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Germana

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Afortunadamente la distancia es mayor entre el pensamiento y la acción que entre los brazos y la cabeza. Además el pequeño Gómez estaba allí y su presencia quizás salvó la vida de Germana. Más de una vez, para paralizar una mano criminal, basta la mirada límpida de un niño. Los seres más pervertidos experimentan un respeto involuntario ante esa edad sagrada y aun más augusta que la vejez. La vejez es como un agua en reposo que ha dejado caer al fondo todas las impurezas de la vida; la infamia es una fuente escapada de la montaña: se la agita sin enturbiarla, porque es pura hasta el fondo. Los ancianos poseen la ciencia del bien y del mal; la ignorancia de los niños es como la nieve inmaculada de la Jungfrau que nada ha mancillado, ni aun la huella del pie de un pájaro.

La señora Chermidy, concibió, acarició, debatió y rechazó la idea de un crimen mientras cerraba la sombrilla y saludaba a Germana, que no la conocía.

Germana la acogió con esa gracia y esa cordialidad que es privativa de los venturosos en el mundo. La visita de una desconocida no tenía para ella nada de sorprendente. Casi diariamente recibía personas de la vecindad que se habían interesado por su curación y que iban a felicitarla por haber recobrado la salud. La viuda inició la conversación con unas cuantas palabras incoherentes que daban idea del tumulto de sus pensamientos.

– Señora – le dijo – , usted no esperaba seguramente… yo tampoco esperaba… Si hubiese sabido… Acabo de llegar de París, señora. Su señor padre, el duque de La Tour de Embleuse, que me honra con su amistad…

– ¿Usted conoce a mi padre, señora? – interrumpió vivamente Germana – . ¿Hace poco que lo ha visto usted?

– Hace ocho días.

– Permítame, pues, que la bese. ¡Mi pobre padre! ¿Cómo está? Nos escribe rara vez. Deme noticias de mi madre.

La señora Chermidy se mordió los labios.

– No esperaba, señora – dijo sin contestar a la pregunta – , encontrarla tan bien. La última carta que el señor duque recibió de Corfú…

– Sí, efectivamente, señora; había llegado ya al último extremo, pero no me han querido en el cielo. Pero siéntese a mi lado. A la hora presente mi padre y mi madre ya estarán tranquilos. ¡Oh, estoy completamente restablecida! Debe conocerse, ¿no es verdad? Míreme usted bien.

– Sí, señora. Por lo que en París nos dijeron, ha sido un milagro.

– Un milagro del cariño y del amor, señora. ¡La condesa, mi madre, es tan buena! ¡Mi marido me quiere tanto!

– ¡Ah!.. ¡Qué niño tan lindo ése que juega allí bajó! ¿Es de usted, señora?

Germana se levantó del banco, miró a la viuda y retrocedió atemorizada, como si hubiese pisado una serpiente.

– ¡Señora! – dijo a la desconocida – , usted es la señora Chermidy.

Esta se levantó a su vez y avanzó hacia Germana como para pasar sobre su cuerpo y contestó:

– Sí, soy la madre del marqués y la esposa, ante Dios, de don Diego. ¿En qué me ha reconocido?

– Por el tono con que ha hablado del niño.

Fue dicho esto tan dulcemente, que la señora Chermidy se sintió sobrecogida por un sentimiento extraño. La cólera, la sorpresa y todas las emociones que la ahogaban, se resolvieron en un hondo sollozo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Germana ignoraba que se llorase de rabia. Compadeció a su enemiga y exclamó ingenuamente:

– ¡Pobre mujer!

Las dos lágrimas se secaron instantáneamente, como las gotas de lluvia que caen en un cráter.

– ¡Pobre mujer, yo! – replicó con dureza la señora Chermidy – . ¡Bueno, sí, soy digna de compasión porque he sido engañada, porque han abusado de mi buena fe, porque el cielo y la tierra unidos han conspirado para traicionarme, porque me han robado un nombre, una fortuna, al hombre que yo amaba y al hijo al que di vida entre dolores y sollozos!

Germana quedó sobrecogida de espanto ante aquella explosión de ira, y sus ojos se volvieron hacia la casa como en demanda de auxilio.

– Señora – dijo temblorosa – , si para eso ha venido usted a mi casa…

– ¡A su casa! ¿No llama usted a sus criados para hacerme arrojar de su casa? ¡Realmente, es curioso que sea yo quien esté en su casa de usted! ¡Pero si usted no tiene nada que no proceda de mí! ¡Su marido, su hijo, su fortuna y hasta el mismo aire que respira, todo procede de mí, todo me pertenece, todo lo tiene usted en depósito porque yo se lo he confiado; me lo debe usted todo y nunca me reembolsará! Usted vegetaba en París sobre un mal camastro; los médicos la habían desahuciado, no le quedaban ni tres meses de vida, ¡así me lo habían prometido! ¡Su padre y su madre de usted se morían de hambre! Sin mí, la familia de La Tour de Embleuse no sería más que un montón de polvo en la fosa común. ¡Yo se lo he dado a usted todo, padre, madre, marido, hijo y la vida, y se atreve usted a decirme en mi cara que estoy en su casa! ¡Es preciso ser bien ingrata!

Era difícil contestar a esta elocuencia salvaje. Germana cruzó los brazos sobre el pecho y dijo:

– Señora, en vano sondeo mi conciencia; no me puedo encontrar culpable de nada como no sea de haber curado. Jamás he contraído ningún compromiso con usted, por la sencilla razón de que ésta es la primera vez que la veo. Cierto es que sin usted hace tiempo que me hubiese muerto; pero si usted me ha salvado ha sido sin querer, y la prueba mejor es que acaba de reprocharme el aire que respiro. ¿Ha sido usted la que me dio por esposa al conde de Villanera? Es posible. Pero me eligió usted porque me creía condenada a muerte sin remedio. Por eso no le debo ninguna gratitud. Ahora, ¿qué puedo hacer para serle útil? Estoy dispuesta a todo, menos a morir.

– Yo no le pido nada; no quiero nada; no espero nada.

– ¿Entonces qué ha venido a hacer usted aquí?.. ¡Dios mío! ¡Me creía usted enferma y esperaba encontrarme muerta!

– Estaba en mi derecho. Pero he debido tomar informes respecto a su familia: ¡los La Tour de Embleuse no han pagado nunca sus deudas!

Al oír esta grosería, Germana perdió la paciencia y replicó:

– Señora, ya está usted viendo que me encuentro bien. Puesto que únicamente había venido para enterrarme, su misión ha terminado, y nada tiene ya que hacer aquí.

La señora Chermidy se instaló resueltamente en el banco de piedra diciendo:

– No me iré sin haber visto a don Diego.

– ¡Don Diego! – exclamó la convaleciente – . ¡No lo verá usted! No quiero que él la vea. Escúcheme atentamente, señora. Estoy aún muy débil, pero encontraré las fuerzas de las leonas para defender mi felicidad. No es que yo dude de él: es bueno, me quiere como a una hermana y no tardará en quererme como a esposa. Pero no quiero que su corazón se desgarre entre lo pasado y lo porvenir. Sería odioso obligarle a elegir entre nosotras. Además, usted debe de haber comprendido que ya ha hecho su elección, puesto que no le ha escrito más.

– ¡Criatura! ¡No has podido conocer lo que es el amor en medio de las tisanas! ¡No sabes el imperio que tomamos sobre el hombre a fuerza de hacerlo dichoso! No has visto los hilos de oro, más finos y más tupidos que los de la tela de araña, que tejemos alrededor de su corazón! No he venido sin armas a declararte la guerra. Traigo conmigo el recuerdo de tres años de pasión satisfecha y nunca saciada. Eres libre de oponer a todo eso tus besos fraternales y tus caricias de colegiala. ¿Quizás crees que has apagado el fuego que yo encendí? ¡Espera que yo sople en él, y verás qué incendio!

– Usted no le hablará. Si él fuera bastante débil para acceder a esa fatal entrevista, su madre y yo sabríamos impedirlo.

– ¡Bastante me preocupo yo de su madre! Tengo derechos sobre él yo también, y los haré valer.

– No sé qué derechos pueda alegar una mujer que se ha comportado como usted, pero sé que la Iglesia y la ley me han dado al conde de Villanera el día en que ellas me dieron a él.

– Oiga usted; le abandono el libre dominio de todos los bienes que usted posee. Viva, sea dichosa y rica; haga la felicidad de su familia, cuide de sus padres en sus últimos días, pero déjeme a don Diego. Nada es para usted todavía, según usted mismo me ha confesado. No ha sido su esposo, ha sido su médico, su enfermero, el ayudante del doctor Le Bris.

– Es todo para mí, señora, puesto que le amo.

– ¡Ah, es así! Pues bien, cambiemos de nota. ¡Devuélvame a mi hijo! Es mío; y supongo que convendrá usted en ello. Cuando se lo cedí, puse condiciones. Como usted no ha cumplido su palabra yo retiro la mía.

– Señora – respondió Germana – , si usted quisiera a ese niño no pensaría en despojarlo de su nombre y su fortuna.

– ¡No me importa! Lo quiero para mí, como todas las madres. Prefiero tener un bastardo a quien besar todas las mañanas, que oír a un marqués que le llame a usted mamá.

– Sé – repuso Germana – que el niño era de usted; pero usted lo dio. Ni usted puede reclamarlo ni menos yo entregárselo.

– Lo pediré ante los tribunales. Revelaré el misterio de su nacimiento. Nada arriesgo al presente: mi marido ha muerto, y ya no me matará.

– Perderá usted el pleito.

– Pero lograré armar un gran escándalo. ¡Ah, la señora de Villanera tiene en mucho su nombre! ¡Se han cometido infamias para el mayor lustre del apellido de los Villanera! Le aferraré por las orejas a ese título que Italia disputa a España! ¡Lo arrastraré del juzgado de primera instancia al más alto tribunal; haré que lo impriman en todos los periódicos; será la comidilla de las tabernas de París; lo haré publicar en las Pequeñas causas célebres, y la condesa vieja reventará de rabia! ¡Y ya pueden decir los abogados y sentenciar los jueces! Perderé el pleito, pero todos los futuros Villanera estarán tachados de Chermidy!

Hablaba con tal calor que su discurso llamó la atención del marqués. Se hallaba a diez pasos de distancia, gravemente ocupado en plantar ramas en la arena para hacer un jardincito. Abandonó su tarea y fue a colocarse delante de la señora Chermidy, con un bracito en jarras. Al verle aproximar, Germana dijo a la viuda:

 

– Preciso es, señora, que la pasión la extravíe, pues hace una hora que está reclamando al niño, y todavía no se le ha ocurrido besarlo.

El marqués presentole la mejilla sin el menor entusiasmo, y dijo a su terrible madre, en esa media lengua propia de los niños de su edad:

– Señora, ¿qué le dices a mamá?

– Marqués – respondió Germana – , esta señora quiere llevarte a París. ¿Quieres irte con ella?

Por toda contestación el niño se echó en brazos de Germana, y dirigió una mirada de recelo a la señora Chermidy.

– Le queremos todos – dijo Germana.

– Usted también, señora. Es una habilidad.

– Es natural. Se le parece mucho a su padre.

– Mírame bien – dijo la viuda a su hijo – . ¿No me reconoces?

– No.

– Soy tu madre.

– No.

– ¡Tú eres mi hijo, mi hijo!

– No eres tú, es mamá Germana.

– ¿No tienes otra madre?

– Sí; mamá Nera. Está en casa mamá Vitré.

– Para él todas son madres suyas menos yo. ¿No recuerdas haberme visto en París?

– ¿Qué es París?

– Yo te daba bombones.

– ¿Dónde están tus bombones?

– Vamos, los niños son hombres pequeños; la ingratitud les brota con los dientes. Marqués de los Montes de Hierro, escúchame bien. Todas esas mamás son las que te han criado. Yo soy tu verdadera madre, la única madre, la que te ha dado el ser.

El niño sólo comprendió que aquella señora le reñía, y se echó a llorar amargamente costando gran trabajo consolarlo a Germana.

– Ya ve usted, señora – dijo ésta a la viuda – , que nadie la retiene aquí, ni aun el marqués.

– He aquí mi ultimátum – respondió la señora Chermidy altivamente.

Pero una voz muy conocida de ella le cortó la palabra. Era el doctor Le Bris que llegaba de Corfú a todo correr. Había visto a le Tas en una ventana del hotel Trafalgar, y al galope traía este notición. El cochero de la señora Chermidy al que había encontrado a la puerta de la villa, lo había asustado al decirle que había llevado allí a una señora. Recorrió la casa, puso en pie a todos los dormilones que hallaba en su camino y bajó las escaleras del jardín de cuatro en cuatro peldaños.

No pensaba el doctor que la señora Chermidy fuese capaz de cometer un crimen; pero, sin embargo, dejó escapar un suspiro de satisfacción al encontrar a Germana como la había dejado. Le tomó el pulso antes de decir palabra y luego habló.

– Condesa, está usted un poco agitada – manifestó – , y creo que la soledad le será conveniente. Descanse usted si le parece, mientras yo acompaño a la señora hasta su coche.

Dictó la orden sonriendo, pero con un tono tan autoritario que la señora Chermidy aceptó su brazo sin replicar.

Cuando hubieron dado juntos algunos pasos añadió el doctor:

– ¡Cómo, mi linda cliente! ¡Supongo que no tiene usted la intención de estropear mi obra! ¿Qué diablo viene usted a hacer aquí?

– ¿Qué carta es ésa, pues – contestó la viuda ingenuamente – , que ha escrito usted al duque?

– ¡Ah, ya comprendo! Con efecto, pasamos una semana difícil; pero el buen tiempo ha reaparecido.

– ¿No queda ningún recurso, llave de los corazones?

– Ninguno, como no me muera.

– ¿Y qué va usted ganando?

– La satisfacción del deber cumplido. Es una hermosa curación; como ésa no se cuentan por docenas.

– Mi pobre amigo, dicen que usted hará carrera; yo me temo que no pasará de vegetar toda su vida. Las personas de talento son a veces bastante estúpidas.

– ¡Qué se le va a hacer! No se puede contentar a todo el mundo. La Fontaine ha dicho eso en verso, no recuerdo dónde.

– ¿Qué va a ser de mí? Lo pierdo todo.

– ¿Cree usted?

– Sin duda.

– Los millones, pues, para usted no son nada. Usted es mujer precavida, y ha ido siempre a lo práctico.

– ¿Esa opinión es la de usted?

– La mía y la de otros.

– ¿La de don Diego, acaso?

– Es posible.

– Pues es bien injusto. Por nada le devolvería lo que me ha dado.

– Ya sabe usted que él no lo tomará. Adiós, señora.

– ¿Sigue usted teniendo a ese Mateo que el duque le envió de París?

– Sí; ¿por qué?

– Porque ya le he dicho que desconfíe de él.

– Por mí no le han despedido.

La señora Chermidy regresó precipitadamente a la ciudad. Su retirada parecía una derrota, y le Tas, que esperaba noticias en la ventana, adivinó en seguida lo que ocurría. Así que la viuda llegó a su habitación exclamó:

– ¡Maldita jornada!

– ¿Se ha salvado?

– Está curada. No he podido ver al conde, ni creo verlo, y Le Bris casi me ha puesto en la calle.

– Si éste encuentra su clientela, pierdo el nombre que llevo. Ya puedes hacer, amigo, lo que quieras, pero nunca serás más que un imbécil.

– O un bribón. Nos ha engañado como todos los demás.

– ¿De quién fiarse, gran Dios, si no se puede contar con un ex presidiario?.. Después de esto, le habrán puesto quizás en la puerta.

– No, aun está en la casa.

– Entonces aun hay remedio. Yo le hablaré. Hay que jugarse el todo por el todo.

– ¡Vamos, pues! Es necesario que vea a don Diego.

– ¿Y cómo le verás?

– Alquilaré cualquier casa por allá.

– Vamos. Estoy segura de que si llegas a tenerle bajo tus ojos, harás de él lo que quieras. ¡Estás soberbia!

– Es la cólera. Le he reclamado el pequeño, y les he amenazado con un proceso. Tendrá miedo y vendrá.

– ¡Si viene, lo robas!

– ¡Como a una pluma!

– Quizás has hecho mal en hablar de proceso. Es demasiado orgulloso para ceder por ese procedimiento. Atacar a un español por las amenazas, es lo mismo que acariciar a un lobo a contrapelo.

– Si las amenazas no sirven para nada, tengo otra idea. Hago testamento en favor del marqués, le devuelvo sus millones hasta el último céntimo y después me mato.

– ¡Vaya una idea! ¡Muy bonita! ¿Y qué habrás adelantado con eso?

– ¡No seas tonta! Me mataré sin hacerme daño. El testamento demostrará que no tengo apego al dinero; el puñal, que tampoco se lo tengo a la vida, pero no me mataré hasta el momento en que vaya a abrir la puerta.

Le Tas encontró la invención excelente, aunque no fuese precisamente nueva.

– ¡Bueno! – dijo – ; es, únicamente, un caballero andante; no tolerará que la mujer a quien ha amado se dé muerte por sus hermosos ojos. ¡Son tan bestias los hombres! ¡Si yo fuese tan bonita como tú, los haría correr!

– Mientras tanto, hija mía, seremos nosotras las que corramos; y desde mañana mismo.

– ¡Pues bien, sí! ¡en marcha!

Al día siguiente, las dos mujeres, escoltadas por un mozo de cuerda, se hicieron conducir al sur de la isla. Allí, en las inmediaciones de la villa Dandolo, encontraron una linda casita para vender o alquilar, con su verja y todo. Era la misma que la señora de Villanera había elegido para el señor de La Tour de Embleuse, en el caso en que éste se decidiese a pasar el verano en Corfú. Era el castillo en el aire del pobre Mantoux, llamado Poca Suerte. La casa fue alquilada el 24 de septiembre, amueblada el 25 y ocupada el 26 por la mañana. Así se lo hicieron saber a don Diego.

El conde pasaba un verdadero suplicio desde hacía tres días. Germana le contó la visita que había recibido. La pobre niña no sabía el efecto que le produciría aquella noticia y, sin embargo, quiso ser ella quien se la diese. Al anunciar a don Diego la noticia de la llegada de su antigua amante, se aseguraba en un instante de si estaba bien curado de su amor. Un hombre sorprendido no tiene tiempo de disimular y la primera impresión que se lee en su cara es la verdadera. Germana se jugaba el todo por el todo sometiendo a su marido a semejante prueba. Un relámpago de alegría en los ojos del conde la habría matado más seguramente que un pistoletazo. Pero las mujeres son así, y su amor heroico prefiere un peligro seguro a una dicha incierta.

El señor de Villanera estaba bien curado, porque se enteró de aquella noticia como el que recibe una impresión desagradable. Su frente se veló de una tristeza que no tenía nada de exagerada, porque era sincera. No se mostró ni indignado ni escandalizado, porque el paso de la señora Chermidy, impertinente a los ojos de todos, era bien excusable para él. No hizo el gesto de desagrado de un gobernador de provincia al que dicen que el enemigo ha hecho una incursión en su territorio; demostró el disgusto de un hombre al que un accidente previsto viene a turbar en su felicidad.

Germana no pudo repetirle sin un poco de cólera las palabras insolentes de aquella mujer y sus monstruosas pretensiones. El doctor hizo coro con ella y la anciana condesa lamentó altamente no haber estado allí para arrojar a aquella desvergonzada a la puerta o al mar; el mar era una de las puertas del jardín. Pero don Diego, en lugar de unirse a las protestas de toda la familia, se aplicó a calmar ánimos y a vendar heridas. Defendió a su antigua querida o, mejor dicho, la compadeció como un hombre galante que ya no ama, pero que se cree amado aún. Llenó este dulce deber con una tal delicadeza, que Germana aun quedó agradecida, porque apreció una vez más la rectitud y la firmeza de su alma. Además, si le permitía al conde dar su compasión a la señora Chermidy, es porque estaba bien segura de poseer todo su amor.

La condesa era bastante menos tolerante. La reivindicación del niño y la amenaza de un proceso escandaloso, la habían exasperado. No se conformaba con menos que entregar a la viuda a los magistrados de las siete islas y hacerla expulsar vergonzosamente como una aventurera.

– El señor Stevens – dijo – es amigo nuestro y no nos negará este pequeño servicio.

Para ella, la visita de la viuda a Germana tenía todos los caracteres de una tentativa de asesinato, porque, después de todo, la presencia de una mujer tan odiosa podía matar a una convaleciente. El doctor no encontró descabellada la idea.

El conde intentó calmar a su madre.

– No tema usted nada – dijo – , no intentará ningún proceso. No es tan desnaturalizada que quiera comprometer a su hijo al mismo tiempo que a nosotros. La cólera la ofuscó, sin duda. A nosotros, que somos dichosos, nos es fácil hablar sensatamente. Debe estar indignada contra mí y mirarme como a un gran culpable, porque yo la he abandonado sin tener nada que reprocharle; en ocho meses no le he escrito ni una sola carta; he dado mi alma a otra. Aun me odiaría más si supiera que los días más dichosos de mi vida son los que he pasado lejos de ella al lado de mi Germana y si yo le dijese que mi corazón está lleno de amor hasta los bordes, como esas copas que una gota más haría desbordar. Déjeme que la despida con buenas palabras. ¿Por qué no he de ir a abrirle mi corazón y a mostrarle que ya no queda sitio para ella? No hace falta más que una hora de dulzura y de firmeza para cambiar el amor despechado en una amistad pura y duradera. Yo le aseguro que no pensará más en el escándalo y será digna de encontrarse con nosotros sin embarazo y de enviar a buscar de cuando en cuando noticias de su hijo. Hay pocas mujeres que no estén expuestas a codearse en un salón con la antigua amante de su marido. Y no por eso se arrancan los ojos; el presente y el pasado viven en buena harmonía, una vez que la frontera que las separa está bien delimitada. Considere, además, que nuestra situación no es la corriente. Por mucho que hagamos nosotros, por mucho que haga ella misma, esa desgraciada será siempre, a los ojos de Dios, la madre de nuestro hijo. Aunque no hubiese sido más que su nodriza, nuestro deber sería asegurarla contra la miseria. No nos neguemos a una gestión inocente y prudente que puede salvarla de la desesperación y del crimen.

Don Diego hablaba de tan buena fe, que Germana le tendió la mano y le dijo:

– Amigo mío, yo había asegurado a esa mujer que no volvería a verle, pero si yo hubiese oído hablar a usted con tanta razón y experiencia, yo misma le hubiera conducido a usted a su casa. Tome el coche sin pérdida de tiempo, corra a despedirla y perdónela el mal que me ha hecho como yo la perdono.

– ¡Muy bonito! – exclamó la señora de Villanera – . Si él sube al coche, yo misma desengancharé a los caballos. Don Diego, usted no me consultó para tomar una amante; no me escuchó usted cuando le dije que había caído en manos de una bribona; puesto que usted me consulta hoy, tendrá que escucharme hasta el fin. Soy yo quien le he casado. Yo le he dejado hacer, en el interés de nuestra raza, un tratado que sería odioso entre los burgueses; pero la grandeza de los intereses y el principio a salvar, excusan muchas cosas. Dios ha permitido que un asunto tan mal iniciado se haya convertido en la felicidad de todos. ¡Dios sea loado! Pero no se dirá, mientras viva yo, que usted ha salido de casa de su esposa santa y legítima para entrar en la de su antigua amante. Ya sé que usted no la ama ya, pero tampoco la desprecia lo bastante para que yo le crea curado. Esa Chermidy le ha tenido tres años en sus garras; no quiero exponerle a que caiga de nuevo en ellas. No diga usted que no con la cabeza. La carne es débil, hijo mío; lo sé por usted, ya que no por experiencia propia. Conozco a los hombres, aunque nunca me han hecho la corte. Pero cuando se asiste al teatro por espacio de cincuenta años se está un poco en el secreto de la comedia. Acuérdese bien de esto: el mejor de los hombres no vale nada. El mejor es usted, se lo concedo. Usted está curado de su amor; pero esos amores parásitos son de la familia de la acacia; se arranca el árbol, se queman las raíces y los retoños salen a millares. ¿Quién me asegura que la vista de esa mujer no le hará perder la cabeza? Usted no tiene el cerebro tan sólido para exponerlo a semejante sacudida. Quien ha bebido beberá; y usted ha bebido tanto que yo pensaba que se ahogaría. ¡Ah! si usted estuviese casado desde hace tres o cuatro años, si usted viviese como vivirá pronto, con la ayuda de Dios, si el marqués tuviese un hermano o una hermana, quizás entonces le dejaría suelta la brida. Pero suponga que su antigua locura vuelve, ¡habría hecho yo un bonito papel casándole con este ángel! Por eso es, mi querido conde, por lo que no irá usted a casa de la señora Chermidy, ni siquiera para despedirla, y si, a pesar de mi negativa, va usted, cuando vuelva no encontrará aquí ni a su mujer ni a su madre.

 

Don Diego se conformó, pero estuvo de mal humor por espacio de tres días. El doctor Le Bris había cambiado de enfermo y se dedicaba a curar el cerebro de su amigo y a desarraigar las ilusiones obstinadas que el conde guardaba sobre su amante. Desató implacablemente la tupida venda que el pobre hombre se había dejado colocar sobre los ojos. Le contó detalladamente todo lo que sabía del pasado de aquella mujer; le hizo ver que era ambiciosa, avariciosa, ladina y malvada.

– Me llaman la tumba de los secretos – pensaba, adivinando todas las maldiciones que sobre él caerían – , pero la justicia tiene derecho a abrir las tumbas.

Don Diego dudaba aún; le hizo leer la última carta que había recibido de la señora Chermidy. El conde se estremeció de horror viendo allí una provocación al asesinato con una recompensa de quinientos mil francos.

La llegada del duque fue una nueva prueba de la maldad de la señora Chermidy. El pobre anciano había hecho el viaje sin accidentes gracias a ese instinto de conservación que nos es común con los animales; pero su espíritu había desgranado todas sus ideas por el camino, como un collar cuyo hilo se rompe. Supo encontrar la villa Dandolo y cayó en medio de la familia extrañada, sin más emoción que la que experimentaría al salir de su habitación. Germana le saltó al cuello y le colmó de ternezas; él se dejaba acariciar como un perro que juega con un niño.

– ¡Qué bueno es usted! – le dijo – . Ha sabido que yo estaba en peligro y ha corrido a verme.

– ¡Toma! Es verdad – respondió – . ¿No has muerto, pues? ¿Cómo te las has arreglado? Estoy muy contento, es decir, no mucho; Honorina está furiosa contra ti. ¿No está aquí Honorina? Ha venido a casarse con el conde. ¡Mientras me perdone!

Nadie le pudo arrancar una palabra sobre la salud de la duquesa, pero en cambio habló de Honorina tanto como quiso. Contó todas las dichas y todos los pesares que le había dado. Todos sus discursos se referían a ella, así como todas sus preguntas: la quería a todo precio y empleó la astucia de una tribu india para descubrir su dirección.

La llegada inesperada de aquella ruina viviente fue un serio dolor para Germana y una cruel enseñanza para don Diego. La señora de Villanera, que nunca había sentido simpatía por el duque, se interesaba mediocremente por su estado, pero se consideraba triunfante al tener a mano a una víctima de la señora Chermidy. Dedicó los cuidados más asiduos al señor de La Tour de Embleuse y le arrancó todos los secretos de su miseria y de su decadencia.

El duque había fondeado en la casa desde hacía unas horas, cuando la señora Chermidy hizo saber a don Diego que era vecina suya y que le esperaba. El conde enseñó la carta al señor Le Bris.

– ¿Qué le contestaría usted en mi lugar? – le preguntó con indiferencia.

– La ofrecería dinero. Ella ha venido aquí para apoderarse de su nombre, de su persona y de su fortuna. Cuando ha visto que la condesa aún vivía, ha renunciado al nombre y se ha hecho fuerte en lo demás. Cuando vea que su persona de usted se pasa fácilmente sin la suya, se contentará con el dinero.

– ¿Y ese proceso, ese escándalo con que nos amenaza?

– Ofrézcala dinero.

– Pero, ¿y su hijo?

– Cuestión de dinero. Claro que habrá de ser mucho. Se dan dos sueldos a un mendigo de blusa, diez al que viste de americana, cien al de levita; calcule usted lo que conviene ofrecer a los que mendigan en coche de cuatro caballos.

– ¿Quiere ir usted a ver lo que pide?

– ¡Diablo! Usted me ha contratado por meses; no contábamos las visitas.

El doctor se hizo llevar a casa de la señora Chermidy. Cuando entró, estaba en escena. Sentada lánguidamente en un gran sillón, los brazos colgando, la cabellera suelta, dejaba errar sus ojos melancólicos, y Soñadora, miraba vagamente hacia el espacio.

– Buenos días, señora – dijo el doctor – . Puede usted sentarse a su comodidad, soy yo.

Se levantó sobresaltada, corrió a él y le dijo:

– ¡Es usted, amigo mío! Me dio usted un disgusto el otro día. ¿Es así como debía acogerme después de una larga ausencia?

– No hablemos más de eso, ¿le parece a usted? Hoy no vengo como amigo, sino como embajador.

– ¿No le veré a él, pues?

– No; pero, si tiene usted curiosidad por ver a alguien, puedo enseñarle al duque de La Tour de Embleuse.

– ¿Está aquí?

– Sí, desde esta mañana. Una linda obra de usted, pero sin firma.

– No soy responsable de las necedades de todos los viejos locos que pierden la cabeza por mí.

– ¿Ni de los millones que pierden en su casa? De acuerdo.

– ¿Pero de buena fe me cree usted una mujer interesada, llave de los corazones?

– ¡Caramba! ¿Cuánto quiere usted por volverse a París y permanecer tranquila allí?

– Nada.

– Le pagaremos el pasaje, aunque cueste un millón.

– Es que somos dos; he traído a le Tas.

– Doblaremos quizá la suma.

– ¿Qué ganaría yo con eso? Si yo fuese lo que usted supone, podría tomar hoy el dinero y dar mañana el escándalo. Pero valgo más que todos ustedes.

– ¡Muchas gracias!

– Tome usted, bello embajador, llévele esto al rey su señor y dígale que si quiere algo para el otro mundo, me lo puede enviar esta noche.

– ¡Cómo! ¿Ya acudimos a los grandes efectos?

– Sí, amigo mío. Este es mi testamento y aquí está el acta de mis últimas voluntades. El paquete no está cerrado, puede usted leerlo.

– ¡Efectivamente!

Y leyó:

«Este es mi testamento y el acta de mis últimas voluntades.

»En la víspera de dejar voluntariamente una vida que el abandono del señor conde de Villanera me ha hecho odiosa…»

– ¡Desgraciada! – dijo el doctor interrumpiendo la lectura.

– Es la verdad pura.

– Borre esa frase. Está mal escrita.

– Las mujeres no escriben bien más que las cartas. No tienen la especialidad de los testamentos.

– Entonces, continúo:

«Yo, Honorina Lavenaze, viuda de Chermidy, sana de cuerpo y de espíritu, lego todos mis bienes muebles e inmuebles a Gómez, marqués de los Montes de Hierro, hijo único del conde de Villanera. (Firmado.)»

– Y mañana por la mañana quedará rubricado. ¡Vaya usted!

– Me parece que no.

– ¿Lo duda usted?

– Sí.

– ¿Y quiere usted decirme por qué no me mataré yo?

– Porque eso sería un gran placer para tres o cuatro honradas personas que yo conozco. Adiós, señora.

Aun no se había cerrado la puerta tras el doctor, cuando le Tas salió de una habitación inmediata en compañía de Mantoux.