Los niños terribles

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A su salida del servicio de urgencia, buscó en un libro por la dosis mortal y calculó que necesitaría al menos cincuenta pastillas de esas. Decidió asegurarse y buscar cien. Lamentablemente para él, Sofía había puesto a buen resguardo las pastillas y, aunque las encontrara, no alcanzarían a sumar treinta.

Entonces optó por meterse en una bañera con agua caliente y cortarse las muñecas con una cuchilla de afeitar. La experiencia fue increíblemente dolorosa y poco efectiva pues, nuevamente, el pequeño Javier lo descubrió y corrió dando gritos antes de que saliera suficiente sangre por sus venas.

Esta vez lo hospitalizaron unos días. Tuvo un mes de charlas con distintos psiquiatras y lo dejaron citado para otras tantas más, junto a múltiples medicamentos que lo mantenían sedado, por lo que debió suspender el colegio.

Infructuosamente, intentó llamar a su padre, el que alegó a Sofía que las cuentas de psiquiatras estaban subiendo mucho por lo que, o empezaban a pagar a medias o dejaría de pagar, pero no volvió a visitar a su hijo nunca más.

Nicolás comprendió finalmente el mensaje: necesitaba un método más efectivo. Era un catorce de junio cuando subió al edificio de veinte pisos donde trabajaba su padre, sin que nadie le pusiera mayor obstáculo, y se dejó caer. Estaba demasiado ocupado en pensar en su propia miseria como para recordar que, ese día, Javier había comenzado la mañana custodiando un pastel… Era su cumpleaños número diez.

Javier había querido a su hermano, incluso cuando lo consideraba egoísta y algo patético en sus métodos para atraer la atención de un padre que claramente no lo quería.

Por lo mismo, se sintió aliviado cuando Nicolás finalmente logró su tan perseguido objetivo de quitarse la vida, incluso si no tuvo la decencia de pensar en que era su cumpleaños. Pero declarar aquello a su madre fue francamente una estupidez, y se percató de ello cuando la falta de afecto por parte de Sofía se tornó en desprecio. Y esto, al cabo de unos meses, generó una terrible ansiedad en un niño, que no sabía muy bien cómo agradar.

Todo empeoró cuando a sus once años lo diagnosticaron de un Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad, o TDAH, como lo llamaba su neurólogo. Lo comenzaron a tratar con antipsicóticos, que lo mantenían tranquilo durante las clases, en las que nunca repuntó académicamente. Unos años después, cuando debieron cambiar de terapeuta, el nuevo médico le soltó con gran contento que su hijo no estaba enfermo ni era retardado, que simplemente era un niño sensible, un artista nato, que pensaba con el cuerpo y que le haría muy bien tomar clases de baile o teatro. Sofía entro en furia; podía lidiar con un hijo enfermo, pero no con un fracasado que quería usar tutús.

Le explicaron que no necesariamente debía ser bailarín, pero su madre no quiso oír y optó por regresar con el primer terapeuta que mantuvo los medicamentos, sin efecto alguno sobre el rendimiento académico de Javier.

Para reducir un poco la franca frustración de su madre ante los malos resultados, cuando cumplió trece, aceptó el ofrecimiento de otro alumno de probar con algo más potente. No mejoró espontáneamente las calificaciones, pero dejaron de llamar a su madre para acusarlo de dormirse en clases o de no entregar sus trabajos a tiempo, con lo que Sofía parecía considerarlo menos estorbo que antes, y no hacía mayores preguntas respecto a lo que gastaba en su mesada. Incluso la aumentó sin chistar.

Pero conseguir las pastillas no era cosa fácil. Además del dinero, se requerían los contactos, que no siempre hacían despacho a domicilio, generando que él mismo debiera salir a buscarlas a callejones de mala reputación y eventos en los que difícilmente habría participado de forma voluntaria. En más de una ocasión le ofrecieron dinero o drogas por «sus servicios», pero Javier siempre pudo decir que no. Algunos admiraban su fuerza de voluntad ante los efectos de la abstinencia. Otros no tuvieron tanta suerte.

Fue el día en que le enseñaron a usar un arma cuando todo estalló. La idea de los vendedores —tres adolescentes no mucho mayores que él mismo— era explicarle a él y a uno de sus compañeros de curso por qué dos estudiantes de un colegio cristiano necesitaban un arma y, con esto, sellar la venta. Javier insistió en que difícilmente tenía necesidad de una, que solo quería las pastillas, pero el chico que lo acompañaba mostró interés suficiente para que les hicieran probar cómo se sentía disparar la pistola. El ruido de los múltiples disparos que hicieron alertó a los vecinos y los uniformados estuvieron prontamente cercándolos. Alguien dejó deslizar las pastillas en el bolsillo de la chaqueta de colegio de Javier, y ahí comenzó el caos.

No fue arrestado solo por drogadicto. También lo involucraron como parte de una banda de chiquillos con mala reputación a la que él acababa de conocer, del que supuestamente era el líder intelectual. A nadie le interesaba oír su versión, la versión de un drogadicto.

Con ayuda de un buen abogado y un informe en que se daba fe de que Javier era de los pocos suertudos que no había desarrollado dependencia a droga alguna, lo dejaron tranquilo y de regreso en casa, aunque perdió todo un año escolar. Su madre le dijo estar feliz, pues así lograría cortarle las malas juntas del colegio, pero el verdadero motivo le sería revelado a Javier al oír una conversación entre su madre y una amiga suya con quien debía desahogarse de cuando en cuando: «¿Cómo se puede querer a un niño así? Es un caso perdido…, sin importar lo que haga, sé que Javier está condenado al fracaso, si es que no se convierte en algo peor…».

Javier llegó esa noche a dos conclusiones: que oír conversaciones ajenas no traía nada bueno, y que estaba condenado desde ya al desafecto materno por el tipo de persona en que se convertiría en el futuro.

Curiosamente, la revelación de su condena no generó en él ni angustia ni pena, sino una inesperada liberación: «Si no hay modo de hacer que me quiera, si estoy condenado a sus ojos por el tipo de persona en que me convertiré, ¿qué sentido tiene hacer algo por ganar su afecto?». Desde ese día, abandonó su lucha por agradar a su madre, aunque eso no significara dejar de quererla. «Perdonar nos ayuda a sufrir menos», había dicho alguna vez Alonso. Y Javier decidió perdonar.

Pero su madre, que ni siquiera advirtió este cambio en Javier, sentía que debía hacer algo, cualquier cosa, ante aquel futuro antisocial que tenía enfrente. El psicólogo recomendó probar con una terapia y consejería por seis meses, pero Sofía decidió que se requería una solución más radical. Por suerte para Javier, a esas alturas, el aborto ya no era una alternativa, por lo que la mujer optó por el plan B. Y así fue como Javier conoció a Andrés.

Capítulo 3: Andrés

En sus cuarenta años como Juez local, don Mateo Infante había visto de todo, y se había enfrentado a todo. Y, aun así, no pudo dejar de reconocer que la pataleta de su única nieta, a la que había criado luego de que la madre de esta muriera, era difícil de imaginar en una niña tan menuda.

Tuvo que hacer uso de todos sus dotes de negociador para explicarle que debía aceptar que se irían de la ciudad, que ya había un colegio esperando por ella. Y como dicha negociación no sirviera de gran cosa, debió recurrir a la amenaza: o aceptaba el cambio y comenzaba a despedirse de la capital, o le quitaban su mesada. El temor a dejar de contar con la autonomía económica ciertamente pudo más que la lógica, aunque no dejó de emitir un berrinche final.

—¡Nunca encontraré otro amigo como él! —exclamó con toda la convicción que le daba la sabiduría de sus catorce años, desde su melodramática pose arrojada sobre el sillón.

Sus abuelos eran los más contentos con su declaración. El aludido amigo era la razón de que se mudaran lejos de su hogar.

No es que el muchacho fuera malo en sí. Ellos mismos lo habían alabado en innumerables ocasiones como un adolescente maduro e increíblemente inteligente para tener quince años. Pero que su madre fuera la cocinera de la casa, no lo convertía en un buen candidato como pareja de su nieta, ante el tan temido embarazo adolescente. Que la chica alegara que jamás la había besado no tenía mucha importancia. Don Mateo era un hombre que no tomaba riesgos, y mientras esa amistad siguiera su curso, la posibilidad de un beso existía, y si la probabilidad de ese beso existía, la de un embarazo inadecuado dejaba de ser cero.

—¿Y en verdad no existirá una alternativa? —exclamó su mujer esa noche, terminando de embalar los recuerdos de toda una vida. Don Mateo pensó que todo era culpa del siglo XX y la pila de derechos concedidos a los pobres, que hacían difícil conseguir un sicario sin tener que enfrentar luego el peso de la ley. «Un siglo antes —pensó—, habría podido resolver esto de un modo más fácil».

Antes de dormir, la que sería su última noche en su casa de toda la vida, pensó que, para todo lo que él conocía de la gente de esa clase social, en verdad Andrés, que así se llamaba el joven, era un chico admirable. Pero de nada servía ser admirable si no tenía nada más que aportar.

—¿No irás a despedirte de Matildita? —preguntó su madre, mientras doblaba la ropa recién lavada de un cliente. Al perder de un día para otro el mejor trabajo de su vida, no le quedaba más que aumentar los pedidos del planchado—. Ella te quería mucho.

Andrés se limitó a contestar con una negación casi inaudible mientras cerraba su libro, besó a su madre en la cabeza y caminó en dirección a su cuarto. Su madre le retuvo por la mano, le dijo que la pena ya pasaría y que seguro que pronto encontraba otra chica tan linda como ella. Él siguió su camino sin detenerse a explicarle que bien poco le importaba que Matilda fuera bonita. Era la oportunidad que había perdido lo que lamentaba. ¡Cuándo iba a encontrar otra vez una chica más o menos de su edad, que se enamorara de él y que fuese la nieta de un juez, la puerta de entrada al mundo que el ambicionaba!

 

No era el dinero lo que buscaba en realidad, sino los contactos del anciano, su mejor modo de asegurar la posibilidad de un espacio en aquel mundo de leguleyos del que él quería formar parte.

—¿Por qué quieres estudiar Derecho? —le había preguntado el profesor de Cívica, que ocupaba el rol de orientador desde que sus clases dejaron de ser obligatorias y el quorum iba a la baja.

—Por la corbata… —respondió Andrés. Una respuesta que el profesor consideró bastante estúpida, y le indicó que quizá debería replantearse su vocación en la vida. Por un lado, no había un motivo lógico para que quisiera estudiar Derecho —sea lo que fuera que «la corbata» significara— y, por otro, viniendo de dónde venía, difícilmente tendría los recursos para una carrera universitaria.

Andrés no tenía intención ni paciencia para explicarle la relación entre las corbatas y que quisiera estudiar Derecho. En su opinión, el maestro difícilmente entendería que, teniendo seis años, fue un hombre vestido elegantemente el que tuvo la primera muestra de decencia hacia él. El mismo hombre le explicó que había un mundo muy distinto al que él vivía e instaló con ello la semilla de la ambición en el corazón de un hijo de madre soltera, que vivía con su abuela, sin tener en la vida más pertenencias que la ropa que traía puesta, incluidos los zapatos rotos.

Andrés no recordaba por qué el hombre había bajado de su elegante vehículo a hablar con él, pero sí recordaba la corbata: era azul, con finas líneas grises diagonales. Él quería tener una corbata así, y bajarse de autos caros y lucir elegante. Quería formar parte de ese otro mundo del que el hombre le había hablado y que él mismo había visto un par de veces. Y los abogados siempre llevaban corbata… ese fue el inicio de todo, y la marca fue tan potente en él que no importó cuántas veces le hicieran ver en el futuro lo difícil que sería cumplir su sueño. Él no tenía los medios, ni una familia que le apoyara, pero tenía ambición y una tremenda necesidad de demostrarse a sí mismo que era posible. No le importaba su origen, el desgaste de sus zapatos o su ropa remendada. A nadie le importaría quién había sido cuando se convirtiera en el tipo de hombre que él ambicionaba ser. Lo importante era llegar ahí. Ni aun Adrián podría cambiar aquello.

Adrián había conocido a Celia, la madre de Andrés, hacía diez años, mientras arreglaba un portón a una casa donde su madre trabajaba los viernes. Fue interés a primera vista, y se reconocieron como el uno para el otro: él era un bruto en busca de una esposa que le hiciera la cena y le lavara la ropa, y ella una bruta en busca de un hombre que le diera una casa donde vivir. Todo habría ido de maravilla en su intercambio de servicios convenido si la abuela que cuidaba al hijo de la mujer no hubiera muerto, haciendo entrar en la ecuación a Andrés que, en opinión de Adrián, comía por tres.

Celia debió volver a conseguir trabajo —alimentar al chico no era parte del trato—, pero siguió viviendo con Adrián, incluso cuando este consideró que el engreído y orgulloso hijo de ella podía ser usado como bolsa de boxeo para sus frustraciones. Había aceptado la relación de dominio de su marido sobre ella, a cambio de tener un techo que llamar «suyo». Que esa relación de dominio se extendiera a su hijo era para Celia algo natural.

—¿Por qué no lo dejas? —le preguntó Andrés, en una ocasión en que la pateadura de Adrián había estado a punto de romperle una costilla—. ¿Es que aún lo amas? —¿A pesar de lo que hace a tu hijo?, estuvo a punto de agregar, pero su madre no entendió su silenciosa pregunta.

—Es mi marido. —Fue su respuesta, mientras se cubría el rostro y echaba a llorar.

Andrés era joven, pero ya entonces presentía que su madre, que había sido maltratada desde pequeña por un padre abusador, fue entrenada por la vida a creer que, para tener un techo y comida, debía aceptar el abuso y, de algún modo, parecía proyectar esa misma imagen en él: «Soy una porquería humana y merezco el maltrato. Y tú eres hijo de una porquería humana… Y, aunque me duela, lo mereces también».

Esta creencia conque justificaba a su madre, era el escudo al que Andrés recurría para no derrumbarse. «Me quiere, pero no sabe que merecemos algo más». La alternativa era admitir que su madre, como esposa de Adrián, era en parte dueña de la decrépita casa en que vivían, y que no estaba dispuesta a renunciar a ella, ni aún a costa de su hijo.

—¿Por qué no se lo dices a tus profesores? —le había preguntado Matilda, una de las tantas veces en que le consoló tras una pateadura.

—Eso me convertiría en una víctima, y no pienso ser víctima de nadie.

Ante su respuesta, la joven tomó su rostro magullado entre sus manos —su toque era cálido y amable— y le besó en la mejilla con una ternura que nadie había mostrado por él jamás. Luego, como si nada, volvió a posar sus ojos en el fuego de la chimenea frente a ellos. En más de una ocasión la niña le había confesado que el fuego tenía sobre ella un poder macabro, como el que tiene un fuerte presentimiento. «Para la mayoría, el fuego no es más que una llama roja o azul… Para mí, en cambio, es un mar de colores que se confunden, y que es difícil distinguir…, un mar que me hace un llamado como a hundirme en ellas. A veces siento que quisieran revelarme un secreto terrible…, pero en un lenguaje que no logro entender del todo».

Andrés le dijo que era más probable que fuera un recuerdo agradable de su infancia, algún momento con su madre muerta frente a la chimenea. «No…, es más poderoso que un recuerdo…», le dijo ella, y siguió con la mirada sumida en las llamas. Andrés pensó que la fascinación que ella sentía por el fuego debía ser compartida por este, pues las llamas resplandecían sobre su cabello oscuro en un modo fascinante. De no ser por su miedo a perder aquella cercanía inestable que tenía con ella y que creía le abriría las puertas al mundo al que quería pertenecer, Andrés la habría besado en ese momento. Pero no lo hizo…, y aun así la perdió.

La partida de Matilda lo dejó más solo y expuesto a Adrián y su maltrato y, para soportar mejor sus agresiones, se escudaba en un entumecimiento afectivo que limitaba su dolor, pero que Adrián interpretaba como frialdad o arrogancia, lo que solo convirtió las golpizas en hechos cada vez más frecuentes y la búsqueda de una escapatoria por parte de Andrés, en un estado de alerta constante.

Todo culminó la tarde en que Andrés, mientras leía un libro de Verne, comparó mentalmente a Adrián, quien iba en su segunda caja de vino, con el hombre que se quema al acercarse a las llamas. En opinión del libro, los cuerpos altamente alcoholizados combustionaban con mayor rapidez. Años después, descubriría que dicha teoría era falsa, pero esa tarde no pudo evitar esgrimir una sonrisa al solo imaginar al hombre morir quemado, y algo debió presentir Adrián de lo que había en aquella sonrisa, pues la golpiza que le dio, azuzada por el intento de defensa del flacuchento adolescente, acabó con quince golpes dados con el atizador en la espalda y cabeza del muchacho.

Aunque las cicatrices las llevaría por siempre, esos golpes solo dolerían entonces. Lo que no dejaría de doler jamás sería la patética inacción de su madre. Y ese quiebre emocional del muchacho sería, en cierto modo, su liberación.

Jonathan Blanco consideraba que alguna gente, como su hermana Sofía, era demasiado inteligente para su propio bien. «De ser menos inteligente —le había declarado la última vez que habló con ella—, te dejarías llevar un poco más por tu instinto, como lo hago yo, y serías un poco más feliz». Sofía le respondió que el único logro de su ridículo instinto había sido escoger a la mujer correcta. En eso, Jonathan estaba de acuerdo.

Tras ocho años junto a Florencia y tres hijos nacidos de esa relación, Jonathan se consideraba el hombre más afortunado del mundo. Si bien creía que Florencia, en general, pecaba de ingenua, había algo de tierno en ello que le hacía seguir amándola —eso y que era ella quien llevaba el sustento a casa.

No ganaba mucho como enfermera, pero como única hija de un cardiólogo brillante, tenía un ingreso —y concesiones paternas— suficiente para que él pudiera dedicarse al cuidado de los niños, sin que nadie le exigiera formar parte de ese mundo que obligaba a las almas románticas como la suya a aferrarse a un sueldo.

Fue eso lo que intentó recordar aquella fría tarde de invierno, mientras Florencia pagaba la cuenta de la cena compartida en el restorán, y le explicaba su deseo de llevar a su hogar a un adolescente de quince años que había conocido en el hospital en que trabajaba.

—El pobrecillo no tiene dónde ir —le dijo, como si eso justificara gran cosa y Jonathan aprovechó para beber un último sorbo de agua y evitar responder.

Por lo que su mujer le había explicado, el chico venía de una historia de golpizas reiteradas de parte de un padrastro abusivo, validado por una mujer sometida. Fue un vecino quien, alertado por el escándalo y considerando que los golpes estaban durando más de lo debido en la casa de al lado, hizo la llamada a la policía. Estos, al llegar, encontraron a un padrastro embriagado durmiendo la modorra tranquilamente en su cama, una mujer llorando quedamente mientras lavaba los platos, y un chico medio muerto e inconsciente, desangrándose en el piso de cemento. Cuando preguntaron a la mujer por qué no había prestado ayuda al muchacho, esta alegó que su marido le había prohibido hacerlo, pero que ella estaba rezando por él, y que sabía que Dios lo sanaría, como lo hacía siempre.

El chico, que había llegado teñido de rojo por una herida en la cabeza que sangraba abundantemente y una espalda destrozada a fierrazos, requirió de varias revisiones, intervenciones, pasadas por rayos x y hasta un buen par de suturas, pero llamó la atención del personal de salud por dos cosas puntuales: la cantidad de fracturas antiguas que evidenciaban las radiografías, y lo guapo que era una vez retirada la sangre seca.

Florencia le explicaba que no hablaba mucho, pero que ya había intentado huir del lugar dos veces, y cuando ella le preguntó por qué lo hacía, el chico le confesó que no podía volver al mismo techo que su padrastro, o uno de los dos acabaría muerto.

Y cuando Florencia le preguntara por qué no había querido denunciar al hombre, él respondió, con una sonrisa que revelaban determinación: «Porque las víctimas no llevan corbata».

—¿Y qué quería decir con eso? —preguntó Jonathan, esperando la revelación de un misterio. Florencia solo se encogió de hombros alegando que el significado no era importante, sino la interpretación, y en su opinión, estaba claro que el chico huiría otra vez y que acabaría como muchos otros, perdido entre las calles, vendiendo drogas o robando.

—A menos que nosotros le ofrezcamos un hogar… —terminó ella, y Jonathan sabía que no era una decisión en la que se le pidiera opinión alguna.

Fue buscando una salida al escenario de un andrajoso metido en su casa, que decidió llamar a la hermana, a la que no hablaba desde que se habían prometido odio eterno, seis años atrás.

—¿Sofía?

—Este es mi teléfono personal, ¿quién se supone que soy si no yo, idiota?

Jonathan podría haber colgado el auricular ahí mismo, como lo había hecho otras veces, pero se mentalizó en que era la única escapatoria a llevar a un recogido —que aparte su esposa consideraba guapo— a su casa, y mantuvo su discurso amable hasta que su hermana pareció serenarse. Sofía no se retuvo en exponerle que aún no olvidaba que su hermano pequeño había tomado su auto y lo había estrellado contra un árbol, y luego fingido que lo habían asaltado. Ella había movido mar y tierra buscando al culpable, solo para descubrir que este dormía y comía en su casa. Si bien lo aguantó en su hogar dos años más, el poco agradecimiento que Jonathan mostró al declarar que teniendo una mujer como Florencia no tendría que verle la cara a ella otra vez, y que solo extrañaría a Alonso y a los chicos, terminó por romper el poco afecto que los unía. Se mantenían al tanto de sus vidas únicamente por los incansables esfuerzos de Florencia en que no perdieran contacto.

—¿Y qué se supone que quieres que haga yo con ese joven en casa? — vino la pregunta, luego que Jonathan le presentara la genial idea de que fuese ella quien lo recibiera.

El hombre debió hacer uso de todo su encanto para explicarle que podía ser bueno contar con un chico en casa que se hiciera amigo de Javier y que la notificara cuando este anduviera en malos pasos.

 

—Te estará tan agradecido que será más tu aliado que su amigo, piénsalo.

Sofía pareció sorprendida del asomo de neuronas de su hermano al elaborar un plan con algo de lógica, pero luego recordó que lo odiaba y le gritó que se metiera a su huerfanito donde quisiera, pues ella tenía suficientes problemas con uno.

Una semana después, fue ella quien lo contactó. Al parecer se lo había pensado mejor.

El primer encuentro entre Andrés y Javier no fue de buenas impresiones. Lo primero que Andrés pensó de Javier es que debía tratarse de un niñato mimado, y lo primero que Javier pensó de Andrés es que lo miraba como si él fuera un niñato mimado.

Sofía, quien consideraba que el precio a pagar por la manutención del chico nuevo era suficiente para poder exigirle que la reemplazara en su rol de madre, que cubriera el rol de hermano, e incluso el de niñera, comenzó a actuar en concordancia con este pensamiento.

Su forma de intentar estar en mejor sintonía con un hijo al que no quería mucho, pero que era el único que le quedaba, se traducía en maltratar a Andrés frente a él, para que se supiera favorecido y se sintiera apreciado. Era su modo de decir: «Para que veas que algo te quiero, pues si no te quisiera, te trataría como a este».

De haberse tratado solo del maltrato por parte de Sofía, que Andrés parecía aguantar obligado, Javier nunca lo habría visto como algo más que un parásito ridículo. Pero no había pasado un mes desde la llegada del joven cuando, por accidente, alcanzó a ver las horribles cicatrices de la espalda de Andrés, y entonces, todo tuvo un nuevo sentido para Javier: Andrés no aguantaba el reiterado maltrato psicológico de Sofía con la abnegación del rastrero que soporta la humillación para ganar el amor de su amo —«Si le dejo golpearme, entonces me va a querer»— sino que ese tipo de maltrato le era indiferente porque estaba acostumbrado a uno peor.

Y desde que descubrió aquello, cuanto más observaba a Andrés, más se percataba de que el desafío estaba ahí. Ante cada maltrato de Sofía, la mirada del joven parecía lanzar un «¿y eso debería afectarme? Tendrás que intentar algo más fuerte». Y hasta una sonrisa parecía haber en su reto. Pero Javier descubrió con pena que era una sonrisa triste. Era una máscara para ocultar a otros, y a sí mismo, la tragedia de no sentirse querido. Y el pecho de Javier se hinchó de una emoción que pocas veces había sentido, y decidió que, como Andrés no tenía quien le quisiera en el mundo, él le iba a querer y utilizaría su propio escudo para protegerlo de quienes no le dejaban sanar.

«Soy malo porque nadie me quiere», había leído decir al monstruo creado por el Dr. Frankenstein. Él no dejaría que Andrés fuera malo. Ya había suficiente gente mala en el mundo.

Sofía pudo no darse cuenta del cambio. O tal vez lo atribuyó a un intento de rebeldía por parte de su hijo, que tomando la defensa de un chico que no agradaba a su madre, pretendía molestarla aún más. Pero el cambio, y sus implicaciones, no pasaron desapercibidas para Andrés.

Acostumbrado como estaba al maltrato, los retos y palabras hirientes de esa mujer fría de cabello blanco, no tenían poder sobre él, y es que ya había roto con cualquier necesidad de afecto al momento de dejar a su madre.

Para todos, fue comprensible que el adolescente no quisiera recibir las visitas de la mujer que lo trajo al mundo mientras estuvo hospitalizado —«Ella dejó que casi lo mataran», decían— pero pocos entenderían la verdadera razón detrás de ello: «Me quiere, pero si me quedo, él me matará, y ella lo dejará porque no cree que merezca otra cosa… Si me quedo, yo mismo me convenceré de que no merezco otra cosa». De algún modo, necesitaba romper el vínculo afectivo que lo destinaba a la muerte y huir era la única opción.

Por eso aguantaba a Sofía y sus desprecios, que solo reafirmaban en Andrés la necesidad de dejar de ser quien era para convertirse en alguien que valiera. Un traje caro sería su coraza, y el título su estandarte. Bajaría de autos de marca, llevando una corbata azul con líneas grises y ya nadie vería en él a un recogido o a un maltratado. Nadie podría sentir lástima por el nunca más, solo necesitaba llegar hasta ese lugar privilegiado al que buscaba llegar desde niño, para que ya nadie le mirara con algo distinto a la admiración y el respeto.

Pero, así como estaba acostumbrado al maltrato y la compasión, era ajeno al afecto que parecía motivar la defensa que el arrogante hijo de Sofía comenzó a hacer de él. Al principio, lo atribuyó a la lástima, pero, como Andrés sabía bien, cuando es esta lo que motiva la defensa, con el paso del tiempo y al perpetuarse el maltrato, la lástima se transforma en indiferencia y hasta en rabia contra la víctima a quien una vez se defendió. ¡Como si la víctima tuviera la culpa de que se perpetuara el maltrato!

Por eso, al pasar las semanas, y mantenerse la férrea defensa que Javier hacía de él, Andrés distinguió que había algo más ahí que no había tenido antes. A eso se fueron sumando algunas atenciones e invitaciones a salidas compartidas a las que Andrés se mostró reticente al principio, pero la insistencia y entusiasmo de Javier, acabaron por convencerlo.

Compartieron agradables tardes de cine seguidas de comida rápida, compraron música juntos y Javier incluso le compartió su ropa, alegando que lucía mejor en él, por ser más guapo. Le pidió ayuda con Matemáticas y le consiguió interesados en lecciones pagadas de distintos ramos. Compró libros que claramente nunca leería, solo porque Andrés había mostrado por ellos algún interés, y los dejaba en la repisa compartida instándolo a que tomara lo que quisiera de ahí.

Andrés tuvo deseos de encararlo y de preguntarle a qué se debía el cambio, o qué quería conseguir con ello, hasta que, tras regresar ambos del colegio, lo vio correr en defensa de un perro rabioso al que unos chicos lanzaban piedras. Javier logró amedrentar a los chicos, más pequeños que él, amenazándolos con una golpiza en la que Andrés esperaba no tener que participar. Y luego se quedó junto al perro hasta calmarlo y el animal terminó dejándose acariciar y alimentar. La satisfacción en el rostro de Javier ante su conquista hizo a Andrés comprender que no era lástima lo que movía a Javier, sino su necesidad de ser un héroe. En el fondo era un chico bueno. Y se compadeció de él. En el mundo de Andrés, los chicos buenos no sobrevivían.

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SEGUNDA PARTE:

LOS JÓVENES TRISTES

o

Capítulo 1: Andrés

La madre de Gabriel constantemente decía querer que el dolor desapareciera. Sufría de fibromialgia, y aunque algunos médicos le expusieron que su enfermedad estaba principalmente en su cabeza, para la mujer el dolor era bastante más real.

—¡Ya no quiero sentir nada! —dijo un día en medio de sollozos, mientras se terminaba el ultimo somnífero de su caja de pastillas.

Esa misma tarde, Gabriel oyó a su profesor de Gimnasia plantear en clase que lo que las personas decían reflejaban sus metas en la vida, por lo que llegó rápidamente a la conclusión de que su madre tenía las metas de una muerta, y con la diligencia de un niño de doce años, decidió que él la ayudaría a alcanzar su objetivo.

Por eso no entendió muy bien que la mujer lo internara como un vándalo luego de que él intentara hacerle tragar veneno para ratas. En su alegato al psiquiatra, Gabriel insistió en que, habiendo sido abandonado por su padre y siendo su madre quien lo había cuidado todo lo bien que se podía, él se sentía en deuda con ella, y ¿qué mejor modo de ayudarla que terminar con su sufrimiento?

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