Descentrando el populismo

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Por último, quisiera remarcar otro efecto importante que tienen las articulaciones populistas y que se deja ver en todos los capítulos del libro. En ellos puede percibirse que, cuando ciertos significantes, como “justicia social”, “pueblo”, “oligarquía”, etc., comienzan a adquirir centralidad en el discurso político y a funcionar como puntos nodales de ciertas articulaciones, rápidamente disparan reminiscencias a los populismos. Cuando eso sucede, además, la formación política se desestabiliza, como puede percibirse en la seguidilla de golpes de Estado en Argentina, el alejamiento o acercamiento al bipartidismo en Colombia, como consecuencia de un aumento en la intensidad de la polarización. Es decir, la reactivación de las demandas identificadas con ciertos contenidos populistas, en el caso del peronismo y el gaitanismo, desestabilizan los límites del demos e intensifican la polarización y el antagonismo.

En definitiva, el interés por este libro parte de las preguntas que incita el excelente análisis de la multiplicidad de procesos que abarca la constitución de identificaciones políticas. Estos análisis nos ayudarán sin duda a complejizar teóricamente las lógicas políticas que atraviesan a toda práctica hegemónica y a todo proceso identificatorio. Un libro que despierta todos estos interrogantes no puede ser sino un libro que merece ser leído. Mi total agradecimiento a Ana Lucía Magrini por la invitación a escribir sobre él.

En mi caso, además, este libro guarda una fuerte afinidad afectiva. Mi propia formación como investigador se ha nutrido durante muchos años de diálogos e intercambios con buena parte de quienes escriben aquí. Estos textos no hacen sino continuar esas conversaciones atravesadas por aquello con lo que nos identificamos: la práctica generosamente colectiva y colaborativa de crear conocimiento.

Referencia

Glynos, Jason y David Howarth. 2007. Logics of Critical Explanation in Social and Political Theory. Londres: Routledge.

A modo de presentación: Sísifo y el problema del populismo

Ana Lucía Magrini

Cristian Acosta Olaya

La falta de un consenso conceptual frente al término “populismo” es la advertencia siempre presente al inicio de todo estudio sobre experiencias tipificadas como “populistas”. Dicha discrepancia ha llevado a creer que la palabra misma y el juicio valorativo desde la que es emitida devela per se su contenido y significado. Incluso, se ha convertido actualmente en el vocablo más conveniente para “mentar al demonio”, bautizando la ignominia acerca de un “deber ser” de la política y la democracia contemporáneas.

Dos ejemplos ayudan aquí a ilustrar lo anterior. El primero es la viralizada frase del expresidente argentino Mauricio Macri, quien en medio de la multicrisis global de carácter inédito, signada por la actual pandemia, sostuvo que el populismo era más peligroso que el corona-virus.1 El segundo, más reservado al ámbito académico, es la constante insistencia en pensar al populismo como una amenaza a la democracia moderna. Ya sea como lo expusieron Ghita Ionescu y Ernest Gellner en la frase de apertura de su conocida compilación sobre el populismo: “Un fantasma se cierne sobre el mundo: el populismo” (Ionescu y Gellner 1970 [1969], 7),2 o bien como lo propuso Margaret Canovan, quien, retomando los postulados de Michael Oakeshott, considera al populismo como un fenómeno inherente a la democracia: esta tendría dos dimensiones o dos caras (una pragmática y otra redentora) en permanente tensión, y es en la brecha entre dichas facetas democráticas que emerge “un constante estímulo para la movilización populista” (Canovan 1999, 3).3

Aunque producidas en contextos de discusión muy diferentes, estas definiciones sobre populismo refuerzan los sentidos convencionales del término, el cual devino en un insulto que remite a toda clase de anatemas políticos, que comienza por la idea de manipulación, cooptación, demagogia, reificación; pasa por el señalamiento de la heteronomía obrera (o ausencia de conciencia de clase de los trabajadores que sustentaron los populismos clásicos), y va hasta las perspectivas más recientes, como la de Canovan, que intentan “normalizar el concepto”, mostrando su condición de interioridad a la democracia, pero sin dejar de enfatizar que, al fin de cuentas, el populismo es su propia sombra o, lo que es lo mismo, una práctica política contraria a la democracia liberal.

Para entender esto, antes de presentar nuestro argumento, conviene hacer un pequeño paréntesis y precisar de manera sucinta algunos momentos clave que han atravesado las diversas definiciones sobre populismo en América Latina. No sin estar conscientes de la multiplicidad de estudios sobre el tema, así como de los problemas políticos e intelectuales a los que este concepto ha estado asociado, los distintos esfuerzos por sistematizar las variantes de investigación en torno al populismo han coincidido, en cierto modo, en la existencia de tres perspectivas de pensamiento y tres momentos del debate latinoamericano, que dieron vida al populismo como un significante del cual científicos, intelectuales y académicos podían echar mano para explicar el pasado y comprender el presente en nuestras sociedades.4 Agregamos aquí un cuarto momento, que describe el estado actual de las discusiones sobre el tema, en el que, como veremos a continuación, conviven, se yuxtaponen, contaminan y mezclan una multiplicidad de teorías, métodos y enfoques muy diversos.

Las primeras formulaciones del populismo, en clave científica, se produjeron de la mano de la renovación de la sociología a mediados de los años cincuenta. Las teorías de la modernización y la estructural-funcionalista fueron los principales enfoques que alimentaron conceptualizaciones ciertamente peyorativas sobre los procesos populistas. A grandes rasgos, desde estas teorías, el populismo era definido como un fenómeno propio de sociedades en proceso de modernización,5 de países subdesarrollados o en vías de desarrollo, producto de la rápida transición de una sociedad tradicional a una moderna, donde las masas “en disponibilidad” eran persuadidas por movimientos y líderes políticos con una fuerte ideología anti statu quo (Di Tella 1973 [1965]; Germani 1962; Stein 1980). Desde este clivaje analítico, el populismo era básicamente un proceso social anómalo y un desvío de otro (tomado como parámetro de normalidad): el modelo de integración de las masas en Europa durante el siglo xix. Para estas teorías, el problema radicaba en que la matriz modernizadora europea no habría de tomar entidad en América Latina, por lo que se supondría que sus élites, influidas por el nuevo clima histórico del siglo xx, manipularon a “las masas recién movilizadas por sus propios objetivos”; la mentalidad de dichas masas, por ende, se caracterizaría “por la coexistencia de rasgos tradicionales y modernos” (Laclau 1986 [1977], 174).

Un segundo momento de producción de las definiciones de populismo, que también se alimentó de connotaciones peyorativas, fue el enfoque de la dependencia y sus diversos vínculos con la perspectiva marxista. Si bien la llamada “teoría de la dependencia” no es en efecto una teoría unificada y homogénea, sino una hipótesis que permeó casi todo el pensamiento social latinoamericanista durante la década de los setenta, podemos sintetizar sus principales caracterizaciones sobre el populismo, como: 1) una alianza desarrollista y, en este sentido, una respuesta limitada al problema de la dependencia en la región (Cardoso y Faletto 1971 [1969]); 2) como una etapa de la contradicción capitalista que surge con la crisis del año 1929 (Ianni 1972), y 3) un producto de la crisis de la hegemonía conservadora y el surgimiento de una alianza de diversos sectores sociales, donde la lucha de clases como tal es obliterada (Murmis y Portantiero 1971; Torre 1989; Weffort 1968).

Lo que resaltan estas diversas posturas es el entendimiento del populismo como un fenómeno que solo puede ser analizado si se lo encuadra en una época determinada y en condiciones sociales, culturales, políticas y económicas específicas, donde hechos como la crisis oligárquica de principios del siglo xx y las tradiciones sindicalistas, entre otros, son la condición sine qua non para el surgimiento del populismo. En el discurso dependentista, el populismo primordialmente es entendido como período específico del capitalismo periférico y condicionado especialmente por este.

Un tercer momento de la discusión es el propiciado por el análisis político del discurso, de la ideología y por la denominada “perspectiva no esencialista del populismo”, propuesta por Ernesto Laclau. Su pensamiento tuvo, a su vez, varios giros, comenzando por su ensayo seminal sobre populismo, publicado en 1977, hasta su última obra más sistemática sobre el tema, del 2005.6

Básicamente, para Laclau, el populismo adquiere el carácter siempre precario y contingente de un discurso que, en principio, divide a la sociedad en dos campos antagónicos, “los de abajo”, el pueblo, y “los de arriba”, la oligarquía. La perspectiva sobre el populismo propuesta por el autor ha sido con frecuencia presentada como no esencialista, por varias razones: en primer lugar, porque el populismo es aquí una forma y no un contenido; una lógica, un tipo de discurso que se basa en la configuración de “un pueblo”. En segundo término, porque los contextos son relevantes, pero no determinantes, pues los procesos populistas no pueden definirse apriorísticamente o sin tener en cuenta sus condiciones de posibilidad, pero tampoco pueden ser disueltos en ellas. Al definirse al populismo como una lógica de lo político, se requiere analizar en cada coyuntura y en cada circunstancia concreta, si estamos o no ante una esa forma o lógica política, más allá de los contenidos con que esta pueda manifestarse (políticas económicas de corte keynesiano, desarrollistas o neodesarrollistas, tipos de liderazgo carismáticos, entre otros). Y en tercer lugar, si el populismo remite a una forma más que a una serie de características inmutables y reducidas a un espacio-tiempo específico, entonces este es, en definitiva, un proceso flexible y constantemente disputado, es decir, contingente.

 

Ciertamente, el debate sobre el populismo no terminó allí y está lejos de ser “saldado”. Numerosos investigadores retomaron algunos supuestos formulados por Laclau y críticas muy diversas realizadas a su teoría,7 para nutrir y enriquecer este enfoque. Estas disquisiciones produjeron como principal resultado el surgimiento de perspectivas no peyorativas en torno a algunos procesos populistas concretos de nuestra región.

Por último, hablamos de un cuarto momento del debate sobre el populismo, al que asistimos actualmente. Este, nuestro tiempo, es uno signado por la convivencia de todas estas perspectivas, teorías, corrientes de pensamiento, axiomas y valoraciones, juntas. La pluralidad de enfoques hoy disponibles y la lúcida intervención de las perspectivas discursivas no han contribuido a depurar las valoraciones más elementales. Es que, en definitiva, la pregunta sobre qué es el populismo resulta ser tan engorrosa, que parece preferible tomar atajos valorativos: ya sea como modo o forma general de la política o de lo político, para decirlo en términos de su autor (Laclau 2005), o como un estilo de hacer política con rasgos similares al autoritarismo (Weyland 2004, por ejemplo). Estamos remotamente distantes de haber contrarrestado los sentidos comunes que todavía prevalecen en investigadores, periodistas, actores políticos y la ciudadanía en general.

Si no resulta errado sostener que hoy el tema ha estallado a un punto casi estrafalario, llegándose a producir “manuales” sobre el populismo a nivel global,8 resulta también cierto afirmar que la amplitud del término ha conducido a cierta abdicación de la especificidad misma del fenómeno. Asiduamente se encuentran “nuevas definiciones” que utilizan, sin reparos, eclécticos mix en los que confluyen rasgos formulados por autores clásicos (como Germani, Di Tella, Ípola, Laclau, entre otros), los cuales luego son utilizados para sostener conclusiones diametralmente distantes a las tesis centrales de dichos autores. No se trata de que las definiciones y teorías no sean susceptibles de “complementarse”; lo que señalamos es que asistimos a un uso irreflexivo de los recursos y las herramientas disponibles. Frente a este dilema, algunos investigadores han optado por esquivar el término; sin embargo, cuando se trata de analizar procesos harto pensados a través del lente del populismo (como el peronismo, el varguismo, el cardenismo, entre otros), sus trabajos no pueden sino desarrollar concienzudos esfuerzos por decir lo mismo —que “populismo”— sin pronunciarlo.

En contraste con la descalificación —o su revés, la apología— y el renunciamiento definitivo al uso del concepto, otros tantos investigadores sociales provenientes de campos disciplinares muy diversos han venido destacando que el populismo puede resultar sumamente productivo para la comprensión de acontecimientos y procesos históricos y políticos de variada índole. De manera reciente, por caso, la llamada “nueva historia intelectual” y la historia conceptual han proporcionado algunos aportes para comprender los contextos de debate y las discusiones político-intelectuales concretas mediante los cuales el populismo —como concepto político polivalente— ha emergido en distintos países desde hace ya más de una centuria.9 Asimismo, desde ciertas miradas socioculturales, se han realizado valiosas contribuciones para la comprensión de las dimensiones simbólicas y afectivas involucradas en los procesos populistas.10 Por último, algunos trabajos producidos actualmente en América Latina han marcado desde un comienzo su posicionamiento a “contracorriente” de las miradas canónicas —muchas de ellas peyorativas— sobre las experiencias populistas en la región y han llamado la atención respecto a establecer un diálogo entre los estudios históricos y sociológicos y las disquisiciones propias de la teoría política.11

En este contexto de discusión, nuestra tarea (debemos decirlo) se asemeja al eterno trabajo de Sísifo: cargar la roca de reflexión del populismo una y otra vez, frente a la pendiente inalcanzable de los lugares comunes. Como la de Sísifo, la nuestra es una tarea —a todas luces— interminable.12 Por ello, no pretendemos aquí saldar o cerrar el debate, sino alivianar un poco la roca de reflexión; más que descifrar la naturaleza del populismo, nos proponemos pensarlo como una categoría analítica operativa y productiva para el estudio de procesos histórico-políticos particulares como el gaitanismo colombiano y el peronismo argentino. Y para estos fines, este libro colectivo recoge y ofrece distintas indagaciones acerca de una perspectiva sobre los populismos que, en esta presentación, llamamos “descentrada”.

Tres descentramientos. Una apuesta analítica

Este libro propone revalorizar al populismo como una categoría analítica plural, contingente y que logra aprehender la heterogeneidad propia de las experiencias históricas que busca auscultar. Claramente, ello supone modificar los ejes centrales (teóricos y epistemológicos) con los que el concepto ha sido construido en América Latina. A continuación especificamos los argumentos, aún dominantes, en torno al populismo, que lo asumen como forma anómala y desviada de la política en la región, y los tres descentramientos conceptuales y analíticos que se despliegan en los capítulos que siguen.

Lejos de haberse construido deductivamente —como podría en apariencia pensarse—, el concepto de populismo fue producido como en un “gran cajón categorial”, dentro del cual se colocó una multiplicidad de rasgos, intencionadamente seleccionados, de algunas experiencias políticas concretas. Por caso, el peronismo constituye uno de los referentes históricos que aportó gran parte de esos aspectos que luego se generalizaron en las definiciones de los llamados “populismos clásicos”. En cambio, el gaitanismo ha funcionado como ejemplo contrafactual, que permitió reafirmar la anomalía del populismo latinoamericano en un país en donde este proceso no se habría producido acabadamente, cuestión de la que podían advertirse sus consecuencias.

Cada una de estas experiencias dio vida a conceptualizaciones “ejemplares” —al decir de Acha y Quiroga (2012)— y arquetípicas del populismo latinoamericano. Ciertamente, el peronismo ha servido como uno de los principales referentes para construir una definición del populismo como un hecho anómalo, “maldito”13 y edificado desde el Estado. Esta tipología ha sido usada con frecuencia como parámetro para medir (por similitud o por contraste) cuán populistas han sido otros procesos políticos, tanto en la región como en la Argentina misma.

Por su parte, el gaitanismo es el principal caso utilizado para nutrir una conceptualización del populismo no acontecido, “fallido” o incompleto, pero, al fin y al cabo, tan anormal y amenazante como el argentino. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, cuando se esperaba que fuese el siguiente presidente de Colombia, dio pie a la construcción de un concepto de populismo que, sin perder su connotación de desvío histórico, colocó al país andino en el escenario latinoamericano como uno marcado por la excepción de no haber atravesado una “verdadera” experiencia populista, o bien, de haber experimentado un populismo a mitad de camino. El gaitanismo ha sido erigido, además, como el drama causal de una Violencia (en mayúscula inicial)14 e insistentemente ha sido vinculado a la emergencia de guerrillas de izquierda radicalizada durante los años sesenta y setenta en Colombia. Dicho de otro modo: las cuestiones irresueltas que dejó un gaitanismo trunco habrían marcado las huellas inaugurales del conflicto reciente.

El populismo, entonces, en su acepción peyorativa acontecida y fallida, hace parte de esa construcción del peronismo y del gaitanismo como un asunto acechante, que es imprecada como cuestión explicativa de los problemas del presente en cada comunidad política. Y esto se relaciona con el primer descentramiento del populismo que este libro propone, pues pone de relieve estas dos experiencias políticas concretas a la hora de hablar de los populismos (en plural) y toma distancia de los modelos arquetípicos en clave anómala producidos a propósito de ellas. En este orden de ideas, cuando decimos que queremos hablar de los populismos en plural y con relación a sus experiencias concretas —el peronismo y el gaitanismo—, lo hacemos porque cada uno de estos procesos sirvió de base y dio origen a una interpretación “ejemplar”, peyorativa, teleológica y aún persistente del populismo latinoamericano.

El segundo descentramiento conceptual y analítico que este libro ofrece tiene que ver con colocar en primer plano la pregunta por la función que desempeñan, en los populismos, los procesos de constitución y de redefinición identitarios. Aunque el capítulo 1 de este libro se aboca de lleno al tema, adelantamos aquí que pensamos las identidades como procesos constitutivamente históricos, eminentemente políticos, contingentes y signados por diversas formas de heterogeneidad. Lo anterior, en efecto, supone que no es posible definir de manera inmutable (ni esencial) aquello que una identidad política fue en el pasado o es en el presente, ya que dicha identidad se compone de sucesivos modos, actos, prácticas, acciones identificatorias de sujetos individuales y colectivos. Esto abarca no solo movimientos o grupos, sino también actores provenientes de sectores diversos, trayectorias individuales de mandos medios, militantes, “segundas, terceras o cuartas líneas” de liderazgo al interior de los movimientos políticos, figuras mediadoras entre arenas políticas, culturales e intelectuales, “hombres y mujeres de a pie”, entre otros múltiples actores.

Como advertíamos antes, es a partir de contribuciones teóricas recientes, producidas desde revisiones críticas a la perspectiva analítica de Ernesto Laclau, que argumentamos que las experiencias populistas pueden ser pensadas como un tipo específico de gestión de identidades políticas y populares. Como lo han destacado algunos trabajos producidos por los llamados “estudios poslaclausinos” (Aboy Carlés 2001; Aboy Carlés, Barros y Melo 2013; Barros 2002; Groppo 2009; Stavrakakis, 2007, entre otros), lo que nos permite hablar aquí de “lo popular” no tiene que ver con una condición de clase, estrato social o el estatus de los sujetos o de los colectivos de un campo identitario determinado; tampoco remite siquiera a la recurrente evocación del significante “pueblo” en una discursividad particular (en realidad, como es sabido, casi todas las identidades políticas modernas apelan al “pueblo” de alguna u otra manera). Lo que “convierte” en populares a las identidades políticas se vincula con cómo llevan a cabo operaciones de sentido orientadas a dislocar un orden establecido (Aboy Carlés 2013). Lo propio de las identidades populares es, pues, que apelan al sujeto popular para desnaturalizar el orden vigente, la vida pública, la cotidiana y el sentido común, mostrando su condición de miembros no plenos de la comunidad, negativamente privilegiados o simplemente excluidos (material o simbólicamente) de la vida comunitaria (Barros 2013).

Como se verá en algunos capítulos de este libro, apelamos a la tipología sobre las identidades políticas propuesta por Gerardo Aboy Carlés (2001; 2013) para caracterizar a los populismos como un tipo de identidad popular con pretensión hegemónica, esto es, como un proceso de constitución identitaria que busca realizar una eventual agregación, inclusión y articulación de las alteridades a la solidaridad propia. Los fenómenos populistas, por ende, no pueden equipararse a toda construcción identitaria de la política (Laclau 2005), ni mucho menos pueden ser caracterizados como una constitución de solidaridades políticas de tipo autoritario o totalitario. Dicho sin ambages: en este libro, los populismos son un tipo bastante acotado y particular de constitución discursiva de identificaciones políticas.

 

¿Lo anterior implicaría, entonces, que es posible considerar como procesos populistas algunas experiencias históricas que, por diversas razones, no alcanzaron el Poder Ejecutivo? Nuestro enfoque abocado a lo identitario no podría sino responder afirmativamente a este interrogante. Aquí, por lo tanto, marcamos otro descentramiento (puntual) respecto de los “modelos ejemplares” del populismo: nuestra caracterización no tendría como condición sine qua non experiencias que ocupen un lugar específico en el poder político del Estado, pues, con o sin solio presidencial, es la persistencia, la iteración y la constante resemantización de las identidades populares el elemento decisivo para comprender a los populismos de nuestra región. Colombia y el gaitanismo son un ejemplo ilustrativo de este punto.

El tercer descentramiento de los populismos que planteamos se relaciona con un particular modo de abordar la dimensión de la temporalidad. Y es aquí donde el enfoque histórico se vuelve crucial para el estudio de los populismos, no para buscar en el pasado un momento originario de constitución de una identidad popular (peronista o gaitanista en este caso) que haya permanecido inalterada a lo largo tiempo, sino para visibilizar, en el transcurso del tiempo, distintos momentos de constitución de estas propuestas identitarias; momentos que, ciertamente, fueron resignificados o intervenidos en sus respectivos países. En suma, y sin perder de vista el interés teórico y la indagación de las experiencias históricas y políticas concretas, el presente libro, en sus diversos capítulos, brinda aproximaciones analíticas que destacan la contingencia propia en la temporalidad de dos populismos latinoamericanos.

Así pues, la obra se divide en tres partes. La primera está conformada por dos textos que, sin la pretensión de comparar de manera exhaustiva o sistemática el peronismo y el gaitanismo, invitan a leer estas experiencias —ciertamente singulares y diversas— en contrapunto, esto es, tomando a cada una de ellas como un punto de comparación con la otra. Esta aproximación metodológica (que se encuentra en especial argumentada en el capítulo 2 y que recuperamos en el epílogo) fue construida para analizar experiencias políticas disímiles o no evidentemente homólogas, prestando especial atención a las formas de producción social de sentidos en torno a la política, más que a los contenidos de cada proceso histórico-político en sí.15 La segunda parte reúne tres trabajos que realizan análisis específicos sobre algunas dimensiones significativas en el proceso de constitución y redefinición de las identidades peronistas. La tercera y última se ocupa, por su parte, de lo propio en torno al gaitanismo y a la experiencia colombiana.

El capítulo 1 reconstruye los hilos argumentales en torno a las identidades políticas y a los populismos desde dos clivajes que atraviesan transversalmente toda la obra: una perspectiva no sustancialista en torno a las identidades políticas y un enfoque no esencialista y no peyorativo sobre los populismos. Con ese interés teórico, María Virginia Quiroga y Ana Lucía Magrini afinan ambos conceptos, al tiempo que especifican y ejemplifican la productividad analítica y metodológica del tipo de operaciones que esta perspectiva —no sustancial y no esencial— de los populismos y de los procesos identitarios brinda para la comprensión de las experiencias peronista y gaitanista.

En el capítulo 2, Magrini propone un análisis en contrapunto entre dos actores controversiales, segundas líneas y figuras mediadoras (entre los campos político e intelectual) del peronismo y el gaitanismo, al momento en que estos últimos se constituyeron como movimientos a gran escala. Focalizado en las trayectorias individuales y en los procesos identificatorios de Cipriano Reyes y José Antonio Osorio Lizarazo, el texto se propone ilustrar el carácter constitutivamente heterogéneo de los movimientos, en coyunturas precisas.

El capítulo 3, y que inaugura la segunda sección en torno a la experiencia peronista, explora dos registros analíticos que han dado forma a este fenómeno social y político argentino: los estudios sobre populismo y los abordajes historiográficos. El texto de Mercedes Vargas, Juan Manuel Reynares y Mercedes Barros establece un juego intertextual entre ambas tramas argumentales (como los autores las denominan) y brinda una mirada atenta a la complejidad histórica de los procesos de identificación política, como también al tipo de lógica populista que estructuró el espacio comunitario durante el primer peronismo.16 Finalmente, los autores realizan un análisis del peronismo “desde abajo” y en clave local, tomando como eje los modos de identificación política de personas comunes o “sujetos de a pie”.

El capítulo 4, escrito por Nicolás Azzolini, profundiza en los usos del olvido y los efectos que la emergencia del populismo peronista imprimió en las articulaciones políticas posteriores a su derrocamiento en 1955. El autor especifica cómo la dislocación que produjo el peronismo durante sus primeros años y el modo en que se constituyó el antagonismo, entre las identidades peronistas y antiperonistas, signaron de manera contundente las formaciones comunitarias venideras. Para mostrar esto, Azzolini se vale de un minucioso análisis de las amnistías de 1955 y 1958, así como de las políticas de olvido con las cuales se buscó gestionar, borrar o trascender la “cuestión peronista” en ese período.

La segunda parte del libro finaliza con el capítulo de Aarón Attias Basso dedicado al análisis de los desplazamientos identitarios del peronismo durante los años kirchneristas. El autor indaga una serie de símbolos y prácticas de movilización social mediante los cuales una organización kirchnerista específica (La Cámpora) resignifica e interviene el peronismo en tanto tradición política heredada.

Respecto a la experiencia gaitanista, la tercera parte del libro comienza con el trabajo de Cristian Acosta Olaya (capítulo 6). El investigador colombiano rastrea las complejas relaciones entre gaitanismo, populismo y violencia, entre 1946 y 1948. En contraste con posturas que sostienen que el movimiento gaitanista significó una simple prolongación del enfrentamiento bipartidista y desde el estudio de las identidades políticas, el autor argumenta que el gaitanismo se erigió como dique inestable frente a un contexto de violencia, dada la prelación que dicho movimiento les atribuyó a los procesos electorales y a la integración de pretéritos adversarios en esos años. Específicamente, el estudio sugiere que la función del dique —esto es, la reconducción de la violencia a través de la amenaza— es una dimensión constitutiva de los populismos latinoamericanos de mediados de siglo xx.

En el capítulo 7, Adriana Rodríguez Franco analiza cómo se forjó el vínculo identitario entre dos de las experiencias más importantes de identidad popular en Colombia durante el siglo xx, el gaitanismo y el rojismo. La autora hace un seguimiento a la vigencia que tuvo una de las demandas propias del populismo gaitanista en el discurso y la práctica política del Gobierno de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957), a través de la Secretaría Nacional de Acción Social y Protección Infantil (Sendas), y puntualiza el papel que desempeñó el periódico gaitanista Jornada en la redefinición de la identidad de este grupo luego de la muerte de Gaitán y en los años rojistas.

El tercer apartado finaliza con un trabajo abocado al estudio de las resemantizaciones del gaitanismo en la “nueva izquierda” colombiana entre 1948 y 1969. El capítulo de José Abelardo Díaz Jaramillo precisa cómo diversas organizaciones, distantes del Partido Comunista y bajo la influencia de la Revolución cubana, asimilaron, se identificaron, a la vez que construyeron su propia interpretación del movimiento gaitanista. El autor argumenta que la condición de objeto de disputa del gaitanismo condujo al surgimiento y la articulación de múltiples formas de identificación, así como a desplazamientos (y redefiniciones) al momento de representarlo en un contexto político bastante posterior a la desaparición física de Jorge Eliécer Gaitán.