Czytaj książkę: «Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso»

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Los mejores relatos de crimen y suspenso

Título original: Alfred Hitchcock's Mystery Magazine Presents Fifty Years of Crime and Suspense

D. R. © 2006, Alfred Hitchcock's Mystery Magazine

D. R. © 2020, Ricardo Vinós, por la traducción.

Ilustración de portada: Gabriel Pacheco

Primera edición: marzo de 2021

D. R. © 2020, de la presente edición en castellano para todo el mundo:

Perla Ediciones ®, S. A. de C. V.

Venecia 84-504, colonia Clavería, alcaldía Azcapotzalco, C. P. 02080, Ciudad de México

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ISBN: 9786079889975

Impreso en México / Printed in Mexico

Papel 100% procedente de bosques gestionados de acuerdo con criterios de sostenibilidad.


Conversión eBook:

Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación

ÍNDICE


Página de título

Página de créditos

Introducción LINDA LANDRIGAN

Introducción a la edición en castellano RICARDO VINÓS

Vudú RHYS BOWEN

Sacerdotes GEORGE C. CHESBRO

El sheriff del “método” ED LACY

Ritual funerario DOUG ALLYN

El costo de Kent Castwell AVRAM DAVIDSON

# 8 JACK RITCHIE

El dios de los obstáculos GREGORY FALLIS

Errores históricos WILLIAM BRITTAIN

La gata del O-bon I. J. PARKER

El nuevo vecino TALMAGE POWELL

Espartaco negro JAMES LINCOLN WARREN

Sábado por la noche en la sala de masajes Mikado LOREN D. ESTLEMAN

Escapar de Nairobi ED MCBAIN

El último día de Erie STEVE HOCKENSMITH

El cuerpo del lenguaje S. J. ROZAN

Cómo buscar a Olga Bateau STEPHEN WASYLYK

El día de la ejecución HENRY SLESAR

Halcones CONNIE HOLT

La musa JAN BURKE

Justicia para Mama Cass WILLIAM BANKIER

Acerca del autor

Acerca de este libro


INTRODUCCIÓN


CINCUENTA AÑOS SON MUCHAS HISTORIAS. Cuando empecé a plantearme la idea de armar una antolo­gía que conmemorara el cincuentenario de Alfred Hitchcock’s Mystery Magazine, miré desde mi escritorio la pared en la que guardo todos los números de la revista desde diciembre de 1956 y me sentí abrumada. Decidí buscar ayuda para determinar qué cuentos representaban lo mejor de la ilustre historia de la publicación.

Puse en sus páginas un anuncio a nuestros lectores, pidiéndoles que nos escribieran para decirnos cuáles eran sus relatos favoritos. La respuesta fue maravillosa.

Algunos señalaron una sola historia que se había quedado años rondándoles la mente. Otros mencionaron a un autor favorito (“Lo que sea de Stephen Wasylyk”). Otros nos mandaron pequeñas claves para iniciar una búsqueda del tesoro con palabras como “No recuerdo el título o el autor, pero…”. A menudo, estos corresponsales describían un cuento con tanto detalle que de hecho conseguimos identificarlo.

Esas cartas eran para nosotros otra prueba de que AHMM tiene la suerte de contar con un grupo de fieles lectores que han estado suscritos a la revista por años o incluso generaciones; en muchos sentidos, sienten que la revista “les pertenece”. Las cartas también nos hacían recordar el poder del cuento corto. Puede ser que esos relatos se hayan publicado en una pequeña gaceta mensual, pero son mucho más que un entretenimiento efímero. Sus tramas y personajes, sus ironías y su impacto emocional poseen una resonancia duradera. Se quedan años con nosotros, incluso mucho después de que el número de la revista ha desaparecido.

No cabe duda de que la popularidad de la revista en sus primeros años tuvo el apoyo de la evidente asociación con Alfred Hitchcock. Fue fundada a mediados de la década de 1950 por Richard E. Decker y H. S. D. Publications, que en ese entonces publicaban la revista de relatos de misterio Manhunt. Llegaron a un acuerdo con el famoso director de cine para que le prestara su nombre a la revista.

En poco tiempo, los productores del popular programa televisivo de media hora Alfred Hitchcock presenta (1955-1961) encontraron en la joven publicación una mina de rela­tos que ellos podían transformar en guiones. “A Bottle of Wine” [Una botella de vino], del primerísimo número de AHMM, fue de los primeros elegidos. Más adelante, relatos de autores nuestros como Henry Slesar, Talmage Powell, James Holding, Jack Ritchie, Ed Lacy y Robert Bloch, por mencionar unos cuantos, se convirtieron en guiones y se llevaron a la pantalla para Alfred Hitchcock presenta o para su posterior encarnación, La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965).

Desde su nacimiento, la revista ha recibido con los brazos abiertos tanto a profesionales con experiencia como a jóvenes escritores que siguen cavándose un nicho en el mundo del misterio. En la década de 1960, AHMM publicó algunos de los primeros cuentos de autores que hoy en día son grandes maestros en este campo, como Donald E. Westlake y Hillary Waugh.

En 1975 Alfred Hitchcock’s Mystery Magazine fue adqui­rida por Davis Publications, que también editaba Ellery Queen’s Mystery Magazine. Mientras otras revistas de ficción desaparecían, AHMM se iba estableciendo con aún mayor solidez en esos años bajo la administración de la editora Eleanor Sullivan, quien publicaba con regularidad a escritores talentosos como Lawrence Block o Bill Pronzini.

Cathleen Jordan entró en escena como editora en 1981 y muy pronto amplió el atractivo de la revista para llegar a miles de lectores de cuentos de todo Estados Unidos. También continuó con la tradición de AHMM de ser receptiva a autores desconocidos o no publicados. Doug Allyn, Rob Kantner, I. J. Parker y Martin Limón son un puñado de los numerosos escritores que se iniciaron en sus páginas.

Con ayuda de nuestros lectores he elegido una muestra representativa de cuentos publicados en AHMM en las últimas cinco décadas. Todas son historias interesantes, escritas con oficio, que ejemplifican el amplio registro y la diversidad que la revista ha ofrecido con los años. Ya sea que estés llegando a ellas por primera vez o releyéndolas, el entretenimiento está garantizado. Si eres estudiante de escritura, son relatos que vale la pena analizar por lo bien trabajados que están. Como colección, son muestra de la evolución estilística del cuento corto popular. En esta compilación encontrarás autores a los que quizá reconozcas y otros que merecen una mayor atención.

Aunque cincuenta años puedan no parecer mucho tiempo, la cultura estadounidense se ha desarrollado de maneras sutiles y a la vez drásticas. Esos cambios se reflejan en los cuentos. El movimiento por los derechos civiles, la revolución sexual, los derechos de las mujeres, la guerra de Vietnam, la caída del Muro de Berlín y nuestra sociedad cada vez más multicultural son sólo algunas de las transformaciones que alimentan estas historias y las dotan de una relevancia que va más allá de su mandato principal, que es el de entretener.

Por su ayuda para llevar esta antología a buen término, quisiera agradecer a Claiborne Hancock, fundador y editor de Pegasus Books; a Abby Browning, gerente de Mercadotecnia y Derechos Subsidiarios de Dell Magazines; a Nicole K. Sia y Jonas Eno-Van Fleet, mis ayudantes, y a todos los lectores que mandaron sus magníficas recomendaciones.

LINDA LANDRIGAN

Nueva York, abril de 2006

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN EN CASTELLANO


DESDE LA INFANCIA ME ENAMORÉ DEL CINE, un amor profundo y apasionado por esa joven forma de arte que iba a orientar y desorientar mi vida duran­te mu­chas décadas. Siento una especie de gratitud con Alfred Hitchcock, quien me regaló muchas horas del mayor goce estético posible. No soy un caso aislado; en mi generación fuimos relativamente abundantes los devotos de Hitchcock. Muchas veces salí deslumbrado del cine después de vivir dentro de una de sus películas durante más o menos noventa minutos. La gris realidad de la calle me resultaba mucho menos verdadera que lo experimentado con tanta intensidad en una butaca durante la proyección. Mi alma todavía inocente de algún modo fue así seducida por la fábrica de sueños de Hollywood en general, y por Alfred Hitchcock en particular.

Me tocó también contemplar el espectáculo de Hitchcock creando su persona pública. Sus películas, siempre arriesgadas en todos los sentidos, están repletas de trave­suras. Quizá la más célebre de ellas sea su aparición como “extra” en cada uno de sus largometrajes: Hitchcock dio forma a un autorretrato que convirtió en marca. Tal imagen fue su principal instrumento de ventas: una silueta reconocible en una fracción de segundo que promete cierto tipo de emociones específicas.

La revista mensual Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine, fun­dada por Richard E. Decker —quien obtuvo licencia para utilizar el nombre del director en la publicación—, apareció en diciembre de 1956 bajo el sello H. S. D. Publications, con William Manners como coeditor. El puesto fue ocupado por Eleanor Regis Sullivan de 1975 a 1981 y por Cathleen Jordan de 1981 a 2002, cuando pasó a la editora actual, Linda Landrigan, también responsable de la presente antología.

En 1975, la revista fue adquirida por Davis Publications y en 1992 la compró Dell Magazines, su actual propietaria. Cincuenta años de existencia de la Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine significan miles de ficciones publicadas, que ofrecen un panorama amplio de las obsesiones creativas en torno a relatos en los que el crimen constituye el contexto narrativo y el centro de la trama. En la actualidad, la revista se sigue publicando puntualmente y existe además una versión digital: «www.alfredhitchcock­mysterymagazine.com».

Entre los más prestigiosos autores que publicaron obras breves de ficción en Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine se cuentan Robert Bloch (autor del cuento en el que se basó el filme Psicosis), G. K. Chesterton (creador de la serie de relatos protagonizados por el padre Brown), Ron Goulart, Dorothy L. Sayers y Donald E. Westlake. Hay que apuntar que a partir de 1977 y hasta 1989 se publicó anualmente una antología con los mejores cuentos del año, elegidos por el mismo Hitchcock, no pocos de los cuales obtuvieron prácticamente todos los premios literarios para ficción breve del género negro, aparte de que la propia revista recibió el premio a la mejor en su categoría.

El lector de este tipo de relatos necesita creer en lo que lee. La literatura popular del género negro goza de una pátina profesional de “realismo” que la dota de credibilidad ante sus lectores a través de los retratos de personajes en situaciones insostenibles, obligados a trascender sus propios límites para sobrevivir. Es decir, situaciones que el lector asimila como propias con facilidad y le transmiten una tensión nerviosa que acaba por resultar satisfactoria, llamada “suspenso”.

¿Qué es aquello que está en suspenso? ¡La eterna lucha del bien indefenso contra el mal implacable dedicado al acoso y la destrucción! Un hombre, una mujer suspendidos sobre el abismo de una angustia mortal. No es poca cosa, y como tema literario lo apoyan milenios de tradición y abundantes venas populares. Literalmente es la imagen que se repite en el cine de Hitchcock, inventor del suspenso como subgénero narrativo en el cine. Podría decirse que esta colección presenta variantes de esa lucha entre el bien y el mal. El desenlace no siempre es a favor del bien, pero resulta sorpresivo en cada cuento, una suerte de revelación que cambia el mundo de los protagonistas de manera insospechada y regala al lector una solución sorprendente. El cuento corto resulta así un perfecto vehículo para inducir suspenso. Perla Ediciones ofrece este homenaje al artista y entrega una divertida antología al público lector que sabe disfrutar de esta rara sensación: el suspenso.

Las emociones contenidas en la obra de Hitchcock se basan en un equilibrio finamente logrado entre el terror y el humorismo. Hay gran desenfado, interés por la parodia, rigor preciso en cada detalle, historias paralelas dentro de la historia principal. Queda la sensación de un hombre que amaba el cine y disfrutaba de cada una de sus facetas, dotado de numerosos talentos y de una asombrosa inteligencia práctica que le permitió labrarse un lugar preponderante en la competida industria del entretenimiento.

Su filmografía sonora sumó más de treinta títulos como director, y fue también productor de muchas de sus propias películas. Varias de sus mejores obras se basan en ficciones ya publicadas. Puede uno imaginar a Hitchcock leyendo a Cornell Woolrich o Patricia Highsmith, Daphne du Maurier o tantos otros escritores, y empezando desde la lectura a visualizar su película. ¡Experiencia que comparte todo lector, por supuesto! Uno lee ficción para ver viva la historia, más que para entenderla.

La historia de Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine corre paralela entre 1955 y 1965 con las series semanales de televisión Alfred Hitchcock presenta y La hora de Alfred Hitchcock, en las cadenas CBS y NBC. Muchos autores publicados en la revista colaboraron en los guiones para las películas de ambas series televisivas, por ejemplo: Ed McBain, Jack Ritchie, Ed Lacy, Henry Slesar, Donald E. Westlake y Talmage Powell. Cada programa era presentado por Hitchcock, quien al final comentaba las películas con inteligencia y sentido del humor. Recurrió a actores y directores de primer orden, y siempre ocupó los horarios predilectos en la programación general. Para entonces, Hitchcock se había convertido ya en su propia leyenda.

Hitchcock sin duda fue un gran lector, ávido de buena literatura, y un correcto supervisor editorial que dejaba su impronta, ya prefabricada, en cada proyecto. Mi devoción a su obra fílmica ha influido para llevarme repetidamente a la revista, cada uno de cuyos números contiene varios cuentos espléndidos. Suele incluir autores primerizos junto con otros renombrados. Esta edición, por cierto, logra un nuevo deleite dentro de la abundante iconografía del realizador. Ahí está sir Alfred, en la portada, como conserje de hotel de lujo, listo para servirnos un pájaro negro con la mayor elegancia imaginable. Buen retrato del cineasta y del libro.

El peso de una temática de trasfondo más apropiado para la tragedia se evita en estas narraciones gracias a la ligereza de tono, que aporta una incertidumbre esencial al suspenso; admite incluso giros humorísticos en la naturalidad de la prosa que nos hacen sonreír, en ocasiones, ante desen­laces crueles y sangrientos. En suma, se trata de una medicina para preparar el alma ante las atrocidades de la existencia, al menos para los aficionados al género de terror.

La categoría de pulp fiction, a la que pertenece Alfred Hitchcock’s Mistery Magazine, no es estrictamente literaria, sino económica. Incluye algunas obras que se pagaban por cantidad, a tantos centavos de dólar por palabra, y solían publicarse en revistas impresas en papel reciclado de pulpa. Proveyeron de ingresos a muchos autores jóvenes posteriormente consagrados, como Isaac Asimov, Ed McBain, Philip K. Dick o Avram Davidson. Hay una variable interesante: los proyectos editoriales modestos no reciben mucha atención de la censura y gozan de cierta libertad de la que carecen otras manifestaciones. De hecho, una de las antologías de la revista está dedicada a relatos que no tuvieron permi­so de adaptarse para la televisión.

La maldad en muchos de estos cuentos se presenta como resultado de circunstancias, más que atributos o inclinaciones de los personajes. Eso contribuye a la credibilidad: todos tenemos acceso al mal, especialmente si se nos ofrece sin temor al castigo. En algunos casos, el bien no puede triunfar sino recurriendo a actos de maldad. Más que un simple recurso narrativo, esto pareciera formar parte del estado mental de los Estados Unidos modernos y de su visión de la condición humana.

Un safari en la selva profunda del corazón de África, un suburbio burgués en el estado de Florida, una gran mansión en Los Ángeles, un salón de masajes de relajación, la gran ciudad, el pueblecito insignificante, los oscuros e intrincados lazos en la confrontación de dos sacerdotes, las intrigas criminales de ambiciosos productores de cine, funerales sin cadáver o con un exceso de difuntos en un mismo ataúd, tribunales que dictan sentencias de muerte, trayectos fatales en carretera, peculiaridades de municipios ultraconservadores de Nueva Inglaterra, violencia en torno a un dios venido de la India, una arena de box en la Inglaterra del siglo XVIII. La variedad de escenarios es notable y aporta una cali­dad presencial a los relatos. En cada contexto aparece un poder radical de la maldad que amenaza a sus víctimas. A veces el tono es humorístico, en ocasiones el enfrentamiento va cargado de referentes sociales. No siempre triunfa el bien; al contrario, pareciera que la maldad es más eficaz en lograr sus objetivos: una gran verdad en la historia de las sociedades humanas que no suele presentarse con tanto desenfado en tipos más serios de ficción.

El genio creativo de Alfred Hitchcock forma un capítulo aparte en la historia del arte del siglo XX. Una obra abundante y audaz que logra meter al espectador en sus extraños vericuetos, desafiando todas las ideas preconcebidas sobre la moral e implicándonos en su obsesión personal por perseguir inocentes. Es, sin duda, el autor más perver­so entre todos los grandes cineastas. Quizás el más ambi­cioso en muchos sentidos.

RICARDO VINÓS

Ciudad de México, junio de 2020

VUDÚ

RHYS BOWEN


RHYS BOWEN creció en Bath, Inglaterra, pero fueron sus visitas a Gales en su infancia las que le dieron el escenario para su serie de misterio protagonizada por un policía galés, el alguacil Evan, con la que ha obtenido varios premios. En otra serie también premiada nos presenta a la inmigrante irlandesa Molly Murphy abriéndose camino a principios del siglo XX en Nueva York. Antes de escribir historias de misterio, la señora Bowen trabajó como escritora para la BBC en Londres, y fue autora de libros infantiles. El primer cuento que publicó en AHMM es “Vudú”, en el cual transmite con agude­za los escenarios y juega con percepciones equivocadas del vudú. Es triste que debido al huracán Katrina de 2005 puedan haberse perdido para siempre los barrios de Nueva Orleans captados con tanta habilidad en este relato.

EN LOS MODERNOS REPORTES POLICIACOS no es frecuente que se mencione el vudú como causa de muerte, pero eso decía el papel escrito por el oficial Paul Renoir que encontré sobre el escritorio en el cuartel general del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Probable causa de muerte: vudú.

Me intrigó tanto esa palabra del reporte que determiné llevar a cabo la investigación personalmente, en lugar de en­co­mendarla a alguno de los funcionarios más jóvenes. Después de veinte años en la división de homicidios del departamento de policía de una ciudad grande, me sentía fastidiado con violaciones colectivas, tratos frustrados de tráfico de drogas y hombres que les destrozaban la cabeza a sus esposas sencillamente porque les dieron ganas de hacerlo después de una noche de parranda.

Mandé llamar a Renoir. Era un joven de aspecto serio, de menor estatura de lo que era habitual en la policía en los tiempos en que yo me uní a la corporación, de cara redonda y bien dispuesto al trabajo. Llevaba sólo dos meses en la sección de homicidios, y era muy evidente que se hallaba incómodo en mi presencia.

—¿De qué se trata esto, Renoir? —le pregunté, agitando el reporte hacia él, que desplazaba de un pie a otro su peso, en actitud incómoda—. ¿Se trata de una broma?

—Oh, no, señor —repuso, y aumentó la seriedad en su expresión—. Sé que suena de verdad raro, pero la viuda insistió mucho. Dice que no hay ninguna otra explicación. Y el doctor también se sentía confuso.

Le indiqué una silla de vinilo y acero frente a mi escritorio.

—Mejor siéntate y cuéntame los pormenores del caso.

Se sentó al borde de la silla, todavía evidenciando nerviosismo.

—El oficial Roberts y yo recibimos una llamada solicitándonos acudir al Garden District para investigar un posible homicidio. Es una de esas grandes mansiones, señor.

—Las mansiones suelen ser grandes, Renoir. Hay que aprender a ser breves, Renoir, ¿de acuerdo?

—Lo siento mucho, señor. Una de esas grandes, eh, casas en Saint Charles. La esposa desconsolada nos recibió en la puerta y nos hizo subir la escalera a la recámara principal, donde estaba tendido un hombre muerto. No vimos señales de lucha, nada que indicara que no murió por causas naturales. Le pregunté cuándo había fallecido y si había llamado a un doctor, y me respondió que el médico de la familia ya había estado allí y se encontraba igual de confundido que ella. Él tampoco podía encontrar ninguna otra explicación.

—¿Ninguna otra, aparte de qué?

—Eso le pregunté yo, señor. Me miró a los ojos y dijo: “Vudú”. A continuación me relató que un mes antes él ofendió a una sacerdotisa de vudú, quien lo maldijo diciéndole que si no cambiaba su modo de pensar, iba a morir antes de que pasara un mes.

—Supongo que no cambió su modo de pensar, sea cual fuere.

—En efecto, señor, y a partir de ese momento comenzó a estar cada vez peor. Me dijo la esposa que fue como si lo viera morirse poco a poco con sus propios ojos.

Los ojos de Renoir me miraban con ansiedad, queriendo que yo creyera en sus palabras.

—De verdad creo que debería usted ir a hablar con ella, señor. Salí de la casa con una sensación de espanto.

—Renoir, a un oficial de policía no le está permitido sentir espanto, ni siquiera ante un cadáver desmembrado y medio devorado.

Renoir se encogió.

—No, señor.

Me levanté de la silla.

—Lo mejor es que vuelvas de inmediato a esa casa.

—¿Yo, señor?

Intentaba expresar compostura, pero sus palabras sonaban como un graznido.

—Es lo mismo que cuando te caes del caballo —le expliqué, sonriendo—. Tienes que montarte de nuevo enseguida, o el espanto te dura para siempre. Tú puedes ir al volante, yo iré contigo.

Se le encendió el rostro.

—¿Usted viene también, señor?

—¿Y por qué no? Me hará bien reírme un poco.

—No creo que le vaya a dar risa, señor —dijo Renoir al salir de mi oficina.

Después de una hora, Renoir llevó el automóvil sobre los rieles del tranvía en la avenida Saint Charles al barrio adine­rado del Garden District, donde se concentraba el dinero viejo de Nueva Orleans. Pasamos junto a un tranvía antiguo repleto de turistas que se asomaban por las ventanas para grabar videos de las casas frente a las que pasaban. Nos miraron con enfado cuando obstruimos sus vistas.

—Es aquí, señor.

Renoir detuvo el auto frente al hogar de John Torrance III y su esposa, Millie. Cuando Renoir me dijo que le agradaba que lo llamaran Trey, se me encendió un foco en la mente. El nombre de Trey Torrance me era familiar, pues aparecía en el periódico en reportajes sobre eventos caritativos de distintas clases. Al consultar los archivos descubrí que el señor Torrance tenía cincuenta y nueve años de edad y se mantenía muy activo en sus negocios, así como en diversas organizaciones filantrópicas. Por ejemplo, era uno de los principales patrocinadores de Bacchus Carnival Krewe. Nació en una familia de dueños de plantaciones al otro lado del río y heredó varios terrenos de tamaño considerable. Se hizo todavía más rico cuando los fraccionó y puso las subdivi­siones a la venta.

No pude criticar sus gustos arquitectónicos. Trey Torrance vivía en una mansión sólida en forma de cuadrado, con contraventanas blancas y un enorme árbol de magnolia grandiflora que arrojaba una sombra amplia sobre la construcción. Nada demasiado ostentoso, sin pilares o pórticos al estilo sureño. Pero los jardines estaban atendidos con primor y en el lugar se respiraba un aire de prosperidad. Dejamos el auto bajo uno de los robles vivos que formaban un toldo sobre la calle.

—Demos gracias a Dios por los árboles —dije—. Por lo me­nos el auto no se convertirá en horno mientras estemos adentro.

Yo esperaba que abriera la puerta alguna sirvienta, pero fue la señora Torrance en persona quien estaba ahí de pie, con aspecto frágil pero elegante en su vestido a franjas blancas y negras y con sus perlas. Me pregunté cuántas mujeres llevaban por la tarde perlas dentro de casa en estos tiempos. Sobre todo si su marido acababa de fallecer. Me presenté con ella.

—Agradezco mucho que haya venido, teniente Patterson —dijo la señora Torrance—. Por favor, pase, y usted también, oficial Renoir. ¿Puedo prepararles un vaso de té helado o de limonada?

Ni siquiera la muerte de su marido despojaba a esa dama de sus buenos modales sureños.

—Muchas gracias, señora, pero no nos hace falta nada —repuse, al tiempo que ingresábamos a la deliciosa frescura de un vestíbulo con mosaicos de mármol en el piso. Nos condujo a una sala de estar decorada con un buen gusto discreto: muebles de caoba y pinturas de calidad en las paredes. Una de ellas consistía en el retrato de un hombre con cara de bulldog, que evocaba una tenacidad digna de Winston Churchill. La mandíbula protuberante le daba un toque retador, acentuado por un ceño permanentemente fruncido. Resultaba claro que Trey Torrance fue un hombre que esperaba salirse con la suya y que a la gente más le valía no hacerlo enojar.

—¿No tiene usted sirvienta, señora Torrance? —pregunté, sin poderlo evitar.

Tenía en la mano un delicado pañuelo de encaje, y se cubrió la boca con él.

—Sí, pero no se encontró a gusto aquí después de… después de lo sucedido. Dijo que sentía a los espíritus volando en la casa. Tuve que permitirle que se fuera a su hogar, aunque yo tampoco me siento demasiado cómoda aquí, se lo aseguro.

Le dediqué una larga mirada, llena de consideración.

—¿Vudú, señora Torrance? —le pregunté—. ¿Qué le hizo pensar que el vudú causó la muerte de su marido?

—¿Qué pudo ser sino eso? —repuso, en tono de reprimenda—. Fue a ver a esa mujer, ella lo maldijo y él murió, justo como ella profetizó.

—A ver, vamos un poco hacia los antecedentes. ¿De qué mujer se trata?

—Trey era dueño de varios terrenos al otro lado del río. Tierras pantanosas que no sirven de nada. Pero se hizo de varios rellenos sanitarios que proyectaba traer en barcazas desde Missouri. Planeaba construir en esos terrenos y hacer nuevas subdivisiones con ellos. Ya le dije que sobre todo son pantanos y hierbas, pero con algunas chozas a lo largo del río, y esta vieja mujer vive en una de ellas. Rehusó abandonar la casa, aunque no tiene derechos de propiedad. Trey posee las escrituras de esos terrenos. Trey fue a verla, y ella se lo advirtió. Le dijo que lo iba a lamentar si insistía en llevar a cabo sus planes.

—¿Y qué hizo su marido?

—Se rio de ella, naturalmente. Le dijo que iba a traer bull­dozers para aplanar la tierra y que le daba lo mismo si ella seguía en la choza.

—¿Así que su marido no tomó en serio su amenaza?

—Desde luego que no. Trey no respondía con bondad a las amenazas, y tampoco era un hombre capaz de creer en algo tan ridículo como el vudú. Vino a casa y me lo contó. “¡Qué perra más tonta!”, dijo, y les pido perdón por las malas palabras. Trey solía expresarse abiertamente. “Si piensa que puede asustarme con sus brujerías, ya puede ir pensando de nuevo.”

—¿Qué sucedió después?

—Llegó el muñeco.

Alzó la mirada con ojos asustados y huecos, y volvió a apretar el pañuelo contra la boca.

—¿Un muñeco vudú?

Ella asintió sin hablar.

—¿Puedo verlo?

Ella desapareció y volvió casi de inmediato con algo envuelto en tela. Dentro había un muñeco muy sencillo, hecho de muselina burda sin blanquear. No tenía cara ni facciones, y pudo ser un juguete infantil, excepto por las agujas con punta roja clavadas en el corazón, el estómago y la gar­ganta. Lo examiné y se lo pasé a Renoir, que parecía no querer tocarlo.

—Quise tirarlo, pero por algún motivo no pude. Pensé que eso podía acelerar la maldición o algo semejante. Como es natural, no quise que Trey lo viera.

—¿Hace cuánto tiempo de eso?

—Poco menos de un mes. Ella le dijo que iba a morir antes de un mes, y así sucedió.

—Y el cuerpo, ¿aún está arriba?

Ella volvió a asentir, moviendo temerosa los ojos.

—Será mejor que me lleve a verlo.

Nos llevó por una escalera con curvas bien diseñadas a una enorme recámara principal. Las cortinas se hallaban cerradas y la habitación tenía un aire de acuario. Encendí la luz. El hombre tendido en la cama parecía estar en paz, pero ya no se parecía nada al retrato del feroz bulldog. Se veía pequeño y encogido.

—Su marido perdió mucho peso desde que pintaron aquel retrato —comenté.

—Desde la maldición —corrigió ella—. Yo vi cómo se iba encogiendo.

—¿No comía?

—Comenzó a vomitar al día siguiente, y después de eso no podía retener sus alimentos. Se sentía bien, comía algo y entonces le volvían a dar los vómitos. Se puso tan débil que ya no era capaz de mantenerse de pie.

—¿Llamaron a un médico?

—Dijo que probablemente se trataba de un virus. No lo tomó muy en serio.

—¿Tengo entendido que lo mató un ataque cardiaco?

—Eso dijo el doctor. Los vómitos cesaron después de unos cuantos días, pero Trey quedó más débil que un bebé y le resultaba difícil tragar. Luego comenzó a tener palpitaciones. Ya antes había tenido problemas con el corazón, sabe, y tomaba medicinas. El doctor le aumentó la dosis de digoxina, pero no tuvo mayor efecto. Yo le supliqué que fuera a ver a aquella mujer para decirle que la dejaría en paz, pero era tan testarudo que no quiso hacerlo. Aunque arriesgaba la vida, se negó a ir a verla.

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434 str. 7 ilustracje
ISBN:
9786079889975
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Bookwire
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