Czytaj książkę: «Víctima Sin Computar»
Víctima
sin computar
El viaje de un alma torturada
Memorias
Tal y como se las contaron a
Yael Eylat-Tanaka
Copyright © 2016 de Yael Eylat-Tanaka
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ÍNDICE
PREludio
PrÓloGO
CAPÍTULO 1- INFANCIA
CAPÍTULO 2- ALEMANIA INVADE FRANCIA
CAPÍTULO 3- La Traición de la esperanza
CAPÍTULO 4 - El arresto de LOS JUDÍOS
CAPÍTULO 5- Cruzando las fronteras
CAPÍTULO 6- Hora de esconderse
CAPÍTULO 7- La liberaCIÓN
CAPÍTULO 8- PalestinA
CAPÍTULO 9- EL GRITO QUE atravesó EL MUNDO
CAPÍTULO 10- TarzÁn
Capítulo 11- turno de guardia
Capítulo 12- El corazón en mil pedazos
Capítulo 13- Madre e hija
Capítulo 14- La Vida civil
Capítulo 15- amor fraternal
Capítulo 16- Moshé Dayán
Capítulo 17- otros hechos más recientes
Epílogo
carta a mi madre
sobre la autora
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PRELUDIO
Estas son las memorias de mi madre, tal y como ella me las contó. He tratado de contar su historia con tanta precisión como ella solía relatarla, sumándole las partes de sus propios diarios de anécdotas, con las historias que tanto aportaron y animaron la mi vida, y evitando que mis propias interpretaciones de los hechos se interpongan o los exageren. Esta no es una novela de suspense pero, desde luego, para aquellos que vivieron los hechos que voy a contar, el suspense siempre estuvo presente y, desde luego, yo también sentí una gran incertidumbre mientras los escuchaba o los leía. Para que nadie se avergüence al leer estas palabras, en momentos puntuales utilizaré pseudónimos y me centraré sobre todo en mantener la esencia verídica de la historia.
Mi madre era francesa, por eso a lo largo del texto es posible que aparezcan palabras o expresiones en francés. He añadido su traducción para cuando sea necesario. También vivió y estudió en Italia antes de mudarse a Israel y, más tarde, a los Estados Unidos. De nuevo, aparecerán palabras o expresiones en esos idiomas, así que las he traducido lo mejor que he podido.
Ojalá el lector pudiera disfrutar de esta historia, pero admito que es demasiado dura como para que alguien la disfrute. Me duele en el alma lo que sufrió mi madre, y lo que sufrieron tantísimas personas al vivir experiencias similares, o incluso peores.
Yael Eylat-Tanaka
Tampa 2016
Prólogo
Esta no es una autobiografía. Cada una de las palabras que hay escritas es tan cierta como lo son mis recuerdos, filtrados por del paso del tiempo y mis propias vivencias. Sin embargo, por respeto a aquellos que ya no están entre nosotros para opinar sobre esos hechos que solo podrían explicarse desde su punto de vista, se han tenido que omitir muchos detalles. Otros hechos, en cambio, los he apartado para no avergonzar a aquellos que sí se encuentran aún entre nosotros.
La finalidad de estas páginas es dejar constancia de aquellas partes relevantes de mi vida que nunca pude describir en su totalidad. Pienso sobre todo en mi hija, a quien no quería aburrir con historias de cuando ella aún no había nacido o que sucedieron en su infancia. En aquel entonces, surgieron problemas más importantes que debíamos afrontar y todas esas reminiscencias quedaron relegadas a un segundo plano, pues no eran mi mayor preocupación en el momento. Aún así, tengo nuestro pasado grabado a fuego en mi memoria, a veces un poco enrevesado o distorsionado como para estar segura, pero siguen siendo esos recuerdos los que nos convierten en quienes somos hoy en día, los que se filtran hasta la última célula de nuestro cuerpo. He tratado de mirar hacia delante, en busca de un futuro mejor en vez de estancarme en el pasado, pero este siempre ha sido una parte irrefutable de la persona que soy hoy. No podemos cambiar los hechos. Como mucho, podemos cambiar de perspectiva y de opinión sobre esos hechos. Yo, no siempre he sido capaz.
Capítulo 1
Infancia
No sé mucho sobre mis abuelos, de la familia de mi madre no me quedan más que algunos vagos recuerdos. En cambio, de quien sí me acuerdo es de mi abuela por parte de padre, Memé, que siempre estuvo muy presente en nuestra familia. Mi padre y ella estaban muy unidos. Ella era la matriarca de nuestra familia y eclipsaba a mi madre cada segundo, hasta sus últimas consecuencias. El día que mi hija fue secuestrada por su propio padre, Memé me contó que ella misma se había divorciado, porque no era feliz en su primer matrimonio.
Mi familia provenía de Turquía, y mis recuerdos sobre las historias de mi infancia tienen mucho que ver con la cultura y la vida de mis antepasados. A menudo mi padre me contaba la historia de la vez que mi abuelo se encontró un loro precioso en sus terrenos y se lo llevó al Sultán Hamid, de quien había sido consejero. Otras veces, cuando venían de vendimiar en el campo con los niños subidos en los burros y pasaban por el cementerio al anochecer, los mayores contaban historias sobre los muertos y los niños palidecían de miedo al imaginarse que todas esas cosas fuesen verdad.
Aunque no conocí a mi abuelo, él era un judío muy devoto y, como tal, cumplía con la tradición de no afeitarse la barba. Si un solo pelo se le caía, él lo recogía y lo guardaba en su libro de oraciones. Se casó de segundas, con mi abuela Memé, después de que ella se divorciara del maltratador que fue su primer marido y tras abandonar a su primer hijo. Él, por su parte, tenía hijos mayores que ella y que incluso habían intentado cortejarla, pero ninguno la trató con más amor y respeto que mi abuelo.
Estos volátiles recuerdos son lo único que me queda de mis raíces. Pequeñas hebras de mi infancia que a veces se adornaban con alguna fotografía o con anécdotas de otros miembros de mi familia.
Mi madre también era turca. Por lo que me contaba de su juventud en Izmir, tanto ella como su familia habían vivido en el barrio armenio y griego de la ciudad. Mi abuelo tenía una tienda de porcelana y vidrio y envió a sus hijos a una escuela religiosa, gestionada por misioneros protestantes escoceses. Recuerdo a mi madre resplandeciente cada vez que cantaba los himnos que aprendió allí y cada vez que hablaba del Sr. Murray, el director, que solía llamarla a primera fila para escucharla mejor. Por supuesto, se trataba siempre de cánticos religiosos, por lo que se mencionaba mucho a Jesús en mi casa y eso, a mi padre, le daba una rabia tremenda.
Al vivir entre griegos y armenios, mi madre aprendió a hablar ambos idiomas y a cantar sus canciones, algo que me encantaba cuando era pequeña. Aunque nunca aprendí lo que significaban, todavía recuerdo algunas letras. Aquellas canciones me parecían tan románticas que muchas veces le pedía a mi madre que me enseñase griego. Como ella fue a la escuela de misioneros escoceses, cursó toda la enseñanza en inglés, y lo aprendió tan bien que lo mantuvo durante toda su vida.
Además, mi madre hablaba turco perfectamente, por supuesto. Cuando los adultos no querían que los niños escuchasen lo que decían, empezaban a hablar en turco entre ellos, hasta que los niños empezaban a entender parte de las conversaciones.
Cuando era joven, mi madre conoció a su mejor amiga en Izmir. Se llamaba Allegra Romano y lo hacían todo juntas. Un día encontré unas fotos de ellas dos y, en el reverso, mi madre había escrito algunas frases en francés. Mi madre y su familia se mudaron a Francia tras la Primera Guerra Mundial, al igual que su amiga Allegra, así que, mantuvieron su amistad y, al final, se casaron con dos hermanos: mi padre y mi tío Raphael. Sin embargo, como mi padre estaba enamoradísimo de mi madre, y mi tío Raphael era más bien un vividor, Allegra se llenó de celos y resentimiento contra mi madre y su amistad se fue a pique. Creo que mi madre, a pesar de todo el deterioro de su relación, todavía la quería y la extrañaba muchísimo.
Durante la Gran Guerra, cuando aún vivían en Izmir, mi madre y su familia presenciaron la terrible masacre que los turcos ejercieron sobre los griegos y los armenios, lo que desde entonces se conoce como genocidio. Pasaron tantísimo miedo que, durante largo tiempo, mi madre sufrió de úlceras estomacales y pesadillas. La brutalidad de los turcos contra los griegos y los armenios que vivían en sus tierras, causó un gran éxodo de las comunidades judías que vivían allí desde que, en 1492, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón los expulsaron de España por orden de la Inquisición. La comunidad judía se dio cuenta de que la tranquilidad con la que habían vivido —en mayor o en menor grado— durante los últimos cinco siglos, había llegado a su fin, así que todos los que tuvieron la posibilidad de marcharse, lo hicieron. Algunos, emigraron a Francia y se establecieron en Lyon.
Mi madre y su familia llegaron a Francia en 1920 y se mudaron a casa de su hermano Vidal, que estaba casado, en Lyon. Mi tío se había hecho amigo de dos hombres, Henri y Raphael, que también se habían venido a Francia desde Turquía en la misma época que él.
A mi tío le caía muy bien uno de los hermanos, Henri, por lo que decidió presentárselo a mi madre invitándolo a casa. Ella me contó después que estaba cosiendo en el salón cuando llegó mi padre y empezó a chincharla jugando con los hilos. Esa fue toda su presentación. Empezaron a salir y, al poco tiempo, se casaron.
Como acababan de llegar a Francia, los recién casados no contaban todavía con muchos medios, así que decidieron empezar su vida en el mismo apartamento en el que vivían los dos hermanos con su madre. Más tarde, a Allegra, la mejor amiga de mi madre, le presentaron a Raphael uno de los días que visitó a mi madre y, con el tiempo, también se casaron y empezaron a vivir en esa misma casa, junto a mi madre y mi abuela Memé, que ahora tenía toda una corte sobre la que gobernar. Imagínate tener dos hijos, que se casen los dos, y que decidan vivir en el mismo piso que tú. Por lo que sé, la vida en esa casa no fue de lo más apacible y placentera para las dos parejas, sobre todo porque mi abuela siempre se ponía de parte de Raphael, que era más risueño que su hermano. Lo recuerdo siempre riéndose y haciendo bromas, pero también le gustaban mucho las mujeres. Por las historias que escuché cuando era pequeña, y por desgracia para su mujer, él solía pasar muchas noches fuera de casa. Mi padre, en cambio, quería muchísimo a mi madre y se quedaba junto a ella cada noche para mostrarle todo su cariño. Enseguida se quedó embarazada de mi hermano mayor.
La convivencia de las dos parejas, con la suegra y en el mismo piso, deterioró poco a poco la amistad entre mi madre y Allegra, que empezaron a tener cada vez más rencillas. Además de toda la tensión, mi abuela se posicionó de parte de Raphael por sus aires joviales e irresponsables, puso de manifiesto toda su animadversión hacia mi madre y claro, que mi madre estuviese embarazada no hizo más que aumentar el resentimiento por parte de Allegra.
Por suerte, el primer hijo de mi madre fue un niño, mi hermano René, al que otorgaron el nombre judío de Salomón, aunque todo el mundo lo llamaba Momon y más tarde, simplemente Momo. Al poco tiempo mi madre volvió a quedarse embarazada, esta vez de mí. Pero para entonces, Allegra ya había conseguido quedarse en estado.
Las dos mujeres tenían que lidiar continuamente con su suegra, pero a esta le pareció que mi madre no debería tener un segundo hijo tan seguido del primero. Según cuentan las leyendas familiares, Memé fue bastante desagradable con mi madre cuando estaba embarazada de mí, mientras que fue todo un primor con Allegra, que llevaba en su interior el bebé de su hijo favorito. Al parecer mi abuela me odiaba desde antes de nacer yo y eso solo empezó a cambiar cuando empezó a estar senil. Más tarde, me enteré por mi abuelo de que Memé ni siquiera había ido al hospital a ver a mi madre cuando nací y de que, una vez en casa, nunca se acercó a la cuna para ver a su nieta recién nacida.
Cuando tenía cinco o seis años, mi madre me contó que nací en el hospital Hotel-Dieu de Lyon. Como a todo niño pequeño, a mis hermanos y a mí nos encantaba oír las historias sobre cómo habíamos llegado al mundo. Es ese tipo de historias que los adultos contaban de manera excepcional para cautivar a los niños y que se callasen un rato. Mi madre continuó contando a su joven público que este hospital lo gestionaban unas hermanitas de la caridad de San Vicente de Paúl y que, una de ellas, zarandeó su cama y le dijo:
—Despierta, fortachona. ¡Has tenido una niña preciosa!
Me sentí orgullosísima de que me llamasen «niña preciosa», pero no era consciente en ese momento de que ninguna enfermera osaría llamar «precioso» a un bebé recién nacido. Mientras me regodeaba en esa sensación tan gratificante, hubo un instante en que se me pasó por la cabeza preguntarme por qué los bebés nacían por la noche mientras la madre duerme y por qué estaba mi madre durmiendo en aquel hospital. Para mi desgracia, nadie me respondió nunca a estas preguntas.
Muy de vez en cuando y siendo todavía bastante joven, conseguía ir reuniendo pequeños fragmentos de información sobre mi más tierna infancia. Maman siempre decía que era una niña muy tranquila y que me entretenía durante horas jugando con mis juguetes. Decía que como era tan tranquila, una vez que me puse enferma se le olvidó quitarme el apósito medicinal que me había puesto en la espalda y, cuando por fin se acordó y vino corriendo hasta la cuna, tenía toda la espalda hinchada y rojísima, pero como no me eché a llorar, ella no se había dado cuenta. Claro que yo no recuerdo nada todo aquello; es más, según la recuerdo, mi infancia pudo ser cualquier cosa menos tranquila.
Se dice que la autoestima y la concepción del valor de uno mismo se forjan muy temprano. Me pregunto si ese accidente fue la primera vez que empecé a pensar que no valía la pena acordarse de mí, ni siquiera para mi madre...
Cuando tenía unos tres años, mi familia se mudó a Valence, una ciudad a unos cien kilómetros al sur de Lyon. Se trata de una ciudad medieval a orillas del Ródano, donde se habían asentado hacía tiempo dos de mis tíos. Allí es donde me crié, espachurrada entre mi hermano René, que tenía un año y medio más que yo, y mi hermano Jacques, que era dos años menor que yo. Mi abuela Memé vivía con nosotros y, de vez en cuando, mi abuelo nos visitaba y se quedaba en casa por temporadas. Nos quería mucho a los tres niños. Él era un judío muy devoto; todavía lo recuerdo rezando cada mañana en dirección a Jerusalén, con la cabeza cubierta con su talet y sosteniendo el tefilín con la mano izquierda. Somos judíos sefardíes y, como tales, mi madre y mi abuela se ocupaban de que se cumplieran todas las leyes y el estilo de vida judío, como no trabajar durante el Sabbat o los Santos Días. Es curioso que siguiéramos esta tradición, cuando mis padres habían sido educados por misioneros cristianos.
Recuerdo a Maman encendiendo las velas sobre el mantillo de su cuarto en la noche del viernes al Sabbat y, durante los Santos Días, solía cubrir las camas con colchas de encaje y almohadas. Todavía hoy, el olor de los jacintos, los claveles y las mimosas me transporta años atrás a aquel piso en época de Pascua, cuando Maman decoraba todas las habitaciones con estas flores y sus preciosas colchas de encaje hechas a mano por la suegra de mi tío. Empezaron a enseñarme la labor de los encajes cuando era muy pequeña, en uno de los viajes que hicimos a Lyon. Mi madre nos llevó a los tres a pasar unos días con mi tío y, cuando vio el minucioso trabajo de encajes que había realizado su suegra, no pudo evitar encargarle que le hiciera una colcha dedicada para ella. Al poco tiempo se la entregaron pero solo la usaba durante los Santos Días Supremos. Más adelante me enteré de que la pobre mujer y su hijo habían visto cómo los alemanes deportaban al resto de su familia a Drancy, un campo de concentración al sur de París, y que nunca volvieron a saber de ellos. Mi pobre tía... Debe partírsele el corazón cada vez que piense que su madre, su padre y todos sus hermanos murieron de una manera tan terrible y que, en 1944, también perdió a su hijo de 17 años en un bombardeo mientras intentaba salvar a las personas de un refugio. Más tarde, mi primo fue condecorado post mortem de parte de toda la ciudad, pero estoy segura de que mi tía preferiría mil veces tener a su hijo que una medalla. ¡Cuántas veces he dado gracias a Dios porque mis padres murieran en la cama y no bajo los horrores del Holocausto!
Muchos años después, mi hermano René visitó a mis padres en Israel y mi madre le regaló la preciosa colcha de encaje como regalo para su mujer pero, con el tiempo, ella me la entregó a mi como recuerdo de mi madre.
****
Estamos en Janucá de 1991. Esta tarde, estaba encendiendo las velas cuando se me ha venido un recuero a la cabeza. Estaba otra vez en Janucá, pero este momento era antes de la Segunda Guerra Mundial y estábamos todos reunidos en la cocina de Bourg-les-Valences alrededor de la menorá de Janucá. Yo debía tener unos nueve o diez años y teníamos visita ese día, el Sr. Yerushalmi, que imagino que era amigo de mis padres aunque yo no lo había visto nunca. Esa noche me tocaba a mí encender la menorá, puesto que mis hermanos y yo nos turnábamos para que uno la encendiera cada noche. Justo cuando iba a encender la primera vela mientras comenzábamos nuestras plegarias, el Sr. Yerushalmi, angustiado, nos hizo parar todo y dijo: «¡La niña no puede encender las velas! ¡Podría ser impura!». Yo no tenía ni idea de esos temas de adultos, solo me sentí humillada porque me llamasen ‘impura’ en público, con esa connotación de ‘algo sucio’ y delante de mi padre y mis hermanos, así que no entendí lo que realmente quería decir nuestro invitado. Por supuesto, como anfitriones, mis padres me pidieron que le pasase las cerillas a uno de mis hermanos y yo me quedé ahí pensando cuál habría sido mi pecado, si es que había cometido alguno. No recuerdo que me lo explicaran después, solo recuerdo que creció ese sentimiento de ostracismo que siempre había sentido cada vez que me decían que, solo por ser una chica, no podía hacer las mismas cosas que mis hermanos.
Más tarde entendí a qué se refería nuestro invitado. Debía tratarse de un judío ortodoxo que opinaba que las mujeres eran como ‘jarrones impuros’. Muchos años después, mi padre y mi hermano Jacques decidieron estudiar a fondo el budismo. Normalmente, se leían el uno al otro fragmentos de sus libros en voz alta y, una de las veces que pasé por delante de la habitación donde se sentaban escuché: «...car la femme est impure...» (porque la mujer es impura). Me marché corriendo alucinada de que fuesen capaces de leer en voz alta tales insultos incluso estando mi madre, mi hija y yo en casa. Claro está que, después de esa experiencia, no me dieron ganas ningunas de estudiar la filosofía budista, por mucho que insistiera mi padre.
Nos enseñaron muy poco sobre el judaísmo, pero algunas de sus tradiciones estaban profundamente arraigadas en nuestra familia. Sabíamos que éramos judíos y, a veces, cuando volvíamos del colegio llorando porque otros niños nos llamaban ‘judíos asquerosos’, mi padre siempre nos decía que teníamos que estar orgullosos de ser judíos. Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, sentíamos que éramos diferentes a los otros niños y, muchas veces, sabíamos que no les caíamos bien. Nuestras fiestas no eran las mismas que las de nuestros amigos, no íbamos a la iglesia o al catequismo como ellos y nuestro día de descanso era el sábado, no el domingo.
En Pascua, después de limpiar todo rastro de comida que hubiera en la casa, comíamos pan ácimo durante ocho días. La primera noche siempre se dedicaba a Séder, así que mi padre siempre leía el larguísimo Hagadá que cuenta la liberación de los esclavos judíos en Egipto. En aquella época, y sabiendo que en mi familia se mantenían todas las tradiciones, se daba por descontado que yo celebraría mi Bar Mitzvah. Yo ni siquiera sabía que esta ceremonia se celebrase en otros países para las niñas, en cambio, mi hermano René, empezó a estudiar para su Bar Mitzvah con tan solo trece años, pues esa celebración marcaría su entrada en la edad adulta y en la comunidad judía. Siempre lo quise mucho y mantuvimos una estrecha relación; me encantaba imitar todo lo que él hacía. Solo con escucharle recitar las lecciones sobre Los Trece Principios de Fe de Maimónides me los aprendí yo también, tanto que aún recuerdo claro como el agua el principio de una de las plegarias: « Oui, je promets du fonds de mon âme de te rester fidèle, oh, mon père et mon dieu...» (‘Sí, prometo desde lo más profundo de mi alma serle fiel, oh, mi padre y mi Dios...’).
Durante Yom Kippur hicimos ayuno. Los niños aguantamos todo lo que pudimos, pero cuando vimos la comida preparada en la cocina, no pudimos soportar la tentación y perdimos el control, comiéndonos disimuladamente todas las rechicas y los deliciosos trovados, unas galletas típicas bañadas en miel que había preparado nuestra abuela para cuando rompiéramos el ayuno.
Más o menos, esa era toda nuestra educación religiosa. Maman y Memé nos enseñaban según las habían criado a ellas, pero mi padre prefería que aprendiéramos de una forma más tolerante. Él no creía que fuese necesario vivir siguiendo todas las tradiciones. A día de hoy, se le consideraría un judío reformista por pensar así y por cuestionar e interpretar las Escrituras con tanta ahínco. Vamos, que en lo que respecta a su fe judía, mi padre era menos ortodoxo que mi madre o mi abuela y, en vez de dejar que nos enseñasen religión de una manera tan cerrada, decidió que no se nos inculcaría ninguna religión. Esta decisión acarreó graves consecuencias imprevistas que, en un futuro no muy lejano, sacudieron nuestra familia trágicamente. Bueno a ver, que me estoy precipitando.
Había tan pocos judíos en Valence antes de la Segunda Guerra Mundial, que ni siquiera teníamos un templo o una sinagoga en toda la ciudad. Sin embargo, hubo un año en que mis padres decidieron celebrar misas en casa durante los Santos Días Supremos. Se necesita un quórum de al menos diez varones judíos para poder celebrar la misa, y ese era aproximadamente el número total de hombres judíos que había en Valence y que pudieron invitar. Mis padres movieron todos los muebles del comedor y cubrieron el armario con una sábana blanca. Consiguieron traer una Torá de los templos de Lyon y la colocaron en un arca improvisada. Las mujeres se sentaban en otras habitaciones y miraban a través de la puerta mientras los hombres rezaban en el ‘santuario’. Recuerdo vagamente una disputa que tuvo lugar durante esos Santos Días cuando uno de los hombres que se sentaba en el santuario cruzó sus piernas poniendo un pie por encima de la rodilla contraria. Se formó un gran revuelo entre el resto de hombres, que empezaron a reprocharle que aquella acción era una gran falta de respeto en un lugar ‘sagrado’. Menciono esta anécdota para mostrar cuán sagrado era el judaísmo para mi familia, a pesar de que mi padre hubiese decidido no inculcarnos ningún tipo de educación religiosa.
Ese año, como íbamos a montar un ‘templo’ en casa e íbamos a recibir tantos invitados, mi madre le pidió a mi tía Allegra que me cosiera un nuevo vestido de seda. Era azul claro y tenía la falda plisada. ¡Mi emoción cuando fui a casa de mi tía para probármelo y me dijeron que lo llevaría durante los Santos Días no tenía límites! Por desgracia, la semana de antes de las fiestas debí desobedecer a mis padres o hacer alguna trastada y me castigaron con lo que más daño podía hacerme: mi vanidad. Me prohibieron ponerme ese vestido nuevo precioso, que estaba ahí colgado para que todo el mundo lo viera sobre una percha en vez de sobre mí. ¡Encima, nunca tuve otra oportunidad para ponérmelo! Porque crecí mucho de repente y se me quedó demasiado pequeño. Fue una decepción tan grande, que me marcó en lo más profundo, porque me di cuenta de que para mis padres no solo era una niña problemática, sino bastante vanidosa. Puedo oír a las amigas de mi madre diciéndole que tenía una niña preciosa y, mientras tanto, Maman trataba de mantener raya todo lo que se me pasaba por la cabeza. Mi mejor amiga tenía un espejo en el que me encantaba admirar mi largo pelo rizado hasta el punto en que mi padre, desesperado, me amenazó con cortarme hasta el último pelo mientras dormía si no dejaba de contemplarme en el espejo. No creo que lo dijera en serio, pero en aquel momento sí que me lo creí.
Sin embargo, nunca dejé de mirarme al espejo.
Cuando aún éramos pequeños, Maman nos llevó a pasar unos días con la familia de mi tío en Lyon. Vivían en la parte más pintoresca de la ciudad: la Plaza de San Juan. Todavía recuerdo cosas sueltas de aquellos días, dando de comer a las palomas en la Plaza des Terraeaux o cuando me sentaba en el orinal en una de las habitaciones... Un sábado por la mañana, cuando salimos de la sinagoga en el muelle Tilsitt, Maman se paró a hablar con un conocido en las escaleras de la entrada y, tras las amables palabras que me dedicó, yo le salté encima, lo abracé y le di un beso. Me reprendieron duramente diciendo que las niñas no abrazaban ni daban besos a desconocidos. Había sido un poco impulsiva, pero no podía resistirme a una sonrisa y a la amabilidad. Muchos años después, Maman me confesó que en aquella época, cuando nos llevó a Lyon, se había dado un tiempo con mi padre porque su suegra, Memé, le estaba haciendo la vida imposible y mi padre prefería prestar más atención a su madre que a su mujer. Él le escribió varias cartas de amor rogándole que volviera y contándole lo vacía que estaba la casa sin ella y sin los niños. Cuando me enseñó esas cartas, ya hacía muchos años que habíamos vuelto a casa.
Como he mencionado previamente, mi tío Raphael, su mujer Allegra y su hijo Sami vivían con nosotros en Valence. Sami era hijo único, pero se crió con todos nosotros y, de hecho, solía llamar a mi hermano René su frère-cousin, o sea, su ‘hermano-primo’. Mi abuela Memé lo adoraba porque, según decían, era el niño de su hijo favorito. También mostraba su predilección por mi hermano René, ya que era el primogénito de la familia. René siempre se portaba muy bien, era serio, tranquilo y trabajador, y tenía un don para la música. Yo le admiraba mucho y me gustaba escucharle recitar sus lecciones y memorizarlas. Mi memoria era muy buena y esa práctica me ayudó mucho para preparar mis clases más adelante pero, aunque era muy buena estudiante, también era una rebelde. ¡Prefería jugar con mis muñecas antes que hacer cualquier otra cosa! Una vez, nos encargaron a René y a mí tejer un jersey, por lo que teníamos que tejer la mitad cada uno. Para cuando René terminó toda su mitad, las mangas y el cuello, yo todavía estaba peleándome con la parte delantera. Los puntos eran dificilísimos, pero a él se le daba de maravilla y yo era demasiado vaga y solo quería irme a jugar. Además, siempre fui muy revoltosa, impertinente y respondona con mis padres. ¡Tenían que estar hartos de mí! No me sentía muy querida, sobre todo cuando me comparaban con mi hermano que lo hacía todo bien, pero mirándolo en retrospectiva, me doy cuenta de que siempre me sentí muy unida a él, y de que lo quería muchísimo. Supongo que aprendí a quererle por imitación y este amor tan profundo me ha acompañado toda mi vida. Claro que todo lo que aprendemos de pequeños nos moldea e influye en nuestra personalidad. Nunca hubo una gran rivalidad entre nosotros, porque no recuerdo sentir celos de él y creo que ese profundo amor y la afinidad que teníamos me impedían sentir cualquier tipo de resentimiento hacia él, a pesar de que la actitud de mis padres y de mi abuela, que solo tenían buenas palabras para mi hermano.
Mi hermano tenía nueve años cuando le apuntaron al conservatorio y, por mucho que me empeñé en que me apuntaran a mí también, todo se resolvía con un ‘tu eres una niña y no puedes hacer lo mismo que los niños’. Por supuesto, mi hermano tocaba de sobresaliente, así que enseguida empezó a tocar el clarinete y, con el tiempo, se unió a la Orquesta de Valence como clarinetista. Un amigo del colegio que iba con él a las clases de música me dijo un día con gran admiración que mi hermano estaba hors concours, vamos, que era un fuera de serie. A mí me encantaba y disfrutaba mucho de su éxito; disfrutaba incluso de pasarle las páginas de las partituras cuando tocaba el clarinete en casa, en nuestro piso, donde siempre sonaba música porque, o bien practicaba sus escalas, o bien tocaba alguna obra como Scheherezade, de Rimski-Kórsakov o la Cavalérie Légère de Soupé o El mercado persa. Cada vez que escucho ahora el Concerto de Clarinete de Weber o el Concerto de Clarinete de Mozart, me convierto de nuevo en esa niña que le pasaba las páginas de las partituras a su querido hermano. ¡Cuánto lo quería y lo admiraba! Bueno, y todavía es así, a pesar de todos los años que han pasado, de todos los cambios, de todo el distanciamiento y los acercamientos, él siempre ha sido y será mi gran pilar, mi hermano, a quien admiro y quiero por ser todo lo que yo no fui: tranquilo y serio, bueno y querido, mientras que yo era vivaz, bromista, rebelde... Y no me querían. ¿El hecho de que lo quisieran tanto fue lo que le dio tanta confianza en sí mismo y le hizo ser encantador? ¿O fue ser encantador lo que hizo que lo quisieran? Yo diría que la primera, porque creo que el amor es el mayor regalo que unos padres pueden otorgar a sus hijos, y que este amor es la base de la autoestima y la confianza en uno mismo.