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Germana

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XI
LA VIUDA CHERMIDY

La carta de Mantoux y la promesa formal de la muerte de Germana llegaron el 12 de septiembre a poder de la señora Chermidy.

La bella arlesiana había perdido ya las esperanzas y la paciencia. Nadie le escribía de Corfú; no sabía noticias de su amante ni de su hijo; el doctor, ocupado en cosas más importantes, ni siquiera le había dado el pésame por la muerte de su marido. Comenzaba a dudar del señor de Villanera y se comparaba a Calipso, a Medea, a la rubia Ariadna y a todas las abandonadas de la fábula. Algunas veces se extrañaba de ver que su despecho se convertía en amor, sorprendiéndose de suspirar sin testigos y con la mejor buena fe del mundo. El recuerdo de tres años pasados con el conde producía en su corazón una sensación mezcla de dolor y de placer. Se reprochaba, entre otras tonterías, el haberle tenido la brida demasiado corta y el haberse hecho tanto de desear; el no haberle saciado de dicha y el no haberle matado de ternura.

– Es culpa mía – pensaba – ; lo he acostumbrado a privarse de mí. Si yo hubiese sabido apoderarme de él, me habría hecho necesaria para su vida. No hubiera tenido que hacer más que un signo para que abandonase a su mujer, a su madre, a todo, en fin.

Se preguntaba frecuentemente si la ausencia no la había perjudicado en el espíritu de don Diego. Meditaba sobre la locución popular: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Pensaba en embarcarse para las islas Jónicas, en caer como una bomba en la casa de su amante y en apoderarse de él en una lucha heroica. Le bastaría un cuarto de hora para reanimar el fuego mal extinguido y para reanudar una costumbre que no estaba más que interrumpida. Se veía disputando con la anciana condesa y con Germana; ella sabría anonadarlas con su belleza, con su elocuencia, con su energía. Entonces se apoderaría de su hijo, huiría con él y la sonrisa irresistible del niño arrastraría al padre.

– ¿Quién sabe – se decía – si una escena bien representada no mataría a la enferma? ¿No se ve a mujeres llenas de salud desmayarse en el teatro? Un buen drama representado por mí, tal vez la haría desmayar para siempre.

Un sentimiento más humano, y por lo tanto más verosímil, la hacía lamentar la ausencia de su hijo. Ella lo había llevado en sus entrañas y puesto en el mundo; era su madre, después de todo, y sentía haberse deshecho de él en provecho de otra. El amor materno encuentra alojamiento en todas partes; es un huésped sin prejuicios, que sufre la vecindad de las pasiones más bajas. Vive cómodamente en el corazón más depravado y en el alma más pervertida. La señora Chermidy derramó algunas lágrimas bien sinceras pensando que había alienado la propiedad de su hijo y abdicado del nombre de madre.

Era verdaderamente desgraciada. Es únicamente en el teatro donde la desgracia es privilegio de la virtud. No le hubieran faltado distracciones y para ello no tenía más que elegir, pero sabía por experiencia que el placer no consuela de nada. Desde hacía diez años su vida había sido agitada y ruidosa como una fiesta, pero a expensas de la paz del alma. No hay nada más vacío, más inquieto y más miserable que la existencia de una mujer que sólo vive para el placer. La ambición que la había sostenido desde su matrimonio, comenzaba ya a abandonarla; era como la caña hendida que se doblega bajo la mano del viajero. Era bastante rica para no desear el aumento de su fortuna; hay poca diferencia entre un millón de beneficios y quinientos mil francos de renta; algunos caballos más en las caballerizas, algunos lacayos más a la entrada, no añaden casi nada a la felicidad del dueño. Lo que la había halagado durante algún tiempo, era un nombre ilustre que pasear por el mundo. Hasta pensó más de una vez en procurárselo por la vía legítima, y encontró cincuenta para elegir; siempre hay nombres a la venta en París. Pero tenía el derecho a mostrarse exigente: ¡cuando se ha llevado el de Villanera! No se decidió.

Mientras tanto, concibió la extravagante idea de dar un sucesor público a don Diego. Quizá cuando viese su tesoro en manos de otro acudiera a reclamarlo. Pero también temía proporcionar con ello armas a sus enemigos; Germana no estaba salvada aún; era jugarse el todo por el todo y se exponía a cerrarse las puertas del matrimonio. Además, por mucho que buscase a su alrededor, no encontraba un hombre que valiese un capricho ni que fuese digno de sustituir por un solo día al señor de Villanera. Los supernumerarios que la hacían la corte en el salón, no supieron nunca cuán cerca habían estado de la dicha.

Para ocupar sus ocios, no encontró nada mejor que acabar la ruina moral del anciano duque. Cumplió la tarea que se había impuesto con la atención minuciosa, el cuidado paciente y la perseverancia infatigable de aquella sultana aburrida que, en la ausencia del señor, arranca una a una todas las plumas de un viejo loro.

Hubiera preferido, desde luego, vengarse directamente de Germana; pero Germana estaba lejos. Si la duquesa se hubiese encontrado a su alcance, hubiera dado la preferencia a la duquesa. Pero la duquesa no salía de su habitación más que para ir a la iglesia: la señora Chermidy no podía encontrarla allí, porque no iba nunca. Hubiera podido también matar de hambre a la ducal familia; pero la operación requería tiempo. Al volver a tener dinero, el señor de La Tour de Embleuse había levantado de nuevo su crédito. La hermosa enemiga de la familia no tenía más que al duque en su poder; juró hacerle perder la cabeza, y lo consiguió.

En los baños rusos, cuando el paciente sale de la abrasadora estufa, cuando su cuerpo se ha acostumbrado gradualmente a un alta temperatura, cuando el calor ha dilatado ampliamente sus poros y su rostro se esponja como una peonía en flor, se le conduce suavemente bajo un grifo de agua fría; una ducha glacial le cae sobre la cabeza y el frío le penetra hasta la medula. La señora Chermidy trató al duque por el mismo procedimiento. «A los rusos les sienta bien, pensaba; al viejo le sentará mal.» Fue víctima de la coquetería más odiosa que haya torturado jamás el corazón de un hombre. La señora Chermidy le persuadió de que le amaba, le Tas se lo juró, y si se hubiera contentado con palabras, habría sido el sexagenario más dichoso de París. Se pasaba la vida en la calle del Circo, y sufría un verdadero martirio. Derrochaba todos los días tanta elocuencia y pasión, tantos razonamientos y ruegos, tanta verdadera y falsa lógica como J. J. Rousseau en La Nueva Eloísa; todas las noches lo ponían a la puerta con buenas palabras. Juraba no volver más; empleaba una larga noche de insomnio en maldecir al autor de su suplicio, y al día siguiente corría a casa de su verdugo con una impaciencia senil. Toda su inteligencia, toda su voluntad, todos sus vicios se habían absorbido y confundido en aquella pasión única. No era ya ni marido, ni padre, ni hombre, ni caballero; era sencillamente el juguete de la señora Chermidy.

La experiencia dio tan buenos resultados, que el pobre hombre, fuese dichoso, fuese desgraciado, había de dejar la vida en ella. Un suplicio prolongado lo mataba lentamente; la gracia que pedía lo hubiera matado de repente.

Después de un verano de sufrimientos cotidianos, sus facultades intelectuales habían descendido sensiblemente. Casi no tenía ya memoria; por lo menos olvidaba todo lo que no se refería a su amor. No se interesaba por nada; los asuntos privados y públicos, su casa, su mujer, su hija, todo le era indiferente y extraño. La duquesa le cuidaba como a un niño cuando por casualidad se quedaba a su lado; desgraciadamente no era aún bastante niño para que se le pudiese encerrar en casa.

Cuando recibió la carta del doctor Le Bris la releyó dos o tres veces sin comprenderla. Si la duquesa hubiera estado allí, le habría rogado que se la leyese y se la explicase. Pero rompió el sobre cuando ya había salido para dirigirse a toda prisa a la calle del Circo y no quiso desandar lo andado. A fuerza de leerla, adivinó que se trataba de su hija, se encogió de hombros y se dijo sin acortar el paso:

– Ese Le Bris es siempre el mismo. Yo no sé qué tiene contra mi hija. La prueba de que no está para morir, es que se encuentra bien.

No obstante, reflexionó que el doctor podía muy bien decir verdad. Esta idea le produjo terror.

– Sería una gran desgracia para nosotros – decía corriendo con toda la velocidad de sus piernas – . Soy un padre sin consuelo. No hay tiempo que perder. Voy a anunciárselo a Honorina. Ella me comprenderá, porque tiene buen corazón. Ella tendrá piedad de mí, enjugará mis lágrimas, y, quién sabe si…

Cuando entró en el salón, sonreía con aire embrutecido.

Nunca la señora Chermidy había estado tan bella y tan radiante. Su cara parecía un sol; el triunfo relampagueaba en sus ojos; su sillón parecía un trono, y su voz sonaba como un clarín. Se levantó para recibir al duque; sus pies no tocaban sobre la alfombra y su cabeza, soberbia de alegría, parecía ascender hasta el techo. El viejo se detuvo atontado y jadeante al verla de tal modo transfigurada. Balbució algunas palabras ininteligibles y se dejó caer pesadamente en un sillón.

La señora Chermidy fue a sentarse a su lado.

– ¡Buenos días, señor duque! – exclamó – . Buenos días, y adiós.

El duque palideció y repitió estúpidamente:

– ¿Adiós?

– Sí, adiós. ¿No me pregunta usted a dónde voy?

– Sí.

– Pues bien, esté satisfecho. Voy a Corfú.

– A propósito – dijo él – . Creo que mi hija ha muerto. El doctor me lo ha escrito esta mañana. Soy muy desgraciado, Honorina, y debería usted tener piedad de mí.

– ¡Ah! ¡es usted desgraciado! ¡y la duquesa también es muy desgraciada! ¡Y la vieja Villanera debe de llorar lágrimas negras sobre sus mejillas bronceadas! Pero yo, no; yo río, triunfo, reino; y la enterraré y después me casaré. ¡Ya ha muerto! ¡Al fin ha pagado su deuda! ¡al fin me devuelve todo lo que me había robado! ¡y entraré en posesión de mi amante y de mi hijo! ¿Por qué me mira usted con esos ojos de extrañeza? ¿Es que creía usted que iba a contenerme? Ya he hecho bastante con devorar mi rabia durante ocho meses. Tanto peor para aquellos a quienes mi dicha ofusque; no tienen más que cerrar los ojos.

 

Aquella alegría desenfrenada pareció devolver al anciano una apariencia de razón. Se levantó con energía y dijo a la viuda:

– ¿Piensa usted en lo que está haciendo? ¡Usted se regocija delante de mí de la muerte de mi hija!

– Y en cambio usted – contestó impúdicamente – se ha regocijado de su vida. ¿Quién es el que se tomaba la molestia de traerme sus noticias? ¿Quién es el que venía todos los días a decirme en la cara: está mejor? ¿Quién es el que me obligaba a leer sus cartas y las del médico? Hace casi ocho meses que usted me estaba asesinando con su salud. ¡Qué menos que un cuarto de hora para regalarme con su muerte!

– Pero, Honorina, ¡usted es una mujer horrible!

– Sé perfectamente lo que soy. Si su hija de usted hubiera vivido, como ha estado a punto de ocurrir, no se habría ocultado de mí. Hubiera paseado todos los días por el Bosque, con don Diego, con mi hijo, ¡y yo les hubiera visto desde mi coche! Hubiera habitado en un palacio, en París, y yo me habría consumido a la puerta. Hubiera puesto en sus tarjetas de visita el nombre de Villanera, que es el mío; me parece, ¡caramba!, que lo he ganado bien. ¿Y no quiere usted que ahora tome mi desquite?

– ¿Pero es que aun ama al señor de Villanera?

– ¡Pobre duque! ¿Es que cree usted que de la noche a la mañana se puede olvidar a un hombre como don Diego? ¿Usted cree que se echa un niño al mundo, como el mío, que ha nacido marqués, para hacer un regalo a una tísica? ¿Admite usted que yo haya pedido a Dios durante tres años la muerte de mi marido, yo que no rezo nunca, para no hacer nada de mi libertad? ¿Usted supone que Chermidy se ha hecho matar en Ky-Tcheou para que yo quede viuda a perpetuidad?

– ¿Así va usted a casarse con el conde de Villanera?

– ¡Claro!

– ¿Y yo?

– ¿Usted, buen hombre? Vaya a consolar a su mujer; por ahí debería haber empezado.

– ¿Y qué voy a decirle?

– Dígale lo que quiera. Adiós; tengo que hacer mis baúles. ¿Tiene usted necesidad de dinero?

El duque hizo un gesto de disgusto que advirtió la señora Chermidy.

– ¿Es que le repugna nuestro dinero? ¡A su gusto! no le daremos más.

El anciano salió sin saber lo que se hacía, como un hombre borracho. Erró por las calles hasta la noche. Hacia las diez sintió hambre. Montó en un coche y se hizo conducir al club. Estaba tan cambiado, que el señor de Sanglié casi no lo reconoció.

– ¿Qué mala hierba ha pisado usted? – le preguntó el barón – . Tiene usted la cara trastornada y parece que va a caerse. Siéntese y hablaremos.

– Con mucho gusto – dijo el duque.

– ¿Cómo va la duquesa? Llego del campo y aun no he tenido tiempo de hacer ninguna visita.

– ¿Que cómo va la duquesa?

– Sí.

– Creo que va a llorar.

– Está loco – pensó el barón.

El duque añadió sin cambiar de tono:

– Me figuro que Germana ha muerto y que Honorina se alegra de ello. Encuentro eso horrible y así se lo he dicho a ella misma.

– ¡Germana! ¡Vamos, pobre amigo mío, piense usted en lo que dice! ¡Germana! ¿Ha muerto la señora de Villanera?

– La señora de Villanera es Honorina. Va a casarse con el conde. Tome usted, aquí tengo la carta. Pero, ¿qué piensa usted de la conducta de Honorina?

El barón leyó de una ojeada la carta del doctor.

– ¿Hace mucho que sabe usted eso? – preguntó.

– Desde esta mañana, cuando iba a casa de Honorina.

– ¿Y la duquesa sabe algo?

– No, no sé cómo decírselo… Quería preguntárselo a Honorina…

– ¡Ea! ¡Que se vaya al diablo Honorina!

– Es lo que yo digo.

Llamaron al barón para el whist y respondió, sin levantarse, que estaba ocupado, rogando a un amigo que tomase su puesto. Quería acabar la confesión, pero el duque le interrumpió diciéndole con voz ronca:

– Tengo hambre. Aun no he comido hoy.

– ¿De veras?

– Sí; hágame servir un cubierto. También tendrá usted que prestarme dinero, no me queda nada.

– ¡Cómo!

– Sí, sí; yo tenía un millón, pero se lo he dado a Honorina.

El duque comió con el apetito voraz de un loco. Después, sus ideas parecieron aclararse. Era un espíritu fatigado más bien que enfermo. Contó al barón la pasión insensata que lo consumía desde hacía seis meses; le explicó cómo se había despojado de todo por la señora Chermidy.

El barón era un hombre excelente y quedó tristemente impresionado al oír que aquella casa que había visto levantarse en pocos meses había caído más bajo que nunca. Compadeció sobre todo a la duquesa que debía infaliblemente sucumbir a tantos golpes, y tomó sobre sí la tarea de anunciarle gradualmente la enfermedad y la muerte de Germana, aplicándose a fortificar el debilitado entendimiento del viejo duque. Se tranquilizó sobre las consecuencias de su loca generosidad: era evidente que el señor de Villanera no dejaría en la miseria a su suegro. Al mismo tiempo pudo estudiar, a través de las confesiones y de las reticencias del anciano, el carácter singular de la señora Chermidy.

La autoridad de un espíritu sano es muy eficaz sobre un cerebro enfermo. Después de dos horas de conversación, el señor de La Tour de Embleuse desembrolló el caos de sus ideas, lloró la muerte de su hija, temió por la salud de su esposa, lamentó las tonterías que había hecho y estimó a la señora Chermidy en su justo valor. El señor de Sanglié le dejó a la puerta de su casa muy aliviado, ya que no curado.

Al día siguiente, temprano, el barón hizo una visita a la duquesa. Detuvo en el umbral al duque que se disponía a salir y le obligó a entrar con él. Durante tres días no le quitó la vista de encima; lo paseó, lo llevó a diversiones y consiguió distraerle del único pensamiento que lo agitaba. El 16 de septiembre lo condujo al hotel de la implacable Honorina y le probó, preguntándolo al conserje, que había partido con le Tas para las islas Jónicas.

El duque pareció emocionarse menos de lo que se hubiera creído. Vivió apaciblemente encerrado en su casa, tuvo toda clase de atenciones para con su esposa y le demostró, con una delicadeza extrema, que Germana nunca había estado curada y que debía esperarse lo peor. Se interesó en los menores detalles domésticos, reconoció la necesidad de hacer algunas compras, pidió 2.000 francos a su amigo Sanglié, guardó el dinero, y el 20 de septiembre por la mañana partió para Corfú sin haberse despedido de nadie.

XII
LA GUERRA

El día 8 de septiembre, Germana, que había sido condenada sin apelación por la ciencia, equivocó a los médicos y a sus amigos, y empezó a convalecer. La fiebre que la devoraba remitió en pocas horas como esas grandes tormentas de los trópicos que arrancan de raíz los árboles, derriban las casas, conmueven las montañas, y un rayo de sol detiene en medio de su carrera.

Esta feliz revolución se operó tan bruscamente, que el señor Gómez y la condesa no daban crédito a la realidad. Aunque el hombre se habitúa antes a la dicha que al dolor, sus corazones permanecieron varios días en suspenso. Temían ser víctimas de una ilusión; no se atrevían a felicitarse de un milagro tan poco esperado, y se preguntaban si esa apariencia de curación no era el supremo esfuerzo de un ser que se aferra a la vida, el postrer relámpago de una lámpara que se apaga.

Pero el doctor Le Bris y el señor Delviniotis comprobaron por señales inequívocas que los males de aquel pobre cuerpo habían terminado. La inflamación reparó en ocho días todos los destrozos de una larga enfermedad; la crisis había salvado a Germana; el terremoto había vuelto a poner la casa sobre su base.

A la joven le parecía naturalísimo vivir y haber curado. Gracias al delirio producido por la fiebre, pasó junto a la muerte sin darse cuenta, y la violencia del mal le había quitado la conciencia del peligro. Despertó como un niño sobre el brocal de un pozo, sin medir la profundidad del abismo. Cuando le dijeron que había estado a punto de morir y que sus amigos desconfiaban de salvarla, quedó muy sorprendida. No sabía de cuán lejos regresaba. Y al prometerle que viviría mucho tiempo y que ya no sufriría, miró con ternura al crucifijo de marfil que tenía sobre la cabecera de su cama y dijo con una alegría dulce y confiada:

– El Señor me debía eso; ya he pasado el purgatorio.

En poco tiempo recobró las fuerzas, y no tardó en florecer la juventud en sus mejillas. Se habría dicho que la Naturaleza se apresuraba en adornarla para la dicha. Entró en posesión de la vida con la alegría impetuosa de un pretendiente que de un salto se encarama sobre el trono de sus padres. Habría querido estar en un mismo momento en todos lados, gozar a un mismo tiempo de todos los placeres que le habían sido devueltos, del movimiento y del reposo, de la soledad y de la compañía, de la claridad deslumbradora de los días y del suave resplandor de las noches. Sus manecitas se aferraban con delicia a todo cuanto la rodeaba. Abrumaba con sus caricias a su marido, a su suegra, al niño, a sus amigos. Sentía la necesidad de manifestar su dicha en mil ternuras. A veces lloraba sin motivo. Pero eran lágrimas dulces. El pequeño Gómez con sus besos las enjugaba en el borde de sus ojos, como los pajaritos beben el rocío en el cáliz de una flor.

Todo es causa de placer para los convalecientes. Las funciones más indiferentes de la vida constituyen una fuente de delicias inefables para el que ha visto próxima la muerte. Todos sus sentidos vibran al menor contacto del mundo exterior. El calor del sol les parece más dulce que un manto de armiño; la luz alegra sus ojos como una caricia, el perfume de las flores le embriaga, los rumores de la Naturaleza llegan a su oído como una suave melodía, y el pan le parece bueno.

Los que habían compartido los sufrimientos de Germana, se sentían renacer con ella. Su convalecencia restableció prontamente a todos los que estuvieron asociados a sus dolores. A su alrededor ya no hubo señales de preocupación, y la alegría hizo palpitar a todos los corazones al unísono. Quedaron olvidadas todas las fatigas y todas las angustias; la dicha reinó en el hogar; el primer día bueno borró de todos los rostros la huella de las vigilias y de las lágrimas. Los huéspedes de la villa Dandolo no pensaban en regresar a sus casas. Unidos por la felicidad, como lo habían estado por la inquietud, se agrupaban alrededor de Germana, como una familia bien avenida alrededor de un niño mimado. El día en que le escribieron a la duquesa de La Tour de Embleuse, para comunicarle la salvación de su hija, cada uno quiso ponerle algo en la carta a la venturosa madre, y la pluma fue pasando de mano en mano. Esta carta llegó a París el 22 de septiembre, dos días después del eclipse del anciano duque.

La señora Chermidy y su inseparable le Tas desembarcaron el 24 por la noche en la ciudad de Corfú. La viuda del comandante había hecho las maletas a toda prisa. Apenas si tomó el tiempo preciso para reunir cien mil francos para el salario de Mantoux y gastos imprevistos. Le Tas le aconsejó que aguardase en París noticias más positivas; pero se cree con tanto gusto lo que se desea, que la señora Chermidy ya daba a Germana por enterrada.

De Trieste a Corfú hizo el viaje en el puente con los gemelos siempre en la mano, para ser la primera en anunciar la tierra. Hubiera querido detener a todos los barcos que pasaban a la vista, para preguntarles si no llevaban carta para ella. Se informó si llegarían por la mañana, pues no se sentía con fuerzas para pasar una noche más en la espera y tenía el propósito de dirigirse inmediatamente a la villa Dandolo. Su impaciencia se revelaba hasta el punto de que los pasajeros de primera la designaban con el nombre de la heredera, y en voz baja se decía que iba a Corfú a incautarse de una herencia cuantiosa.

Hizo bastante mala mar durante dos días, y todo el pasaje se mareó a excepción de la heredera de Germana, que no tenía tiempo para notar los vaivenes del barco. Quizás ni aun sus pies tocaban la cubierta del vapor. Tal era su ligereza que volaba en vez de marchar, y cuando por casualidad se dormía soñaba que nadaba en el aire.

Cuando el buque fondeó en el puerto era noche cerrada, y ya habían dado las nueve cuando los pasajeros y sus equipajes llegaron a tierra. La vista de las lucecitas diseminadas que brillaban aquí y acullá en la ciudad, produjo un efecto desagradable a la señora Chermidy. Al llegar al término de un viaje, la esperanza que nos había llevado hasta allí con sus alas nos falta, y caemos rudamente sobre la realidad. Lo que nos parecía más seguro queda velado por la duda; no contamos ya con nada y empezamos a esperarlo todo. Nos sobrecoge el frío, sea cual fuere el ardor de las pasiones que nos animan; nos sentimos inclinados a creer lo peor, nos pesa haber emprendido el viaje y quisiéramos retroceder.

 

La impresión es tanto más penosa cuando ya no estamos solos y llegamos a un país menos conocido. Si nadie nos espera en el puerto y nos vemos abandonados entre las garras de esos faquines políglotas que zumban alrededor de los viajeros, nuestro primer sentimiento es una mezcla de desprecio, repugnancia y desaliento. La señora Chermidy llegó muy disgustada al hotel de Trafalgar.

Esperaba enterarse a su llegada de la muerte de Germana, y lo primero de que se enteró fue de que la lengua francesa no está muy extendida en los hoteles de Corfú, y como entre la señora Chermidy y le Tas no poseían más lengua extranjera que el provenzal, no hay que decir que con ella tampoco adelantaban nada. Les fue preciso recurrir a un intérprete, y cenar mientras lo esperaban. El intérprete llegó cuando el dueño del hotel ya se había acostado, y hubo de levantarse gruñendo y protestando de que se le molestase para asuntos que nada le importaban. Le eran desconocidos los señores de Villanera, y le parecía dudoso que hubiesen estado en la isla, pues todos los viajeros distinguidos se hospedaban en Trafalgar Hotel. No se podía suponer que si los señores de Villanera eran «gente bien» se hubiesen ido a otra parte. El hotel de Inglaterra, el de Albión, el Victoria, eran establecimientos de último orden, indignos de hospedar a los señores de Villanera.

Dicho esto, el hotelero se acostó, y el intérprete ofreció ir en seguida en busca de informes. Estuvo ausente una gran parte de la noche, y le Tas se durmió esperándole. La señora Chermidy tascó el freno, no sin que más de una vez encontrara sorprendente que una persona que tenía cien mil francos en su poder no pudiese adquirir una noticia tan sencilla. Despertó a la pobre le Tas que ya no podía más, y ésta le aconsejó que durmiera y no se pudriera la sangre.

– Ya comprendes – le dijo – que si la pequeña ha emprendido el viaje al otro mundo, no se habrán entretenido en colgar la población de negro. No sabremos nada hasta que vayamos al campo. Todos deben conocer la villa Dandolo. Acuéstate tranquilamente, y mañana será otro día. ¿A qué te expones? Con seguridad que si ha muerto no resucitará esta noche.

Iba la señora Chermidy a seguir el consejo de su prima, cuando el comisionista del hotel llegó con gran alboroto a comunicarle que los señores de Villanera habían desembarcado en la isla en el mes de abril, con su médico y toda la servidumbre; que los habían llevado a la villa Dandolo, y que debía haber muerto hacía ya tiempo si es que no se encontraba mejor a estas horas. La viuda, impaciente, puso al empleado en la puerta, se echó luego sobre la cama y durmió bastante mal.

A la mañana siguiente tomó un coche y se hizo llevar a la villa Dandolo. El cochero no supo decirle lo que le interesaba, y los campesinos que encontró en el camino oyeron sus preguntas sin comprenderlas. Todas las casas que veía se le antojaban la villa Dandolo, pues en realidad se parecen mucho unas a otras en la isla. Cuando el cochero le señaló un tejado de pizarras oculto entre los árboles, se apretó el corazón con ambas manos. Consultaba con gran atención la fisonomía del paisaje para ver si le anunciaba la gran noticia que ardía en deseos de conocer. Desgraciadamente los jardines, los caminos y los bosques son testigos impasibles de nuestras alegrías y de nuestros dolores. Si se interesan por nuestra muerte, lo disimulan admirablemente, pues los árboles del parque no se visten de luto por la muerte de su dueño.

La señora Chermidy paladeaba la lentitud de los caballos. Habría querido subir al galope la escalinata que conducía a la villa. No podía contenerse; iba de una ventanilla a la otra, interrogando la casa y los campos y buscando una figura humana. Por fin saltó a tierra, corrió hacia la villa, encontró todas las puertas abiertas y no vio a nadie. Retrocedió y penetró en el jardín del Norte; estaba desierto. Una puertecita y una escalerilla llevaban al jardín del Mediodía. Se lanzó por ella y se aventuró por las avenidas.

A la sombra de un corpulento naranjo, por el lado de la playa, divisó a una mujer vestida de blanco, que se paseaba con un libro en la mano. Estaba demasiado lejos para reconocerla, pero el color del vestido le dio que pensar. No se llevan trajes blancos en una casa donde hay luto. Todas las observaciones que había hecho durante cinco minutos combatían en su espíritu. El abandono casi absoluto de la villa podía hacer creer en la muerte de Germana; las puertas abiertas, los criados ausentes, los dueños en viaje, pero, ¿para dónde? Quizás para París. Mas, ¿cómo no sabían nada en la ciudad? ¿Habría curado Germana? Imposible en tan poco tiempo. ¿Estaba todavía enferma? En ese caso la cuidarían y no dejarían las puertas abiertas. No se atrevía a aproximarse a la paseante blanca, cuando de pronto un niño entró corriendo en la avenida y se perdió entre los árboles, como un conejo asustado que atraviesa un sendero del bosque. Reconoció en aquel niño a su hijo y recobró su audacia.

– ¿Qué es lo que temo? – pensó – . Nadie tiene derecho a echarme de aquí. Que esa mujer viva o que haya muerto, soy madre y vengo a ver a mi hijo.

Dirigiose rectamente hacia el niño. El pequeño Gómez sintió miedo al ver a aquella mujer enlutada, y escapó corriendo hacia su madre. La señora Chermidy dio algunos pasos tras él y se detuvo en seguida en presencia de Germana.

Germana se hallaba sola en el jardín con el marqués de los Montes de Hierro. Sus huéspedes acababan de despedirse de ella; la condesa y su hijo habían ido a acompañar a la señora de Vitré; el doctor se marchó a la ciudad con los Dandolo y Delviniotis. La casa estaba en poder de los criados, que dormían la siesta, según costumbre, donde el sueño los había sorprendido.

La señora Chermidy reconoció a la primera ojeada a la mujer que sólo una vez había visto, y a la que no esperaba encontrar en este mundo. No obstante su serenidad y estar dotada por la Naturaleza de un alma bien templada, retrocedió un paso largo, como el soldado que ve hundirse el puente que él iba a atravesar. No era mujer que se alimentase de quimeras; comprendió su posición y de un salto llegó hasta las últimas consecuencias. Vio a su rival curada y bien curada, a su amante confiscado, su hijo en manos de otra y su porvenir estropeado. La caída fue tanto más ruda cuanto que la hermosa ambiciosa caía de lo más alto. Después de haber amontonado montaña sobre montaña hasta las puertas del cielo, los titanes de la fábula no sintieron más duramente el rayo que los aniquilaba.

El odio que la viuda sentía por la joven condesa desde el día en que había empezado a temerla se elevó súbitamente a proporciones colosales, como esos árboles de teatro que el maquinista hace brotar del suelo y subir hasta los frisos. La primera idea que atravesó su mente fue la de un crimen. En sus músculos sintió estremecerse una fuerza centuplicada por la rabia. Preguntose por qué con sus manos no rompía el obstáculo tan sutil que la separaba de su dicha, y por un instante fue la hermana de aquellas Thyades que desgarraban en pedazos los leones y los tigres vivos. Se arrepintió de haber dejado olvidado en el hotel Trafalgar un puñal corso, joya terrible, que en todos lados colocaba sobre el ábaco de la chimenea. La hoja era azul como el muelle de un reloj, larga y flexible como la ballena de un corsé; la empuñadura era de ébano con incrustaciones de plata, y la vaina de platino grabado. Con el pensamiento corrió hasta esa arma familiar, la empuñó con la imaginación y la acarició. Pensó en seguida en el mar que batía muellemente la ladera del jardín. Nada más fácil ni más tentador que llevar hasta allí a Germana, como el águila se lleva a un cordero blanco por el aire, y tenderla bajo tres pies de agua, ahogar sus gritos bajo las olas y comprimir sus esfuerzos hasta el momento en que una convulsión postrera hiciera una nueva condesa de Villanera.