Jesús Martínez Guerricabeitia: coleccionista y mecenas

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Z serii: Paranimf #9
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La aventura de América: de Barranquilla a las Islas Vírgenes

Habían sido casi dos años de accidentados preparativos. Pero, al fin, Jesús Martínez pudo fijar la fecha, tantas veces pospuesta, de la partida. El 4 de julio de 1951 toman un tren hacia Barcelona, donde el día 10 debían embarcarse en el buque Monte Altube rumbo a Barranquilla. Pero ni la materialización de un proyecto tan anhelado ni las esperanzas de futuro que este les abría evitaron la dureza de la despedida. Tiempo después aún recordaría la emotiva separación de los suyos rememorando el adiós de su padre:

Si en el último instante yo me hubiera podido volver atrás lo hubiera hecho sin vacilar, y todavía llevo bien clavada la última imagen de mi padre, que [...] adelantándose al grupo de amigos y familiares seguía casi corriendo el tren que nos llevaba a Barcelona, hasta terminar el andén. Allí quedó haciéndose más pequeño, o pareciéndomelo a mí pues la distancia no es larga. Un mal momento pero que hoy no es más que un buen recuerdo y un acicate para ver de reunirnos pronto.136

En efecto, el empeño de Jesús Martínez por pilotar su destino le llevaba a la seguridad de un mañana que siempre desearía compartir con la familia por cuya unión había luchado tanto. No era un éxodo forzado, sino el jubiloso inicio de grandes esperanzas. Jesús, Carmen y José Pedro se alojarán en una pensión y dedicarán los días previos al embarque a visitar lugares que no habían conocido en su viaje de bodas. Admiran la Sagrada Familia, deplorando que la obra de Gaudí estuviera inconclusa; ven la catedral y pasean por el barrio Gótico; visitan el palacio de Pedralbes y los jardines de Montjuic e, incluso, van al cine con el niño. No deja de anotar el alto nivel de vida de la capital catalana.137 Y, por fin, a las 19.30 del día 10 de julio el barco suelta amarras.

El Monte Altube integraba la flota de la compañía Aznar de Bilbao, la única española que realizaba el trayecto Barcelona-Barranquilla. Era un barco viejo de 6.330 toneladas, de lenta navegación –unas 10 millas o 18,5 km por hora–, de carga, aunque adaptado para un pasaje de 54 personas que habían de acomodarse en camarotes separados por sexos (el camarote para matrimonios, de lujo, estaba fuera de sus posibilidades).138 Pero para Jesús Martínez –que se desenvuelve con franca comodidad entre una tripulación vasca con la que gusta de confraternizar valiéndose del abolengo de su segundo apellido– el viaje iba a constituir casi un crucero de placer. Pondera la abundancia y calidad de la comida, especialmente de la que constituía un lujo inasequible en una Valencia sometida todavía a las restricciones del racionamiento (pan con mantequilla, azúcar a discreción, entremeses, café o un plato de melocotón en almíbar «que no lo saltaba un gitano»).


Jesús Martínez, su esposa Carmen y el pequeño José Pedro, junto a otros pasajeros delante de barco en que emigraron a Colombia, julio de 1951.

Jesús ocupó el camarote 14, que comparte con Rafael Montoro (hijo del socio que le espera en Colombia) y dos pasajeros más. Carmen y José Pedro, junto con la mujer de Montoro y otra señora con su hija, viajan en el camarote 15, que, igual que los demás, ofrece la suficiente limpieza y comodidad como para sentirse encantados: «La vida aquí es un edén, y sólo nos faltaba esto después de la temporada de vacaciones que nos tiramos ahí».139 Jesús era consciente de que tanto ellos como el resto de los pasajeros pudieron permitirse el privilegio de afrontar aquella aventura, salvando las dificultades económicas que suponía, con los ahorros conseguidos por un duro trabajo previo: solo los pasajes en el Monte Altube les costaron 12.000 pesetas.140 No fueron, ya se ha dicho, emigrantes a la fuerza, sino –como él mismo afirmaría más tarde– «viajeros o emigrantes de excepción» empujados únicamente por la libertad de instalarse en un nuevo mundo donde realizar sus sueños.141

Así pues, Jesús Martínez se muestra exultante de optimismo en las cartas y anotaciones que escribe durante la larga travesía, tomando fotos, admirándose de los productos (tabaco y bebida) que podían adquirirse a bajo coste, gozando de la experiencia de la contemplación del mar, los delfines y los puntos de la costa y aprovechando –por supuesto– las escalas: Tarragona, Cádiz (donde arriban el 15 de julio, compran algunas cosas con miras a venderlas en Colombia y visitan el monumento a las Cortes de 1812, acercándose también a San Fernando) y, ya el 30 de julio, La Guaira (puerto oficial de Caracas, en Venezuela) tras haber divisado las islas caribeñas de Santa Lucía, Martinica, Margarita y Tortuga. El matrimonio, resarciéndose de las vicisitudes de la última etapa en Valencia, se entrega a las diversiones habituales de un crucero: fiestas y bailes amenizados con un «pick-up» y por la mismísima Carmen, que, además de demostrar habilidades danzarinas junto a su marido, se convierte en protagonista de improvisadas veladas marcando pasos de flamenco, rumba o mambo. Jesús Martínez no se resiste a glosar cómo el capitán llegó a filmarla para proyectar su actuación en sucesivos viajes, y cómo José Pedro, el pasajero más joven, al cumplir el 20 de julio sus dos primeros meses, pudo escuchar la felicitación del primer oficial por los altavoces.142 Por supuesto, Jesús no pierde ocasión de satisfacer su afición a la lectura. En medio del Caribe escribe a sus padres comentándoles que ha leído un libro en inglés que llevó consigo y dos novelas de David H. Lawrence que, en francés, le presta un compañero de camarote.143

El 3 de agosto, todavía amaneciendo, avistan, embocando el río Magdalena, el puerto de Barranquilla. La visión de la ciudad emociona a Jesús Martínez, que describe el momento con épico entusiasmo:

Apenas comenzamos a remontar el curso del río Magdalena ya se veía la gran ciudad que es. [...] La ciudad está toda asentada al margen izquierdo del río. En la derecha se extienden zonas de verdor tropical. [...] De vez en cuando un grupo de toros y alguna choza pequeña animaban el paisaje. Y por el curso del río barcas largas bastante primitivas tripuladas por negros o mestizos con indumentaria sui generis que llevaban madera u otros cargamentos y que van siguiendo muy cerca de la orilla. [...] El río es el cuarto de Sudamérica, después del Amazonas, Plata y Orinoco.144

El paisaje, agigantado por la admiración, marcaría los recuerdos de Jesús, que, todavía un año después ponderaba a Juan Bautista Monfort el puerto de Barranquilla diciendo «que está hecho sobre el río, ya que tiene suficiente profundidad, y es una cosa admirable. Permite el atraque a la orilla de siete u ocho barcos. [...] Más importante es todavía la entrada del río desde el mar en Bocas de Ceniza donde hicieron unos tajamares en lucha constante con un fortísimo oleaje como en todas las desembocaduras de importancia».145 Ese punto de llegada a la «tierra prometida» desde el mar se convirtió también en un nexo sentimental con la placentera travesía y con la España lejana. Los Martínez, al menos en los primeros años de su estancia en Barranquilla, acudirían al puerto cada vez que arribaba el Monte Altube para saludar al capitán, divertirse en los bailes y revivir el lucimiento artístico de Carmen a través de la película que se proyectaba a los pasajeros durante el viaje. De paso –el sentido práctico nunca faltó–, compraban algunas mercancías que llegaban en el buque desde España para consumirlas o venderlas con un plus de ganancia.

Así es como Jesús Martínez, ya con la responsabilidad de sacar adelante a su propia familia, pondrá a prueba su tenacidad en la perspectiva de un marco geográfico, económico y humano bien diferente del que hasta entones había conocido. Barranquilla, merced a la navegación a vapor por el río Magdalena desde la segunda mitad del siglo XIX, era aún entonces el centro comercial, industrial y cultural de la región caribeña de Colombia y, al menos hasta las primeras décadas del siglo XX, el principal punto de entrada de inmigración. No en vano se la conocía como el «Faro de América», la «Puerta de Oro de Colombia» o la «Ciudad de los Brazos Abiertos». Las impresiones de Jesús no pueden ser más ilusionantes. La observa como una ciudad bellísima («una Cañada mejor construida» –dice al referirse a su trama urbana constituida por chalés, al modo de la urbanización de Paterna, próxima a Valencia– «y con agua»), admirándose de la amplitud de sus viviendas y jardines y de las comodidades domésticas (desde lavadora o nevera a «cocinas aerodinámicas») difícilmente concebibles en la España de principios de los cincuenta. En sus cartas detalla la trama urbana de la ciudad (calles paralelas al río y carreras perpendiculares a aquellas, con zonas residenciales de tal extensión que hacen del automóvil una necesidad) y sus magníficos equipamientos (comercios, cines, instalaciones deportivas).146 Da cuenta del contraste entre la civilizada urbe y la selva contigua, «con alimañas de todo tipo» y los limpiones o aves que sobrevuelan la ciudad para exterminarlas. Constata el clima tropical seco de la ciudad, «igual que el verano de julio y agosto en Valencia, solo que aquí se prolonga todo el año», y que, sin embargo, considera soportable e, incluso, saludable.147 Como resume en la primera carta escrita a sus padres: «Aquí se vive mucho mejor y con una sensación de espacio abierto, ya me entendéis, que vale la pena».148 Tal vez cabe percibir en el «ya me entendéis» un sentido no solo literal, sino metafórico de «espacio abierto». Jesús Martínez parece sentirse por vez primera libre de constricciones y sospechas por sus ideas políticas; pero también libre del apremio que en España suponía aún la misma subsistencia cotidiana: «Otro rasgo típico de aquí, en España ya casi olvidado, es que la pura alimentación no tiene importancia [...] la comida no es problema».149 Por eso menudean en sus primeras cartas los comentarios sobre los precios –muy asequibles– de los productos básicos.

 

También le merecen elogios el ímpetu del desarrollo demográfico de la joven ciudad y su factor humano. Jesús Martínez viene de una Valencia con un censo que rondaba en 1951 el medio millón de habitantes; pero Barranquilla, con apenas cien años de existencia en la misma fecha, ya tiene 300.000. La mayor parte de la población, volcada en la actividad económica proveniente del tráfico marítimo y fluvial caribeño, le parece de un «pacifismo natural» favorecido por el factor del mestizaje.150 Admira la gran urbanidad de los colombianos y su tolerante «comprensión por los credos e ideas de los demás aunque sean distintos del nuestro, pues en España siempre hemos sido en esto gente dura e inflexible. Todos con un poco de Torquemadas».151 Y, aunque no acaba de asimilar –herencia del legado de ética austera del anarquismo– la cierta relajación de sus costumbres (un hecho que subraya significativamente en alguna carta a su padre), testimonia un contexto favorable a la plena integración de quienes, como ellos, han emigrado en busca de mejor fortuna. Se jacta de vestir como los autóctonos «con su camisa bien limpia» y «mi sombrero de paja» y, como fervoroso filólogo, se deleita con el idioma de la gente, «una cosa preciosa por la suavidad y por tener expresiones típicas de gran fuerza expresiva, aparte de voces del castellano antiguo aquí conservadas».152 En efecto, Barranquilla era en ese momento la expresión de un espíritu cosmopolita provocado por las oleadas de inmigración que el comercio había posibilitado. Era también un puerto de paso hacia el interior del país que mostraba la movilidad social de grupos como los estadounidenses, asiáticos, sirio-libaneses, alemanes, italianos y españoles; si bien la colonia española era relativamente reducida, en torno a 400 personas.153 Con razón escribe a su hermano José que «esto es completamente aluviónico y hay gentes de todas las razas, de todos los colores y de todas las confesiones».154

Bajo estas condiciones, Barranquilla, la próspera «Puerta de Oro» de Colombia que, con su movimiento portuario y trasiego incesante de gentes, iba a mantener su pujanza hasta la década de los setenta del siglo XX, parecía, en efecto, el lugar idóneo para que el todavía joven, tenaz y ambicioso trabajador Jesús Martínez lograra labrarse un sólido porvenir. Contaba con una experimentada capacitación, una gran facilidad de adaptación al mundo de los negocios y una voluntad férrea. A diferencia de las restricciones que ha vivido en España, capta de inmediato la facilidad de importación de mercancías y la amplitud de los márgenes comerciales, elementos en los que habría de basarse su futuro progreso en la ciudad. Y ello pese a que han llegado precisamente en el momento en el que el cenit del auge económico derivado de la Segunda Guerra Mundial comienza a declinar por la recuperación de los países europeos. Jesús Martínez percibe –y así lo comunica a algunos conocidos en sus cartas– que su llegada ha coincidido con cierta tensión política, con un alza de los precios y una bajada de las ventas. Pero viniendo de donde viene –la España deprimida del final de los años cuarenta– es un ambiente que, afirma, «me parece gloria». Y añade: «Todo el mundo espera que sople la brisa de nuevo, como dicen por aquí, y entonces parece que sopla para todos».155

Sin embargo, el esperanzador optimismo con el que la familia desembarca el viernes 3 de agosto de 1951 iba a transformarse abruptamente en la decepción de ver esfumarse el proyecto, tan largamente preparado, que los había llevado a Barranquilla. Si la primera noche resultó desagradable, alojados en una casa ajena, sin más ajuar que la cama que habían llevado consigo y extrañando todo lo dejado atrás, el despertar de la mañana siguiente fue del todo frustrante. La familia Montoro los había acogido, sí; pero ya no cuentan con Jesús en el plan que los había llevado al otro lado del Atlántico. Rafael Montoro Silla había aprovechado desde su llegada unos meses antes para alquilar aquel inmueble (situado en una de las grandes arterias de la ciudad, la carrera 41, también llamada Progreso) y preparar la instalación del taller de calzado proyectado. Sin embargo, no pensaba cumplir el acuerdo pactado con Jesús por el que este se ocuparía, en calidad de socio, de la administración y de las ventas; aunque también estaba dispuesto a echar una mano en la fabricación como «zapatero» (que era la profesión que había declarado para facilitar la obtención del visado).156 Podemos imaginar el estupor de quien tanto empeño y esfuerzo económico había puesto en aquel plan. Además, tiene que oír reproches maliciosos por su retraso, que sus anfitriones atribuyen al cálculo de arriesgar lo mínimo y llegar a la hora de beneficiarse del esfuerzo ya realizado por otros. Sus primeras cartas manifestarán su profundo desengaño:

Ya hemos empezado a tropezar con la canalladas de la gente, pero no precisamente de los colombianos, sino por parte de Montoro [...]. Con unas excusas faltas de fundamento y que yo le rebatí con las cartas recibidas y las copias de las mías (siempre es bueno archivar) y resumiendo, no formo parte del negocio del calzado [...]. Esto no tiene nombre. [...] Mi majadería ha sido sin límites confiando en esta gente, aunque en el fondo guardaba ciertas reservas, sobre todo desde que vino para acá sólo Montoro.157

De nada sirvió la inversión económica que el propio Jesús había efectuado para la compra de maquinaria y para ayudar a poner en marcha las instalaciones (que, desde luego, no cejó hasta recuperar por completo). El fiasco era clamoroso: no era casualidad que Rafael Montoro le recomendara en algunas cartas previas «machacar el francés y el inglés» por si le hacían falta para tomar algún trabajo bien remunerado, como dar clases. Cualquiera que no hubiera contado con el tesón de Martínez Guerricabeitia se habría dado por vencido. Él, desde luego, no. Haciendo de la necesidad virtud, observará pronto (fuera o no con despecho) que el negocio no iba a ser tan prometedor como había pensado: la industria zapatera ya está suficientemente asentada en el país, casi todas las zapaterías de la ciudad tienen sus propios talleres y existen suficientes fábricas para responder a la demanda de calzado de las grandes tiendas, por lo que «de ninguna manera –afirmará– está justificada una fábrica para producir en gran cantidad, contando con que en Bogotá hay una grande, igual que en Medellín, que fabrican el calzado para sus casas, repartidas por toda la República».158 Debido a esa competencia o a la contracción general de la demanda, lo cierto es que el taller de los Montoro apenas dio réditos, hasta el punto de tener que amasar y vender pan por las casas al objeto de redondear sus ingresos.159 Sea como fuere, Jesús decide que no ha llegado hasta la «Puerta de Oro» para fracasar. En la línea de su inquebrantable optimismo vital y proverbial pragmatismo, pensando en grande –era, como se ha dicho alguna vez, «muy orteguiano»–160 y superando las circunstancias con el apoyo de Carmen, no se rinde y comienza a pergeñar nuevos planes. Por una parte, la posibilidad de montar una peluquería –un negocio muy rentable en la ciudad– a cargo de Carmen y sus hermanas Reme y Trini (a las que animan a seguirles). Por otra, pese a su escepticismo por la viabilidad del negocio del calzado, trata la posibilidad de montar un almacén para la venta de pieles importadas de España (habla a Tomás Guarinos de contactar con productores de Lorca). Y, aunque va tirando con los recursos que les proporcionan las mercancías traídas de España para vender (mantillas, pulseras, zapatos e incluso la enciclopedia Salvat en doce tomos), no duda en presentarse a una oposición para ingresar en una compañía americana de electricidad o usar de la influencia de los frailes capuchinos con los que ha entablado amistad para entrar en una importante empresa de tejidos.

Será precisamente la intencionada recomendación de Montoro de aprovechar sus conocimientos de idiomas y la decisiva intervención de dichos frailes lo que le proporcione el empleo que le confiere una inicial estabilidad y el sustento que la familia necesita. La pesadilla del fracaso de su pacto con la familia Montoro puede darse por acabada en un tiempo récord, a juzgar por las noticias que ofrece en sus cartas: a los diez días de llegar a Barranquilla encuentra un trabajo del todo inesperado como profesor, que, doce días después, le permite salir de la poco grata hospitalidad de los Montoro y mudarse a un apartamento en alquiler. La ayuda prestada por el padre Ernesto de Albocácer fue esencial. Este fraile castellonense era toda una institución en los Hermanos Menores Capuchinos, una orden profundamente arraigada en Barranquilla desde 1894, ya que de la provincia valenciana había dependido la evangelización de aquellas tierras, donde regentaban la iglesia del Rosario y habían fundado la del Carmen (de la que entonces fray Ernesto era párroco y prior). Por su mediación, poco más de una semana después de llegar –hacia el 13 de agosto–, comienza a impartir clases en el Centro Tecnológico de Barranquilla (un colegio para señoritas que desde el mismo agosto de 1951 pasa a llamarse Liceo Latinoamericano). Jesús se convierte inesperadamente –y no es poco el orgullo que esto le procura– en el «profesor Martínez», encargándose de una clase diaria de inglés y de otra alterna de preceptiva literaria. Poco después extiende su actividad docente al Liceo Atlántico enseñando clases de francés y, ya en septiembre, será contratado por el prestigioso Colegio Ariano para las de correspondencia comercial y redacción.161 Pronto, tras la jornada en los tres colegios, impartiría también en casa clases particulares nocturnas. El novel profesor podrá comunicar con satisfacción que, ganando a razón de tres pesos la hora (unas 45 pesetas), tras el primer mes ya ha cobrado 220 pesos, que llegarían a 270 con las clases en el Ariano (pagadas a 70 pesetas). Ello no solo le permite afrontar la manutención familiar (que él calcula en un gasto de 100 pesos), los gastos diarios (38 pesos) y el pago del alquiler mensual (80 pesos), sino que logra ahorrar durante el segundo mes de estancia unos 100 pesos (1.500 pesetas al cambio).162 El día 25 de agosto, en efecto, se habían instalado en un apartamento situado en un edificio de dos pisos llamado Puyana, situado en el n.º 41/64 de calle 36. Lejos por fin de los Montoro, Jesús escribe a su hermano que «vamos adelante como pocos pueden decir al mes de llegar aquí [...] estamos encantados de la vida».163 Allí, como relatará a sus padres, disponen de un dormitorio (donde instalan la cama que habían traído de España), un comedor (donde ponen una mesa de caoba que les han regalado junto a seis sillas compradas), un baño, un armario ropero de obra y una cocinita pequeña, todavía sin nevera (aunque la fruta y la carne se las guarda un vecino abogado y director de un periódico).164


Carmen García con su hijo José Pedro en la puerta de uno de los colegios en que Jesús Martínez ejerció de profesor. Barranquilla, ca. octubre de 1951.

El derrumbe del plan de colaboración con el negocio de Montoro parecía superado. Y es que, ya se ha dicho, los objetivos de aquel «emigrante de excepción» –como Jesús Martínez insistiría siempre en considerarse– iban más allá de un deseo de progreso material. El hecho –no exento de paradoja– de que quien nunca concluyó el bachillerato por circunstancias tan adversas adquiriera providencialmente el estatus de profesor bien considerado165 hace emerger el estímulo psicológico que asimismo animó su aventura viajera: alimentar su autoestima y la querencia por una formación intelectual. En septiembre de 1951 le confesará a su hermano: «En el Colegio están conmigo que no saben qué hacer. [...] Estoy aprendiendo mucho, que buena falta me hacía, y no es lo menos importante de este viaje para mí las cosas que voy a aprender y lo que mi carácter y mi comprensión van a salir ganando».166 La tarea de profesor no solo le resuelve satisfactoriamente el mínimo vital («con dos clases diarias ya se vive como en España lo hacía yo, mejor en cuanto a alimentación»),167 sino que refuerza la confianza en sí mismo, la utilidad de los conocimientos adquiridos de manera autodidacta –especialmente los idiomas y su afición a los estudios lingüísticos– y su experiencia en la gestión comercial. Su objetivo en América, por supuesto, no era ese; ni ser un simple asalariado. Pero su actividad docente le inspira incluso la posibilidad de montar una academia de su propiedad. Así lo comunica tanto a sus padres como a su hermano, lo que demuestra su deseo de reunir a toda la familia en un mismo lugar y bajo un proyecto propio. La idea parece interesar a José Martínez hasta el punto de escribirle a Jesús:

 

Me alegro por un lado que tus proyectos comerciales se hayan rajado. Al menos que haya sucedido eso enseguida, después hubiera sido peor creo. [...] Tú como exiges más de la gente que yo, pues los errores te parecen más grandes, pero eso de encontrar sinvergüenzas es corrientísimo. Háblame de cómo van tus cosas de lecciones. Creo que te podrás abrir camino ahí con eso y la idea de una Academia si es viable me parece de perlas. Ya me veo yo por ahí enseguida.168

Sin embargo, el proyecto de una academia y la dedicación exclusiva a las clases iban a dejar de ser pronto la meta inmediata. Cuando en noviembre termina el curso académico, entra en contacto, por mediación de un compatriota, con unos comerciantes que le ofrecen un contrato. Se trataba de los propietarios de la empresa María y Cía., fundada en la década de los años veinte por Juan Carlos María y que ese momento estaba regentada por su hijos Antonio y José. Los hermanos María eran, con toda probabilidad, de origen palestino (aunque de religión católica) y habían llegado a Colombia procedentes de la Rusia Blanca, tras la caída del zarismo.169 Otras veces Jesús se refiere a ellos como «armenios que hablan árabe», subrayando así su procedencia de cristianos orientales seguidores del rito armenio,170 o como «sirios» o «rusos blancos»171 o, incluso, como «turcos»,172 evidenciando la ambigüedad con que se calificaba a los comerciantes libaneses, sirios y palestinos (la mayoría de origen cristiano) llegados a Colombia en la primera oleada migratoria europea, entre 1880 y 1930. Se habían asentado entonces en la costa caribeña –Cartagena y Barranquilla– y habían logrado prosperar en su actividad de exportación e importación de productos de Oriente. Los hermanos María se dedicaban a la importación mayorista de lo que por aquellas tierras se denominaba «cacharrería» (loza, peltre, cristal, relojes, alambre de púas, láminas galvanizadas, papel de envolver, teteras, limas, candados o sierras). Pero, además de esta típica ferretería, importaban y vendían artículos de caucho, instrumentos musicales, como armónicas, y productos textiles (hilos, encajes, mantillas y bordados). Fue así como Jesús Martínez, aupado en su experiencia de gestión contable y comercial, se hace cargo a partir del 15 de noviembre de 1951 de la que él mismo llamó «sección de correspondencia exterior e importaciones».173 Si bien hubo de lidiar con el peculiar carácter de los dueños (muy celosos de su patrimonio, taimados y muy tacaños –Antonio María sería apodado como el «Rasputín de los encajes» por un amigo de Jesús–),174 al poco tiempo se siente plenamente integrado en la empresa y relata con satisfacción su actividad inmersa en el emporio del puerto caribeño:

Tenga en cuenta que Barranquilla es la Puerta de Oro de Colombia, y por aquí entran casi todas las importaciones. País muy joven todavía y sin casi industria, lo importa todo o casi todo, lo cual quiere decir que el puerto se ve visitado diariamente por dos o tres buques americanos, alemanes, holandeses, ingleses, etc. En eso sí hay que ver la diferencia con respecto a Valencia, una cosa tan muerta. Aquí están todos los tinglados o bodegas llenas y han de poner las mercancías en los patios. Y un tráfago de movimiento de camiones, de volquetes de arrastradores, de turnos nocturnos que da gusto verlo.175

Fue así, acaparando mercancía en sus almacenes, como prosperó la fortuna de los hermanos María: «Si un artículo escasea en determinado momento, y alguien lo tiene –referirá a Francisco Rivas– vende al precio que puede y llega a sacar el doble si el que lo necesita está urgido. Esto en tiempo de guerra, con suministros irregulares, submarinos, etc., hizo ascender fortunas de manera vertiginosa, debido a esos stocks tan enormes».176 Jesús se encargaba de llevar la facturación, las licencias de importación, los cambios de moneda extranjera, la correspondencia en inglés y francés y los derechos o aranceles de aduana. Y, aunque en principio siguió pensando en continuar sus clases dándole vueltas a la creación de la academia, debido la progresiva consideración de la que es objeto por parte de los propietarios de la empresa –y, desde luego, la satisfacción de comprobar cómo atendieron su demanda de mejora de sueldo– ya en febrero (fecha de inicio del curso académico en Colombia) decide no reincorporarse a las clases, a excepción de una de preceptiva y contabilidad, que seguirá impartiendo diariamente, de 7.30 a 8.30, en el Liceo Latinoamericano. Esto le siguió reportando una íntima satisfacción intelectual y, por supuesto, el beneficio de cobrar cinco pesos la hora. Jesús puede jactarse pronto de ser el «factótum y hombre de confianza» de los María y de haber conseguido «introducir en la casa algo de sentido común y organización» tras treinta años de vida comercial de aquellos desconfiados «jefes turcos».177 Percibe, con orgullo, que ha podido valerse de la experiencia adquirida en su momento en el almacén de Figueres y Piris para solventar asuntos comerciales de enjundia –desde liquidación de costes y movimientos de cuenta hasta letras de cambio– «sentando cátedra algunas veces». En mayo de 1952, asegura a Juan Bautista Monfort haber ahorrado lo suficiente «para pensar algo por nuestra propia cuenta», detallándole que se trata de «una buena cifra que con dificultad podría hacer ahí un director de banco, o un alto empleado o un comerciante pequeño».178

Y es que por esas fechas Jesús percibe un salario de 600 pesos mensuales (que pasarían a ser 800 –casi diez mil pesetas– en 1953, tras otra negociación con sus jefes), más los 100 pesos de las clases y algún que otro gaje discrecional. Después de la inicial decepción, se siente otra vez seguro de sí mismo, satisfecho por la decisión «de haber dado el salto», y así lo escribe a sus padres en diciembre de 1951:

Yo creo, padre, que debe ser el orgullo de lo que aquí hemos conseguido en tan poco tiempo (aún no hace cuatro meses que llegamos) lo que nos tiene inflados y no nos deja tiempo más que para contemplarnos a nosotros mismos. Nadie que venga en las circunstancias en que hemos venido nosotros, y se encuentre con una papeleta igual a la nuestra, resuelve la situación como nosotros lo hemos hecho. Vivimos solos en nuestra casa. Hemos comprado sillas, mesa, cama para José Pedrín. Tenemos unos ahorros, y preparado el dinero (4.500) para mis pólizas [de seguro] de este mes que hay que pagar en enero. Aparte esto, el dinero todavía lo conservo en mi poder y Manolo [Escuder] no me ha enviado las tres mil pesetas desde Venezuela. O sea que todo esto es activo. Añada que conservo aún los dos cortes de traje, y que he comprado una máquina de fotografiar que vale en dinero español siete mil pesetas, y tendrá el panorama de nuestras finanzas que hablan bien claramente de lo que hemos conseguido y que en este aspecto les debe tener orgullosos. Yo lo estoy, porque al lado de esto, puramente económico, está que nos rozamos con muy buena gente, que soy grandemente considerado, y que desde luego estamos en el mejor de los ambientes. [...] Si vieran la diferencia de la vida que ahora llevamos con la que llevé en España, con la cantidad de problemas que me crearon los canallas aquellos. Aquí es una vida reposada y tranquila.179