Za darmo

Germana

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

El 31 de agosto, el señor Le Bris, dichoso como un vencedor, dio un paseo a pie hasta la ciudad. El campo le agradaba, pero no desdeñaba tampoco una vuelta por la explanada donde le divertían las cornamusas de los regimientos escoceses. Además, contemplaba el humo de los vapores, creía aproximarse a París. Le agradaba también comer en compañía de los oficiales ingleses y curiosear después un rato por las calles comerciales. Admiraba a los soldados vestidos completamente de blanco, con sombrero de paja, guantes amarillos y zapatos cuidadosamente lustrados, a la hora en que aquellos bravos, acompañados de sus pequeños, iban a comprar sus provisiones. Reposaban los ojos en el espectáculo de las admirables instalaciones de frutas verdes que los vendedores procuraban presentar con una limpieza inglesa. El uno frotaba las ciruelas contra su manga para sacarlas lustre; el otro cepillaba con un cepillito de sombrero el terciopelo rosado de los melocotones. Era un pintoresco batiburrillo en el que se veían melones del tamaño de calabazas, limones gruesos como melones, ciruelas como limones y uvas como ciruelas. Quizá también el joven doctor miraba con cierta complacencia a las lindas griegas asomadas a los balcones y rodeadas de flores. En aquel país de dicha y despreocupación, las burguesitas no se desdeñan en enviar besos a los extranjeros, como las floristas de Florencia les arrojan ramos en sus coches. Si su padre las ve, las abofetea rudamente, en nombre de la moral, y esto da un poco de variedad al cuadro.

Mientras el doctor pasaba el rato inocentemente, el conde Dandolo, el capitán Bretignières y los Vitré, comían juntos en casa del señor de Villanera. Germana tenía buen apetito; pero en cambio el pobre Gastón no comía más que con los ojos.

A los postres se entabló una conversación muy interesante. El señor Dandolo describió a grandes rasgos la política inglesa en extremo Oriente, mostrando a la gran nación establecida en Hong-Kong, en Macao, en Cantón, en todas partes.

– Nuestros hijos – decía – , verán a los ingleses dueños de la China y del Japón.

– ¡Alto ahí! – interrumpió el capitán Bretignières. ¿Qué dejaríamos entonces para Francia?

– Todo lo que pida, es decir, nada. Francia es un país desinteresado. Se pasa la vida haciendo conquistas, pero no guarda nada para sí.

– Entendámonos, señor conde. Francia nunca ha tenido egoísmo. Ha hecho más por la civilización que ningún otro país de Europa, y nunca ha pedido recompensa. El Universo entero es nuestro deudor; nosotros le proveemos de ideas desde hace trescientos o cuatrocientos años, y no nos ha dado nada en cambio. ¡Cuando pienso que ni siquiera tenemos las islas Jónicas!

– Ya las han tenido, capitán, y no han querido conservarlas.

– ¡Ah! ¡si yo tuviese mis dos piernas!

– ¿Qué haría usted, capitán? – preguntó la señora de Villanera.

– ¿Qué haría, señora? Mi país no tiene ambición; ya la tendría yo por él. Yo le daría las islas Jónicas, Malta, las Indias, la China y el Japón; y no sufriría que se hablase de monarquía universal.

– El señor de Bretignières – dijo Germana – se parece al preceptor aquel de quien uno de los alumnos robó un higo. Le hizo un sermón sobre la glotonería y se comió el higo en el calor de la improvisación.

El capitán se detuvo ruborizándose hasta las orejas.

– Creo – dijo – que he ido más lejos que mi pensamiento. ¿Dónde estábamos?

– En todas partes – respondió el conde Dandolo.

– Es justo, puesto que hablamos de Inglaterra. ¿Cree usted que si lo de Ky-Tcheou hubiese ocurrido a un navío inglés se hubieran conformado sus oficiales con bombardear la ciudad? ¡No son tan tontos! Inglaterra habría conseguido un buen tratado de comercio, cien millones en metálico y cincuenta leguas de territorio.

– ¿Lo cree usted? – preguntó el señor Dandolo.

– Estoy seguro.

– Pues bien, ¿para qué discutir más? Soy de igual opinión.

– ¿Qué es esa historia de Ky-Tcheou? – preguntó Germana.

– ¿No ha leído usted eso, señora?

– Nosotros no vemos ningún periódico aquí, a excepción de usted, querido conde.

– Pues bien, lo de Ky-Tcheou es un asunto de importancia. Los chinos han asesinado a dos misioneros y a un comandante francés; los franceses han arrasado la ciudad, tan completamente, que su nombre no figura ya en el mapa; las gentes se preguntan en qué quedará eso; yo creo que en nada.

El conde, que hasta entonces había permanecido silencioso, preguntó al señor Dandolo:

– ¿Es reciente la historia de que usted habla?

– De ahora mismo. Ha llegado en el último correo. ¿No ha oído hablar usted de la Náyade? ¿No ha leído la muerte del comandante Chermidy?

El conde de Villanera palideció; Germana le miró fijamente para sorprender en él un síntoma de alegría; la vieja condesa se levantó de la mesa y el señor Dandolo pasó al salón sin haber contado la historia de Ky-Tcheou.

Germana aprovechó el momento en que se servía el café para arrastrar al señor de Villanera hasta el jardín. El sol se había puesto dos horas antes y la noche era calurosa como un día de verano. Los dos esposos se sentaron juntos en un banco rústico a orillas del mar. La luna no había aparecido aún en el horizonte, pero las estrellas fugaces cruzaban el cielo en todas direcciones, y las olas iluminaban la playa con sus fosforescencias.

Don Diego aun estaba aturdido por la noticia que acababa de oír. Había recibido una sacudida violenta; pero la impresión había sido tan repentina que aun no podía darse cuenta exacta de si era de placer o de pena. Se parecía al hombre que se ha caído de un tejado y se palpa para saber si está muerto o vivo. Mil reflexiones rápidas atravesaban confusamente su espíritu, como las antorchas que cruzan un campo sin disipar las tinieblas. Germana no estaba más tranquila que él. Presentía que su vida iba a decidirse en una hora y que su médico no era ya el señor Le Bris, sino el señor de Villanera. No obstante, los dos jóvenes, conmovidos hasta el fondo del alma por una emoción violenta, permanecieron algunos instantes sentados el uno al lado del otro en el más profundo silencio. Un pescador que pasaba cerca de la orilla les tomó seguramente por dos amantes dichosos, absortos en la contemplación de su felicidad.

Germana fue la primera en hablar. Se volvió hacia su marido, le cogió las dos manos y le dijo con voz ahogada:

– Don Diego, ¿lo sabía usted?

– No, Germana. Si lo hubiera sabido se lo habría dicho. No tengo secretos para usted.

– ¿Y qué impresión le ha producido a usted la noticia? ¿De disgusto o de alegría?

– No sé qué responder y me pone usted en un verdadero compromiso. Déjeme tiempo para que pueda darme cuenta de lo que me pasa. Ese acontecimiento no puede alegrarme, ya lo sabe usted. Pero si yo le dijese que me sabe mal creería usted que yo había tomado mis medidas para esa fatal eventualidad. ¿No es eso lo que usted piensa?

– Yo no estoy segura de lo que pienso, don Diego. Mi corazón late tan fuerte, que me sería difícil oír otra cosa. La única idea que se me presenta clara es la de que esa mujer es libre. Si le había prometido quedarse viuda, ha cumplido su palabra antes que usted. Ha sido la primera en llegar a la cita que le ha dado usted, y yo temo…

– ¿Qué teme usted?

– Ser un obstáculo, puesto que mi vida le separa de la dicha y que mi salud le hace perder toda esperanza.

– Su vida y su salud, Germana, son presentes de Dios. Es un milagro del Cielo el que la ha conservado a usted, y ahora que ya conozco a usted bendigo desde el fondo de mi corazón los decretos de la Providencia.

– Le doy las gracias, don Diego, y le reconozco a usted en ese lenguaje noble y religioso. Es usted demasiado buen cristiano para rebelarse contra un milagro. Pero, ¿no siente usted ningún disgusto? Hábleme usted con entera franqueza porque ya estoy lo suficientemente fuerte para oírlo todo.

– Lo único que siento es no haber dado a usted mi primer amor.

– ¡Qué bueno es usted! Esa mujer no ha sido jamás digna de usted. Yo no la he visto nunca, pero instintivamente la detesto, la desprecio.

– No hay necesidad de despreciarla, Germana. Yo ya no la amo porque mi corazón está lleno de usted y no queda en él sitio para otra; pero no tiene usted razón al despreciarla, se lo juro.

– ¿Por qué quiere usted que sea yo más indulgente que el resto del mundo? Ella ha faltado a todos sus deberes engañando a un hombre honrado que le había dado su nombre. ¿Cómo una mujer puede hacer traición a su marido?

– Es culpable a los ojos del mundo, pero yo no puedo censurarla porque me amaba.

– ¿Y quién no amaría a usted, amigo mío? ¡Es usted tan bueno, tan grande, tan noble, tan hermoso! No, no haga usted gestos de protesta. Yo no tengo peor gusto que las otras y sé bien lo que digo. Usted no se parece al señor Le Bris, ni a Gastón de Vitré, ni a Spiro Dandolo ni a ninguno de esos que tienen éxito con las mujeres; y no obstante, fue al verle a usted la primera vez cuando comprendí que el hombre era la más bella criatura de Dios.

– ¿Me ama usted, pues, un poco, Germana?

– Hace ya mucho tiempo. Desde el día que entró usted en el palacio Sanglié. Y, sin embargo, no era para nada bueno para lo que iba usted a mi casa. Cuando el doctor propuso el negocio a mis padres, yo creí que iba a casarme con un mal hombre. Yo me prometía sufrirle con paciencia y abandonarle sin pesar. Pero cuando le encontré en el salón, quedé avergonzada y lamenté que un cálculo tan vil hubiese nacido en una cabeza tan noble y tan inteligente. Entonces comencé a tratarle con despego; ¿sabe usted por qué? Me hubiera muerto de vergüenza si hubiera adivinado usted que yo le amaba. Esto no entraba en nuestros tratos. Durante todo el viaje no pensé más que en darle disgustos. ¿Cree usted que me hubiera conducido con tanta ingratitud de serme usted indiferente? Pero yo estaba furiosa al ver que si me trataba usted tan bien era por descargo de su conciencia. Después, sin quererlo, pensaba en la otra que le esperaba en París. Además temía adquirir una dulce costumbre de dicha y de amor que la muerte vendría a romper. Y por último ¡estaba tan enferma y sufría tan cruelmente! El día en que lloró usted asomado a la ventanilla, yo lo vi y estuve a punto de pedirle perdón y de saltarle al cuello, pero el orgullo me contuvo. Yo pertenezco a una raza ilustre, amigo mío, y soy la única en mi familia que se haya vendido por dinero. El día que fuimos a Pompeya, estuve a punto de descubrirme. ¿Se acuerda usted? Yo no he olvidado nada, ni sus dulces palabras, ni mis extravagancias, ni sus cuidados tan tiernos y tan pacientes, ni todo el mal que le hice. Yo le he dado un cáliz bien amargo y usted lo ha apurado hasta las heces. Verdad es que yo no era tampoco más feliz. Yo no estaba segura de usted, temía equivocarme sobre el sentido de sus bondades y de interpretar por señales de amor lo que era piedad. Lo único que me tranquilizaba un poco era el placer que manifestaba usted en quedarse a mi lado. Cuando usted paseaba por el jardín, yo, desde mi diván, le seguía con el rabillo del ojo y muchas veces fingía dormir para que usted se acercase a mí con más libertad. No tenía necesidad de abrir los ojos para saber que usted estaba allí; le veía a través de las pestañas. Y en cualquier lugar que usted esté yo le adivino y sería capaz de encontrarle con los ojos cerrados. Cuando usted está a mi lado, mi corazón se dilata y se hincha de tal modo, que no me cabe en el pecho. Cuando usted habla, su voz me entra a borbotones por los oídos y me embriago oyéndole. Cada vez que mi mano toca la de usted, un estremecimiento me recorre todo el cuerpo y experimento una sensación tan dulcemente extraña que me conmueve hasta la raíz del cabello. Cuando usted se aleja por un instante, cuando no puedo verle ni oírle, se hace un gran vacío a mi alrededor y siento que hasta la tierra me falta bajo los pies. Ahora, don Diego, dígame si le amo, porque usted tiene más experiencia que yo y no se puede equivocar. Yo no soy más que una pobre ignorante, pero usted debe recordar si es así como le amaban en París.

 

Esta confesión ingenua descendía como un rocío matinal sobre el corazón de don Diego. Y se sintió tan deliciosamente refrescado que olvidó no sólo los cuidados presentes, sino hasta los placeres pasados. Una luz nueva iluminó su espíritu; comparó de una sola ojeada sus antiguos amores, agitados y cenagosos como un charco, con la dulce limpidez de la felicidad legítima. Es la historia de todos los maridos jóvenes.

El día en que descansan la cabeza sobre la almohada conyugal, advierten con una dulce sorpresa que nunca habían dormido tan bien.

El conde besó tiernamente las dos manos de Germana y le dijo:

– Sí, tú me amas, y nadie me ha amado nunca como tú. Tú me has hecho ver un mundo nuevo, lleno de delicias honestas y de placeres sin remordimientos. Yo no sé si te he salvado la vida, pero tú me has pagado con creces la deuda abriendo mis ojos ciegos a la santa luz del amor. Amémonos, Germana, tanto como nuestro corazón sea capaz. Dios que nos ha unido por el matrimonio, se alegrará de haber hecho dos dichosos más. Olvidemos al mundo entero para ser el uno del otro; cerremos los oídos a todos los ruidos del mundo, tanto si vienen de la China como de París. Este es el paraíso terrestre; vivamos para nosotros solos bendiciendo la mano que nos ha colocado en él.

– Vivamos para nosotros – dijo la joven – y para los que nos aman. Yo no sería dichosa si no tuviese con nosotros a nuestra madre y a nuestro hijo. Les he amado tiernamente desde el primer día. ¡Y cómo se le parecen los dos, amigo mío! Cuando el pequeño Gómez viene a jugar al jardín me parece que veo su sonrisa de usted en su carita. Estoy muy contenta de haberlo adoptado. Esa mujer no me lo robará jamás, ¿no es verdad? La ley me lo ha dado para siempre; es mi heredero, ¡mi único hijo!

– No, Germana – respondió el conde – , es tu hijo mayor.

Germana tendió los brazos a su marido, se los anudó alrededor del cuello, le atrajo hacia sí y colocó dulcemente su boca sobre sus labios. Pero la emoción de este primer beso fue más fuerte que la pobre convaleciente. Sus ojos se velaron y todo su cuerpo desfalleció. Cuando se sintió algo más repuesta se dirigió a la casa del brazo de su marido. Apoyaba en él todo el peso de su cuerpo y marchaba casi suspendida, como un niño que da sus primeros pasos.

– Ya lo ve usted – le dijo – , estoy aún bastante débil a pesar de las apariencias. Me creía fuerte y he aquí que una apariencia de dicha ha bastado para derribarme. No me diga usted esas cosas tan bonitas, no me haga demasiado dichosa; cuídeme hasta que esté fuera de peligro. ¡Sería muy triste morir cuando comienza una vida tan hermosa! Ahora, voy a apresurar mi curación y a cuidarme con todas mis fuerzas. Vuelva usted al salón; yo voy corriendo a ocultarme en mi habitación. Hasta mañana, amigo mío; ¡le amo!

Ella subió a su dormitorio y se arrojó sobre la cama, tan confusa como emocionada. Un punto luminoso que brillaba en un ángulo de la estancia atrajo su atención. La llama de la lámpara se reflejaba en un pequeño globo del yodómetro. Desde lo más profundo de su corazón bendijo aquel aparato bienhechor que le había devuelto la vida y le había de devolver las fuerzas en algunos días. Entonces se le ocurrió la idea de apresurar su curación ingiriendo una buena cantidad de yodo sin permiso del doctor. Preparó el aparato, lo aproximó a su cama y bebió ávidamente el vapor violáceo, con alegría; no experimentaba disgusto ni fatigas; aquello era la vida que entraba a borbotones en su cuerpo. Se sentía orgullosa de poder probar al médico que era demasiado prudente; se complacía en una locura heroica y arriesgaba su vida por el amor a don Diego.

No se supo qué cantidad de yodo había aspirado, ni cuánto tiempo había prolongado aquella fatal imprudencia. Cuando la anciana condesa abandonó el salón para ir a ver a la enferma, se encontró con el aparato roto y derribado por el suelo y a Germana con una fiebre violenta. Se la atendió como se pudo hasta el regreso del doctor Le Bris, que llegó a caballo, a media noche. Todos los convidados pernoctaron en la villa para saber con más prontitud las noticias. El doctor estaba espantado ante la agitación de Germana. No sabía si atribuirla al uso inmoderado del yodo o a alguna emoción peligrosa. La señora de Villanera acusaba secretamente al conde Dandolo; don Diego se acusaba a sí mismo.

Al día siguiente, Le Bris reconoció una inflamación en los pulmones que podía producir la muerte, y llamó al doctor Delviniotis y a dos de sus colegas. Los médicos diferían sobre la causa del mal, pero ninguno se atrevió a responder de la curación. El señor Le Bris había perdido la cabeza como un capitán de barco que encuentra un banco de rocas a la entrada del puerto. El señor Delviniotis, más tranquilo, aunque no había podido menos que llorar, abrigaba tímidamente un resto de esperanza.

– Quizá – dijo – nos encontramos ante una inflamación adhesiva que cerrará las cavernas y reparará todos los desórdenes causados por la enfermedad.

El pobre doctor escuchaba esta opinión meneando tristemente la cabeza. Es como si a un arquitecto se le dijese: «La casa construida por usted está mal cimentada, pero puede sobrevenir un terremoto y devolverle su equilibrio.» Todos estaban conformes en que la enferma entraba en una crisis, pero nadie, ni el propio señor Delviniotis, se atrevía a asegurar que no se terminase por la muerte.

Germana deliraba. No reconocía a nadie. En todos los hombres que se le acercaban creía reconocer a don Diego; en todas las mujeres a la señora Chermidy. Sus discursos confusos eran una mezcla de frases de cariño y de imprecaciones. A cada momento preguntaba por su hijo. Le presentaban al pequeño marqués y lo rechazaba con disgusto diciendo: «No es éste. Traedme a mi hijo mayor, al hijo de esa mujer. Estoy segura de que me lo ha robado.» El niño comprendía vagamente el peligro de su mamaíta, aun cuando no tuviese ninguna noción de la muerte. Veía llorar a todo el mundo y él también lloraba lanzando grandes gritos.

Se vio entonces cuán querida era la joven por todos los que le rodeaban. Durante ocho días los amigos de la familia acamparon en la casa, durmiendo donde podían, comiendo lo que encontraban y ocupándose exclusivamente de la enferma. Los dos médicos estaban encadenados a la cabecera de Germana. El capitán Bretignières no podía estarse quieto un momento; daba agitados paseos por la casa y el jardín; por todas partes no se oía más que el paso ruidoso de su pierna de madera. El señor Stevens abandonó sus asuntos, su tribunal y sus costumbres. La señora de Vitré se convirtió en enfermera a las órdenes de la condesa. Los dos Dandolo corrían mañana y noche a la ciudad en busca de médicos que no sabían qué decir y de medicamentos que no hacían nada. Los vecinos de los alrededores estaban ansiosos; las noticias de Germana se cotizaban a todas horas en los pequeños castillos de la vecindad. De todos lados afluían los remedios caseros, las panaceas secretas que se transmiten de padres a hijos.

Don Diego y Gastón de Vitré se asemejaban en su dolor. Se hubiera dicho que eran dos hermanos de la moribunda. El uno y el otro vivían apartados de los demás y se pasaban el día sentados bajo un árbol o sobre la arena, sumidos en un estupor mudo y sin lágrimas. Si el conde hubiese tenido lugar de ser celoso, lo habría estado de la desesperación del joven. Pero cada uno de los circunstantes estaba demasiado preocupado por el peligro de Germana para observar la fisonomía del vecino. Unicamente la señora de Vitré dirigía de cuando en cuando una mirada de ansiedad a su hijo, e inmediatamente corría a la cama de Germana, como si un instinto secreto le dijese que de ella dependía la salvación de Gastón.

La viuda de Villanera ofrecía un aspecto terrorífico. Aquella mujer alta, negra, sucia y despeinada, no lloraba más que su hijo, pero en sus grandes y azorados ojos se leía un poema de dolor. No hablaba con nadie, no veía a nadie y dejaba que sus huéspedes se hiciesen ellos mismos los honores de la casa. Todo su ser estaba consagrado a la salvación de Germana; toda su alma luchaba contra el peligro presente con una voluntad de hierro. Jamás el genio del bien había adoptado un aspecto más feroz y más terrible. Se leía en su rostro una abnegación furiosa, una amistad exasperada, una ternura irascible. No era ni una mujer ni una enfermera, sino un demonio femenino que disputaba su presa a la muerte.

En cambio el bueno de Mateo Mantoux tomaba dulcemente el sol. Como todos los señores se disputaban los quehaceres de los criados, el antiguo cerrajero se adjudicaba los ocios de un señor. Se informaba todas las mañanas de la salud de Germana, únicamente por saber si entraría en posesión muy pronto de sus 1.200 francos de renta. Atribuía la muerte de su ama al vaso de agua azucarada que le había preparado tan pacientemente todas las noches, y pensaba frotándose las manos que todo llega para el que sabe esperar. A mediodía hacía un segundo almuerzo, y para digerir bien, a estilo de propietario, se paseaba una o dos horas alrededor de la finca a la que había echado el ojo. Notaba que los setos estaban mal cuidados y se prometía reforzarlos, para que no pudiesen entrar los ladrones.

El 6 de septiembre, hasta el señor Delviniotis había perdido toda esperanza. Mateo Mantoux lo supo y se apresuró a escribir «a la señorita le Tas, en casa de la señora Chermidy, calle del Circo, París».

El mismo día, el señor Le Bris escribía al señor de La Tour de Embleuse:

«Señor duque: No me atrevo a llamarle a su lado. Cuando usted reciba esta carta, ya habrá dejado de existir. Cuide y consuele a la señora duquesa.»