La Espera y otros relatos oscuros

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La espera

Contempló el bosque desde la ventana del pequeño living. La cabaña no ofrecía demasiadas comodidades, pero era de limpieza rápida y en los inviernos resultaba de fácil calefacción. El viejo Andrés lo visitaba todas las semanas y se encargaba de cortar leña para el hogar que gobernaba aquel recinto. Los ambientes eran escasos, solo los necesarios para un lobo solitario como él.

El living desembocaba en un pasillo angosto que comunicaba con el cuarto, un reducto desvencijado donde las botellas de ron, vacías y dispuestas al azar, se acumulaban en los rincones sin solución de continuidad. Otra puerta de madera áspera daba al baño, ocupado casi en su totalidad por la ducha y un espejo envejecido de tanto mirarse.

La cocina era una extensión del living. Apenas cabía el anafe, oxidado en los bordes y ausente de toda limpieza profunda. Finalmente, estaba aquel recinto, quizás el único lugar digno de atención en su cotidiana supervivencia. Y la ventana frente al hogar, siempre cerrada, recortando a su través el paisaje natural explanado en derredor, salvaje, acechante, con aquellas energías purificadoras y lejanas a la maldad de los hombres.

Un encantamiento sutil se había instalado en esos montes solo recorridos por algunos cazadores furtivos conocedores de la leyenda y ávidos en transgredir las penalidades de los mitos. Podía percibirse cuando el sol buscaba refugio detrás de los árboles y también durante las madrugadas cuando las pequeñas salamandras jugueteaban entre los leños consumidos. A veces, aquel aliento de los planos virtuales penetraba los ambientes y acariciaba las paredes con el susurro del insomnio.

El mobiliario en la cabaña era escaso y rústico. Años atrás, Pedro había tomado la decisión de quemar la silla mecedora. Era de mimbre y el cuarto prohibido la protegió de la humedad reinante en los inviernos. En la fogata la acompañaron el caballito de madera que construyera con sus propias manos y algunos recuerdos que Ana inventariara previo a su partida.

Ella era así, meticulosa con respecto a los objetos depositarios de sus sentimientos. Le prohibía manipularlos y la expresión de su rostro se volvía impaciente cuando él los miraba con la atención de quien va a realizar una crítica. Y Julián se había transformado en eso, un sentimiento cerrado rayano en la obsesión.

Eligió el terreno en el fondo para hacer el fuego. Aprovechó unas ramas de espinillo sobrantes del invierno. Andrés tenía esa manía. El hacha le resultaba objeto placentero, tal vez un disparador de su genética prusiana. A veces la pila de leños crecía en forma desmedida y debía alertarlo con un grito desde la cabaña. Entonces, el viejo lugareño lo miraba con ojos extraviados durante algunos segundos y luego comenzaba la rutina de acomodar los cortes en la leñera.

Utilizó un poco del combustible que acumulaba en un tambor emplazado bajo unos árboles, alejado de la vivienda. Andrés le contó un día de cómo había volado la casa de un vecino con la caída de un rayo en las proximidades de un depósito de kerosene. El viejo hablaba poco, pero cuando lo hacía decía cosas importantes.

Las salamandras bailaron ávidas en tanto aquellos maderos se transformaron en cenizas. Pero contemplaba el espectáculo, cautivo de la magia surgente en las flamas devoradoras. Le sucedía lo mismo a Julián, parado a su lado. La maniobra la repetían una vez a la semana. El muchacho se mostraba fascinado por el fuego y su poder transformador.

La grilla de actividades programada por Ana definía la frecuencia de las fogatas. Ella era así, pulcra y de acciones estratégicas. Todavía la veía allí, sentada en la mecedora de mimbre y leyendo a Gabriel García Márquez, su autor preferido, o por lo menos era lo que afirmaba una y otra vez. Le preocupaba no perder el tren en las disquisiciones literarias cuando los amigos de Pedro, poetas y narradores, alcanzaban aquel genuino estado de borrachera. Eran otros tiempos, en los que el viento impulsaba los deseos del corazón y el peaje de la vida parecía una estación lejana.

Sabía Pedro que no había nada en ella que se vinculara con la literatura. Sin embargo, se cuidaba de expresarle sus pensamientos. Tal vez Ana sufriera la circunstancia de verse rodeada de escritores, pero intentaba mostrarse a la altura de las circunstancias.

Con la compulsión de quien desea marcar territorio, Ana esquivaba los libros de su autoría. Esta situación producía en él una molestia crónica, una desazón que intentaba ocultar en las reuniones de amigos, cuando el alcohol y las conversaciones a los gritos competían en el ambiente contaminante del Venado Risueño.

De todas formas, jamás se atrevió a mencionarle el más mínimo reproche. Le resultaría desagradable percibir aquel brillo en su mirada, triunfante y a la vez soberbia. Sabía que Ana no era ajena a ese desenfado denunciado en las posturas de su cuerpo, en la rigidez de los labios o esa incapacidad para sostener miradas en común.

La repetición de eventos tiende a naturalizar el protocolo de las acciones. Es decir, toda circunstancia no resuelta en el tiempo compartido durante prolongada convivencia termina por ser parte del paisaje cotidiano.

La rutina se hizo añicos luego de la partida de Ana. Intempestiva, por supuesto, a la vez de inusual, ella era persona meticulosa en todos sus movimientos. A pesar de una evidente medianía en las cuestiones intelectuales, gustaba planificar cada una de las acciones. Por eso llamó su atención la ausencia de alguna nota de despedida, algún reproche indicando el calvario que sentía debido a los últimos años compartidos. Todo lo que él conocía bien y estaba dispuesto a aceptar.

Pedro percibió la noche anterior una sonrisa sutil en el semblante de su esposa. Podría tratarse de alguna coincidencia —el azar jugaba un protagonismo preponderante en las tramas de sus novelas— o tal vez fuera el regocijo interno que produce toda decisión clandestina.

Las imágenes tienden a volverse erráticas con el paso del tiempo. Cinco años atrás. La cadencia de la escena era lenta y desdibujada con el gris dominante de aquel paisaje.

Pedro percibía detrás de la bruma el automóvil del médico santafecino estacionado frente al edificio municipal. El pueblo era dueño de humildad arquitectónica, como todo enclave rural en medio de la pampa húmeda. El hombre había sido pretendiente de Ana en los años mozos, pero en el tumulto de aquellas épocas ella eligió al escritor.

Sin embargo, el auto estaba allí desafiando las contingencias históricas. Dos semanas después, Ana se esfumaba de su vida. La silueta del vehículo se desdibujaba en la escena. Un Ford Falcon, podía ser, modelo en desuso, pero en buenas condiciones. Decían que el tipo era cuidadoso con los objetos preciados. Quizás un Chevrolet. Las imágenes se trasmutan durante el recorrido temporal. Como sucede con las historias cuando el paso del tiempo hace de las suyas, el médico santafecino ganó la batalla y la cabaña en medio del bosque comenzó a mermar su dosis de proyecciones psíquicas.

Lo de Julián fue diferente. Las pérdidas pueden parecerse desde la mirada impropia, pero el corazón sabe depositarlas en el estante correspondiente. Además, parte de sí mismo también se marchó con él. En su lugar, una sombra negra ocupó el hueco disponible, una oscuridad difícil de interpretar semánticamente. Tal vez fuera un trozo de ese abismo interior cubierto de no–ser que todos llevamos adentro, una sustancia pegajosa adherida a las grietas del alma donde dejamos de ser aquello que somos para transformarnos en ese extraño que nos contempla del otro lado del espejo, expectante, vigilante.

Observó la mesa pequeña donde descansaba la máquina de escribir. Era una Remington de origen inglés, sobreviviente a la segunda guerra mundial, una pieza de museo desechada en su momento por un matutino británico y adquirida por aquel amigo durante su recorrido europeo.

Javier se tomó el trabajo de enviarla a restaurar y años atrás se la regaló en ocasión de un cumpleaños. Pedro la aceptó de buena gana. Era amante de las tecnologías antiguas y rápidamente venció la inercia de un teclado poco amigable.

La Remington se volvió prontamente una buena aliada. A partir de ella pudo gestar sus tres principales novelas que lo condujeran a la fama mundial en un mundo ávido de tragedias y ficciones, el gran caldero devorador de almas. Ellas ahora le parecían lejanas, tan lejanas como el recuerdo de Ana y de ese Ford Falcon —o Chevrolet, o la puta marca que fuera— como la silueta de Julián enfriándose en el arco de caoba que la mantenía atrapada sobre aquel estante en la biblioteca del living.

Cubierta por el polvo acumulado que el desuso provocara, la máquina permanecía silenciosa en su ostracismo. Hoy cumplía exactamente un año en esas condiciones. El alcohol, específicamente el ron y alguna de sus variantes, había reemplazado el vuelo mágico del teclado. De todas formas, aquella circunstancia representaba otro sendero diferente poblado de precipicios insondables, regiones suspendidas en el gris de ausencia y puertas entornadas por cuyas hendijas se filtraba una luz densa y atemorizante.

Sin embargo, esas incursiones en el País de Nunca Jamás causaban en Pedro un efecto tranquilizador, la distención emergente al paso previo de un despertar que rápidamente sumerge las experiencias virtuales en el olvido.

Sirvió en un vaso los pocos centímetros de ron que contenía la botella de la noche anterior. Apuró el trago con ademán mecánico y sintió aquel fuego expandiéndose en la garganta. El efecto duró unos pocos segundos. Luego, se sintió atraído por la sombra desplazándose en la ventana. Ella se insinuaba veloz, fugaz, como solía serlo recurrentemente en ese tiempo de soledades en la cabaña.

 

Con torpe movimiento caminó hasta el armario emplazado en un rincón oscuro. Abrió la puerta de pesada madera y se apoderó del rifle de caza que utilizara cuando incursionaba en el bosque intentando encontrarse con el pedazo de sí mismo perdido en la partida de Julián.

Siguiendo la obsesión de los cazadores solitarios, Pedro se ocupaba de mantener el arma en buenas condiciones. Sabía que algún día, más bien próximo que lejano, ella sería la puerta de salida de estos jardines.

Realizó la maniobra de carga con habilidad y, sintiendo el fuego recorriéndole las venas, corrió hasta la puerta de la cabaña. La sombra se había internado en la espesura del bosque. El maldito jugaba de aquella manera. Era parte de la liturgia que los unía en los últimos meses. Acechanza y posterior persecución; una sombra proyectando en el borde del círculo existencial sus pasiones que no lograban sublimar en las prisiones diurnas, una sombra proveniente de esos espacios insondables donde el alma no se atreve a desplazar su barca.

Pedro apretó los labios en cuanto atravesó el umbral de la casa. La imagen de Andrés se proyectó en el camino de alerces que conducía a la salida de la propiedad. Su mirada era taimada, como de costumbre, ladeada en tanto inclinaba la cabeza de costado y el rostro arrugado adquiría la expresión de juez implacable. Esa había sido su forma de comunicación luego de la partida de Julián. Había visto las cenizas producidas por el incendio del caballito de madera aquella tarde. Luego, con el ritmo voraz de quien quiere terminar rápidamente su faena, cortó los leños y se marchó sin decir palabra alguna. Pero la imagen se derritió en el silencio de un bosque cómplice de aquella maldición instalada un año atrás, cuando la Remington dejara de escribir historias.

El frío de la noche golpeó sus mejillas. Como proyección furtiva más allá del claro que rodeaba la vivienda, pudo ver con el rabillo del ojo esa sombra internándose en la espesura del bosque. Levantó el rifle y lo acomodó con el hombro. Apuntó con desprolijidad y realizó un disparo. La noche retumbó con el estruendo. Uno, dos, tres segundos. Luego, de nuevo el silencio.

Obedeciendo al primer impulso corrió aquellos metros que lo separaban del follaje y se internó en los matorrales, asiendo firmemente el arma. Conocía cada uno de los senderos. Eran invisibles para el observador no preparado. Por supuesto, conducían a ninguna parte. Treinta años de asentamiento en la zona le permitían guiarse iluminado tan solo por la luz de la luna. Sin embargo, su cuerpo de sexagenario, castigado por el alcohol, se movía lentamente y en ocasiones con cierta torpeza.

Sintió el crujido de sus pies aplastando las malezas. Extrañamente, la conciencia de entorno se circunscribía al diámetro reducido de una esfera enfocada en las paredes verdes que lo rodeaban. Las razones que justificaban su presencia en aquella espesura del monte se diluían con cada paso. Ya no era importante el porqué, más bien la obsesión sin fundamento gobernaba las acciones.

Los árboles, a merced de las sombras envolventes, se alzaban acechantes a su paso. Parecían habitantes de un territorio clandestino y difuso, en los límites de una realidad allende a la locura.

Se detuvo. La sombra, al parecer al tanto de sus intenciones, se movió a sus espaldas. Una brisa leve fue la señal y giró sobre los talones con gran agilidad. Apuntó directamente al corazón de la noche y disparó. El paisaje en derredor se encendió como si fuera la escena de una película de terror. Otra vez la quietud de un bosque mecido en el letargo nocturno.

Pedro Mansilla quedó petrificado, inmóvil, escuchando atento la música susurrante del bosque. El segundo disparo lo había relajado. La sed del cazador furtivo apaciguaba su impronta. Y como era costumbre, la culpa elaborada en los territorios racionales se apropiaba del instante.

¿Podría haber acertado? En los años felices su puntería era reconocida entre los cazadores que poblaban el bosque durante los inviernos. Recordaba la mira de Andrés cuando practicaba tiro en el campito aledaño a la vivienda y asignado para tales actividades. Podía percibir un respeto silencioso en aquellos ojos desconfiados de lugareño. En cierta ocasión lo llevó de caza un domingo de primavera. El viejo tenía buena puntería, pero quedaba rezagado frente a la destreza de Pedro. A partir de ese día, el anciano encargado de la leña comenzó a mirarlo con cierto resentimiento. Después de todo, a pesar de los años viviendo en la zona, no dejaba de ser un inmigrante ajeno a las raíces autóctonas de aquellos paisajes. Hay afrentas que dejan huellas indelebles.

San Jacinto tenía fama de proveer buenas piezas para la cacería furtiva. La persecución de ese demonio la realizaba en las noches con una frecuencia que últimamente se estaba incrementando. Cuando retomaba los pasos en el día, jamás encontraba rastros de sangre. Este detalle tenía su lógica. Después de todo, parece demostrado que los fantasmas no sangran…

Una hora más tarde, cuando la carroza lunar se ocultaba detrás de un manto de nubes grises apenas discernibles en el cielo, volvió a la cabaña. Observó molesto el reloj pulsera. Todavía faltaban cuarenta minutos para la medianoche. Aquella energía proveniente de dimensiones oscuras la sentía suspendida en el ambiente. Dicen que los espíritus furtivos utilizan brujerías misteriosas para volatilizarse una vez cumplidos sus designios entre las formas mundanas.

La sensación de esa presencia se había incrementado luego del fuego que consumiera la mecedora de mimbre, el caballito de madera y toda fotografía familiar que pudiera recordar a Julián en este mundo.

Pedro había aprendido a realizar “la dieta espiritual”, algo parecido a desviar la mirada cuando un objeto persiste en manifestarse dentro de nuestro campo sensorio y se vuelve molesto. Le costó gran esfuerzo gobernar el movimiento psíquico a voluntad. Por supuesto, lo ayudaban los duendes sumergidos en el ron.

Buscó debajo de la cama con rápido tanteo. Abrió la botella precipitada en sus manos y se sirvió un trago en el vaso que esperaba sobre la mesa. Se dejó caer en la única silla disponible; la otra, usada en las extrañas ocasiones donde acudía alguna visita, la mantenía resguardada en el cuarto acumulando ropa usada.

A las doce en punto, el contenido de la botella indicaba la mitad de su capacidad. La hizo a un lado y cubrió su cuerpo con el abrigo utilizado en las cacerías furtivas. Lo acarició con cierta lascivia. El contacto con el cuero gastado y la piel que revestía la superficie interior le producía una satisfacción primaria. Acomodó en la cabeza el sombrero negro que lo había hecho famoso en la comarca años atrás y salió de la cabaña. Estaba dispuesto a caminar los dos kilómetros que lo separaban del pueblo de San Jacinto. Esta vez bordearía el bosque siguiendo el camino principal, ancho y asfaltado.

Algún vehículo interrumpiría el silencio de la medianoche. Las luces por delante y el zumbido del motor por detrás serían las señales del momento, como si se tratara de una persecución destinada al fracaso. Desarrollando el circuito nocturno a paso firme y riguroso, Pedro, inmutable, desandaba el camino. El siseo de sus pasos en el asfalto se mezclaba con la suave melodía proveniente del bosque. Naturaleza imitativa, o el eco de nuestras proyecciones…

La fachada del Venado Risueño destacaba desde lejos. La cabeza de antílope, merced a dos lámparas colocadas estratégicamente, iluminaba en lo alto un local de apariencia antigua, con la pared forrada por tablones gastados y techo de chapa recubierto por la tierra acumulada, pero digno en sus apetencias.

La playa de estacionamiento, ubicada lateralmente, se encontraba atestada de automóviles, como podía estarlo un sábado de madrugada. La mayoría de los vehículos eran camionetas rurales pertenecientes a vecinos de San Jacinto. Algunos de ellos eran jóvenes en busca de las prostitutas lugareñas, pero abundaban los veteranos con intenciones de emborracharse sin provocar disturbios. En la madrugada abandonaban el local para retirarse al motel de doña Vilma, acompañados por algunas de esas meretrices ofrecidas por el local sin mayores reparos.

El Venado Risueño representaba un clásico de la zona. Su historia se perdía en la noche de los tiempos y varias generaciones de vecinos habían pasado por sus instalaciones. En temporada de caza y durante los veranos asistían al lugar forasteros de otras tierras que eran observados con desconfianza por los habitantes de San Jacinto.

Pedro ingresó en el establecimiento haciendo ademanes parcos a quienes se apresuraban a saludarlo. A pesar de su inactividad literaria y luego de quedar solo en la cabaña del monte, seguía siendo una celebridad en el pueblo. La muerte de Julián era aceptada por los lugareños como un acontecimiento histórico. La conmemoraban como duelo local y desde aquel día nadie se atrevía a mirarlo a los ojos de manera prolongada.

“Maldita celebridad”, solía decirse cuando los ojos temerosos y subalternos se posaban en su figura. Sin embargo, la actitud hosca y reservada que adoptara en los últimos tiempos comenzaba a debilitar poco a poco el antiguo pedestal.

Al percibir el detalle, don Pedro Mansilla intentó profundizar la impropiedad en los gestos y el discurso. Sin conocer la causa de ese poder inductivo, cierto placer morboso se esparcía en su desierto interno cuando la expresión de alguno de ellos endurecía. Tal vez se tratara de una venganza personal sin demasiados fundamentos o la proyección de esos fantasmas que a veces escapan de los abismos personales y polucionan el ambiente en derredor. Todo aquello había hecho perder su interés en el último año, como el polvo que se acumulaba en la Remington sin solución de continuidad.

—Héctor… —murmuró a título de saludo en dirección al dueño del local.

El hombre, sirviendo tragos detrás de la barra, lo devolvió con indiferencia. Era persona de aspecto delgado, sesentón y de procedencia andaluza. En el pueblo lo consideraban como “tipo mal llevado” y de pocas pulgas. Conocía a Pedro desde los tiempos en que Ana rebosaba en juventud y los varones de San Jacinto la acosaban con la libido en sus miradas. Nunca habían sido grandes amigos, mas percibía en el propietario una leve condescendencia con él a partir del fallecimiento de Julián. El agrio andaluz no podía olvidar que el propio Federico, su hijo, bautizado con ese nombre en honor al gran dramaturgo de sus tierras, había caído en plena juventud bajo la represión sanguinaria de los años setenta.

No compartían ideologías. Héctor era un veterano de ideas republicanas con fuertes implicaciones socialistas y Pedro… bueno, todos conocían el egoísmo que se había hecho carne en su persona. Sin embargo, sus novelas lograban atemperar tal circunstancia.

—Pit… —balbuceó el propietario, seguido de un insulto al derramar parte del vodka que estaba sirviendo.

Ese era su apodo. “Pit”. Quizá fuera un diminutivo de su nombre real, el que todos ignoraban. El escritor desconocía la procedencia del apodo y había amortiguado con los años la furia que le produjera en los primeros tiempos el sentirse llamado así. Lo calmaban en parte los sobrenombres de quienes representaban su círculo amistoso. Algunos de ellos resultaban verdaderamente ofensivos como suele suceder en territorios rurales. En fin, Pit estaba bien, ausente de significado, tal como él mismo contemplaba la vida desde ese crepúsculo que lentamente lo absorbía.

Héctor señaló una mesa con la punta del mentón. Estaba ubicada en el fondo del local. Luego, se concentró en los tragos que preparaba. Aquella noche el Venado Risueño mostraba el esplendor de sus viejas épocas.

Pedro contempló el rincón con expresión distraída. Era la mesa de siempre, ocupada por los parroquianos también de siempre. Cuando pudo aproximarse, aquellos rostros adustos y aburridos parecieron despertar del letargo. Seguramente esperaban la oquedad acostumbrada, pero Pit portaba el aura de las personas diferentes. Y en San Jacinto aquella energía alcanzaba para abonar un territorio árido.

El escritor tomó asiento en el único lugar disponible. Los viernes a la noche estaba reservado para él desde hacía diez años.

—Buenas noches, Pit. —Jaime, como de costumbre, rompió el hielo con la sonrisa infantil que adornaba su rostro a todo momento. Era el único pueblerino que parecía no temerle.

Ernesto, con semblante reposado y haciendo uso del ceremonial que lo recluía en la época victoriana, intentó sonreír sin lograrlo por completo:

—Buenas noches, amigo.

Joaquín y José, los propietarios de la única empresa fúnebre de San Jacinto, hicieron gestos afirmativos moviendo sus cabezas. Pit, es decir Pedro, los miró a cada uno con expresión cansada y devolvió la bienvenida murmurando una frase incomprensible.

 

En los últimos meses aquellos dos kilómetros le estaban costando más de la cuenta. Se sabía deslizándose por el espiral descendente de las energías moleculares y quizás la depresión que lo gobernaba incrementaba el ángulo de la pendiente.

San Jacinto había sido siempre un típico pueblo rural en un país donde el feudalismo todavía lograba mantenerse de pie, desafiando todo avance tecnológico y filosófico sobre lo que debe ser una comuna del tercer milenio.

Las calles eran empedradas o de tosca apisonada por los tractores en su recorrido cotidiano. La plaza se mostraba como la niña bonita de la ciudad, ancha, serpenteada por árboles floridos y un set de juegos para los pocos niños que la visitaban. Durante los inviernos su aspecto lóbrego espantaba a los enamorados y permitía al viento hacer de las suyas, entristecer las tardes y apoderarse de los corazones con ese hálito misterioso de nostalgia.

El pueblo, con el paso de los años, solo aceptaba el cambio producido por la erosión del tiempo y los atardeceres aburridos. Pedro era el único personaje trascendente en la comarca. Su fama literaria lo había precedido y, de alguna manera, los habitantes de San Jacinto se habían apropiado de ella, aferrándose a los flecos de un barrilete que les permitía volar algunos metros por sobre el llano de la liturgia habitual. Sin embargo, los señores feudales también sucumben ante la erosión de Cronos y el bronce que los cubre a la vista del campesinado termina manifestando la corrosión de los devenires.

—¡Héctor, vamos! —gritó Jaime dirigiéndose a la barra—. Traé una botella de ese escocés añejo que escondés en la estantería… Seguramente Pit debe tener sed, ¿no es así, viejo?

El joven palmeó el hombro del recién llegado exaltando un gesto amistoso. Pedro sonrió forzado por las circunstancias y asintió en silencio.

Héctor se apresuró a cumplir con el pedido. Sorteó las mesas con increíble agilidad, enarbolando una botella sin abrir y vasos de rústico linaje. Los repartió hábilmente y procedió a servirles la primera medida. Cuando se detuvo próximo a Pedro, inclinó el cuerpo intentando ocultar el movimiento y le murmuró al oído:

—¿Cómo fue el día?, ¿eh?

El escritor lo contempló durante algunos segundos. En esas pupilas pudo captar la intención de la pregunta. Tal vez flotaba en el aire con la inocencia de un comentario recurrente, de los que se mecanizan en la escasa dialéctica entre parroquianos, pero había una sustancia mística en la frase.

Pedro no olvidaba. Tal vez fuera la memoria de Federico acechando en el ambiente del viejo bar o cierta empatía que los años compartidos con aquel andaluz desarrollaran muy a su pesar, transgrediendo el blindaje de su alma.

—Bien —respondió Pit, volviendo a desviar la mirada hacia algún punto no específico de la mesa donde los tragos descansaban—. Fue… como cualquier día.

El cantinero mostró unos dientes desparejos y grises al intentar esbozar una sonrisa:

—Ya pasó un año —susurró, lentificando la acción en el derrame del líquido en el vaso—. El tiempo es veloz.

Pedro no sabía cómo aquel republicano de mal talante lo hacía. En verdad tampoco le importaba el mecanismo del artilugio, pero seguramente el desgraciado contaba con poderes sobrenaturales para acceder a esas visiones. Resulta extraño lo que la mansedumbre temporal logra en los habitantes de esos pueblos alejados de la fruición de las grandes ciudades. San Jacinto no era la excepción. La vida permite otros reflejos entre los adoquines y las calles empolvadas con los tractores deambulando sobre ellas. El pensamiento mágico deja de serlo para transformarse en el vehículo de facto.

El escritor tomó el brazo del cantinero y lo apretó con fuerza. Habló despacio, directamente al oído:

—Esta noche… lo he visto…

Héctor lo observó con ojos horrorizados.

—¿Qué…? ¿Qué decís, che?...

—Sí. Se presentó en la cabaña. Como aquella vez…

—Pero… ¿seguro que lo viste?, ¿eh?

Pit se encogió de hombros. Mantenía la mano presionando el brazo del andaluz. Los otros hablaban entre ellos, impostando indiferencia al diálogo que mantenían en secreto.

—Qué más da…

Pedro soltó al cantinero. Ahora se lo veía realmente cansado, o más bien derrotado.

—Era él, sin lugar a duda. En los últimos meses se presenta con frecuencia. Siempre de noche, como un espectro sumergido en las sombras.

—¿Y vos qué hiciste?

—Lo de siempre. —Pit sonrió, con una mueca que simulaba sonrisa—. Le disparé con el rifle.

Héctor movió la cabeza intentando procesar la respuesta.

—No se puede matar a los fantasmas, Pit. Estás gastando al pedo las balas que le comprás a Roberto. Olvidate de él, che. No es bueno atraerlos con el pensamiento. Es lo mejor…

Sin esperar comentario alguno, el hombre terminó de servir los tragos y dejó la botella sobre la mesa. Luego marchó en dirección de la barra donde lo esperaban un par de muchachos en estado de ebriedad.

Los cuatro compañeros de Pit hicieron silencio. Por supuesto, habían escuchado la conversación, pero no se atrevían a mirar a su líder. La botella de ron permanecía enhiesta como un sagrario en el templo de los desquicios.

En las manos de Jaime apareció un mazo de naipes. Comenzó a mezclarlos con gran habilidad.

—¿Jugamos la partida de los viernes?, ¿eh? —preguntó con vivacidad. La sonrisa infantil del muchacho pueblerino se mostró pródiga y simpática.

—Sí, hagámoslo —respondió uno de los sepultureros, en tanto apuraba el trago recién servido.

—Vamos, entonces. Juguemos, che. Esta noche me siento con suerte —afirmó Ernesto con el garbo victoriano y sin tocar su vaso.

Sin embargo, los cuatro esperaban la decisión de Pit. El escritor parecía haberse perdido en la espesura de sus pensamientos. Sus ojos miraban sin ver, penetrando más allá de la membrana que rodeaba el escenario.

La conversación con el andaluz le había dejado un sentimiento inquietante. Una especie de energía negativa, mal auspicio emanado de esos ojos inquisidores. Se sentía sumergido en una burbuja de irrealidad, suspendida en el vacío que rodea la seguridad de las formas tangibles. En ciertas ocasiones lo acuciaba tal sensación, palpar con el tacto psíquico la ilusión de una existencia que se diluye detrás de bambalinas debido a los engranajes mecanizados del Principio de Incertidumbre.

Miró en derredor buscando algún ancla de donde aferrarse. Los compañeros de mesa lo observaban cuestionadores, con los ojos bien abiertos y el gesto expectante.

—Juguemos —balbuceó Pedro, regresando al presente en forma intempestiva.

Comenzaron la partida de póker tal como lo hacían una vez a la semana. Las apuestas eran bajas. El objetivo no estaba centrado en la cuestión económica, sino más bien en el cumplimiento del ritual que ocupaba uno de los eslabones en la cadena interminable de eventos periódicos, esos que sostienen el tejido temporal del mundo permitiéndole comportarse como un sistema de baja disipación.

Jaime fue ganando los primeros juegos. Su rostro se mostraba feliz. Era el de un niño adicto a juguetes que gustaba enarbolar y disfrutar de la posesión. De todas formas, el muchacho conocía el destino de aquel derrotero en la partida, tres horas después. Cuando concluyera habría perdido hasta el último centavo. Luego, marcharía satisfecho al cuarto austero y solitario que lo esperaba en el sótano de la panadería donde trabajaba.

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