Naciones y estado

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Z serii: Historia #164
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HORIZONTES DE EXPECTATIVAS ANTE LA CUESTIÓN NACIONAL

Durante mucho tiempo, parece haber sido casi un lugar común que la identificación del españolismo con el franquismo habría llevado a la izquierda española a un inopinado apoyo a las demandas de los nacionalismos periféricos, algo ajeno a sus tradiciones y que a la postre obligaría a una rectificación inevitable.20 Sin embargo, esta argumentación puede incurrir en un grave anacronismo si se descontextualiza el significado que la redefinición de los planteamientos nacionales e identitarios tuvo en el marco de la lucha antifranquista y ya en los primeros años de la Transición.21

En vez de presentar las opciones federales o federalizantes, puesto que esta era la formulación más repetida, así como la frecuente referencia al derecho de autodeterminación (que nunca fue defendido como sinónimo de secesión o «separatismo»22), simplemente como una suerte de aberración respecto a la trayectoria histórica de la izquierda española, sería mejor interpretarlas en los términos en los que se hizo en el momento, como sinónimo (parte de un mismo campo semántico, podríamos decir) de descentralización y de derecho a la libre formulación de un marco territorial común. Ningún lenguaje político puede entenderse al margen de su contexto de enunciación y recepción. Ciertamente, conceptos como el de autodeterminación se habían prestigiado entre la izquierda en el marco de las luchas de liberación anticolonial de los años sesenta, como tantos otros elementos de la misma procedencia. Pero no se trataba de simple mimetismo, sino de traducción al contexto de la lucha contra el franquismo y su estructura económico-social. En este sentido, además, es importante señalar que se trataba de propuestas planteadas en el seno del programa de «ruptura democrática» que construyó la izquierda, y no elementos accesorios. Asimismo, no debería olvidarse que la adopción de algunas de estas propuestas era el resultado de la colaboración de las fuerzas de la izquierda con otras sensibilidades en el día a día y no una mera elucubración abstracta, en la lucha por la democracia, como sucedía en la Assemblea de Catalunya, donde el componente catalanista era una pieza clave.

El PCE fue el primero en plantear doctrinalmente la apuesta por un marco de descentralización y reconocimiento del derecho a la autodeterminación. Pesaba en ello la memoria del legado del periodo republicano y en todo caso la estructura del partido fue singular al coexistir en su seno el PSUC (que ejerció de verdadero motor para la aceptación de muchas propuestas del catalanismo) así como los partidos comunistas de Euskadi y Galicia. Ciertamente, hasta fechas muy tardías las propuestas no iban más allá de los tres territorios vinculados al pasado de autogobierno adquirido en la República, mientras que el resto quedaba inserto en una vaga concepción descentralizadora (que recogía la distinción entre nacionalidades y regiones). En un escrito de finales de 1970 que sintetizaba la posición del PCE, Dolores Ibárrruri señalaba que: «Existen problemas muy específicos como los de Navarra, Valencia, Baleares y Canarias a los que habría que dar en ese marco una solución que corresponda al derecho de sus habitantes libremente expresados».23 Pero, por ejemplo, respecto al País Valenciano, la concreción era escasa. Cuatro años antes, mientras se elaboraba la importante obra Un futuro para España: la democracia económica y política no se incluyó ninguna referencia específica al País Valenciano a pesar de que se había enviado abundante información al respecto.24

Santiago Carrillo en el importante informe al Pleno del Comité Central, en Roma, de 1976, había destacado cómo quedaba definitivamente anudada la lucha por la democracia con las luchas por la autonomía y la descentralización. En segundo lugar, destacaba el uso de la fórmula de «nacionalidades» y la distinción, por tanto, entre nacionalidades y regiones. Su uso no era una novedad aunque lo cierto es que los comunistas españoles habían hablado sobre todo de un Estado «multinacional», donde tendrían cabida diversos «pueblos» e incluso se había llegado a utilizar la expresión de núcleos nacionales. ¿Qué significado preciso cabría atribuir a esta fórmula ahora? La respuesta no es nada sencilla. Tal vez todos sabían a qué se referían al utilizarla, pero el terreno de la definición resultaba mucho más elusivo. Carrillo parecía haberla usado como sinónimo exacto de nación en 1958,25 pero las cosas parecían ahora ser más complejas.26 En 1975, Jordi Solé Tura, reflexionando sobre el catalanismo (y en concreto sobre Prat de la Riba) señalaba que «el análisis del concepto de “nación” y de “nacionalidad” debe centrarse en el proceso histórico de formación, consolidación y transformación de un determinado bloque de clases sociales».27 Esta afirmación se insertaba, en definitiva, en el marco de una reflexión de neta inspiración marxista sobre la cuestión nacional. Un año después, al traducir el texto al catalán (pero con un significativo cambio en el título del artículo, pues el énfasis pasaba de la nación precisamente a la nacionalidad) el autor le añadió una nota a pie de página adjunta al concepto de «nacionalidad», que decía «Si s’admet una diferencia substancial entre tots dos conceptes, la dualitat de terminología pot servir per a distinguir la plenitud o la manca de plenitud del poder polític estatal. Per això prefereixo parlar de “nacionalitat catalana”».28 Curiosamente hallaremos pocos textos más de Solé Tura, al margen de esta simple nota, que nos ayuden a entender el significado de una distinción de tanta trascendencia. Por ella podemos suponer, por tanto, que para el autor una «nacionalidad» es un determinado estadio (un proceso histórico, con un determinado bloque de clases sociales en acción) de una comunidad en función de su relación con la «plenitud» del poder político que representa el Estado. ¿Existe entonces una distinción de base (en su «entidad», en su fundamentación o definición identitaria) entre una nación y una nacionalidad? ¿O se trata solo de un grado en un desarrollo (prefijado o no)? A la postre (como se evidenciaría en el debate constitucional) la clave no era tanto si ambas nociones eran idénticas, como resultó bastante aceptado, sino si la de nacionalidad daba lugar a derechos (o permitía aspiraciones) de soberanía similares, lo que resultó ampliamente rechazado tanto por la izquierda como por la derecha españolas.

En todo caso, en el texto del informe de Carrillo pronunciado en Roma en 1975 se señalaba cómo «El Partido Comunista, que defendió siempre el derecho de autodeterminación de los pueblos de España, considera este hecho, en su conjunto, no sólo como una realidad insoslayable, que ninguna violencia podría contener a medio plazo, sino también como un factor extraordinariamente positivo para el futuro democrático y socialista del país». La propuesta comunista sería explicitada ahora como la apuesta por un Estado federal. Pero se añadía inmediatamente que «España será tanto más fuerte cuanto más libres sean los pueblos que la componen». Es más, se añade, «la condición para que España permanezca unida es la liquidación del centralismo arbitrario y la construcción en común, libremente, de un, por todos los pueblos, de un Estado de tipo federal». La «unidad», por tanto, aparece como horizonte indispensable, y estrechamente unido a las demandas federales. Además, y con enorme fuerza argumentativa, se señalaba que «cuando hablamos de la España futura, lo hacemos porque para nosotros España es una realidad, a la que nos sentimos adheridos; es la comunidad en la que históricamente hemos convivido todos; en la que se han creado lazos económicos, sociales, culturales, humanos, que son también un hecho, que diferencia a España de otros Estados». Se añadirá, además, el convencimiento de que «España es un producto de la historia mucho más rico, delicado y plural de lo que quieren hacernos creer los fanáticos del uniformismo». La centralidad de la premisa para los comunistas españoles estaba clara, no menos que su firme creencia en la existencia de un «hecho» nacional español.29

En el fondo, se impone una cierta sensación de imprecisión respecto al modelo que seguir más allá del enunciado fuerte del federalismo. Algo que es extensivo al PSOE, que además ni siquiera tenía una estructura claramente organizada por territorios históricos. En el IX Congreso de 1964 se llegó a incluir una declaración anexa en que se apelaba a una «Confederación republicana de nacionalidades ibéricas», pero hasta 1972, en el XII Congreso, no ganó carta de naturaleza el análisis del llamado «problema de las nacionalidades», y ya claramente en 1974, en el Congreso de Suresnes, donde además se consagró la fórmula de las «nacionalidades y regiones», que no tenía precedentes en el socialismo español, además de la defensa del derecho de autodeterminación.30 El retraso respecto al PCE era claro. Pero desde luego, era mayor en otras fuerzas de la izquierda socialista española, como el PSP,31 cuya Comisión Nacional en 1974 se limitaba a afirmar que «reconoce la personalidad política de las comunidades histórica, económica y culturalmente diferenciadas, que constituye el Estado español» y defendía que una vez restaurada la democracia «las comunidades podrán definirse libremente al respecto».32 Al año siguiente, sin embargo, se defendía explícitamente el derecho de autodeterminación de las «nacionalidades y regiones», sin mayores concreciones.33

Aunque, en realidad, en los documentos de la Junta Democrática, impulsada por el PCE, las demandas aparecían bastante más moderadas. Así, en la primera declaración de la Junta en julio de 1974, se propugnaba un punto noveno que hablaba tan solo del «Reconocimiento, bajo la unidad del Estado español, de la personalidad política de los pueblos catalán, vasco, gallego, y de las comunidades regionales que lo decidan democráticamente», sin mención alguna a la multinacionalidad o al derecho de autodeterminación.34

 

La Plataforma de Convergencia Democrática que agrupaba al PSOE y a Izquierda Democrática en septiembre de 1975 pedía «El pleno, inmediato y efectivo ejercicio de los derechos y de las libertades políticas de las distintas nacionalidades y regiones del Estado Español» sin mención explícita al derecho de autodeterminación.35

Los documentos unitarios posteriores de la Platajunta y otros organismos continuaron en la misma estela. Es el caso del que fue acordado en Valencia en septiembre de 1976, que reconocía las aspiraciones a «Estatutos de autonomía de las nacionalidades y regiones que las reivindiquen», con el restablecimiento provisional de la autonomía de Cataluña, Euskadi y Galicia, y de nuevo sin mención explícita al derecho de autodeterminación. Pero lo cierto es que incluso esta formulación fue revisada a la baja por presiones, entre otros, del PSOE y del PSP. Aunque con pocos cambios en la formulación del documento de creación de la llamada Plataforma de Organismos Democráticos del 23 de octubre de ese mismo año, una tendencia más pragmática parecía imponerse.36 De aquí iba a surgir, por tanto, la posición de negociación con Suárez, de la conocida como comisión de los nueve. Sin embargo, en la reunión preparatoria de noviembre de 1976 se planteó una formulación algo distinta al proponerse el «Reconocimiento de la necesidad de institucionalizar políticamente todos los países y regiones integrantes del Estado español y de que los órganos de control de los procesos electorales se refieran también a cada uno de sus ámbitos territoriales».37 Había desaparecido el concepto de «nacionalidades». De hecho, la formulación inicial era todavía menos comprometida pues señalaba simplemente que «al establecer los órganos de control (del proceso electoral) se tendrá en cuenta el necesario reconocimiento de la personalidad de todos los países y regiones integrantes del Estado español». Según parece, por la presión de algunos representantes catalanes y valencianos se acordó el redactado final.38

La delegación de la comisión de los nueve que se reúne con Suárez en enero de 1977 planteaba un escenario y un léxico diverso. Aludía a las nacionalidades catalana, vasca y gallega y hablaba a la vez de «países y regiones», así como de plurinacionalidad e incluso de «plurirregionalidad».39

En todo caso, Suárez difícilmente podía, antes de las elecciones, ni quería mojarse. No olvidemos que en la declaración de su toma de posesión como presidente del Gobierno del verano de 1976 Suárez lo más que había precisado era que «El Gobierno, consciente de la importancia del hecho regional, reconoce la diversidad de pueblos integrados en la unidad indisoluble de España. Su política a este respecto es la de facilitar la creación de las leyes, de aquellos instrumentos de decisión y representación que propicien una mayor autonomía en la gestión de sus propios intereses y en desarrollo de los valores peculiares de cada región».40

En todo caso, la denuncia del españolismo franquista nunca implicó ni en los discursos políticos ni en la elaboración de imaginarios culturales por parte de la izquierda, la negación de la idea y realidad (lo que implicaba su historia) de España, ni por supuesto de su futuro fundamento institucional y ámbito territorial.41 Los partidos de la izquierda hicieron siempre un gran esfuerzo por explicar que incluso las propuestas federalizantes no implicaban una negación de la idea de España. En mi opinión, en partidos como el PCE, y aun más claramente en partidos con menos tradición en este aspecto, el problema era más bien que el paso de concepciones centralistas a realmente federalizantes (con la excepción del PSUC) era aún relativamente reciente y por tanto menos consolidado de lo que podría parecer.

En todo caso, el énfasis en ciertas formulaciones doctrinales fue declinando sobre la cuestión nacional, como sobre otros muchos aspectos del programa de ruptura, a medida que avanzaba el calendario político. Lo mismo sucedería con las propuestas federalistas. Porque, por supuesto, una vez iniciado el debate para la redacción de una Constitución, todo iba a cambiar. Consciente la izquierda de estar en minoría, su línea de actuación se orientó hacia la consecución de unos regímenes realistas de «autonomías». No menos, pero tampoco más. Justo es decir que tampoco «desde abajo» sus electores y bases los castigaron por ello, o exigieron rectificaciones. De hecho, antes incluso de formarse la ponencia constitucional el PCE, en documento redactado en el verano de 1977 por Jordi Solé Tura, ya señalaban que no iban a pedir la inclusión del concepto «Estado federal» en la futura Constitución, ya que consideraban el federalismo un horizonte de llegada, no un punto de partida.42 Lo mismo cabría decir del PSOE.

Por lo que respecta a la derecha española, cabría distinguir dos posiciones, por una parte la de la amalgama que acabó aglutinada en UCD (en síntesis inestable de planteamientos democratacristianos, tibiamente socialdemócratas o liberales) y la de Alianza Popular.43 Además, claro está, de la posición de la extrema derecha estricta, que podemos simbolizar en la Fuerza Nueva de Blas Piñar y sus aledaños. En este último caso, las posiciones defendidas eran herederas directas de las de la dictadura, lo que supuso una defensa cerrada del nacionalismo español excluyente como su rasgo básico.

En mi opinión, en su conjunto la derecha española se caracterizó por la improvisación a la hora de defender sus posiciones respecto a la nueva articulación del Estado y las demandas de los nacionalismos periféricos. Ciertamente, desde los años cincuenta el Estado franquista había venido debatiendo (dejando al margen su regionalismo retórico y folclorizante) planes de regionalización, al menos económica. Sin embargo y a pesar de una cierta abundancia de congresos institucionales y papel impreso, el bagaje disponible de cualquier forma articulada de un programa de «descentralización» (aunque fuera local, un tic que parece heredado de la Restauración y que fue de hecho el motivo de la última ley aprobada antes de la ley para la reforma política) era muy pobre.44

Para el influyente grupo de los autores que firmaban bajo el nombre de Tácito (muchos de los cuales acabarían en UCD), que por cierto dedicaron una escasa atención al asunto, se trataba sobre todo de una propuesta de descentralización con un horizonte económico, de desarrollo regional (en el fondo un modelo de Estado regional en absoluto federal), evidentemente heredero de los proyectos tecnocráticos y sus polos de desarrollo. Para Tácito:

España no puede ser una simple suma de provincias arbitrariamente creadas, sino una unidad armónicamente regional en la que existe un pasado común, aunque diferenciado, y una vocación de presente y futuro solidaria. La región es, por tanto, para nosotros una entidad natural de carácter político con un ámbito existencial, cultural, jurídico y económico propio. Pensamos que el reconocimiento del hecho diferencial de los pueblos que componen el Estado español supondría un elemento positivo en el reforzamiento de la estructura político-administrativa común. Ahora bien, el reconocimiento de la personalidad regional comporta un sentimiento de solidaridad entre todas las regiones, la obligación de planificar el conjunto nacional con sentido de una más justa distribución de los bienes comunes y el compromiso de atender de modo especial a las regiones más deprimidas, estableciendo un nuevo equilibrio económico y social sobre bases equitativas.

Como coda a este programa orgánico-regionalista se añadía que «Mantener indefinidamente la división territorial actual supondría seguir viviendo sobre la artificiosa parcelación provincial originada en las concepciones geométricas de la revolución francesa, que tan negativamente ha influido el funcionamiento del sistema político-administrativo, fomentando una permanente tensión centro-periferia».45

Tal vez algo más de concreción tenía el programa de reforma política del grupo GODSA, impulsado por Manuel Fraga, que en 1976, y en medio de inmensos recelos y cautelas, y el rechazo explícito a una propuesta federal, proponía un modelo de «Estado regional» y de regionalismo, probablemente más ambicioso que el que después defendería Fraga.46 En realidad se parecía más al que acabó aceptando UCD.

Evidentemente ante la Comisión de los nueve y sus demandas federalistas, en enero de 1977, Suárez tenía poco concreto que ofrecer y menos aun que aceptar. El primer Gobierno Suárez hizo frente a las demandas de autogobierno procedentes de Cataluña y de Euskadi, sin tener un programa de actuación coherente, y menos aun lo tenía para el resto de los territorios. Aunque J. M. Otero Novas ha señalado que en la Semana Santa de 1977 en el proyecto de Constitución preparado por la Secretaría Técnica de Presidencia se incluía una propuesta de generalización de un marco autonómico, con tres territorios de régimen especial,47 en el estudio encargado ese mismo año por el Ministerio de Presidencia se optaba por una vía generalista para las autonomías regionales, un trabajo coordinado significativamente por un discípulo de García de Enterría.48

En gran manera la UCD fue a remolque, pero maniobró para poder controlar la situación y así quien no tenía programa marcó la agenda. Frente a la propuesta inicial de la izquierda española y de los nacionalismos catalán y vasco, para UCD (para el complejo conglomerado que acabó siendo este partido)49 la idea de la generalización sin federalismo de los proyectos autonómicos que propugnó públicamente García de Enterría en septiembre de 1976 había resultado ser, en efecto, muy atractiva. Se trataba de una propuesta de matriz orteguiana donde el autor distinguía el «nuevo regionalismo» cuasitecnocrático del que denominaba tradicional y que endosaba, sin más, al tradicionalismo (lo que implicaba una notable incomprensión de las demandas culturales específicas). Vale la pena insistir en que García de Enterría basaba parte de su reflexión en el modelo derivado del «Informe Kilbrandon» de 1972, encargado por el Gobierno británico para regular una posible devolution para Escocia y Gales.50 El informe proponía un modelo no federal, una muy limitada capacidad fiscal autónoma y en el fondo una capacidad política de alcance limitado. Con todo era un informe confuso en sus propuestas, que planteaba soluciones desiguales para Escocia y Gales y no contemplaba ninguna articulación para Inglaterra.51 Su legado fue ambivalente y sus recomendaciones demasiado vagas, y en todo caso irrelevantes cuando en 1979 sendos referendos bloquearon en Escocia y Gales el proyecto de descentralización.

En todo caso, la actuación de Suárez y de la UCD, especialmente tras las elecciones de junio de 1977, fue en gran medida pragmática e incluso oportunista, como lo prueba la negociación para el retorno del presidente Josep Tarradellas y el restablecimiento de la Generalitat.52 La apertura del proceso constituyente (una vez que Suárez abandonó la idea de encargar no a las Cortes sino a un comité de expertos o al ministro de Justicia la elaboración de un proyecto) reveló finalmente la complejidad e inestabilidad de la posición de UCD. Con su mayoría en la ponencia constitucional y en el pleno del Congreso la UCD determinó el resultado final, a pesar de importantes diferencias en su seno (pues entre Miguel Herrero de Miñón, Manuel Clavero Arévalo, Antonio Fontán o Rodolfo Martín Villa, por citar tan solo unos ejemplos relevantes, las diferencias eran notables).

Ante las elecciones de junio de 1977 la coalición UCD integraba entre sus doce formaciones a partidos regionalistas (ciertamente sobre todo plataformas de élites y clientelas locales) como el Partido Social Liberal Andaluz, de Manuel Clavero, el Partido Gallego Independiente, de José Luis Meilán, Acción Regional Extremeña, de Enrique Sánchez de León, Acción Canaria, de Lorenzo Olarte, y Unión Demócrata de Murcia, de Pedro Pérez.53 Además, algunos partidos integrados, como el Partido Popular, contaban con figuras vinculadas a propuestas más o menos «regionalistas», como el caso del valenciano Emilio Attard.

En realidad no fue extraño que, como en el caso valenciano (y también en Cataluña), inicialmente hubiese figuras que iban más allá del regionalismo, como Joaquín Muñoz Peirats, o de talante abiertamente nacionalista, como Francesc de P. Burguera (ambos elegidos diputados en la primera legislatura). Tras las elecciones de junio se acabarían integrando además gentes procedentes de partidos nacionalistas como Unió Democrática del País Valencià (partido que formó parte de Equipo Democratacristiano y que no obtuvo representación parlamentaria). En un principio, por tanto, y en un territorio tan sensible como era o podía ser el País Valenciano para el conjunto de la arquitectura identitaria del Estado, la UCD tenía una configuración más abierta de lo que acabaría por representar. Porque el endurecimiento de su discurso tuvo lugar precisamente para torpedear la evolución de las demandas autonomistas valencianas. Es algo más que una casualidad que Fernando Abril Martorell y Manuel Broseta (secretario de Estado de asuntos autonómicos) además de Emilio Attard fueran valencianos que ocuparon cargos decisivos, ya que ellos fueron responsables de desencadenar en Valencia un atroz anticatalanismo, y un frenazo del proceso autonómico en el conjunto de España.

 

En realidad, aun a inicios de 1978 la UCD estaba «sin proyecto autonómico», en palabras de Emilio Attard.54 En el documento ideológico consensuado en enero de 1978, UCD se definía como «partido nacional» y proponía el «reconocimiento de la región» (o también la autonomía «para las diversas realidades y pueblos de España») sin mayores concreciones.55

Con las excepciones que hagan al caso, no hay que olvidar que por procedencia geográfica y formación biográfica (por ejemplo de los presidentes Suá-rez o Calvo Sotelo) ante los planteamientos políticos o culturales de la periferia la incomprensión era notable. En palabras de Rafael Arias Salgado, «en nuestra generación éramos casi todos jacobinos y centralistas».56 No solo en la UCD, cabría señalar. La aceptación de la inevitabilidad de la voluntad de autogobierno procedente de las fuerzas políticas y sociales de Cataluña y Euskadi (a las que se añadió Galicia) obligó a concretar respuestas. Aunque el rechazo a una solución federal sí fue homogéneo, el partido de Suárez oscilaría entre asumir cierto grado de excepcionalidad o la generalización del marco autonómico (algo que defendía el propio Suárez).57

DOS BORRADORES Y UN DESTINO (INDISOLUBLE)

El testimonio, el juicio, es ya definitivo. «El título VIII de la Constitución no es, desde luego, un modelo de rigor jurídico», afirmó Jordi Solé Tura. «Es un Título desordenado y algunos de los problemas fundamentales –como el de la distribución de competencias–están resueltos de manera deficiente. La explicación de esto es fácil de comprender. Ningún otro Título de la Constitución se elaboró en medio de tantas tensiones, de tantos intereses contrapuestos, de tantas reservas y, en definitiva, de tantos obstáculos. El consenso peligró en muchas ocasiones, pero en ninguna como en el caso de las autonomías».58

En un trasfondo de vacilaciones y presiones empezó su trabajo la comisión de ponentes encargada de elaborar un proyecto de Constitución. La primera redacción (que partía del implícito de la puesta en marcha con rapidez de los marcos preautonómicos), finalizada en diciembre de 1977, de lo que sería el título VIII proponía una homogeneización de la configuración del Estado de las autonomías, igualando las vías de acceso, frente al modelo que sería perfilado a partir de la propuesta de la Comisión Constitucional de antes del verano. En la primera redacción, según José Luis Meilán (que participaría de manera decisiva en la redacción y negociación posterior),

el actual preconsituyente no es neutral; quiere un Estado regional, pero con un punto de precaución o de cuquería no lo declara. El constituyente republicano del 31 resulta más sincero y más prudente. No impuso la autonomía a nadie, ni la reconoció sólo a unos pocos, ni impidió que cualquiera que aspirase a ella la obtuviese. El anteproyecto, por el contrario, generaliza oblicuamente la fórmula, la impone sutilmente, siguiendo el impulso de la carrera hacia las «preautonomías» que estamos presenciando. Parece como si esta generalización del fenómeno autonómico pretendiese diluir la intensidad de unos casos singulares cuyo tratamiento diferencial corriese el riesgo de ser presentado como privilegio.59

Es significativo señalar que Peces Barba entendía que la generalización de las autonomías era una forma de «Estado regionalizado» y que esta era la traducción de «federalismo funcional y orgánico» del PSOE.60 Aunque el PSOE terminó apoyando la propuesta de diferenciación territorial final (subsumida en un modelo de más largo alcance y tras un acuerdo con UCD ya en la Comisión del Congreso), parece claro que, con mucho, la propuesta generalista inicial era la preferida por Peces Barba.61

Para el ponente Miquel Roca, en el primer anteproyecto «se otorga a territorios sin conciencia de identidad nacional un mismo tratamiento que a unas nacionalidades muy consolidadas», pero lo cierto es que su valoración no era aparentemente negativa, pues, de manera algo optimista afirmaba incluso que el borrador reconocía la «plurinacionalidad» de España.62

Tras el primer anteproyecto de Constitución de diciembre, y en un proceso de confección más amplio y complejo –entre otras cosas por las tensiones internas en UCD que acabaron con la marginación de Herrero de Miñón, por ejemplo–,63 «tumultuoso», de idas y venidas y reuniones secretas, en la versión del título VIII que pasaría a ser votada en la Comisión Constitucional, UCD (de acuerdo finalmente con la minoría catalana pero también con representantes catalanes de PSOE y PCE, aunque no por los mismos motivos)64 había acabado por proponer una vía diferenciada de acceso a la autonomía, la que entraría finalmente en el redactado del artículo 151.65 Se trataba, sin duda, de una vía pensada para Cataluña, País Vasco y Galicia, aunque dejaba la puerta abierta a otros territorios, como en efecto sucedería, de manera no claramente planificada y que generalizaba a la baja, en principio, pero no en su horizonte o techo final, al resto. En uno de los primeros comentarios sistemáticos de la Constitución, Óscar Alzaga ya defendió que el título VIII, y en concreto el artículo 151, estaba pensado como una expresión de singularidad para Cataluña, País Vasco y Galicia, de manera que se les garantizaran sus demandas sin impedir a otros en el futuro seguir un camino parecido, si así lo deseaban. Según Alzaga, el texto constitucional era «casi federalista para Cataluña y el País Vasco», moderadamente regionalizable para otros «pasando por situaciones intermedias».66 Por ello, en la ponencia del congreso de UCD de octubre de 1978 se argumentó que «la autonomía, concebida como derecho, no conduce a un Estado plenamente regional, dado que es posible que parte del territorio esté constituido en Comunidad autónoma y parte no».67

Parece ser que la idea de plantear la celebración de un referéndum, el endurecimiento de las mayorías necesarias y conformación como ley orgánica, todo con la voluntad de dificultar y hacer más excepcional esta vía, fue de Fernando Abril.68 Aunque es difícil creer que a esas alturas del proceso (y procedimiento) general de negociación no contara con el aval de Alfonso Guerra. Miquel Roca y Solé Tura consiguieron que, a diferencia de lo sucedido con el Estatuto de 1932, el procedimiento de aprobación sometiera el mismo texto al electorado y cámaras general y autonómica.69

Por la naturaleza misma del proceso constituyente (enmarcado en una evolución tutelada desde las estructuras jurídicas del régimen anterior) la insistentemente presente afirmación de la «indisolubilidad» de la unidad nacional estableció un límite jurídico y simbólico al terreno de juego de la propia descentralización. Es lo que sucedería, precisamente, en el proceso de redacción del artículo segundo.70 Entre la primera redacción y la definitiva, como es bien sabido, el derecho a la autonomía pasó de ser fundamento de la Constitución a reconocida por esta, mientras con marcial soniquete se remachaba, por fin, la inclusión de la «indisoluble» unidad y aparecía la idea de nación española en su redactado, algo escrupulosamente evitado en el primer borrador.71