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La octava maravilla
colección vindictas
novela y memoria
Vlady Kociancich
La octava maravilla
INTRODUCCIÓN
GABRIELA DAMIÁN MIRAVETE
PRÓLOGO
ADOLFO BIOY CASARES
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
México 2020
Contenido
Urgencia por la maravilla
Prólogo
1. Me sucedió
2. Me llamo Alberto Paradella
3. El título de abogado me llegaba con la certeza
4. Necesito hablar de Victoria
5. Conocí a Victoria en Argentinos Juniors
6. Yo me reí del amor a primera vista
7. Poco antes de recibirme empezaron las pesadillas
8.Del todo no me siento culpable
9. La desesperación estimula el ingenio
10. Si hubiera tenido más tiempo para reflexionar
11. Durante algunos años fui correctamente feliz
12. Estoy lista
13. Si se entiende a la felicidad
14. Escribía todos los días hábiles
15. Ayer también escribí
16. Las traducciones no alteraron el curso de mi vida
17. 23 de febrero de 1975
18. Si quiero ser honesto no puedo acusar a Victoria
19. La inteligencia es el arte de salir de situaciones difíciles
20. Aunque parezca sorprendente
21. El triunfo excedió con creces mis modestas aspiraciones
22. En tardes como ésta
23. A mí mismo me parece increíble
24. Ja en naewiyu Berlin
25. No recuerdo la fecha exacta en que empecé a viajar
26. Tenía que avanzar derechamente a tierra
27. Y Paco Stein habló
28. Un hombre cree ser hombre
29. Atenas, El cairo, Roma, Porto Alegre
30. Profundamente dormido crucé el atlántico
31. Esta mañana he visto la salida del sol
32. Siempre hay algo estimulante
33. Se oyó el tintineo de unas llaves
34. Aunque parezca extraño
35. Aturdido bajé en la puerta del hotel Kempinski
36. Cuando el chófer que tenía los ojos de mi padre me dejó
37. La lluvia hace que uno vea el mundo con ojos de miope
38. Un indio de gran tamaño
39. Al cabo de todos estos días
40. ¡Brillante!
41. Durante el momento en que tomé la decisión
42. Las exigencias del presente distraen
43. La chaqueta roja de la azafata
44. Estaba de pie, junto a la ventana
45. El único animal peligroso
46. Toda la noche he tenido pesadillas
47. Te lo dije
48. El ómnibus se detuvo en el puesto
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URGENCIA POR LA MARAVILLA
Podría pensarse que el impulso de escribir, esa necesidad de dar testimonio de lo experimentado en nuestro paso por el mundo, es uno solo: la urgencia de consignar en alguna parte las palabras claridosas oídas en la calle, la piedad con que la luz ilumina una esquina cualquiera y dora los rostros de quienes se han reunido en ella, el dolor de una pérdida a la que, milagrosamente, se ha sobrevivido. He visto esto, siento y pienso esto otro. Cuando las definiciones son insuficientes para describir la experiencia, nacen las historias, y la raza de los nerviosos escribe,1 hermanada por el arrebato de enunciar.
Sin embargo, hay una clase particular de nerviosos (y nerviosas) cuyo impulso quizá sea éste en un inicio, pero cuya urgencia es oblicua, está sutilmente desplazada hacia otraparte: es el arrebato de consignar la extrañeza, lo insondable, lo misterioso, de enunciar eso que Julio Cortázar describió como el sentimiento de lo fantástico: “esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción”. Cortázar afirmaba que había personas más capaces que otras de identificar esa sensación, esos “pequeños paréntesis de la realidad” que se abren en cualquier momento y circunstancia cotidiana: “consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizador se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar”.2
Vlady Kociancich (Buenos Aires, 1941) es una autora de esta naturaleza, interesada en explorar las grietas que de vez en cuando se abren como abismos diminutos en la realidad tangible y son percibidos por quienes están alerta a las señales. Como una buena parte de sus colegas del cono sur, siempre sintió una inclinación natural hacia el cuento fantástico: “No se me ocurrían por ejemplo cuentos psicológicos, intimistas o descripción de estados de ánimo, porque me aburrían soberanamente, y tampoco el realista porque en realidad me parecía que estaba ligado justamente al periodismo, a los hechos inmediatos, esa especie de pornografía de la realidad inmediata no me gustaba”.3 En esa manía recurrente con que el sistema literario valida a sus autoras, se le asocia siempre con Jorge Luis Borges y Bioy Casares, de quienes fue discípula y amiga; pero, si bien comparte con ellos ciertas afinidades como lectora y autora, Kociancich tiene una genealogía aparte; y lo más importante: posee un acercamiento propio a lo fantástico. Reconoce a Joseph Conrad como el autor que escribió las historias que a ella le habría gustado inventar, y en general, a otros héroes de la literatura anglosajona que “tenían lo que me parecía le faltaba a la literatura española y la literatura argentina: el vuelo de las grandes aventuras, el individuo enfrentado a conflictos que por momentos parecían reales de tanta fuerza”, como H. G. Wells o Thomas Hardy. En sus amores también figuran Shakespeare, Lampedusa, los cuentos de Julio Cortázar y la original escritora P. D. James, de cuya obra policiaca se ha alimentado gratamente.
En las historias de Vlady Kociancich coexisten elementos de este crisol de influencias, sólo que tamizados por la experiencia de la autora, una mujer porteña que comenzó su carrera literaria en los años 70 del siglo xx, y que trabajó durante años en una lujosa revista de viajes. Es, de hecho, el viaje lo que posibilita esa dislocación fantástica que hace única toda la obra de Kociancich, y el tema principal de La octava maravilla. En ella, el desesperante Alberto Paradella ve su propia vida pasar sin intervenir demasiado, hasta que las circunstancias, poco a poco, lo obligan a viajar y a escribir, y en ese trance, a ser testigo del misterioso tejido que une el tiempo y el espacio, la realidad y el sueño, un punto geográfico y otro. La novela, que tiene la textura, el golpe y el asombro final de un cuento fantástico, es una mezcla inusual de diálogos porteños plenos de ingenio y gracia, los apuntes minuciosos, paisajísticos, de una crónica de viaje, una carta de amor a la magia del cine; y una prosa delicada, precisa como un bordado en que la tela de la realidad va cubriéndose con los coloridos hilos de una ruptura fantástica que se observa a sí misma: “una construcción lógica, posible pero prodigiosa, una aventura de la imaginación filosófica, una historia de amor, de amistad, de traiciones, una busca infinita”, así la describió Bioy Casares en el prólogo.
Quizá desconcierta un poco el hecho de que en esta, su primera novela publicada, la mirada de Vlady Kociancich sea poco crítica hacia la forma en que se relacionan sus personajes masculinos y femeninos, considerando que fue publicada en plena efervescencia de los movimientos feministas (1982), algo que, sin embargo, se intuye en la libertad con que sus personajes femeninos toman ciertas decisiones. A pesar de esto, el contexto suele cargar las tintas y es posible distinguir, a través de los ojos de su protagonista, algunos prejuicios comunes en la literatura escrita por varones. Conviene recordar que esta suerte de camuflaje (“escribe como un hombre”, ¿cuántos años esta frase se disfrazó de halago?) ha permitido la sobrevivencia de la obra de varias autoras; pues era así como obtenían la admiración de ciertos lectores y colegas cuya opinión acreditaba y posibilitaba que otros le concedieran el beneficio de la duda, leyeran su obra y se percataran de sus cualidades.
Por suerte, La octava maravilla es un grato umbral hacia la obra de su autora, que va haciéndose cada vez más rica y compleja precisamente porque su deleite fantástico también va ligándose a un espíritu crítico, inconforme con esta realidad: “No recuerdo una obra verdaderamente novedosa y conmovedora escrita por alguien conforme con su tiempo, conforme con su sociedad y conforme con sus circunstancias. Generalmente son los desesperados quienes están tratando de encontrar otro mundo, llámase destino o como se quiera”. Así, en los cuentos de La ronda de los jinetes muertos y las novelas El secreto de Irina y El templo de las mujeres, la prosa y la imaginación de Kociancich construyen su universo narrativo a partir de cierta experiencia femenina del mundo que determina incluso el hecho fantástico presente en el corazón de la historia: “Los ojos de estas mujeres tienen una mirada que sólo se ve en las mujeres. No es de horror. El horror nos toca igual a todos. Es de incredulidad. Es de silencio. Mañana se cubrirán discretamente. Hablemos, dirá él. Y hablarán. Y después sabrán guardar el secreto. Mientras tanto, esperan y rezan”.4 En El templo de las mujeres, la isla griega Thera y la casa de la abuela Dodo, en Buenos Aires, están unidas al destino de su protagonista, la joven Mistral, que espera salvarse del amor, ese hado trágico que ha determinado la prematura muerte de todas las mujeres de su familia.
Las grietas que cruzan toda la literatura de Kociancich son, a decir de ella misma, “una llave metafórica al descubrimiento de que este mundo, esta vida, no es tan sólido, tan firme y contundente como creemos. No implica necesariamente un derrumbe posible, sino también una apertura, una entrada a otra realidad distinta a la que nos es inculcada. Más bien una llamada de atención a lo que damos por inamovible, a ideas recibidas dócilmente, a prejuicios dañinos, a cualquier dogma, en suma. Me rebelo ante los dogmas”.
Enunciar ese sentimiento de lo fantástico no es sólo un impulso para quienes escriben: es, sobre todo, una necesidad lectora, la obsesión de una tribu más nutrida de lo que parece, oculta en los pasillos aromáticos de las librerías de viejo, buscando en las páginas de una historia oscura firmadas por un nombre aún más oscuro la confirmación de que la vida encierra un misterio más grande que nuestras miserias cotidianas y que por ende, atestiguar el mundo tiene sentido, aunque no sepamos explicar cuál es, ni siquiera a través de nuestros microscopios y telescopios.
Esa cofradía lectora hoy puede celebrar la dicha de dar la bienvenida a sus estantes a esta maravilla: la literatura de Vlady Kociancich.
GABRIELA DAMIÁN MIRAVETE
1 Además de narradora, Vlady Kociancich es ensayista. Uno de sus volúmenes, dedicados a sus escritores favoritos, se llama, precisamente, La raza de los nerviosos (Seix Barral, 2006).
2 Julio Cortázar, “El sentimiento de lo fantástico”, conferencia dictada en la U.C.A.B. en 1982.
3 Ronald Spiller, entrevista con Vlady Kociancich, “Del lado aventurero de la literatura”. Iberoamericana (1977-2000) 18. Jahrg; núm. 1 (53) (1994), pp. 62-78, Iberoamericana Editorial Vervuert.
4 Vlady Kociancich, El templo de las mujeres, Tusquets, 1996.
PRÓLOGO
Confieso que en ocasiones me he preguntado si la práctica del género fantástico es compatible con la convicción de que el mundo necesita más cordura que irracionalidad. Mis escrúpulos afloran en raptos de puritanismo en que olvido la vocación literaria, la importancia de las letras para el hombre, la primacía del relato fantástico sobre las demás formas narrativas: es el cuento, por excelencia. De todos modos, ¿cómo no envidiar la buena estrella, o el talento, de Vlady Kociancich, que ha inventado una historia fantástica, extrañísima y apasionante, creíble para lectores de nuestra época? Podríamos decirlo así: creíble en esta época en que la visión del universo ha cambiado.
En el género fantástico distinguimos tres corrientes principales: la de castillos, vampiros y cadáveres, que procura el terror, pero se conforma por lo general con la fealdad; la de utopías, ilustre por el repertorio de sus autores, que se confunde con la precedente cuando recurre a la utilería del miedo, y la que se manifiesta en construcciones lógicas, prodigiosas o imposibles, que suelen ser aventuras de la imaginación filosófica. En esta última corriente se inscribe, mutatis mutandis, la novela de Vlady Kociancich: una construcción lógica, posible pero prodigiosa, una aventura de imaginación filosófica, una historia de amor, de amistad, de traiciones, una busca infinita. Hay un agrado y probablemente alguna utilidad en establecer clasificaciones; la realidad, por fortuna, siempre las desborda.
Desde el comienzo de este libro alucinante sentimos que nos guía una mano segura. En el estilo sabio, simple, eficaz, en tono muy grato, la autora nos refiere las peripecias del héroe –hombre de nuestro tiempo, convencido como nosotros de que todo es pasajero, pero capaz de sentimientos profundos y arraigados– a lo largo de una serie de situaciones terribles, cómicas, desgarradoras, raras, nunca arbitrarias, siempre creíbles. La narración está inmersa (por lo menos la veo así en mi memoria) en una recelosa luz de sueños, por la que vertiginosamente nos acercamos al inasible sentido de la vida. Desde luego, la vida, el destino del hombre, son trágicos, pero la tristeza que puede haber en La octava maravilla, que los refleja con fidelidad, no apesadumbra al lector porque el relat fluye a través de reflexiones agudas e inteligentes. El trabajo de una inteligencia rica es quizá el mejor título para invocar la alegría de vivir.
Los personajes, las escenas, los lugares, dejan nítidos recuerdos. Pienso en el héroe que extravía su mundo, el barrio conocido y familiar, para recuperarlo en parajes remotos; en Victoria; en Paco Stein; en un diálogo con un loco, en un jardincito interior; en la joven constructora de lápidas, de Düsseldorf; en el ruso de Berlín; en el turco Safet; en la pensión de Frau Preutz y sus mujeres; en la presentación cinematográfica del poeta Francisco Uriaga, donde la fantasmagoría bordea el delirio.
Algunos lectores recuerdan tal vez una época de su vida en que deslumbrados por sucesivas revelaciones, descubrieron la literatura. Es curioso: la experiencia ulterior de quienes tuvieron esa suerte prueba que las revelaciones y los hallazgos nunca se acaban. Para mí, el más extraordinario hallazgo de los últimos años ha sido La octava maravilla de Vlady Kociancich. Por eso he querido escribir estas líneas de presentación.
ADOLFO BIOY CASARES
LA OCTAVA MARAVILLA
1
Me sucedió –el viaje, el cambio de mar o el otro– hace ya un año, en el Berlín de hielo y de llovizna de febrero, y en este Buenos Aires que arde húmedamente mientras escribo, que penetra por mi ventana abierta en vaharadas de calor, me estremece la memoria de aquel frío y la pura conciencia de mi perplejidad.
Los diarios de la mañana, un ejemplar de cada uno (tuve que comprar todos para convencerme de que la noticia era real, no la broma de un enemigo que supiera lo de Berlín), están extendidos y abiertos en la página con la información imposible, sobre el sofá tapizado de rojo que hay en mi estudio.
Hace apenas unos minutos, la muchacha que bajó del tren en la estación de Villa del Parque, ayer, mientras yo aguardaba vaya a saber qué –no a ella, por supuesto, ni al tren– se asomó a la puerta. La vi, alta, desnuda, el largo cabello rubio enmarañado, y me sobresalté, le grité que no entrara.
A pesar de su soñolencia y de esa carnal naturalidad con que una mujer se mueve en casa extraña si ha dormido ahí una noche, unas horas, pareció trastabillar, recibió mi grito como un golpe. Me dolió desbaratar su adormilado aplomo, precisamente hoy, precisamente el suyo, y me disculpé mostrándole el desorden de los diarios abiertos. Sonrió, se inclinó para darme un beso leve en la frente y fue a vestirse.
Escribo con angustia, partido en dos: un hombre que necesita escribir esta historia para entender su historia, su vida, y un hombre que necesita retener a esa muchacha para seguir viviendo. El impulso de correr hacia ella y abrazarla, demostrarle con caricias que mi atención está concentrada violentamente en su presencia aquí, en mi casa, y el impulso de contar lo que me sucedió, a riesgo de que ella crea que prefiero encerrarme en mi trabajo en vez de prolongar el goce de la tarde y de la memorable noche anterior, tienen una fuerza pareja.
Oigo correr el agua de la ducha. Los minutos de tregua antes de que regrese vestida, ya despierta, esta codiciada extranjera de ondulante cabello rubio y ojos grises, me alcanzan para desear rabiosamente no haber leído la noticia de que Vida y obra de Francisco Uriaga, la película cuyo libro escribí durante mi estadía en Berlín, fue premiada en el Festival de Cannes.
No pretendo una reivindicación, no reclamo por noches sin dormir en la pensión de Frieda Preutz. Tampoco debe leerse mi relato como un reproche a Juan Pablo Miller, el joven cineasta argentino que triunfa en Europa, con quien fuimos cálidamente amigos y al que no he vuelto a ver. ¿Por qué no callo entonces? Porque me desborda el azoramiento. Porque mi brusco ingreso en el mundo del cine, un viaje dentro de otro viaje, me convirtió en uno de esos turistas que compadezco, gente que apuesta las ganas de ser otro en la ruleta de circunstancias extranjeras. Porque no sé qué es lo que gané cuando creí haber ganado, qué es lo que perdí cuando me anunciaron la pérdida.
Y porque la única documentación de mi viaje es la película que está dando su triunfal vuelta al mundo y mi nombre no figura en los títulos.
2
Me llamo Alberto Paradella, tengo treinta y dos años, un divorcio, ningún hijo, y hasta que empezaron los viajes como periodista especializado en turismo, mi vida transcurrió sedentariamente entre Villa del Parque, donde nací, me crie y fui a la escuela, y el barrio sur de Buenos Aires, cuyas ruinas apuntaladas a fuerza de literatura y de folklore eligió Victoria, mi legitima esposa, me separé hace una eternidad.
Cuando del destino se trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en busca de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido. Así viajé toda la noche, un hombre en un bote, solitario e insomne. Para ser franco, no he encontrado nada que explique el viaje, la película, la muchacha rubia. Mi pasado es un pueblo de llanura.
Fui un chico como todos los chicos de Villa del Parque, progenie bien alimentada, correctamente vestida, estatalmente educada, de familias inmigrantes, españolas e italianas en su mayoría, y la sola diferencia que recuerdo –mi condición de hijo único– la disimulaba con irritante exageración el gran número de primos, abominables criaturas menores, que invadían la casa de la calle Jonte. Si a mis amigos les sobraban hermanos, a mí me sobraban parientes.
Tanta convivencia forzada con dos pares de abuelos saludables, con todas las ramas del árbol familiar combadas por el peso de los robustos frutos de su descendencia, invita a la reflexión, empuja al ensueño. Era, cuando podía, un chico solitario, un aplicado soñador. Lo curioso es que aunque anoche recuperé, en el rastreo de la infancia, la imagen del niño que se escapaba de aquel mundo gregario y bullanguero para soñar, no recuerde un solo sueño. Recuerdo, en cambio, la terraza.
Nuestra casa era de una sola planta, un edificio cuadrangular, con un frente liso y sin revoque y un patio al fondo que protegía la parra de rigor. A la terraza se subía por una escalera de mano, ancha y sólida, a la que le faltaban los primeros peldaños.
Cada vez que mi padre declaraba, con tono firme, que esa misma tarde se ocuparía de reparar la escalera, yo temblaba pensando en los primos, encaprichados y llorosos, retenidos en el patio por la escalera desdentada y la aprensión de sus madres. Pasé momentos de verdadera angustia antes de comprender que cuando mi padre decía “sin falta”, “ahora mismo”, no expresaba la decisión que me despojaría de mi refugio, sino el fastidio que le causaba la busca de dos cajones de fruta vacíos para reemplazar los peldaños faltantes. Los cajones desaparecían regularmente el sábado y el domingo. Yo los escondía hasta que mis primos dejaban de interesarse en la escalera, se aburrían de pedir un permiso nunca concedido o los mandaban a aturdir en la vereda.
El panorama que veía desde la terraza no tenía nada de espectacular o misterioso: una laguna de techos planos y terrazas similares a la nuestra, con puntas del tejado a dos aguas de dispersos chalets, se extendía plácidamente hasta donde alcanzaba la vista. A mis pies, entre márgenes de edificios cuadrados, sin gracia alguna, que reflejaban como un espejo la sucinta arquitectura de mi propia casa, corría la calle adoquinada, con pozos que hacían corcovear la bicicleta. Las copas de los paraísos apenas rozaban la cornisa del techo; en invierno perdían las hojas y me permitían observar a gusto el paso de los vecinos, las mujeres barriendo la vereda; en verano florecían con un olor estruendoso, de una dulzura repugnante que atraía nubes de moscas. Pero yo no subía a mirar el paisaje.
Anticipando un segundo piso que nunca se construyó, había un gran balcón de curva pretenciosa, que se asomaba a Jonte. Era alto, panzón como la proa de esos pesados galeones españoles que ilustraban mi libro de historia. Las duras rectas de la casa y del damero suburbano de Villa del Parque, la tradicional superposición de cuadraturas ejecutadas por un dibujante torpe entre bostezos, se diluía pesadamente en la media circunferencia del balcón, como un intento grotesco de recordar la forma del mundo. Curiosamente, era la falta de paredes, de ventana, de techo, lo que le daba una absurda pero enfática dignidad: la de una nave construida para surcar mares difíciles, pensada para el transporte de tesoros, no para la exploración ni el combate.
La asociación entre el balcón y el barco corresponde al adulto que escribe. El chico, simplemente, estaba en él. Me gustaría contar que jugaba a los viajes. Pero busco la verdad, no una clave literaria, y la verdad es mi pura presencia en el balcón, sin juegos, sin sueños transmitibles, sentado en unas tablas que mi padre había amontonado ahí y cuyo destino, infinitamente postergado, ni él mismo recordaba. Quieto, paciente, me recuerdo sentado en el balcón como en una playa, de espaldas a la casa, contemplando el mar de casas y de gente. En algún momento de la infancia, quizá porque intuí que hay que dar razones para todo, empecé a llevar libros. Tampoco recuerdo qué leía.
Menciono la terraza porque del resto de la casa de Villa del Parque, que se vendió cuando murieron mis padres, casi no me acuerdo. Hasta el barrio, al que volví ayer después de una larga, deliberada ausencia, me pareció, de tan impreciso, extranjero.
Eso, en cuanto a la infancia y no es mucho. De mis años de adolescente tengo aún menos que decir. Me asombra que la familia me considerara excepcional, sobre todo las mujeres, que se llenaban la boca de elogios. Lo mejor de la existencia del otro es que a uno lo arranca de mirar hacia adentro, lo obliga a verse como lo ven. Pero ni las fotos en el álbum de mi madre, ni los suspiros y sonrojos de primas ya crecidas, ni la fácil conquista de chicas en Argentinos Juniors, éxito que coronó e interrumpió simultáneamente Victoria, me convencen de que yo era tan buen mozo como se declaraba. En lo que se refiere a mis singulares virtudes, no poseo otra certeza que el odio encarnizado que despertaba en mis primos varones.
Una sola vez estuve al borde de la vanidad, cuando una joven vecina, casada y a todas luces feliz con su marido, que acostumbraba tomar el sol en la terraza de al lado, cruzó a la mía y me sedujo. Fue hecho en silencio, sin explicación previa. Yo tendría catorce o quince años, ella andaba por los veinticinco.
Durante un largo verano, a la hora de la siesta, todos los días menos sábados, domingos y feriados, yo trepaba la escalera con esos libros que ya no leía, ella se asomaba, callada, puntual, en el hueco de la suya, agitaba una mano y saltaba el muro bajo de la medianera. Nunca dijo que me amaba o que era un chico hermoso. Nunca, en realidad, dijo nada más que una palabra de saludo, alguna orden instructiva al principio, susurrada para no asustarme o para no alertar a posibles testigos. Un día esperé inútilmente hasta que se hizo noche. Ella no apareció ni ése ni los días que siguieron y yo volví a leer. Después, cuando las tías adulaban a mi madre comentando la suavidad del cabello, la belleza de los ojos castaños, la sonrisa encantadora con sus dientes perfectos, la elegancia natural de ese único producto de los Paradella de Jonte, yo pensaba, desconcertado y triste, que alguna de esas cosas podrían haber gestado el salto de mi hermosa vecina, pero no habían sido suficientes para retenerla otro verano.
Con excepción de este episodio erótico, nada hubo de interesante en aquel periodo de mi vida, que se deslizó amable, sin cumbres, sin abismos, por tres angostos cauces: el Colegio Nacional Urquiza, el Club Argentinos Juniors, la casa, en la que ya raleaban los primos y me permití estar solo sin necesidad de esconderme.
Así llegó el momento de elegir una carrera. ¿Fue ése el punto de encrucijada? ¿Existió alguien, en algún lugar de este mundo tan raro, que apoyó la oreja en el suelo y distinguió mis pasos entre los pasos de millones de muchachos de igual edad y de igual inocencia ante el futuro, y dijo: “este” y me marcó para una fecha y una ciudad, Berlín?
Mis padres me preguntaron cuál era mi vocación. Respondí que quería ser arqueólogo, me convencieron de la prudencia de estudiar antes medicina, me inscribí en la facultad, aprobé con brillo dos exámenes teóricos, me desmayé ignominiosamente ante el primer cadáver. Siete años después, me recibía de abogado.