La Espera y otros relatos oscuros

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Mi silueta se incorporó frente al ventanal con actitud desafiante. Sabía que ellos no esperaban verme así, dispuesto a contemplarlos cara a cara.

La luz de la luna, pálida pero persistente, entonces reflejó mi rostro en el vidrio…

La mirada de vidrio

A mí no me engañás. Hay algo en tus ojos que no me pertenece, un reflejo distinto, tal vez un emergente pulsando por detrás de tu figura plana. No lo sé, no puedo descifrar misterio tan sutil, perdido en el entramado de la simulación que te recrea en mi presencia.

La superficie plana que nos separa es fría al tacto y suave, cuando intento acariciar tus formas esquivas. Semeja la pared de una prisión tal vez soportable, pero celda al fin que no nos permite realizar aquel encuentro ansiado desde el desdoblamiento inicial.

¿Cuál ha sido el origen de tal impronta temporaciada? ¿La luz, quizás? ¿La dualidad del universo que juega con las dimensiones construyendo minuto a minuto un sendero de doble vía, una bifurcación de sonidos y silencios pentagramados que puede leerse en avance o retroceso según necesidad del peregrino, o la impronta inducida por operadores invisibles?

Qué se puede decir de ellos. Oscuros, o transparentes, sutiles o desmedidos, delicados o brutales, reales o imaginados, existentes o solo pergeñados por la mente que los piensa. Serán los dioses ocultos, paganos por supuesto, acomodando el tablero donde las fichas realizan sus juegos de apetencia. O tal vez víctimas —al igual que el común de los mortales— de un azar eterno y recurrente, sin origen ni destino, que les otorgue sentido a sus trayectorias.

Sin embargo, esa superficie gélida y pulida resulta real a los sentidos. La palpamos, la observamos, le podemos hablar y la mueca parece responder en simultáneo. Ajenas a los sonidos cotidianos, se trata de una pared impersonal, un plano que otorga condición carcelaria a las realidades encerradas en aquellos dos gabinetes estancos. ¿Estancos?...

De pequeño nuestros encuentros resultaban naturales. A poco de avanzar en mi periplo por estos jardines, intentaba jugar con vos con la fruición del infante entusiasmado. Me divertían tus esfuerzos por emular mis morisquetas. La boca abierta y la lengua serpenteando afuera de ella. Los ojos desorbitados con esa mirada psicópata que los niños saben impostar a pedido de sus mayores. Las fosas nasales dilatadas y ambas manos agitándolas por sobre mi cabeza. Todo un arlequín de dimensiones místicas y devoradas por la resonancia de la mente infantil con el plano molecular, donde la Edad de la Razón impone fronteras carcelarias a la impronta creativa. Repito, querido demonio detrás de esta superficie pulida, me divertían tus movimientos.

Por supuesto, en esos tiempos te creía mi amigo, mi mejor amigo. El único a quien recurrir en los fríos espacios de soledad. Me acompañabas en todo momento, a todo lugar que visitara. Aquella superficie replicaba su existencia con la obstinación que la psicosis impone.

Solía encerrarme en los baños de las casas ajenas para disfrutar uno de esos encuentros. A solas, vos y yo. Íntimo, por supuesto. El mundo observa con ojos sospechosos este tipo de vínculo. Hay algo clandestino en ellos, algo que remite a tiempos remotos y arcaicos donde el terror tiene sustancia propia más allá de la mente que lo experimenta. Por eso estos encuentros deben realizarse en territorios aislados del bajorrelieve del mundo. Detrás de la puerta, siempre hay más seguridad…

Supongo que todos han caído alguna vez bajo tu influjo, así como yo lo he hecho en mi etapa adolescente. Entonces, era un muchacho extraño. La soledad era mi tierra prometida y no me refiero a la mera evidencia de la falta de compañía. Esa es una soledad bastarda, fácil de lograr y complaciente con el mundo. Basta acercarse a los demás y recorrer el silencio producido por tal contingencia.

Se trata de una experiencia buscada por los viajeros místicos o los ladrones furtivos que se ocultan del prójimo por razones profesionales. Es decir, como todo lo originado en Lo Explícito, no deja lugar a la auténtica nostalgia que debería precipitar.

De tal manera, aprendí a disfrutar la “verdadera” soledad en compañía de la gente. De muchacho, entonces, enfrentándote en el living de mi casa paterna, o encerrándome en los baños ajenos, me dedicaba a contemplarte serenamente y a pocos centímetros de tu presencia.

Por supuesto, ya no ejecutaba las morisquetas pasadas. Nuestra complicidad en el tiempo había perimido, quizás para siempre. Ahora pulsaba la necesidad de estudiar tu bajorrelieve.

De todas formas, poco pude avanzar en esa dirección. Más allá de la aprensión que produce una visión detallada como aquella, preñada de abismos sin respuesta explícita a su rebelión metafísica, la experiencia buscaba su escape sumergiéndose en una profunda estereotipia. La inquietud genuina producida por la simetría inversa, naturalizada a partir de la repetición de esas paredes pulidas en la geometría universal, simetría plana al fin de cuentas, dejaba paso al paisaje revelado que se tornaba anodino, repetido, falto de interés a la luz de mis investigaciones.

Interrumpí el experimento cuando caí en cuenta de lo desagradable que comenzaba a parecerme aquel semblante.

Luego, la esclavitud del mundo se apoderó de mi alma, como suele suceder al emprender el sendero de los años adultos. La prisión, emplazada según instrucciones del protocolo social, hizo el resto.

Nuestro vínculo se volvió frío y litúrgico. Solíamos encontrarnos frente a frente en las mañanas, impronta ineludible toda vez instalada en la cultura humana el concepto de “higiene” asociado a la topología de “baño”. El peine, objeto transicional en esta notable ceremonia, realizaba la gestión mediadora entre nosotros.

Vos estabas allí, esgrimiendo tu mano izquierda en tanto acomodabas los cabellos. En simultáneo, yo, con la derecha, concluía la faena.

El rito se repetía día tras día, ceremonia programada y ancestral. Volvía a realizarse en las noches, cumpliendo el movimiento cíclico que edifica las paredes de esta cárcel. Y a veces, al regreso hogareño de la vida fruitiva, nos mirábamos tras la concesión de la ducha.

Y así pasaron los años. Encuentros obligados en los baños, privados o públicos, en el altar de los mingitorios; en los livings donde se construyen los escenarios de las reuniones sociales; en los hoteles baratos donde el amor se vuelve compulsión y paga peaje; en los vidrios de los trenes durante atardeceres bifurcados.

Por supuesto, la repetición cotidiana precipita la naturalización de un evento. Y esta ley, viejo compañero, nos incluye a ambos. Un ritual difundido en el mundo y aceptado por los viajeros del destino. Una doble identidad de verdaderos gemelos en el movimiento.

Sin embargo, el día memorable por fin llegó…

No recuerdo situación previa que representara antecedente a ese descubrimiento. Tal vez respondiera a una observación registrada en el territorio inconsciente de la percepción libre y flotante, esa a la que apelan los psicoanalistas para no caer en la sutilidad extrasensorial. La cuestión es que, decidido, un día me paré delante del vidrio y observé el detalle impropio en tu mirada.

Me encontraba en el baño de la Estación Retiro. Había viajado a esa colmena de almas ensimismada que llamamos Ciudad de Buenos Aires, donde la búsqueda deja de ser un medio para transformarse en un fin en sí mismo. Estaba rodeado por la marea humana que la invade a media tarde, cuando el hombre dormido regresa a su hogar con la sensación alienante de haber cambiado su tiempo por dinero, líquido, por supuesto. Una energía cuya precipitación física y efímera la vería al finalizar el mes, pero que tranquilizaba en estos menesteres de supervivencia en un mundo ajeno al llamado de los sueños.

Traté de disimular mi estupor delante de quienes maniobraban el entorno abriendo canillas, cerrándolas, operando las máquinas de aire caliente emplazadas en las paredes. Una energía punzante y repentina me desinstaló de mí mismo.

Aquel descubrimiento era demasiado grande como para compartirlo con esas mentes dormidas. Además, la incredulidad suele gobernar las opiniones a la hora de romper con un mito literario.

De allí sobreviene el descrédito y el repudio posterior y público. Todo eso daba vueltas en mi cabeza. Sin embargo, la impronta era trascendente y no podía evitar cierto temblor en las manos.

Allí estaba la prueba, delante de mis narices y a los ojos del mundo. Allí, reflejada en el espejo donde algunos hombres contemplan a esos seres que impunemente impostan sus imágenes.

La simetría inversa siempre estuvo revestida de sospechosa en mi visión de los paisajes, pero la exactitud de tus movimientos mimetizando los míos lograba sostener el mito ancestral de la física clásica. Ese que nos explica la imagen construida a partir de la incidencia luminosa, una de las tantas explicaciones materialistas de las ciencias que logran calmarnos frente al acecho de un mundo paralelo al nuestro…

El fenómeno habrá durado un segundo, tal vez menos: un destello temporal revistiéndose con la naturaleza de un diferencial.

En el momento que desviaba la mirada del vidrio, tus ojos permanecieron fijos observándome. Mi visión periférica, ejercitada en los años infantes durante aquellas prácticas místicas, supo captar la sutileza. Pude percibir la intención en tus pupilas, quizás un dejo de reproche gélido y siniestro, pero también un cansancio ancestral imposible de ocultar. Y esa altanería típica de quien conoce con mayor profundidad el objetivo de la existencia, así como el dolor que causa no poder transmitir esta relación a los seres dormidos que se mueven detrás del vidrio.

 

Todas esas sensaciones y muchas otras imposibles de narrar atravesaron mi alma en aquel instante único. Cuando abandoné la visión periférica y te observé de manera directa, el mito volvió a recomponerse detrás del cristal. La impostura de geometría inversa reconstruyó la creencia milenaria. Y todo pareció volver a la normalidad. Pero ese reproche en tus ojos…

Incapaz de sostener esa mirada de vidrio, aparté los ojos del espejo y contemplé el paisaje a mí alrededor. Los hombres dormidos se movían mecánicamente, inconscientes del drama que acontecía en los sanitarios de la Estación Retiro.

Con el impulso provocado por el terror que circundaba mi corazón, abandoné las instalaciones atropellando a un par de personas en mi fuga. Ellas me miraron sorprendidas. Se hicieron a un lado permitiéndome la huida.

Por supuesto, aquella noche cubrí todos los espejos de mi casa con una tela negra que adquirí en la tienda del barrio. En tanto realizaba la maniobra, evité posar mis ojos en la superficie pulida donde el monstruo habitaba. Reprimí un impulso interno de observarlo de soslayo. Lo prohibido ejerce su magnetismo en la mente humana. El miedo es una fuerza poderosa y a quien lo posee lo vuelve un autómata desesperado.

Aquella noche me acosté temprano. No pude conciliar el sueño; tampoco responderle a Alicia su invitación sexual. Hacía tres meses que convivíamos. Mi relación con las mujeres era inconstante, a veces manipuladora y cruel. No entendía bien el motivo que le permitía a ella soportar ese vínculo enfermo y alienante.

Sin embargo, la psicopatía de mis actos en lo concerniente a los espejos la obligó a marcharse una mañana. Pobre Alicia, la convivencia con alguien que ha descubierto la dimensión paralela, evidente y a la vez ignorada, despertó en ella sus mecanismos de defensa ancestrales y horrorosos.

Comencé a recluirme en mi casa. Las vidrieras de los comercios del barrio fueron acechándome en la medida en que percibía de ellas el reflejo de aquella silueta esperando con paciencia mi atención.

Abandoné las reuniones con los amigos. En sus viviendas, los livings y los baños abundaban en esas puertas dimensionales emplazadas a cierta altura del piso, dispuestas a devorarnos con sus campos inductivos. Estaba convencido de que ellos, los habitantes de aquel territorio instalado en la simetría inversa, algún día saldrían de sus marcos y buscarían una venganza bien justificada. Nadie puede vivir en la esclavitud realizando la mímica de otra persona durante siglos y siglos y no acumular genuino rencor.

Ahora vivo encerrado en estas cuatro paredes, haciendo caso omiso de tu voz murmurando detrás de las telas negras. Más allá del terror que a veces me invade en las noches de insomnio, una pregunta sin respuesta persiste en recorrer los pasillos de mi mente: «¿Cómo podemos los humanos convivir con estos demonios, contemplarlos detrás de esos vidrios fríos y sumergidos en un mundo invertido?»

Jazmines eternos

Y finalmente la dama de rostro inexpresivo y silencio nostálgico ingresó en la casa de los jazmines eternos.

Su figura, como suele suceder en los momentos trágicos, pasó desapercibida para los habitantes de la vivienda. Pocos de ellos eran permanentes, tan solo el dueño de casa y su criada, mujer de obesa geometría y expresión taciturna. Ella daba vueltas por los ambientes trayendo y llevando bandejas pobladas de canapés, pequeños pocillos con el negro brebaje ansiado por todos y algún que otro licor, según lo acostumbrado en esas ceremonias.

Ella caminó con el garbo de la nobleza invisible, atravesando paredes y puertas sin producir el más mínimo murmullo. Los visitantes permanecían apostados en el living de amplias dimensiones y los pasillos, conversando amenamente. Algunos lo hacían impostando gestos de prudencia y miradas taciturnas. Otros reían descaradamente y elevaban sus voces en el recuerdo de anécdotas pasadas o acciones destacadas en el último partido de fútbol.

La dama detuvo su andar en el gran salón y los contempló detenidamente uno por uno. Por supuesto, ninguno de ellos reparó en su presencia. Resultaba imposible aquella impronta dada la evanescencia de esa silueta perteneciente a los planos virtuales de la existencia. Continuaron con sus charlas, ignorándola por completo.

Daniel sintió aquella brisa suave y gélida acariciando su rostro. La reconoció de inmediato; era el mensaje que esperaba, breve, tanto como lo era su esperanza de amante condenado; palabras encerradas en los dedos etéreos posados levemente sobre su piel. Sin embargo, y a pesar de la sensación de ausencia penetrando su alma, supo en lo inmediato que aquel crepúsculo irreverente llegaba a su fin.

Aparecieron en su mente destellos inconexos de los últimos acontecimientos. La mansión de Pilar, en la ruralidad bonaerense, ahora revestida de bruma lúgubre pero también melancólica, había sido el escenario para el devenir de una obra todavía inconclusa.

Las recaídas en la salud de Isabel incrementaron su frecuencia en los últimos meses. Su esposa recorría un equilibrio suave y diáfano como las tardes de otoño cuando el sol abandona el firmamento.

—No responde al tratamiento, estimado amigo —había dicho el médico con expresión fría e impersonal—. La suerte está echada, como usted comprenderá. Solo nos queda acompañarla en este último periplo…

Recordó las palabras perdiéndose en los pasillos de su mente. No produjeron dolencia implícita en su semántica. Más bien representaron la liberación perpetrada por una posibilidad no expresada, pero a la vez tangible, como todo objeto perteneciente a este mundo. Detrás de lo molecular acecha una dimensión virtual difícil de describir con palabras, una zona fantasma irradiada en esa geometría de aparente resolución y contenedora de la sustancia nuclear.

De allí en más, Isabel se fue marchitando como lo hacen los ocasos en el invierno. Recorrían las tardes sentados en el Jardín de los jazmines eternos. En ocasiones charlaban con el entusiasmo de los jóvenes enamorados, ajenos a toda acechanza y ensimismados en los pequeños proyectos. Otras, sumergidos en el espeso silencio que solía envolverlos sin miramientos, permanecían absortos frente al manto de pétalos blancos que cubría gran parte de la superficie del jardín.

En esos momentos, Daniel cerraba los ojos y en su mente se fusionaba el aroma de las flores con la silueta de su amada, de tal manera que ambos resultaban indivisibles, uno consecuente del otro, como suelen serlo la vida y el deseo.

El camino se fue haciendo. Al principio semejaba un sendero de lento devenir y sinuoso en su contorno. Luego, con el paso de los atardeceres y la marcha de los duendes nocturnos, la repetición de los días fue aletargando la sensibilidad al sufrimiento. Tan solo quedó la estereotipia abriendo espacios en la casa de los jazmines eternos.

Durante los últimos quince días Isabel permaneció postrada en el lecho. Era inconsciente del entorno. Permanecía vinculada al mundo molecular mediante aquel hilo de respiración efímera.

Daniel consumía las horas sentado a su lado. El cuarto, otrora templo santificado de un amor indeleble, fue transformándose, con el repiqueteo de Cronos, en oscura prisión.

Finalmente, el hilo se cortó de madrugada, cuando el silencio de la noche permitía esparcirse a los sonidos provenientes del territorio onírico. Un grito, primero lejano y luego explanado en briosa presencia, irrumpió el sueño de Daniel con la impronta de un puñal clandestino.

Despertó con el rostro sudoroso y la convicción de quien espera un desenlace inevitable. Isabel permanecía inmóvil en la alcoba, con la mirada vidriosa contemplando el cielorraso. El perfume a jazmín, surgente desde los espacios intangibles, invadió el cuarto. Aquella esencia fue tan efímera como el último suspiro de su amada. Efímera, sí, pero penetrante en la fisura abierta en su corazón. Luego, de nuevo el silencio…

Horas después, Daniel observaba la extraña figura erguida en el centro del salón principal. Rápidamente percató la transparencia de aquella silueta, cual si fuera surgente de un bosque encantado o de los infiernos tan temidos. La supo invisible al resto de los visitantes. Sin embargo, el detalle no le importó. Conocía la causa de aquella presencia y, por supuesto, la dejaría obrar libremente dada la naturaleza de su vista. Entonces, procedió a contemplarla detenidamente.

La mujer vestía túnica negra, en apariencia de una sola pieza, cayendo libremente en tanto cubría el cuerpo esbelto. Los cabellos eran largos, sedosos, abundantes y de color azabache. Su piel, de tonalidad pálida como si hubiera sido bañada por el flujo de Selene, se mostraba delicada. Los ojos lucían profundos y ausentes de toda expresión. Simulaban abismos profundos e insondables donde el viajero podía perderse en la caída sin solución de continuidad.

La vio reiniciar la marcha rumbo al cuarto principal. Sus movimientos eran sutiles y silenciosos. Parecía deslizarse sobre aquel mosaico de tonalidades tornasoladas. Los visitantes de la casa conversaban ajenos a su presencia, las voces saturaban el ambiente y los ojos del dueño de casa acompañaron el andar cadencioso de la extraña dama.

Daniel la vio ingresar en la habitación principal con la angustia que provocan los acontecimientos inevitables. Podía proyectar en su mente la escena que se desenvolvía en el interior. El cuerpo de Isabel, frío e irreconocible a los ojos de quienes la habían amado, debía entregar el tesoro que resguardara durante treinta años de permanencia en la secuencia temporal. La dama de negro, imperturbable a su lado, así lo exigía.

Minutos después ella emergió del cuarto. Daniel creyó percibir un brillo familiar en esos abismos de infinita oscuridad. La silueta traslúcida caminó con el mismo garbo atravesando el salón. Entonces, se detuvo a escasa distancia del dueño de casa y lo observó en silencio. Un interés peculiar se leía en esos ojos.

Daniel se sumergió en las pupilas de horizontes inacabados y sintió el miedo que produce el vacío, allí donde la ausencia establece dominios. En respuesta al grito silencioso que no lograba emerger de una garganta cerrada, los jazmines eternos volvieron a perfumar el ambiente. Supo reconocer la fragancia. El vértigo provocado por aquellos paisajes, yertos en apariencia, se apaciguó cuando la comprensión ocupó el vacío de su alma que ya no era tal. Por el contrario, la paz interior invadió las fisuras calmando toda sensación de impropiedad que cotidianamente embarga el mundo interno de las personas en su temporalidad.

“Solo percibimos lo superficial de nuestra existencia”, se dijo, intentando mantener la calma frente a la dama que permanecía transparente para el resto de los visitantes de la casa y, sin embargo, era real en su captación fenoménica del entorno. Tan real como las paredes que limitaban aquella mansión de historias encontradas y sentimientos aletargados.

Pensó en el cuerpo de Isabel echado en su lecho mortuorio. La podía ver reflejada en la pantalla mental. Algo había cambiado en su expresión de ángel dormido. La palidez de las mejillas ahora se mostraba apagada y falta de ese vestigio de vida que suele abandonar lentamente los recuerdos condenados al olvido. Ella había entregado su tesoro.

“Somos tan ignorantes…”, repitió para sí mismo. La indiferencia comenzó a gobernar su corazón.

La dama de negro reanudó la marcha rumbo a la puerta de salida. Daniel observó sus espaldas. No eran demasiado anchas ni demasiado angostas. Se deslizaba con pasos suaves e imperceptibles, como una caricia de viento nocturno intentando pasar desapercibida en el juego fruitivo del mundo. A pesar de aquella figura grácil, la percibía soportando una carga adicional, esa que buscara en el cuarto silencioso, ahora gélido y poblado de ausencia.

La vio atravesar la puerta de calle cual si fuera un espectro devenido en aliento de otros mundos. Se desvaneció ante su mirada sin dejar rastro alguno que comprobara real existencia. Los seres esclavos del mundo molecular necesitamos palpar estos vestigios para atestiguar los hechos establecidos. La historia se nutre de ellos. “Ver para creer”. Y, principalmente, una visión colectiva para dar curso a la legitimidad de un suceso. Aquel desvanecimiento de su silueta transparente transformaba a la dama de negro en un recuerdo fantaseado, una creación virtual de las capacidades de la mente para jugar con nuestro sistema de creencias.

Los días se fueron sucediendo como una liturgia mecanizada. La partida de Isabel dejaba tras de sí un sendero de recuerdos que de apoco se diluía con el apilamiento de crepúsculos y amaneceres. Y con el desfile de indiferencias también marcharon los amigos, los criados y la fortuna familiar.

 

Sumido en el olvido, Daniel también se fue marchitando junto al recuerdo de su amada. El doctor Flores, uno de los pocos amigos que aún lo frecuentaba, intentaba hacer del optimismo el principal instrumento quirúrgico en el tratamiento de sus afecciones, mas no lograba venderle a plenitud aquella impostura. Las noches se sucedían con el letargo de los eventos repetidos. La figura silenciosa se materializaba en sus sueños. Ingresaba al cuarto con la delicadeza de las hadas transgresoras para cumplir la misión, una búsqueda permanente que la mantenía esclavizada a esta tierra donde los viajeros transportan los tesoros en el atanor de sus corazones. Se deslizaba por los rincones oscuros intentando equilibrar el desencuentro cotidiano entre lo que palpita y lo inerte.

No era atracción lo que sentía. Nadie puede amar en verdad a esa dama. Ella proviene de otros territorios áridos, faltos de acequias y humedales. Simplemente, la silueta proyectada en las noches de insomnio era portadora del sosiego que precede a todo epílogo, ese que se escribe con la tinta invisible de los corazones cansados…

Finalmente, la luna escondió su carroza detrás de los nubarrones que cubrieron el cielo en aquel crepúsculo. Daniel permaneció boca arriba en el lecho. La vieja mansión languidecía como lo hacía su dueño, solo y postrado, a la espera de una visita. El calor de Isabel se había evaporado de aquellas sábanas hacía tiempo. Sin embargo, esos ojos parecían observarlo entre las sombras instaladas en los ambientes.

La figura cobró sustento en el umbral de la puerta. Lo hizo de repente. Esbelta, segura de sí misma y silenciosa. Lo miraba con ojos reposados. Una brisa suave acarició el rostro de Daniel, como si fuera la mano delicada de una madre incitando el sueño del pequeño. Supo que era hora de entregarle su tesoro.

Entonces, cuando el sol se volvía crepúsculo, el perfume a jazmines regresó a la habitación para acompañarlo en la liturgia…