casa y yo te seguiré.

En las islas Jónicas la gente se acuesta temprano. A media noche todos dormían en la casa, menos el duque y Mantoux. El ex presidiario descendió a paso de lobo la escalerilla que conducía a su habitación. Al atravesar el jardín del norte creyó ver deslizarse una sombra entre los olivos. Salió al campo y anduvo a lo largo de las verjas, por senderos extraviados, en dirección a la propiedad que tan bien conocía. La sombra encarnizada le siguió de lejos hasta la valla. Mantoux se preguntó si no le había engañado su vista y si no era víctima de una alucinación; recuperó la presencia de ánimo, volvió sobre sus pasos y buscó al enemigo; el camino estaba desierto y la aparición se había desvanecido en la noche.

Una obscuridad profunda envolvía la casa. El único balcón en que se veía luz era el de la señora Chermidy, que estaba en el piso bajo: Mantoux comprendió que le esperaban. Sacó un manojo de llaves falsas que había envuelto en un trapo para que no hiciesen ruido, pero no tuvo tiempo de emplearlas. La señora Chermidy le abrió la puerta.

– Habla en voz baja – dijo – . Le Tas acaba de dormirse.

 

Los dos cómplices entraron en la habitación, y lo primero que hirió la vista de Mantoux fue el puñal de que le había hablado el duque.

– ¡Y bien! – exclamó la viuda – ; ¿el señor de Villanera se ha acostado?

– Sí, señora.

– ¡Infame! ¿Qué han dicho mientras comían?

– No han hablado de la señora.

– ¿Ni una palabra?

– No; pero después de comer, el señor duque me ha preguntado la dirección de la señora. Le he encontrado muy desmejorado.

– ¿No ha dicho nada más?

– Tonterías. Que la señora quería matarse, que ha escrito su testamento.

– Sí, es verdad; lo he hecho para obligar al conde a que viniese. ¿Se ha acostado?

– ¡Oh! sí, señora. La habitación del señor está cerca de las nuestras. El señor ha apagado la luz a las once.

– Oye; si han dicho algo de mí en la mesa, puedes repetírmelo sin temor; no me enfadaría por ello, al contrario, me consideraría dichosa.

– No han abierto la boca para ocuparse de la señora.

– ¡Ah! ¡les anuncio que voy a matarme esta noche y ni siquiera me dedican un pequeño comentario!

– No se han ocupado de la señora; como si la señora no estuviese en el mundo.

– Está bien; ya les recordaré que estoy viva. Le Tas me ha dicho que le habías dado arsénico a la condesa.

– Sí, señora; pero no ha hecho efecto.

– Si le dieses una puñalada, quizás haría efecto.

– ¡Oh! ¡señora! ¡una puñalada! eso ya es más grave.

– ¿Qué diferencia hay?

– Por de pronto, la señora condesa estaba enferma, y la enfermedad tiene buenas espaldas para cargar con todo. ¡Pero matar a una persona que está sana! Eso es más difícil.

– Te pagaré según el trabajo.

– ¿Y si me cogen?

– Tomas una embarcación y te refugias en Turquía; la justicia no te perseguirá hasta allí.

– Es que tenía la idea de quedarme aquí. Quería comprar una propiedad.

– La tierra se compra por nada en Turquía.

– Es igual. Lo que la señora pide vale cincuenta mil francos.

– ¿Cincuenta mil francos?

– ¡Espero que la señora no querrá regatear!

– Sea. Trato hecho.

– ¿Y dinero contante?

– Contante.

– ¿Lo tiene usted? Porque si usted no me pagase esa suma, no iría a reclamársela a París.

– Tengo cien mil francos en mi secreter.

– Pido cinco minutos para reflexionar.

– Reflexiona.

Mantoux se volvió hacia la chimenea, se apoderó maquinalmente del puñal corso de la señora Chermidy, probó la punta sobre uno de sus dedos e hizo doblar la hoja sobre el mármol. La señora Chermidy no le miraba; esperaba el resultado de su decisión.

– Ya lo he pensado – dijo – . Prefiero quedarme aquí que ir a Turquía; mis compatriotas son mejor tratados en Corfú; además, he aprendido un poco el italiano y no aprendería el turco; y, por último, el jardín y la casa que usted ha alquilado, me convienen.

– ¿Pero cómo diablos quieres…?

– He encontrado el medio. En lugar de dar una puñalada a la señora condesa, se la doy a usted. En primer lugar, esto me vale cien mil francos y no cincuenta mil. Después, nadie tratará de acusarme o de perseguirme, porque usted ha hecho su testamento para suicidarse esta noche. La encontrarán en su cama, atravesada con su puñal y verán que usted ha tenido palabra. Y por último, dicho sea sin ofenderla, prefiero matar a una bribona como usted que a una mujer honrada como mi señora, que siempre me ha tratado bien. Es el primer paso que voy a intentar por el buen camino y espero que el Dios de Abraham y de Jacob sabrán recompensármelo.

XIV
LA JUSTICIA

La sombra que había seguido a Mantoux desde la villa Dandolo hasta el jardín de la señora Chermidy era el duque de La Tour de Embleuse.

Un instinto tan infalible como el razonamiento dijo al insensato que Mateo era esperado en casa de la bella arlesiana. Espió su partida; esperó la hora en el fondo de un corredor obscuro de la villa. Cuando oyó al ex presidiario abrir la puerta de su cuarto, supo ahogar su voz y reprimir la risa nerviosa que sacudía su viejo cuerpo desde la cabeza a los pies. Para descender la escalera en seguimiento de su guía, se quitó los zapatos e hizo todo el camino descalzo, entre los guijarros y las espinas que ensangrentaban sus pies a cada paso. No advirtió ni la longitud del camino, ni los rodeos interminables, ni la fatiga, ni el dolor. El imperio de una idea fija le hacía insensible a todo; su único temor era perder a su conductor o ser visto por él. Cuando Mantoux redoblaba el paso, el duque corría detrás de él, como si tuviese alas; cuando aquél volvía la cabeza, el duque se tendía sobre el vientre y se metía en los fosos o se replegaba adosado a un seto espinoso de cactus o de granados.

Se detuvo al fin junto a la valla. Una voz secreta le dijo que el único balcón donde se veía luz era el de la señora Chermidy. Vio a su guía detenerse a la puerta. Una mujer fue a abrirle, y su viejo corazón brincó con una alegría desordenada al reconocer a la criatura que le atraía.

¡No estaba, pues, muerta! ¡Podría verla, hablarle y quizá volver a hacerle amable la vida! Su primer impulso fue lanzarse hacia ella; pero se contuvo. Estaba seguro de que no se mataría en presencia del criado. Se prometió esperar a que estuviese sola para caer en su casa, sorprenderla y arrancarle el puñal de la mano.

Guardó su impaciencia durante una hora larga, sin advertirlo. Amaba a la señora Chermidy como no había amado a su mujer ni a su hija. Sentía germinar en su cerebro ideas de abnegación, de solicitud, de desinterés, de humilde esclavitud. Aquel amor irreflexivo, absoluto, sin medida ni restricción, no era un sentimiento nuevo para él; hacía sesenta años que se amaba a sí mismo de igual modo. Su egoísmo había cambiado de objeto sin cambiar de carácter. Hubiera inmolado el mundo entero al capricho de la señora Chermidy, como antes a su propio interés o a sus placeres.

Desde el día que la ingrata le abandonó, no vivía. Su corazón no podía latir más que a su lado; sus pulmones no respiraban más que el aire que ella había respirado. Iba a través del mundo como un cuerpo inerte lanzado en el vacío.

Algunas veces, un resto de razón descendía a su espíritu y se decía:

– Soy un viejo loco. ¿Por qué me he atrevido a hablarle de amor? El amor no sienta bien a un vejestorio como yo. Que me conceda un poco de amistad, será todo lo que yo merezca. Que me sufra en su casa como a un padre y yo encontraré en un rincón de mi corazón sentimientos paternales. Ella es desgraciada, llora el abandono de Villanera; yo la consolaré.

La esperanza de volver a verla le producía fiebre. Sus ojos fatigados por la fiebre le cosquilleaban dolorosamente, pero esperaba llorar cuando cayese a los pies de Honorina. En los grandes dolores de la vida, nuestros ojos se calman con las lágrimas. El señor de La Tour de Embleuse, sentado en un rincón del jardín, frente a la casa, se parecía al animal que ha corrido tres días por el desierto en busca de agua fresca y que se detiene con el último impulso ante el manantial deseado, con el ojo sangriento y la lengua colgando.

El último resplandor se extinguió en la habitación y el balcón del que él no separaba la mirada se confundió con todos los demás en la obscuridad. Pero la casa, invisible para los demás, no lo era para el duque, y el balcón brillaba como un sol a sus ojos iluminados. Vio a Mantoux salir de la casa, huir a través de los campos con una carrera desesperada, sin volver la cabeza hacia atrás. Entonces salió de su escondite y avanzó a paso de lobo hasta el balcón bien amado. Ni siquiera se fijó en si la puerta estaba abierta o cerrada, ¡tanto le atraía aquel balcón! Se apoyó en el borde, palpó los hierros y apoyó su nariz y su boca contra un vidrio, sintiendo una frescura consoladora con el contacto.

Dentro como fuera, reinaba una obscuridad grande, pero los enfermos sentidos del viejo loco creyeron ver a la señora Chermidy arrodillada al pie de su cama, con la cabeza hundida entre las manos y abriendo a la oración sus bellos labios rosados. Para llamarle la atención golpeó dulcemente el cristal, pero nadie le contestó. Entonces creyó verla dormida, porque las alucinaciones más contradictorias se sucedían en su espíritu. Reflexionó largamente sobre el medio de llegar hasta ella y despertarla sin asustarla. Para alcanzar su objeto se sentía capaz de todo, incluso de demoler un lienzo de pared sin otro auxilio que el de sus diez dedos. Al acariciar la vidriera advirtió que el vidrio estaba encerrado en un armazón de plomo. Entonces decidió arrancarlo con las manos, y tan valerosamente emprendió la tarea que acabó por conducirla a buen término. Sus uñas se retorcían alguna vez sobre el plomo o se quebraban sobre el vidrio; sus dedos sangraban, pero no hacía caso; si se detenía alguna vez, era para secarse la sangre, para escuchar los ruidos que podían venir de dentro y asegurarse de que Honorina continuaba durmiendo.

Cuando hubo casi arrancado el armazón, empezó a tirar del vidrio deteniéndose cada vez que se oía un crujido o que una sacudida demasiado violenta hacía resonar todo el balcón. Por fin su paciencia obtuvo la recompensa y la hoja transparente cayó en sus manos. La depositó sin hacer ruido sobre la arena de la alameda, dio un paso apoyando el índice sobre sus labios y fue a aspirar el vaho de la habitación por la abertura que había hecho. Su pecho se henchía con una ávida voluptuosidad. Era la primera vez que respiraba en diez días.

Alargó la mano hacia la habitación, palpó el interior, encontró la falleba y la cogió. Las vidrieras eran pequeñas, la abertura estrecha, por lo cual no podía mover el brazo con desahogo; no obstante, la puerta cedió rechinando sobre sus goznes. El duque se asustó ante aquel ruido y pensó que todo estaba perdido. Retrocedió hasta el fondo del jardín y trepó a un árbol, con los ojos fijos en la casa y el oído abierto a todos los ruidos. Escuchó largo tiempo y no oyó otra cosa que el lamento dulce y melancólico de los sapos que cantaban al borde del camino. Descendió de su observatorio y llegó a gatas hasta el balcón, tan pronto bajando la cabeza para no ser visto, tan pronto levantándola para ver y oír. Volvió al sitio de donde el miedo le había arrojado y se aseguró de que Honorina dormía aún.

Las dos puertas del balcón se abrieron sin ruido. El aire de la noche entró en la casa sin despertar a la bella dormida. El duque echó una pierna por encima de los hierros y se deslizó en la habitación. La alegría y el miedo le hacían temblar como un árbol sacudido por el viento. Vacilante, iba adelantando sin atreverse a apoyarse en los muebles. La habitación estaba llena de objetos de toda clase, de baúles abiertos y cerrados y aun de muebles derribados. El duque atravesó por todos aquellos obstáculos con precauciones infinitas. Marchaba a tientas, rozando todos los objetos sin tocarlos y paseando entre las sombras sus dedos destrozados. A cada paso murmuraba en voz baja:

– Honorina, ¿está usted ahí? ¿me oye usted? Soy yo, su viejo amigo, el más desgraciado, el más respetuoso de todos sus amigos. No tenga usted miedo; no tema nada, ni siquiera que le dirija ningún reproche. En París estaba loco, pero el viaje me ha cambiado. Soy un padre que viene a consolarla. No se mate usted; ¡yo me moriría!

Aquí se detuvo, se calló y escuchó. No oía más que los latidos de su corazón. Tuvo miedo y se sentó un momento para calmar su angustia.

– ¡Honorina! – gritó levantándose – , ¿está usted muerta?

Fue la muerte en persona la que le respondió. Tropezó contra un mueble y sus manos nadaron en un mar de sangre.

Cayó arrodillado, apoyó los brazos en la cama y permaneció hasta que se hizo de día en la misma postura. No se preguntó siquiera cómo había podido ocurrir aquella desgracia. No experimentó ni sorpresa ni pesar. La sangre le subió hasta el cerebro y todo concluyó. Su cabeza no era más que una jaula abierta de la que la razón había volado. Pasó las últimas horas de la noche apoyado sobre un cadáver que se enfriaba gradualmente.

Cuando le Tas fue a ver si su hermosa prima se había despertado, oyó a través de la puerta un grito estridente como el canto del grajo. Al entrar vio un viejo ensangrentado que agitaba la cabeza en todas direcciones como para sacudir la sangre. El duque de La Tour de Embleuse gritaba: «¡Acá! ¡Acá! ¡Acá!» Era todo lo que le quedaba del don de la palabra, el más hermoso privilegio del hombre. Su cara era una mueca horrible, sus ojos se abrían y se cerraban automáticamente; sus piernas estaban paralizadas, su cuerpo hundido en el sillón, sus manos muertas.

Le Tas no había conocido más que un sentimiento humano: adoraba a Honorina. La monstruosa criatura se arrojó sobre el cuerpo de su dueña lanzando un grito como el que no es posible oírlos más que en el desierto. Lloró como las tigresas deben llorar a sus cachorros. Arrancó el cuchillo de una grande y profundida herida que ya no sangraba; cogió en brazos a aquel hermoso cuerpo inanimado y le colmó de caricias locas. Si las almas pudiesen partirse en dos, ella hubiera resucitado a sus expensas a su querida Honorina. La cólera sucedió bien pronto al dolor. No dudó ni un instante de que el duque fuese el asesino. Arrojó el cadáver sobre la cama y corrió con toda su masa hacia el viejo. Le golpeó, le mordió las manos y buscó sus ojos para arrancárselos, pero el duque era insensible y no respondía a aquellas violencias más que por un grito uniforme que debía ser en lo sucesivo su único lenguaje. Los animales tienen diferentes sonidos para expresar la alegría o el dolor; pero el paralítico yace en el último grado de la escala de los seres. Le Tas se cansó de golpearlo antes de que él sospechase que lo golpeaban.

 

Mientras tanto, Germana, bella y sonriente como la mañana, despertaba a su madre y a su marido, asistía al tocado de su hijo y bajaba al jardín para respirar el aire embalsamado del otoño. Los señores Le Bris y Stevens no tardaron en unirse a ellos. Todos contemplaban al pequeño Gómez que paseaba un galápago por el jardín. El único que faltaba era el duque. Sus balcones aun estaban cerrados, y respetaron su sueño. Mateo Mantoux, que había redoblado su celo desde que el doctor le mantuviera en su plaza, lavaba activamente su ropa al borde de un arroyuelo que corría hacia el mar.

El criado del señor Stevens acudió apresuradamente a llamar a su señor. En la vecindad se había cometido un crimen; todo el cantón estaba emocionado. El señor Stevens, al despedirse de sus amigos, pidió algunos detalles al mensajero.

– No sé nada – respondió éste – . Dicen que han encontrado a una francesa muerta en su cama.

– ¿Cerca de aquí? – interrumpió el doctor.

– A un cuarto de legua.

– ¿No dicen si es una recién llegada?

– Creo que sí; pero su criada no habla más que el francés y no han podido comprenderla.

– ¿Usted ha visto a la criada? ¿Una mujer gruesa?

– Enorme.

– Vaya, no será nada – dijo el señor Le Bris – . Querido señor Stevens, es la hora del desayuno y usted hará muy bien en acompañarnos. La muerta está perfectamente, yo se lo aseguro.

El señor Stevens, hombre grave, no comprendió la ironía. El doctor añadió:

– ¿La ley inglesa castiga a los que prometen suicidarse y no cumplen su palabra?

– No, pero castiga el suicidio cuando está probado.

– Vamos, no tengo suerte con la ley inglesa.

– Ahora en serio, doctor – continuó el magistrado – . ¿Cree usted verdaderamente que se trata de una falsa alarma?

– Le respondo de que la dama en cuestión no ha recibido ni un rasguño. La conozco bien y sé que está demasiado enamorada de su piel para agujereársela.

– Pero, ¿y si hubiese sido asesinada?

– No tenga usted cuidado, mi excelente amigo. ¿Conoce usted a los pájaros de jaula?

– No mucho.

– ¿Entonces usted no sabe la diferencia que hay entre los pájaros de cabeza azul y los pájaros de cabeza negra?

– No.

– Los pájaros de cabeza azul son unos lindos animalitos que se dejan matar sin resistencia; los de cabeza negra son los que matan a los otros. ¡Pues bien! la dama en cuestión es un pájaro de cabeza negra. Ahora, vamos a desayunarnos.

– No comprendo. ¿Entonces por qué me harían llamar?

– Si le hace venir a buscar aquí, no es por el placer de hablar con usted. Es para atraer a otra persona. ¿Qué dice usted, querido conde?

– Tiene razón – dijo la viuda.

El conde no respondió. Estaba más emocionado de lo que quería aparentar. Germana le tendió la mano y le dijo:

– Vaya usted con el señor Stevens, amigo mío, y confírmese en que el doctor habrá dicho la verdad.

– ¡Diablo! – dijo el señor Le Bris – , yo también voy; aunque no me ha invitado nadie, seré de la partida. Pero si esa señora no ha muerto irremisiblemente, juro por mi bonete de doctor que el conde no le dirá ni una palabra.

El señor Stevens, el conde y el doctor partieron en coche. Diez minutos después se detenían ante la casa de la señora Chermidy. El doctor ya había cambiado de pensamiento y presentía una desgracia. Una muchedumbre compacta rodeaba la valla y la policía maltesa no bastaba para contener la curiosidad pública.

– ¡Diablo! – dijo el doctor – , ¿es que esa señora se habrá matado para jugarnos una mala partida? No la creía tan fuerte como todo eso.

El conde se mordía el bigote sin decir nada. Había amado a la señora Chermidy durante tres años y se había creído sinceramente correspondido. Se le destrozaba el corazón ante la idea de que se hubiese matado por él. Los recuerdos del pasado se revolvían contra las afirmaciones del doctor y defendían victoriosamente la causa de Honorina.

La multitud abrió paso al señor Stevens y a sus acompañantes. Guiados por los agentes llegaron a la cámara mortuoria. La señora Chermidy estaba en su cama con el mismo vestido que la víspera. Su linda cabeza colgaba horriblemente. Su boca entreabierta dejaba ver dos hileras de pequeños dientes apretados por las convulsiones de la agonía. Sus ojos, que una mano piadosa no había cerrado a tiempo, parecían mirar la muerte con espanto. El puñal estaba en medio de la pieza, en el sitio en que le Tas lo arrojara. La sangre lo había inundado todo. Un gran charco coagulado ante la chimenea anunciaba que la desgraciada se había herido allí. Un reguero de un rojo obscuro demostraba que había tenido fuerzas para arrastrarse hasta la cama.

La criada, que había llamado a la justicia y alarmado al vecindario, ya no gritaba. Acurrucada en un rincón, con los ojos fijos en el cadáver de su ama, miraba ir y venir a toda aquella gente maquinalmente. La llegada del conde y de Le Bris no la hizo salir tampoco de su sopor.

El señor Stevens, seguido del actuario, hizo la información ocular y dictó la descripción del cadáver con la impasibilidad de la justicia, rogando al doctor que declarase cuanto supiera. Le Bris contó todo lo ocurrido, lo que sabía él, y esto, junto con lo que él mismo vio, confirmó al magistrado en la idea del suicidio.

Esta palabra, pronunciada a media voz, produjo en le Tas como una conmoción eléctrica. Se levantó como una fiera y mirando fijamente al doctor, le dijo:

– ¡Suicidio! Demasiado sabe usted que no era capaz de suicidarse. ¡Pobre ángel! ¡Tan hermosa y tan feliz que era! ¡Hubiera vivido cien años si no la hubiesen asesinado! Además, ¿es que ese viejo no estaba ahí? Vayan a verle y verán que está lleno de su sangre.

Entonces advirtió al conde de Villanera que se había dejado caer en un sillón y lloraba silenciosamente.

– ¿Ha venido usted al fin? – le dijo – . ¡Tenía que haberlo hecho antes! ¡Ah, señor conde! ¡Paga usted muy mal sus deudas de amor!

Mientras el juez y el médico entraban en la pieza vecina, donde una dolorosa sorpresa les aguardaba, le Tas arrastró al conde hasta la cama, le obligó a mirar a su antigua amante y le hizo oír una oración fúnebre que le puso el cabello de punta.

– ¡Vea usted, vea usted! – decía sollozando – , vea esos hermosos ojos que le sonreían tan tiernamente, esa linda boca que le ha besado tantas veces, esos cabellos tan negros que usted desataba con sus propias manos… ¿Se acuerda de la primera vez que fue usted a la calle del Circo? Cuando todos hubieron salido, usted se arrodilló para besar esa mano. ¡Y ahora qué fría está! ¡Usted le había jurado fidelidad eterna hasta la muerte! ¡Bésela, pues, caballero fiel!

El conde, inmóvil, rígido y más frío que el cadáver que tenía enfrente, expió en un minuto tres años de dicha ilegítima.

En esto trajeron al duque que también pagaba, y bien caro, una vida de egoísmo y de ingratitud.

La sangre de que estaba cubierto, su presencia en la casa, el vidrio arrancado, los arañazos de sus manos, y sobre todo la pérdida de su razón, hicieron creer un instante que él era el asesino. El doctor examinó la herida de la señora Chermidy y reconoció que el puñal había atravesado el corazón de parte a parte; la muerte debió de ser instantánea; era, pues, imposible, que la víctima hubiese podido llegar hasta la cama. El señor Stevens, comiendo la noche anterior con el duque, había podido observar el estado de sus facultades mentales. El señor Le Bris le explicó en pocas palabras cómo la manía homicida habría podido germinar en su cerebro desequilibrado. Si era verdad que había cometido el crimen, la justicia no podía hacer nada contra un loco. La Naturaleza le había condenado a una muerte próxima, después de algunos meses de una existencia peor que la misma muerte.