Naciones y estado

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Z serii: Historia #164
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CONSTRUCCIÓN Y DECADENCIA DEL ESTADO AUTONÓMICO

Manuel Alcaraz Ramos Universitat d’Alacant

La uniformidad nacional fue uno de los factores constitutivos del complejo ideológico en que se asentó el franquismo. Ese nacionalismo intensivo desempeñó

un papel fundamental dentro del conjunto de discursos y recursos legitimadores de la dictadura, tales como la legitimidad de origen por la victoria en la Guerra Civil, la legitimidad de ejercicio asociada a una presunta gestión eficaz, la legitimidad carismática del Caudillo o la legitimidad social pseudodemocrática asociada a concentraciones de masas y consultas electorales y plebiscitarias. En dicho marco, el nacionalismo español puede entenderse como parte de los discursos encaminados a legitimar el régimen por la vía de los fundamentos político-culturales, junto a otros elementos como el autoritarismo, el catolicismo conservador, el anticomunismo, el ruralismo o el machismo.1

Desde este punto de vista, el franquismo disolvió las posibles Españas en la España única del régimen. Incluso menoscabando elementos simbólicos en torno a los que se había construido el nacionalismo español tradicional, así, el 18 de julio desplazó al 2 de mayo o al 12 de octubre.2

Todo ello era percibido por las capas de la sociedad que propugnaban un cambio en la etapa final de la dictadura y una crítica activa de esa realidad había permeado muchas actitudes y perspectivas intelectuales que no solo provenían de las nacionalidades periféricas. Un ejemplo significativo, por el impacto de la obra en determinados ámbitos: Castellet, en el prólogo de la edición de 2006 de Nueve novísimos poetas españoles,3 publicada en 1970, afirmaría que los poetas de la antología traslucían un «horror por todo lo español, precisamente porque en los pocos casos en que se introducen temas españoles éstos son tratados como elementos exóticos». Podríamos interpretar esa tendencia como reveladora de una fatiga de España, quizá porque apreciaban una España toda, total, sin distinciones nacional-culturales4 o, al menos, que pudieran constituir materia poética, algo que nunca antes había sucedido.

Los restos mortales de las épicas fundacionales e imperiales habían desembocado en el reclamo «España es diferente», mero recurso publicitario en épocas de desarrollismo turístico. Podemos considerarlo un reflejo de la crisis profunda de algunos de los mecanismos especiales de reproducción del nacionalismo español: el Concilio Vaticano II dejó a la Iglesia sin fundamentos para proseguir en la línea del nacional-catolicismo, antiguos ideólogos del franquismo giraron a un liberalismo que descreía de los caracteres nacionales y se inclinaba al europeísmo, mientras que otros, en su afán por desmontar las ideologías en aras de la eficacia capitalista, se llevaban por delante el nacionalismo.5 Toda la maquinaria residual de españolización se debilitaría aún más en la medida en que crecieran los patriotismos periféricos, y la eficacia de otros elementos configuradores de la legitimación franquista disminuía con el final de las esperanzas de perpetuación del sistema. Por eso se ha dicho que «el franquismo pudo tener efectos tan nacionalizadores sobre amplios segmentos de la población como desnacionalizadores sobre otros».6

Quizá, la mayor contradicción procedía del hecho de que la hipernacionalización españolista del franquismo estaba impostada sobre un país con una tradición relativamente débil en el uso de los instrumentos clásicos de nacionalización. Por eso, quizá, la nacionalización franquista estaba construida a retazos, no siempre cohesionados. A ello contribuyó que surgiera y germinara contra otra España, que también había procurado erigir un discurso nacional, pero sobre la base de integrar el regeneracionismo finisecular y laico e intentar un diálogo con la periferia. En todo caso, por encima –o por debajo, según se mire– de la miseria cultural tardofranquista, que lanzaba su sombra sobre España, florecía una cultura vital que, emergiendo sobre los restos mortales del falangismo o del integrismo, proyectaría su luz en la Transición, precisamente porque era una cultura que había cambiado, en buena medida, a España como centro de reflexión por la idea de libertad –y, probablemente, de europeidad.

No es este el lugar para entrar en matices, pero sí hay que señalar que la complejidad no está ausente de un escenario que aún tiene muchas bambalinas por examinar, pero en el que parece obvio que estos vaivenes, que se expresaron a través de signos culturales, ofrecen las claves de debates soterrados eminentemente políticos, a la espera de espacios más libres en los que poder expresarse. Así, por ejemplo, se ha destacado7 que la Transición puso en primer plano a una abstracción pictórica que venía fraguando desde los años sesenta –y aún antes podríamos buscar antecedentes– y que emblematizan Tàpies, Millares o Saura, que, muy próximos en sus obras a las corrientes imperantes en Estados Unidos, sin embargo se esforzarían en apelar en sus textos a una herencia directa de Goya y otros elementos españolísimos, quizá brindándose como puente entre lo nacional y lo cosmopolita. En cierto sentido, el regreso del Guernica nos remite a la misma idea, inscrita en esas disonancias de difícil integración entre el desprecio por España como sinónimo de charanga y pandereta y la apertura a lugares renovadamente democráticos que, a la vez, prescindían de lo español y buscaban reintegrarlo.

Sin duda España existía y los niveles de identificación política y adhesión emocional con ella, como abstracción, eran altamente mayoritarios. Pero no eran una existencia y una adhesión privadas de malestar. En ese camino, la afirmación de la pluralidad regional/nacional será esencial y explica por sí misma la alta apreciación de la vitalidad cultural en algunas zonas del Estado –en particular en las que poseían una lengua distinta del castellano–. Esa consideración serviría, llegado el momento, para estimular corrientes de simpatía y solidaridad con algunos territorios en sus demandas nacional-democráticas, sin las que sería imposible explicar el desarrollo de una cultura democrática común, aunque permanentemente inmersa en debates sobre las «señas de identidad».8 En encuestas realizadas en 1976 solo en las luego denominadas «nacionalidades históricas», País Valenciano y Canarias, triunfaban las posiciones autonomistas, mientras que en Aragón, Andalucía, las Castillas o Extremadura eran mayoritarias las posiciones centralistas, aunque, en algunos casos, por un estrechísimo margen. Esas cifras se mantuvieron estables en 1977 y crecieron mucho a favor del autonomismo en 1978.9 Para alguno eso demostraría que el fervor autonomista posterior tuvo mucho de componente artificial. Pero lo que requiere una auténtica explicación es cómo, tras cuarenta años de centralismo, las mentalidades habían viajado tan rápidamente, sacudiéndose la ideología franquista: solo ligando ese viraje a la acelerada democratización de las expectativas generales se puede explicar. Por otra parte, la tradición republicana de nacionalismo español fue postergada en la medida en que las fuerzas de izquierda aceptaron –o fueron obligadas a asumir, o ambas cosas a la vez– la restauración monárquica con un olvido manifiesto por las tradiciones republicanas en su conjunto.10

TRANSICIÓN Y CONSENSO: HACIA EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

Lejos de ser un producto coherente y ajustado a una estrategia previamente definida, hay que concebir la Transición como un sistema de tensiones que se resolvieron en pactos yuxtapuestos e incluso contradictorios,11 que, a veces, se condensaban en artículos constitucionales o en otras normas y, a veces, en prácticas políticas que fueron conformando la cultura política de la democracia española. Insistiendo en la idea de que ninguno de estos pactos fue perfecto, se deben destacar los siguientes compromisos parciales:

A. Pacto por la Monarquía: la restauración funcionó como el a priori de todo el sistema y como paradoja máxima de este. Necesaria para la democratización porque actuaba como freno de los involucionistas, fue también el límite moral de la Transición, pues significaba aceptar un hecho no democrático, estabilizar y sacramentar la herencia del franquismo en el máximo nivel simbólico del Estado. La Corona mostraría que no sabía ni de éticas de la convicción ni de éticas de la responsabilidad: su anclaje con la realidad era una ética de la supervivencia.

B. Pacto de «gestión de la historia», que, al menos, implicó:

–La ley de amnistía –y otras normas que permitieron indultos parciales– inserta en el relato general de la reconciliación nacional.

–El uso selectivo de la memoria del franquismo y del antifranquismo, según las circunstancias y los intereses de los actores políticos e intelectuales, pero sin políticas públicas coherentes.

–Apartar la religión del conflicto político inmediato, aunque sin evitar que se introdujera por diversas rendijas del texto constitucional y de decisiones jurídicopolíticas posteriores.

C. Pacto democrático, que incluyó:

–Valor normativo de la Constitución española (CE), con afirmación de su supremacía y atribución del papel de definidor de valores y de las reglas de producción jurídica, todo ello con equidistancia –relativa– de los perfiles ideológicos más nítidos de las principales fuerzas en presencia, lo que fraguó en la definición de Estado social y democrático de derecho.

–La afirmación positiva de valores constitucionales compartidos y, al menos, libertad, igualdad, justicia, pluralismo y dignidad humana.

 

–Enunciado de una amplia carta de derechos garantizados constitucional y legalmente.

–Separación de poderes de factura clásica, con centralidad teórica de las Cortes Generales y práctica de un Gobierno al que se facilita la estabilidad.

–Tribunal Constitucional (TC) con funciones de control de la constitucionalidad de las normas, amparo ante la vulneración de derechos fundamentales o resolución de conflictos competenciales.

–Generación de precondiciones para la plena participación de las mujeres, aunque en un camino lleno de obstáculos.

–Apertura implícita a la plena integración en las instituciones europeas.

Con todo, en este diseño hubo límites, indefiniciones e insuficiencias, en muchos casos debido a una latente tendencia al moderantismo –compatible con un lenguaje predominantemente progresista– que, para algunos, era sinónimo de estabilidad y, para otros, intento de que la izquierda no avanzara. Por ejemplo: ciertos aspectos del sistema electoral, ambigüedad del Senado, pervivencia de las provincias, etc.

D. Pacto social, entendido como el resultado de una sucesión de luchas y acuerdos, que corregía –aunque sin alterar totalmente– un escenario histórico de privilegios y discriminaciones y permitía avanzar en la igualdad de oportunidades:

–Los Pactos de la Moncloa tuvieron, al menos, el valor de representar un diálogo en política socioeconómica, por primera vez en la historia de España. Si cargó sobre los trabajadores el peso mayor de la salida de la crisis, también preparó el camino para actuaciones más equitativas y la universalización de ciertas prestaciones.

–La CE recogió el principio igualdad de una manera activa, sin limitarlo al reconocimiento formal; para ello dispuso la intervención de los poderes públicos para luchar contras las fuentes de discriminación, reconoció a los actores del conflicto social, fijó algunos derechos fundamentales relacionados con estas cuestiones, así como unos principios rectores de la vida económica, social y cultural y generó una Constitución económica que posibilitaba un sistema fiscal progresivo.

E. Pacto «nacional», que merece aquí un análisis más pormenorizado.

La CE eliminó cualquier duda: es «de los españoles» ya que atribuye la soberanía a la «nación española» y el sujeto de la soberanía, a la vez, se define como poder constituyente exclusivo. La soberanía se diferencia del poder de autonomía, distinto, inferior, derivado, que podrá ser atribuido a comunidades autónomas (CC. AA.), según recordó la sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 4/1981, de 2 de febrero. La CE, pues, reconoció márgenes para una cierta diversidad a cambio del «acatamiento de la osamenta unitaria que protegía la nación y al Estado españoles», de lo que el nacionalismo español deducirá que las posibles disputas quedan anuladas por un texto legal.12 Ello se fijó a través de:

–Las primeras palabras del preámbulo: «La Nación Española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de…». Se ha suscitado una duda teórica: ¿supone la mención a la Nación en las primeras palabras de la Constitución una referencia de continuidad respecto al Estado franquista, ya que este, en sus Leyes Fundamentales también usó el término? Ciertamente no: quizá, si se quiere, es una alusión a la historia constitucional con origen en 1812 –aunque algunas constituciones no usaran el término–. Es más, como se ha indicado, de la manera –pese a las ambigüedades a las que me referiré– en que la Nación aparece como depositaria de la soberanía, se deduce que la interpretación que planeaba en el redactado es la consideración de que el franquismo usurpó a la Nación su potencial carácter fundamentador de lo democrático. Desde esta perspectiva la Nación en la CE sería «el soporte histórico de la soberanía», con una concepción plural, abierta a una evolución que adquiere su máximo significado en el multiformismo cultural que posibilita el propio texto constitucional13 y que queda abierto en el mismo preámbulo. Esta interpretación, de Pérez Calvo, me parece sugerente, aunque, muy posiblemente, vaya mucho más allá de lo que pretendió el redactor constituyente.

–El artículo 1.2: «La Soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» y la muy enrevesada definición del artículo 2: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».

No fue fácil llegar a la redacción final de esos dos artículos: 61 páginas del Diario de Sesiones de la Comisión Constitucional del Congreso están dedicadas a este debate, mientras que los 8 artículos restantes del título preliminar –algunos de ellos esenciales– solo ocupan 73 páginas.14 Una sucinta alusión15 a esos debates es ilustrativa. El anteproyecto constitucional, inspirándose en la Constitución de la II República, afirmaba que «los poderes de todos los órganos del Estado emanan del pueblo español, en el que reside la soberanía», pero, en la misma ponencia, AP y UCD llegaron al acuerdo de introducir el concepto de «soberanía nacional», lo que dio lugar a un texto básicamente igual al aprobado definitivamente. Por otra parte, el primer redactado del artículo 2 decía: «La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran», un redactado más ligero, menos cargado ideológicamente que el definitivo. A estos textos Letamendía (EE) y Arzálluz (PNV) presentaron enmiendas que coincidían en ubicar la soberanía «en los pueblos» que componen el Estado, lo que hubiera dado lugar a una suerte de confederación como eje de la legitimación, así como a una visión de poderes originarios ubicados en esos pueblos, algo en lo que especialmente insistiría Arzálluz. La enmienda más significativa fue la de Letamendía al artículo 2: «La Constitución se fundamenta en la plurinacionalidad del Estado español, la solidaridad entre sus pueblos, el derecho a la autonomía de las regiones y naciones que lo integran, y el derecho a la autodeterminación de estas últimas». Lo finalmente aprobado –juego del 1.2 y del 2– lleva implícita la exclusión de cualquier forma de derecho a la autodeterminación, algo de lo que eran conscientes los nacionalistas periféricos, si bien los catalanes no plantearon mayores objeciones: como recordó Jordi Pujol en el Pleno del Congreso que debatía el dictamen de la CE, fue la Minoría Catalana quien propició la inclusión del término nacionalidades en el texto, haciendo de él, dijo, «un punto esencial, absolutamente básico en su política en materia constitucional y, en general, en su política consensual».

Solozábal ha justificado la idoneidad de la fórmula adoptada desde el momento en que es el pueblo español el que se identificaba con el poder constituyente y como «soberano» posee la más importante de las capacidades: decidir sobre su Constitución. Frente a otras acepciones del término soberanía –como la ligada a la actuación de los órganos del Estado constituido– es la soberanía «de los grandes días», no un poder del Estado, sino «sobre el Estado», un poder irresistible e ilimitado. Por lo tanto es el pueblo español «homogéneo», según el autor que gloso, el soberano, y no lo son «los pueblos de España» o del Estado: el sujeto no es múltiple ni complejo. En apoyo de sus ideas cita la STC 76/1988, de 26 de abril, cuando indicó que la CE «no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven sus derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general». De esta manera, prosigue,

podemos hablar de una legitimación nacionalista de la Constitución, pues la Constitución se justifica por su carácter nacional, en cuanto soporte de autogobierno propio. Así, la Constitución se acepta no solo por su utilidad o necesidad, en cuanto soporte de una determinada idea –democrática, liberal– del orden político, asumida de acuerdo con patrones universales de racionalidad o eficiencia técnica, sino porque es la nuestra, la que nos hemos dado según nuestras necesidades, conforme a nuestra experiencia y cultura histórica.16

Este análisis probablemente es mayoritario en la doctrina constitucional y creo que se ajusta a lo que realmente pensaba el constituyente. Otra cosa es que se comparta un cierto idealismo teleológico que aparece en algunos aspectos de la construcción teórica: como si la nación española estuviera llamada a constituirse políticamente precisamente como lo hizo, como si no hubiera otras alternativas.

Conviene contrastar estas opiniones con las de otro constitucionalista, González-Casanova, que ha criticado el redactado por considerar que la soberanía popular, proclamada en el artículo 1, «no podía permitir que la Constitución se fundamentara en la unidad española preexistente, pues esta era fruto de un unitarismo centralista de la Administración y no de un pacto patriótico entre españoles partidarios de crear una nueva unidad a partir de la diversidad reconocida», siendo, justamente, la propia CE «la que fundamentaba la futura unidad libre, porque ella era la base jurídica del Estado». La ambigüedad del artículo 2, al mismo tiempo, «permitía cualquier autonomía que el poder central considerara conveniente y oportuna […] pero también podía ser esgrimido como futura esperanza para los independentistas gradualistas de las nacionalidades». El precio pagado fue que la «retórica vacua» sobre el unitarismo español enmascaraba todas estas cuestiones y era posible que despertara más recelos entre las nacionalidades autónomas que los que evitaba en los más recalcitrantes españolistas uniformistas. Por todo ello,

al no hacer la Constitución afirmación alguna que implique un modelo preciso de Estado en función de su organización territorial, no se puede sostener explícitamente que el nuevo Estado español sea más unitario de lo que todo Estado deba serlo, ni que sea «federal», «regional» o «integral». Pero, tal vez, la razón más profunda por la que es imposible definir el Estado español en virtud de su organización territorial sea la de que la autonomía no se postula de una vez y en acto para todo el conjunto de nacionalidades y regiones. Hay tan solo la posibilidad de ejercitar el derecho común a todas ellas como expresión democrática del autogobierno de una parcela de la Nación-Estado.17

En todo caso, pese a las apreciaciones que niegan la existencia de un pacto por imposible, dada la unicidad del soberano, es evidente que la materia fue objeto de debate y acuerdo político concreto en las Cortes constituyentes. Desde este punto de vista podemos concluir con la opinión de Saz: la inclusión encadenada de los términos patria y nacionalidades

descansaba en el supuesto implícito de que el término patria […] «pertenecía» a la derecha y el de nacionalidades a la izquierda y los nacionalistas periféricos. España recobraba la democracia, pero con ella no se reproducía la vieja identificación liberal y republicana de patria y libertad. Aparecían los dos términos en el texto constitucional, pero ni el primero se fundamentaba en el segundo ni reaparecían explícitamente formulados los valores del viejo patriotismo liberal y republicano.18

Aparte de lo indicado cabe advertir la contradicción entre la alusión a la soberanía «popular» y su atribución a la «nación»: en la teoría clásica ambos conceptos son excluyentes, por los diversos significados a los que fueron anudándose históricamente. De hecho es muy difícil concebir una nación compuesta de naciones –aunque se intentara a través de la famosa expresión «nación de naciones», a la que se han atribuido varios orígenes con significados no siempre concordantes–, mientras que el pueblo sí puede ser plural y mostrar diferencias en sus lealtades prioritarias en torno a sentimientos distintos de pertenencia. La doble referencia a la unidad de la nación y patria españolas anula esta posible lectura. Este hecho hay que relacionarlo con los miedos a una involución, tan propios de la época.

Juliá19 ha criticado que se piense que los términos del artículo 2 fueron dictados por el poder militar. Pero la opinión parece extemporánea, pues con independencia del significado preciso, en este contexto, del verbo dictar, toda la Transición está atravesada por la «preocupación» mostrada por los militares por la posible ruptura de la unidad de España. Preocupación que actuaba como un prejuicio, pues incluso antes del debate constituyente se explicitaba como algo intrínsecamente asociado a la desaparición de la dictadura. Valga un ejemplo entre muchos: cuando se produce la legalización del PCE, en abril de 1977, el Consejo Superior del Ejército emitió una nota que tenía tanto de acatamiento forzado a la disciplina como de aviso de navegantes y de amenaza latente que pesaría en el futuro; en él puede leerse que el Consejo muestra su «profunda preocupación» por «la Unidad de la Patria, el honor y respeto a su Bandera, la solidez y permanencia de la Corona y el prestigio y dignidad de las Fuerzas Armadas» y, tras «exigir» al Gobierno que adopte las medidas oportunas para garantizar esos principios, proclama que «el ejército se compromete» a cumplir sus deberes «con la Patria y la Corona».20 El mismo Gutiérrez Mellado21 situó la cuestión en estos términos:

 

Dije […] que «España era una y no permitiríamos que nos la rompieran». ¿Por qué fui tan tajante en aquella ocasión? Por responder de una vez por todas […]. La preocupación por el separatismo se ha desmesurado y se ha utilizado como pretexto político. Pero a mí no me ha quitado ni una hora de sueño. […] Ha preocupado en el estamento militar y ha habido gente que ha hecho lo posible para que esa preocupación aumentara.

Con más precisión, Álvarez Junco ha aludido a que, tras filtrarse el primer borrador del texto constitucional, el estamento castrense envió una nota a La Moncloa exigiendo que se garantizase la unidad nacional con términos claros y rotundos.22 En cualquier caso, todo parece indicar que el clima de tensión en torno a la cuestión territorial condicionó la alambicada redacción. En su invitación a que el ciudadano se convierta en un hermeneuta especializado en desciframiento de códigos ocultos, encontramos ahora, décadas después, un ejemplo del envejecimiento del sentido de los equilibrios de la Transición y, con ello, de parte de la CE.23

Pero ese pacto nacional que implica la aceptación de la supremacía ideológica y jurídica de la nación española llevaba implícito el aludido «pacto de diferencias», que se evidencia en:

–El preámbulo, cuando la Nación Española proclama su voluntad de «Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones».

–El artículo 2, al reconocer el derecho a la autonomía de regiones y nacionalidades,24 y más si se tiene en cuenta que el «reconocimiento» de un derecho implica una realidad previa, aunque no se sabe sobre qué base –salvo en el de las «nacionalidades históricas» y a la foral Navarra–. Mucho se ha debatido sobre el significado del término nacionalidades en la CE y, creo, nadie ha llegado a desentrañarlo ni los mismos ponentes han sido capaces de explicarlo.25 Quizá la mejor aproximación sintética sea la que ha hecho Solozábal: «una nación sin soberanía, pero ciertamente con trascendencia política».26 Probablemente nos encontramos con una salida de emergencia ante un posible bloqueo: dice menos de lo que parece decir, en su contexto, pero abre la puerta a que se piense que dice más de lo que en realidad se pretendió. Por ello, el concepto, solo o asociado al de «hecho diferencial», ha servido de muy poco para fundamentar una exégesis doctrinal y/o jurisprudencial. Su virtualidad máxima es que, junto con expresiones derivadas o asimilables, ha acabado valiendo para enfatizar los procesos de reforma estatutaria, introduciéndose en las dinámicas de agravio/emulación.27 Sobre todo ello deberé volver después.

–La inclusión en el artículo 3 de la posible cooficialidad de lenguas distintas del castellano.28

Por lo tanto el sistema quedaba abierto, o, mejor dicho, relativamente indeterminado, y más cuando el mecanismo de la generación de «preautonomías» fue vacilante y desigual y, al desarrollarse parcialmente en paralelo al proceso constituyente, marcó una impronta que, sin embargo, con el paso del tiempo, hemos tendido a valorar poco.29 Las excepciones serán Cataluña, País Vasco, Galicia y, en parte, Navarra, en esta ceremonia de reconocimiento de variantes nacionalitarias integrables en el pacto nacional. Aunque Galicia, en muchos aspectos, sería el artista invitado, el amortiguador de la imagen de las dos comunidades conflictivas: Cataluña y País Vasco, y, de hecho, se intentó por el Gobierno de UCD que su nivel competencial fuera más reducido. La anterior afirmación se comprueba por los siguientes aspectos:

–Cataluña estructuró su régimen preautonómico a partir de la recuperación de una institución heredada de la República, en un ejemplo poco común de uso político de la memoria histórica. Con el País Vasco se intentó repetir la maniobra. Diversas circunstancias lo impidieron, pero la misma tentativa nos indica la predisposición del Gobierno para desbloquear la situación usando esa peculiar vía.

–La disposición transitoria 4.ª alude a Navarra –que ya era una realidad foral– y a la posibilidad de «incorporación» al Consejo General Vasco – preautonómico, vigente en ese momento– o a la futura autonomía vasca.

–Las cuatro son las únicas nombradas en el texto constitucional, dando por hecho que serían comunidades autónomas (CC. AA.), aunque, curiosamente, también hay una alusión parecida a Ceuta y Melilla, pero condicional: «podrán constituirse en CC. AA.».

–La disposición transitoria 2.ª alude a los territorios que en el pasado hubieren plebiscitado afirmativamente proyectos de estatuto de autonomía y contaran con regímenes preautonómicos. Esos territorios podían acelerar su proceso estatutario. Obviamente es una referencia a País Vasco, Cataluña y Galicia, a quienes se aseguraba una autonomía de primera y que pasarán a ser conocidas como «nacionalidades históricas».

–La disposición adicional 1.ª, finalmente, «ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales», que deberían actualizarse en el marco constitucional y en los estatutos de autonomía.

EL (INEXISTENTE) PACTO AUTONÓMICO Y EL ORIGEN REAL DEL ESTADO AUTONÓMICO

El «pacto nacional» permitía enfrentarse a presiones enormes sobre el nuevo sistema político y desmontar la extrema uniformidad propia del franquismo, pero no fue el pacto autonómico. Es más: en realidad no existió tal pacto: no existe en la CE ningún aspecto que nos permita concluir que hubo una voluntad constituyente destinada a dotar de autogobierno jurídicopolítico, en sentido fuerte, a todas las partes de todo el territorio del Estado, aunque sí parece que se pensó en un modelo con fuerte descentralización para zonas que no fueran autónomas en sentido político estricto. Así lo interpretaría Aranguren30 con su habitual claridad: «El expediente del Estado de las autonomías fue inventado durante la transición […] simplemente para disimular la necesidad política de conceder un Estatuto de autonomía a las dos nacionalidades que lo exigían, por lo cual la extensión a todas las regiones de tal autonomía fue más bien una “carta otorgada” que una auténtica Constitución emanada de la voluntad popular», pero apostilla: «sin embargo, pese a su originaria artificialidad, fue un acierto». Este fue el terreno de juego. Conviene, al analizar la cuestión, recordar:

a)La CE nunca habla de «Estado autonómico» o «de las autonomías». Puede deducirse que el constituyente, que sintió la necesidad de calificar al Estado desde otros puntos de vista, no consideró preciso hacerlo desde este: posiblemente porque pensaba más en un Estado con autonomías que en un Estado de las autonomías. Este extremo fue advertido tempranamente. En la que, probablemente, fue la primera monografía significativa sobre la nueva realidad autonómica, se decía: «La Constitución evita dar una definición explícita de la forma que asume el Estado español: no dice que sea un Estado “regional” o “integral”», a la vez que constataba que los partidos de izquierda de tradición formal federalista renunciaron «desde el comienzo de la discusión constitucional» a «toda proclamación formal de federalismo»; el autor explica todas estas circunstancias por las exigencias del consenso que condujo al pragmatismo, pues, al evitar las definiciones, se podía acordar mejor el diseño territorial.31