Jesús Martínez Guerricabeitia: coleccionista y mecenas

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Jesús Martínez con su hijo José Pedro. Barranquilla, 6 julio 1952.



Se ufana de ganar, solo con las clases, más que un albañil cualificado. A los ochos meses de su estancia en Barranquilla, dice ahorrar 4.000 pesetas al mes, haber pagado 11.000 pesetas de sus pólizas de vida y estar pensando en adquirir un automóvil.

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 A esas alturas Jesús Martínez no es un simple empleado de María y Cía.: él mismo ha invertido en el negocio mil pesos (casi 15.000 pesetas), con tan elevada rentabilidad anual (un 24%) que a finales de 1952 obtiene una ganancia de 75.000 pesetas.

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 No es de extrañar que en 1954 pida asesoramiento para emprender, en caso de regresar a España, algún negocio, pues ha consolidado unos ahorros de 240.000 pesetas, a pesar de haber bajado la cotización del peso.

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 Ahora bien, no es solo la prosperidad económica lo que le importa. Su viaje tenía otras metas y no es poca la gratificación de ver cómo la experiencia ha reafirmado su propia personalidad: «En última instancia –confiará a Tomás Guarinos, su padrino de boda– es el hombre lo que interesa. Todo lo demás pasa».

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 Y, sobre todo, la de haber conocido otro espacio y otras gentes:



Lo cierto es que la emigración abre el espíritu de manera que deseo a todo el mundo, amplía los horizontes, afina los sentimientos y ayuda a conocer el propio país, distinguiendo lo que vale la pena de lo que hay que tirar. Y a mí personalmente me hace odiar casi de manera física la ignorancia. La cerrazón de mollera es algo que me repugna y me subleva la sangre.

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Por todo ello, aquellos primeros años en Colombia fueron, sin duda, los más ilusionantes, los que habrían de recordar con mayor añoranza. Sin otro problema de salud que la pérdida de peso –nada extraño dada su incansable dedicación al trabajo–, refrescando la emoción de montar una nueva casa, se recrea en la grata rutina de una vida familiar estable: levantarse a las seis y asearse; comprar el pan y la leche; desayunar y leer el diario antes de salir para el Liceo a las 7.10 y dar la clase diaria de 7.30 a 8.30; tomar un autobús a la oficina de la empresa en la carretera 44; regresar a casa sobre las 12 para comer, descansar en pijama un rato y jugar con su hijo, antes de volver al trabajo hasta las 6.30; regresar a casa y entretener al «conino» (así llama cariñosamente a José Pedro) mientras Carmen prepara la cena, que toman hacia las 8 de la tarde. El sábado, que no tiene clase (aunque trabaja en la oficina de 8 de la mañana a 4 de la tarde), y el domingo son los días de descanso.

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 En la frecuente correspondencia con los amigos, Jesús Martínez muestra su facilidad para adaptarse a la vida cotidiana de Barranquilla, empezando por la alimentación –aunque siempre preparada al estilo español, incluidas las sabrosas paellas de los domingos de Carmen, a quien dice ayudar en ese «casero menester»–, pondera las frutas tropicales como la piña, la guanábana, el plátano, la papaya, el tamarindo, el zapote y la guayaba; y subraya la abundancia (y hasta derroche) de la carne, el azúcar y los helados o batidos.

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 El matrimonio, desde el principio, se esforzó por estar bien relacionado. Aunque asisten a alguna fiesta de la colonia española –celebrada en la Unión Española–, cuentan con numerosas amistades en el país, llegando a intimar con familias como los Teófilo Silebi (propietarios del Bazar París), los Bendek o los Jassir. Tanto Jesús como Carmen pudieron valerse de su bien probada sociabilidad y ella, además, seguía cultivando con éxito sus dotes de entonada canzonetista, mientras que en otras veladas escuchan la evocadora y sentimental música oriunda (pasillos, bambucos, porros costeños). Salen con frecuencia al cine –él se muestra entusiasmado por poder practicar el inglés, ya que las películas no están dobladas– y no dejan de alabar los «escaparates llenos de cosas que te solicitan con su brillo, su modernidad y su ofrecimiento de comodidades».

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 Siguen practicando su afición al baile a la vera de un gramófono traído de España con el que se deleitan con todos los palos del flamenco (desde las malagueñas a los tientos y desde la seguidillas a las soleares). Pero no faltan los ratos de recoleta lectura («libros en abundancia», enfatizará a Tomás Guarinos). Realizan excursiones por los alrededores de la ciudad para «gozar de su exotismo», continuando con su afición a la fotografía: al cumplir su hijo seis meses, en noviembre de 1951, no duda en gastarse 170 dólares en una máquina alemana Zeiss Ikon con un objetivo de 2,80 mm. Por las mismas fechas puede regalar a su mujer la ansiada nevera. Y, para colmar su gusto por la tecnología, adquiere una grabadora marca Webster-Chicago y una cámara filmadora con su proyector de 16 mm: imágenes y sonidos iban a ser, como es lógico, los elementos materiales con los que mantener los lazos afectivos con los seres queridos.



Jesús Martínez no solo se siente plenamente reconocido –no oculta la complaciente vanidad de ser tenido por intelectual, profesor cualificado y prometedor ejecutivo–, sino que, por vez primera en su vida, percibe la tranquilidad de vivir en un país democrático donde proyectar un futuro sin sobresaltos. Admira el debate abierto y constructivo de la política colombiana, frente al cainita carácter español (deplorando el «anti todo» de España, como dirá a Tomás Guarinos). Puede añorar a su familia, emocionarse con los grandes intérpretes del cante

jondo

 –a los que escucha con reverencia–, pero España empieza a ser un recuerdo hosco y amargo del que manifiesta un completo desarraigo: «Por lo que sea, reparo que en España yo siempre he estado en pugna interna con el ambiente: me parece que desde Requena hemos sido forasteros siempre».

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Pero ese supuesto desapego no impide que, una y otra vez, Jesús Martínez insista en otra de las aspiraciones que le empujaron a la utopía transatlántica: reunir a toda su familia en un mismo lugar. En Barranquilla descubre la vida que siempre deseó compartir con ellos. Este anhelo habría de ser fuente constante de inestabilidad emocional (por la separación de los suyos), de cierta frustración (en la duda de dar o no carácter definitivo a su estancia) y de preocupaciones (sobre todo a causa de su hermano José). El éxito económico que acompañó su tesón le llenó, como se ha visto, de profundo orgullo; pero lo cierto es que bien pronto dudaría si para «ser millonario en España compensa el alejamiento de lo nuestro, de los nuestros».

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 Al concluir su segundo año en Colombia, comprueba con satisfacción el rédito de los ahorros que va acumulando, pero también que «se nos echa encima la vida aquí solos, alejados del cariño de ustedes , de los amigos, y de las cosas que son tan distintas a las de aquí».

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 La nostalgia se aceleraría con el paso del tiempo: al cumplir los 30 años manifiesta la tristeza de no poder compartirlo con ellos. De modo que no es de extrañar que insistiera desde el primer momento en que sus padres se trasladasen a Colombia y que en reiteradas cartas les comunique que piensa enviarles una carta de llamada, ilusionado con la idea de montarles una tienda de comestibles con la que rehacer su vida (dejando, eso sí, una casa comprada en Valencia y un solar en Villar). Además, los hará partícipes de las delicias de la infancia de José Pedro que están perdiéndose:



Tengo ganas de que la madre le enseñe cosetas al chico, y que el padre le haga juguetes, y lo criemos lo más parecido posible a como nosotros nos hemos criado . Tengo muchas ganas de tenerlos cerca, y no se trata de que necesite su ayuda ya, sino de que sin tenerlos aquí, o a otra gente de confianza, no se puede hacer nada. Cómo vamos a empezar algo Carmen, con el chiquillo y yo. Pero el montar alguna tienda de algo que es nuestro objetivo momentáneo (no se imaginan aquí cómo son las tiendas) exige compañía de la familia, sobre todo partiendo de la base de poco capital.

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Era comprensible que sus padres se resistieran: la edad y las vivencias que los habían arraigado en Villar eran factores en contra. Pero Jesús habría de argumentarles durante mucho tiempo que sin ellos le resultaba inconcebible «echar raíces aquí», y la «tranquilidad monetaria» que le proporciona la residencia en Barranquilla «separados, no es cosa que quiera hacer».

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 Cuando sabe de los incidentes y huelgas universitarias de 1956 en España tiembla «porque si eso diera lugar a alguna represión para recordar a la gente quién es el que manda, podría al padre pasarle algo, y por esto no me canso de recomendarle prudencia».

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 Cuando planeen, en 1958, una primera visita a España, Jesús Martínez ya habrá tomado la decisión de regresar –antes o después– definitivamente si no logra convencerles de que se unan a ellos. También esperaba persuadir a su hermano José para que se trasladase a Colombia. En sus cartas le muestra el grado de admiración y fe que le tiene, intentando sacarlo de su constante desánimo y ofreciéndose incluso a pagarle una carrera:



Quiero tenerte cerca de mí y si pones interés ya verás como lo conseguimos. Y ha de llegar el día en que no veas las cosas tan negras como ahora. Me haces mucha falta, y porque esa exageración de tu problema siempre presente en tus pensamientos, te desaparecerá un día, y entonces ha de ser mucho mejor y es posible que sea cuando fructifiques. Tengo una confianza en ti enorme. Sé lo que llevas dentro y confío en que un día ha de salir.

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En la misma carta, Jesús revela que su ahínco y perseverancia en ganar dinero obedecen más que nada a la responsabilidad que ha asumido respecto a ser «una especie de adelantado de toda nuestra familia». Y en cuanto a José («entre las dos o tres cosas que más quiero en el mundo», le dirá en una carta de 1952 a un amigo de este llamado Francisco Carrasquer), siempre será una fuente constante de alertas. Esperaban siempre sus cartas con «una mezcla de ganas y temor».

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 No era para menos y no solo por el desasosiego de su permanente estado depresivo. Fue precisamente Carrasquer el que les hace llegar la noticia de que se encuentra en prisión desde el 19 de diciembre de 1951 como resultado de una cuestión judicial pendiente al haber tenido, en 1949, una pelea con un compañero de trabajo por la que acabaría cumpliendo una condena de ocho meses.

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 La consternación de Carmen y Jesús fue tremenda. Escribe a Carrasquer con indicaciones de los trámites que debe seguir José para viajar a Colombia; le razona que «aquí no hay Sorbona, que se lee poco», pero que «se disfruta de una libertad, una tranquilidad de vida, una falta de complicaciones económicas, y una visión ancha del porvenir sobre el que puedes ver que has de edificar algo sin el temor de las eventualidades tan frecuentes en Europa».

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La nueva desventura de su hermano concluye en julio de 1952, cuando les anuncia que sale de la cárcel. Pero el episodio marcará indefectiblemente el distanciamiento entre ambos. José le reprochará que «no te has portado bien conmigo estos ocho meses. Si te comparo con los pocos que me quedaron más o menos fieles sales perdiendo».

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 En septiembre de 1952 sería aún más rotundo: «Hemos crecido mucho, para bien o para mal, el uno lejos del otro y últimamente –y es seguro que durante esos meses tanto tú como yo hemos crecido aún más de prisa– con absoluta independencia, y sometidos a presiones absolutamente diferentes».

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Aunque en periodos posteriores volverían a cartearse, nunca sería como antes. Jesús se sintió muy afectado por el enfriamiento de su relación. En una carta a sus padres se referirá al desapego de José, a su falta de interés por ellos y su único sobrino, como «una nube negra» que le apesadumbra, y, con dolorido despecho, les dice:



Seguramente su superrevolución no le hace fijarse en estas menudencias. Nosotros que no pasa día que no le digamos al conino que se irá a estudiar con su tío a París, y tonterías de estas. En fin, por encima de esto aún me preocupa su salud más que nada . Les repito que esto de José es un fuerte problema, y que no le veo fácil solución.

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Con todo, Jesús Martínez anda enredado en lo que gusta llamar «sus preocupaciones intelectuales». Además de seguir la prensa (preferentemente el periódico

El Tiempo

 –que solía incluir artículos de Indalecio Prieto– y la

Revista de América

), su trabajo como profesor abonará su afición por el estudio de idiomas y por sus anotaciones filológicas, que ordena con esmero por la utilidad que pueden aportarle para las clases. Confiesa a su padre la aspiración de mandarle «algo impreso con mi nombre abajo, cosa que siempre ha sido una ilusión para Vd.».

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 Y, en los ratos en los que se lo permiten sus múltiples ocupaciones, sigue fiel a su pasión por la lectura, en la que ahora, en un medio sin censura ideológica y con gran apertura a la recepción de libros en inglés y francés, encuentra mayor gusto y aprovechamiento para su deseo de reflexionar y aprender. «Se me van los ojos detrás de tantas cosas buenas como veo», dice expresivamente a sus padres en referencia a la rica oferta de las librerías. Y piensa, con su proverbial pragmatismo, pero también con nostalgia del pasado, en el «aumento de la biblioteca con miras al conino, pues aparte de lo que representa como saber, siempre es una inversión buena. Suponga si todos nuestros libros los tuviéramos cómo se habrían revalorizado».

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 En los ratos de ocio, concentrados en sábados y domingos, disfruta llevando de la mano a su hijo al centro, donde en la Librería Nacional –inmensa en comparación con las que frecuentaba en Valencia, como Bello, Maraguat o Dávila– repasaba con avidez las novedades, hacía alguna compra y el chaval se veía compensado con un refresco o un helado. Su objetivo será siempre contar con el estímulo intelectual que le permita «la tarea progresiva de formar un carácter y tener una visión aproximada de la realidad circundante: hombres y hechos».

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Mientras mantiene correspondencia con su hermano José, le hace cómplice de sus numerosas lecturas. Prosigue su entusiasmo por Unamuno (sobre todo sus

Ensayos

) y por Nietzsche. Sigue con interés la novela europea (

La peste

 de Albert Camus,

La montaña mágica

 de Thoman Mann o

El proceso

 de Kafka). Atiende a la narrativa existencialista de Jean Paul Sartre, del que dice haber leído dos veces

Le Diable et le Bon Dieu

 en 1956; pero disfruta asimismo con los norteamericanos John Steinbeck o Hemingway (de quien ya pudo leer su novela

Por quién doblan las campanas

). Muestra sus preferencias por el debate filosófico y humanista de Bertrand Russel (de quien lee

Elogio de la ociosidad

) y los estudios sobre historia de Arnold Toynbee. También queda patente el rescoldo de sus preocupaciones políticas y sociales en la lectura de la autobiografía de León Trotsky

Mi vida

 y la novela

Flecha en el azul

 del húngaro Arthur Koestler (cronista de la Guerra Civil española). En cuanto a poesía, se siente muy cercano a Alberti y a Neruda. Pero, sobre todo, puede nutrir ampliamente su curiosidad por la filosofía («que siempre me descubre nuevos horizontes», le dirá a José) y la lingüística. Buena parte de su voracidad al respecto se ve satisfecha con su descubrimiento de las ediciones del Fondo de Cultura Económica,

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 en las que conoce a pensadores como Norberto Bobbio, Wilhem Diltey, Erich Fromm, Edmund Husserl, Karl Jaspers o Max Weber, y a estudiosos del lenguaje como Ernst Cassirer, Edward Sapir, Otto Jespersen, Jospeh Veyndres, Karl Vossler, Walther von Wartburg o Antoine Meillet.



Se las ingenia incluso para sacar tiempo y matricularse en una clase de alemán elemental en la Universidad del Atlántico, retomando el estudio que inició en la cárcel. Pero, como le ocurría en Valencia, lamenta la ramplonería y superficialidad del ambiente en el que se mueve, incapaz de procurarle una vía de comunicación para sus inquietudes.

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 Cierto es que le supone cierta «distracción intelectual» asistir los jueves a una tertulia semanal con algunos conocidos alemanes y norteamericanos. En ella llega a exponer sus ideas sobre el progreso del lenguaje (un tema que «por su complejidad, su conexión con otros problemas de filosofía, sociología y psicología, es muy apropiado para los diletantes») e, incluso, sobre las diferentes funciones del arte en el mundo capitalista o en el socialismo soviético.

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 Acaba siempre meditando en su urgente necesidad de «seguir leyendo, educándome, incluso estudiando», pues –afirma– la prioridad que ha debido otorgar siempre a la subsistencia material le «va embruteciendo».

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 Y vuelve a la perpetua escisión que, desde su juventud, ha presidido su trayectoria vital: la divergencia entre lo urgente y lo que de verdad juzga necesario para mantener su equilibrio y autoestima, más allá de su probada tenacidad para salir adelante y hacer dinero. Son los dos frentes, seguramente aprendidos en su lectura de la fenomenología orteguiana, del

ser

 y el

estar

 (del saberse o aspirar a ser frente a la imposición del mundo y las circunstancias) a los que alude en una carta a Tomás Guarinos:



Aquí se libra una batalla, sobre todo para quien tenga aún vivos sus sentimientos, en dos frentes al mismo tiempo: el material o económico que no crea Vd. que es leve, pues aun siendo el nivel de vida de la clase media mejor que el de Europa, cuesta su esfuerzo cuando hay que ganarlo con el propio trabajo. El otro no es menos importante: el moral o espiritual que exige una aclimatación, o por lo menos la observancia de cosas que no son siempre del gusto de uno, y el recuerdo y contraste con lo que atrás hemos dejado. Para mí esta lucha constante (que ya creo ahí la tenía) y que podíamos llamar entre el SER y el ESTAR, que creo Vd. entenderá es cosa de importancia y que ocupa muchos ratos de mi pensamiento, y que me tiene en tensión no pocas veces.

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Jesús Martínez hace trascender su situación personal a un plano filosófico, sobre todo cuando se dirige a personas de cierta formación intelectual. Es revelador cómo describe su desgarro interior a Juan Bautista Monfort, el antiguo mentor de su hermano en el correccional de Godella:



Mis ideas siguen afirmándose cada día más en una especie de concepción místico-nietzscheana, si es que las dos palabras van bien unidas. Seguimos con el

handicap

 de siempre vigente: divergencia (como en la mayor parte de juventud de idéntica formación) entre el ser y el estar, bastante aguda en mí . Siento como si mi camino hubiera sido para intelectual, y tal vez en este aspecto también hubiera podido hacer algo de utilidad, o cuando menos hubiera realizado mi vida a gusto. Me faltó para ello seguramente vocación auténtica pues no echo la culpa a las circunstancias adversas y espíritu de sacrificio.

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En su perpetuo deseo de seguir estudiando, de gozar de la tranquilidad suficiente «para esparcir mi mente por las cuestiones intelectuales»,

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 pervive tanto el ansia por evadirse de las duras circunstancias que había tenido de nuevo que afrontar, como la perseverante concepción de sí mismo como un ser desubicado, desterrado de su vocacional destino: fue un «anacronismo comprando pieles cultamente» en la Valencia de la posguerra mientras apilaba fichas de filología, y ahora se ve como un malogrado intelectual «metido a ganar dinero y a poner un negocio, y lo hago de manera que no es frecuente».

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De momento, la vida le reclama esto último. El matrimonio deseaba ir a más, invertir el dinero ganado y lograr un negocio de su propiedad. Tal es el motivo que le lleva a adquirir una tienda –repitiendo la experiencia de su familia en Requena– regentada por Carmen con ayuda de su hermana menor, Remedios, que, con este objeto, llega a Barranquilla el 4 de marzo de 1953. El proyecto, pues, venía de lejos. Aspiraban a obtener una ayuda económica (entre 600 o 700 pesos) que les permitiera redondear y capitalizar como ahorros los ingresos del trabajo de Jesús. En mayo encuentran la oportunidad en el traspaso de un establecimiento de comestibles y droguería situado en la calle 41 (llamada Olaya Herrera). El inmueble disponía de una zona de despacho y trastienda, pero constaba además con una amplia vivienda con patio interior, y lo consiguen por un razonable alquiler (200 pesos), además de la inversión (equivalente a unas 100.000 pesetas) para obtener el traspaso y mejorar el establecimiento. El 1 de junio de 1953 se trasladan desde su pequeño apartamento e inician una etapa de intensos afanes y esfuerzo.








Carmen García despachando detrás del mostrador de la tienda La Gran Avenida. Barranquilla, 24 de diciembre de 1953.



El nuevo hogar les ofrece mayores comodidades –Jesús enfatiza que por fin ha podido sacar sus libros de los baúles y disponerlos en estanterías–.

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 Y así es como los Martínez Guerricabeitia se convierten en dueños de La Gran Avenida, una suerte de comercio de ultramarinos que, al uso de aquellas tierras, ofrecía toda clase de productos: comestibles, conservas o bebidas y hasta medicamentos. Jesús comenta a sus amigos Eduardo González y Francisco Rivas el 27 de junio que han abierto con éxito y que las ventas, poniendo en práctica «nuestra ideas europeas», aumentan palpablemente con la simpatía con que Carmen y Reme saben atender a la clientela,

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 con un esmero «sencillo y distinguido» al mismo tiempo, como señala a sus padres. La nueva empresa es dura pero el negocio parece prometedor:



A las seis de la mañana abrimos la tienda y la cerramos a las nueve de la noche. Y durante el día no se para de hacer cajón. Yo cuando salgo del trabajo me voy volando para allá, con gran entusiasmo porque se siente una tranquilidad grande al ver una cosa tuya, y sobre todo en nuestro caso al saber que tenemos la espalda cubierta, y ya no tengo el temor de que me pudiera pasar algo a mí . Con la tienda se puede vivir y mis ingresos, más importantes hoy que los de la tienda, me quedan libres.

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En febrero de 1954 la tienda ha seguido subiendo y Jesús puede decir que tiene ahorradas 200.000 pesetas.

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 Se ha permitido ya comprar un Buick de ocho cilindros (modelo de 1948) de segunda mano, pero con radio y aditamentos en abundancia «que más bien parece un tren que un coche, por lo grande que es» –refiere orgulloso a sus padres–. Presumir de tener tal coche prueba su éxito, pero también su perpetuo instinto comercial porque, además de usarlo para la compra de mercancías para la tienda y dar alguna vuelta de esparcimiento, su objetivo fundamental fue prestarlo a un paisano leonés, chófer de profesión, para que lo explotara como taxi partiendo las ganancias.

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 Claro que la tienda reclama mucho tiempo y no pocas precauciones. Apenas le queda tiempo libre. A las clases y su trabajo con los hermanos María –donde con frecuencia debía prolongar la jornada– añade ahora otras obligaciones: encargarse de comprar en el mercado los suministros de la tienda (sacos de arroz, azúcar, sal, harina, maíz, etc.), llenar diariamente la nevera con los refrescos a la venta, anotar las compras pendientes y encargarse de la engorrosa tarea de cerrar la casa, una peripecia diaria que detallaba a su amigo Francisco Rivas de este modo:

 



Todas las puertas tienen una chapa de metal por dentro, para evitar las perforaciones de los cacos, una tranca atravesada de parte a parte y varios candados en cada puerta. Como hay muchas en mi casa, esta operación es de miedo; luego hay que amarrar el perro dentro de la casa para que no lo puedan envenenar en intento de asalto, y acostarse hacia las diez o las once, según el cierre, con la pistola en la almohada. Para levantarse a las cinco de la mañana, con la misma pistola al cinto por si hay alguien esperando que abras para darte un machetazo o un golpe y robarte los cuartos de la recaudación . Lo malo aquí es que esos ladrones si enciendes la luz y les sorprendes, e incluso dormidos, para evitarse complicaciones te acuchillan de la manera más infame que Ud. se pueda imaginar. La crónica sangrienta de los periódicos, en todo el país, es diaria y abundante. Ud. no sé si sabe lo que es pasarse noche tras noche escuchando el menor ruido, desvelados por las preocupaciones, levantándose para encender las luces y dar unas voces a los que vienen a ofrecerte a las tres de la madrugada un cartón de

lucky

 o comprarte una aspirina a la misma hora con el propósito de escabecharte.

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Sin embargo, como insistirá en sus cartas repetidamente, «uno se acostumbra, sobre todo cuando se sabe trabajando para algo propio». Exhausto, encontraba el placer de «acostarse enseguida que cerramos la tienda y leer un rato en la cama» y, los domingos, pasar «la tarde en la calle, donde solemos tomar el fresco, como si fuera un pueblo de España, hasta las seis de la tarde. Estos descansos compensan la labor cotidiana».

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 Sin embargo, tales cosas no evitaban el cansancio y, sobre todo por lo que se refería a Carmen, la progresiva nostalgia por la familia dejada en Valencia, aunque ahora tuviera a Reme a su lado, y el ver crecer a su hijo «cada día más bonico, y grande»,

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 separado de sus abuelos. La experiencia de la emigración era, sin duda, más dura que para su marido, pues no contaba con su misma ambición de bienestar, de curiosidad cultural y deseo de superar el pasado; Jesús, más que en un regreso a España, pensaba incluso en probar suerte en Estados Unidos.

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 Por todo ello, junto con la responsabilidad de llevar la tienda, fue inevitable que la presión emocional y la nostalgia hicieran mella en su ánimo y en su salud, sufriendo ocasionalmente erisipelas. Decidieron que Carmen hiciera un viaje a España con el pequeño José Pedro, y ambos embarcaron en Cartagena de Indias el 21 de agosto de 1954. Un recorte de prensa, conservado entre las cartas de ese año, da noticia de lo que se presumía un grato acontecimiento:



En el vapor «Marco Polo» viajaron a España, el sábado anterior, doña Carmen García de Martínez y su pequeño hijo José Pedro, quienes van a visitar a sus familiares en la península. Los abuelos del pequeño tendrán la felicidad de conocerlo. Los viajeros regresarán al país dentro de unos cinco meses. Un feliz viaje deseamos a doña Carmen y a su hijo y pronto regreso.








Carmen García y su hijo José Pedro en la cubierta del vapor Marco Polo, agosto de 1954.



Dos días después de zarpar el barco, Jesús ya les está escribiendo una carta, llena de sentimientos amorosos y nosta

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