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Czytaj książkę: «Sangre y arena», strona 11

Czcionka:

El talabartero, vestido como un señor, buen terno de lanilla clara y sedoso fieltro blanco, se ofrecía a las mujeres para enviar noticias, aunque estaba furioso contra la grosería de su ilustre cuñado. ¡Ni siquiera le había ofrecido un asiento en el coche de la cuadrilla para llevarlo a la plaza! A la terminación de cada toro que matase Juan enviaría razón de lo ocurrido con un chicuelo de los que pululaban en torno de la plaza.

La corrida fue un éxito ruidoso para Gallardo. Al entrar en el redondel y escuchar los aplausos de la muchedumbre, el espada se imaginó haber crecido.

Conocía el suelo que pisaba: le era familiar; lo creía suyo. La arena de los redondeles ejercía cierta influencia en su ánimo supersticioso. Recordaba las amplias plazas de Valencia y Barcelona, con su suelo blancuzco; la arena obscura de las plazas del Norte y la tierra rojiza del gran circo de Madrid. La arena de Sevilla era distinta de las otras: arena del Guadalquivir, de un amarillo subido, como si fuese pintura pulverizada. Cuando los caballos destripados soltaban su sangre sobre ella como un cántaro que se desfonda de golpe, Gallardo pensaba en los colores de la bandera nacional, los mismos que ondeaban en el tejado del circo.

Las plazas, con sus diversas arquitecturas, también influían en la imaginación del torero, agitada por las fantasmagorías de la inquietud. Eran circos de construcción más o menos reciente, unos de estilo romano, otros árabes, con la banalidad de las iglesias nuevas, donde todo parece vacío y sin color. La plaza de Sevilla era la catedral llena de recuerdos, animada por el roce de varias generaciones, con su portada de otro siglo – del tiempo en que los hombres llevaban peluca blanca – y su redondel de ocre que habían pisado los héroes más estupendos. Allí los gloriosos inventores de las suertes difíciles, los perfeccionadores del arte, los campeones macizos de la escuela rondeña, con su toreo reposado y correcto; los maestros ágiles y alegres de la escuela sevillana, con sus juegos y movilidades que arrebatan al público… y allí él, que en aquella tarde, embriagado por los aplausos, por el sol, por el bullicio y por la vista de una mantilla blanca y un pecho azul que avanzaban sobre la barandilla de un palco, sentíase capaz de las mayores audacias.

Gallardo pareció llenar el redondel con su movilidad y su atrevimiento, ansioso de vencer a todos los compañeros y que los aplausos fueran sólo para él. Nunca le habían visto tan grande los entusiastas. El apoderado, a cada una de sus proezas, gritaba puesto de pie, increpando a invisibles enemigos ocultos en las masas del tendido: «¡A ver quién se atreve a decir algo!.. ¡El primer hombre del mundo!..»

El segundo toro que había de matar Gallardo lo llevó el Nacional, por orden suya, con hábiles capotazos, hasta el pie del palco donde estaba el traje azul y la mantilla blanca. Junto a doña Sol mostrábase el marqués con dos de sus hijas.

Anduvo Gallardo junto a la barrera con la espada y la muleta en una mano, seguido por las miradas de la muchedumbre, y al llegar frente al palco se cuadró, quitándose la montera. Iba a brindar su toro a la sobrina del marqués de Moraima. Muchos sonreían con expresión maliciosa. «¡Olé los niños con suerte!» Dio media vuelta, arrojando la montera al terminar el brindis, y esperó al toro, que le traían los peones con el engaño del capote. En muy corto espacio, procurando que la fiera no se alejase de este sitio, realizó el espada su faena. Quería matar bajo los ojos de doña Sol; que ésta le viese de cerca desafiando el peligro. Cada pase de muleta iba acompañado de exclamaciones de entusiasmo y gritos de inquietud. Las astas pasaban junto a su pecho; parecía imposible que saliese sin sangre de las acometidas del toro. De pronto se cuadró, con el estoque en línea avanzada, y antes de que el público pudiera manifestar sus opiniones con gritos y consejos, lanzose veloz sobre la fiera, formando un solo cuerpo por algunos instantes el animal y el hombre.

Cuando el espada se despegó del toro, quedando inmóvil, corrió éste con paso inseguro, bramadoras las narices, la lengua pendiente entre los labios y el rojo puño del estoque apenas visible en lo alto del ensangrentado cuello. Cayó a los pocos pasos, y el público púsose de pie a un tiempo, como si formase una sola pieza y lo moviese un resorte poderoso, estallando la granizada de los aplausos y la furia de las aclamaciones. ¡No había un valiente en el mundo igual a Gallardo!.. ¿Habría sentido miedo alguna vez aquel mozo?..

El espada saludó ante el palco abriendo los brazos con el estoque y la muleta, mientras las manos de doña Sol, enguantadas de blanco, chocaban con la fiebre del aplauso.

Luego, un objeto rodó de espectador en espectador desde el palco hasta la barrera. Era un pañuelo de la dama, el mismo que llevaba en la mano, oloroso y diminuto rectángulo de batista y blondas, metido en una sortija de brillantes que regalaba al torero a cambio de su brindis.

Volvieron a estallar los aplausos con motivo de este regalo, y la atención del público, fija hasta entonces en el matador, se distrajo, volviendo muchos la espalda al redondel para mirar a doña Sol, elogiando su belleza a gritos, con la familiaridad de la galantería andaluza. Un pequeño triángulo peludo y todavía caliente subió de mano en mano desde la barrera al palco. Era una oreja del toro, que enviaba el matador como testimonio de su brindis.

Al terminar la fiesta se había esparcido ya por la ciudad la noticia del gran éxito de Gallardo. Cuando el espada llegó a su casa le esperaban los vecinos frente a la puerta, aplaudiéndole como si realmente hubiesen presenciado la corrida.

El talabartero, olvidando su enfado con el espada, admiraba a éste, más que por sus éxitos toreros, por sus valiosas relaciones de amistad. Tenía puesto el ojo hacía tiempo a cierto empleo, y no dudaba de conseguirlo ahora que su cuñado era amigo de lo mejor de Sevilla.

– Enséñales la sortija. Mia, Encarnación, qué regalito. ¡Ni er propio Roger de Flor!

Y la sortija pasaba entre las manos de las mujeres, admirándola éstas con exclamaciones de entusiasmo. Sólo Carmen hizo una mueca al verla. «Sí; muy bonita.» Y la pasó a su cuñada con presteza, como si le quemase las manos.

Después de esta corrida empezó para Gallardo la temporada de los viajes. Tenía más ajustes que en ninguno de los años anteriores. Luego de las corridas de Madrid debía torear en todas las plazas de España. Su apoderado estudiaba los horarios de los ferrocarriles, entregándose a interminables cálculos que habían de servir de guía a su matador.

Gallardo marchaba de éxito en éxito. Nunca se había sentido tan animoso. Parecía que llevaba dentro de él una nueva fuerza. Antes de las corridas acometíanle dudas crueles, incertidumbres semejantes al miedo, que no había conocido en su mala época, cuando empezaba a crearse un nombre; pero apenas se veía en la arena desvanecíanse estos temores y mostraba una audacia bárbara, acompañada siempre de buen éxito.

Después de su trabajo en cualquier plaza de provincias, volvía al hotel seguido de su cuadrilla, pues todos vivían juntos. Sentábase sudoroso, con la grata fatiga del triunfo, sin quitarse el traje de luces, y acudían los «inteligentes» de la localidad a felicitarle. Había estado «colosal». Era el primer torero del mundo. ¡Aquella estocada del cuarto toro!..

– ¿Verdá que sí? – preguntaba Gallardo con orgullo infantil – . De veras que no estuvo malo aquéyo.

Y en la interminable verbosidad de toda conversación sobre toros transcurría el tiempo, sin que el espada y sus admiradores se fatigasen de hablar de la corrida de la tarde y de otras que se habían celebrado algunos años antes. Cerraba la noche, encendíanse luces, y los aficionados no se iban. La cuadrilla, siguiendo la disciplina torera, aguantaba silenciosa esta charla en un extremo de la habitación. Mientras el maestro no diese su permiso, los «chicos» no podían ir a desnudarse y a comer. Los picadores, fatigados por la armadura de hierro de sus piernas y las moledoras caídas del caballo, movían el recio castoreño entre sus rodillas; los banderilleros, presos en sus trajes de seda mojados de sudor, sentían hambre después de una tarde de violento ejercicio. Todos pensaban lo mismo, lanzando terribles ojeadas a los entusiastas: «Pero ¿cuándo se marcharán estos tíos «lateros»? ¡Mardita sea su arma!..»

Al fin, el matador se fijaba en ellos: «Pueen ustés retirarse.» Y la cuadrilla salía empujándose, como una escuela en libertad, mientras el maestro continuaba escuchando los elogios de los «inteligentes», sin acordarse de Garabato, que aguardaba silencioso el momento de desnudarlo.

En los días de descanso, el maestro, libre de las excitaciones del peligro y de la gloria, volvía su recuerdo a Sevilla. De tarde en tarde llegaba para él alguna de aquellas cartitas breves y perfumadas felicitándole por sus triunfos. ¡Ay, si tuviese con él a doña Sol!..

En esta continua correría de un público a otro, adorado por los entusiastas, que ansiaban hacerle grata la vida en la población, conocía mujeres y asistía a juergas organizadas en su honor. De estas fiestas salía siempre con el pensamiento turbado por el vino y una tristeza feroz que le hacía intratable. Sentía crueles deseos de maltratar a las hembras. Era un impulso irresistible de vengarse de la acometividad y los caprichos de la otra en personas de su mismo sexo.

Había momentos en que le era necesario confiar sus tristezas al Nacional, con ese impulso irresistible de confesión de todos los que llevan en el pensamiento un peso excesivo.

Además, el banderillero le inspiraba, lejos de Sevilla, un afecto mayor, una ternura refleja. Sebastián conocía sus amores con doña Sol, la había visto, aunque de lejos, y ella había reído muchas veces oyéndole relatar las originalidades del banderillero.

Este acogía con un gesto de austeridad las confidencias del maestro.

– Lo que tú debe hacé, Juan, es orviarte de esa señora. Mia que la paz de la familia vale más que too para los que vamos por er mundo, expuestos a gorver a casa inútiles pa siempre. Mia que Carmen sabe más de lo que tú crees. Ya está enterá de too. A mí mismo me ha sortao indiretas sobre lo tuyo con la sobrina del marqué… ¡La pobresita! ¡Es pecao que la hagas sufrir!.. Ella tiene su genio, y si se suerta os dará un disgusto.

Pero Gallardo, lejos de la familia, con el pensamiento dominado por el recuerdo de doña Sol, parecía no comprender los peligros de que le hablaba el Nacional, y levantaba los hombros ante sus escrúpulos sentimentales. Necesitaba exteriorizar sus recuerdos, hacer partícipe al amigo de su pasada felicidad, con un impudor de amante satisfecho que desea ser admirado en su dicha.

– ¡Es que tú no sabes lo que es esa mujer! Tú, Sebastián, eres un infeliz que no conoses lo que es güeno. ¿Ves juntas toas las mujeres de Seviya? Pues na. ¿Ves las de toos los pueblos donde hemos estao? Na tampoco. No hay mas que doña Zol. Cuando se conose una señora como esa, no quean ganas pa más… ¡Si la conosieses como yo, gachó! Las mujeres de nuestro brazo huelen a carne limpia, a ropa blanca. Pero ésta, Sebastián, ¡ésta!.. Figúrate juntas toas las rosas de los jardines del Alcázar… No, es argo mejor: es jazmín, madreserva, perfume de enreaeras como las que habría en el huerto del Paraíso; y estos güenos olores vienen de aentro, como si no se los pusiera, como si fuesen de su propia sangre. Y aemás, no es una panoli de las que vistas una vez ya está visto too. Con ella siempre quea argo que desear, argo que se espera y no yega… En fin, Sebastián, no pueo explicarme bien… Pero tú no sabes lo que es una señora; así es que no me prediques y sierra el pico.

Gallardo ya no recibía cartas de Sevilla. Doña Sol estaba en el extranjero. La vio una vez, al torear en San Sebastián. La hermosa dama estaba en Biarritz, y vino en compañía de unas señoras francesas que deseaban conocer al torero. La vio una tarde. Se fue, y sólo supo de ella vagas noticias durante el verano, por las pocas cartas que recibió y por las nuevas que le comunicaba su apoderado luego de oír al marqués de Moraima.

Estaba en playas elegantes, cuyos nombres oía por primera vez el torero, siendo para él de imposible pronunciación; luego se enteró de que viajaba por Inglaterra; después, que había pasado a Alemania para oír unas óperas cantadas en un teatro maravilloso que sólo abría sus puertas unas cuantas semanas en el año. Gallardo desconfiaba de verla. Era un ave de paso, aventurera e inquieta, y no había que esperar que buscase otra vez su nido en Sevilla al volver el invierno.

Esta posibilidad de no encontrarla más entristecía al torero, revelando el imperio que aquella mujer había tomado sobre su carne y su voluntad. ¡No verla más! ¿Para qué, entonces, exponer la vida y ser célebre? ¿De qué servían los aplausos de las muchedumbres?..

El apoderado le tranquilizaba. Volvería: estaba seguro. Volvería, aunque sólo fuese por un año. Doña Sol, con todos sus caprichos de loca, era una mujer «práctica», que sabía cuidar de lo suyo. Necesitaba la ayuda del marqués para desenredar los enmarañados asuntos de su propia fortuna y la que su marido le había dejado, quebrantadas ambas por una larga y fastuosa permanencia lejos del país.

El espada volvió a Sevilla al finalizar el verano. Aún le quedaban un buen número de corridas que torear en el otoño, pero quiso aprovechar un descanso de cerca de un mes. La familia del espada estaba en la playa de Sanlúcar por la salud de dos de los sobrinillos, cuyas escrófulas necesitaban la cura del mar.

Gallardo se estremeció de emoción al anunciarle un día su apoderado que doña Sol acababa de llegar sin que nadie la esperase.

El espada fue a verla inmediatamente, y a las pocas palabras sintiose intimidado por su fría amabilidad y la expresión de sus ojos.

Le contemplaba como si fuese otro. Adivinábase en su mirada cierta extrañeza por el rudo exterior del torero, por la diferencia entre ella y aquel mocetón matador de bestias.

El también adivinaba este vacío que parecía abrirse entre los dos. La veía como si fuese distinta mujer: una gran dama de otro país y otra raza.

Hablaron tranquilamente. Ella parecía haber olvidado el pasado, y Gallardo no se atrevía a recordarlo ni osaba el menor avance, temiendo una de sus explosiones de cólera.

– ¡Sevilla! – decía doña Sol – . Muy bonita… muy agradable. ¡Pero en el mundo hay más! Le advierto a usted, Gallardo, que el mejor día levanto el vuelo para siempre. Adivino que voy a aburrirme mucho. Me parece que me han cambiado mi Sevilla.

Ya no le tuteaba. Transcurrieron varios días sin que el torero se atreviese en sus visitas a recordar el pasado. Limitábase a contemplarla en silencio con sus ojos africanos, adorantes y lacrimosos.

– Me aburro… Voy a marcharme cualquier día – exclamaba la dama en todas las entrevistas.

Volvió otra vez el criado de gesto imponente a recibir al torero en la cancela, para decirle que la señora había salido, cuando él sabía ciertamente que estaba en casa.

Gallardo la habló una tarde de una breve excursión que debía hacer a su cortijo de La Rinconada. Necesitaba ver unos olivares que su apoderado había comprado durante su ausencia, uniéndolos a la finca. Debía también enterarse de la marcha de los trabajos.

La idea de acompañar al espada en esta excursión hizo sonreír a doña Sol por lo absurda y atrevida. ¡Ir a aquel cortijo donde pasaba la familia de Gallardo una parte del año! ¡Entrar, con el estruendo escandaloso de la irregularidad y del pecado, en aquel ambiente tranquilo de casero corral, donde vivía con los suyos el pobre mozo!..

Lo absurdo del deseo la decidió. Ella iría también: le interesaba ver La Rinconada.

Gallardo sintió miedo. Pensó en las gentes del cortijo, en los habladores, que podrían comunicar a la familia este viaje. Pero la mirada de doña Sol abatió todos sus escrúpulos. ¡Quién sabe!.. Tal vez este viaje le devolviera a su antigua situación.

Quiso, sin embargo, oponer un último obstáculo a este deseo.

– ¿Y el Plumitas?.. Mie usté que ahora, según paece, anda por cerca de La Rinconá.

¡Ah, el Plumitas! El rostro de doña Sol, obscurecido por el aburrimiento, pareció aclararse con una llamarada interior.

– ¡Muy curioso! Me alegraría de que usted pudiera presentármelo.

Gallardo arregló el viaje. Pensaba ir solo, pero la compañía de doña Sol le obligó a buscar un refuerzo, temiendo un mal encuentro en el camino.

Buscó a Potaje, el picador. Era muy bruto y no temía en el mundo mas que a la gitana de su mujer, que cuando se cansaba de recibir palizas intentaba morderle. A éste no había que darle explicaciones, sino vino en abundancia. El alcohol y las atroces caídas en el redondel le mantenían en perpetuo aturdimiento, como si la cabeza le zumbase, no permitiéndole mas que lentas palabras y una visión turbia de las cosas.

Ordenó también al Nacional que fuese con ellos: uno más, y de discreción a toda prueba.

El banderillero obedeció por subordinación, pero rezongando al saber que iba con ellos doña Sol.

– ¡Por vía e la paloma azul!.. ¡Y que un pare de familia se vea metío en estas cosas feas!.. ¿Qué dirán de mí Carmen y la seña Angustias si yegan a enterarse?..

Cuando se vio en pleno campo, sentado al lado de Potaje en la banqueta de un automóvil, frente al espada y la gran señora, fue desvaneciéndose poco a poco su enfado.

No la veía bien, envuelta como iba en un gran velo azul que descendía de su gorra de viaje, anudándose sobre el gabán de seda amarilla; pero era muy hermosa… ¡Y qué conversación! ¡Y qué saber de cosas!..

Antes de la mitad del viaje, el Nacional, con sus veinticinco años de fidelidad casera, excusaba las debilidades del matador, explicándose sus entusiasmos. ¡El que se viera en el propio caso, y haría lo mismo!..

¡La instrucción!.. Una gran cosa, capaz de infundir respetabilidad hasta a los mayores pecados.

V

– Que te iga quién es, o que se lo yeven los demonios. ¡Mardita sea la suerte!.. ¿Es que no podrá uno dormir?..

El Nacional escuchó esta contestación al través de la puerta del cuarto de su maestro, y la transmitió a un peón del cortijo que aguardaba en la escalera.

– Que te iga quién es. Sin eso, el amo no se levanta.

Eran las ocho. El banderillero se asomó a una ventana, siguiendo con la vista al peón, que corría por un camino frente al cortijo, hasta llegar al lejano término del alambrado que circuía la finca. Junto a la entrada de esta valla vio un jinete empequeñecido por la distancia: un hombre y un caballo que parecían salidos de una caja de juguetes.

Al poco rato volvió el jornalero, luego de hablar con el jinete.

El Nacional, interesado por estas idas y venidas, le recibió al pie de la escalera.

– Ice que nesesita ve al amo – masculló atropelladamente el gañán – . Paece hombre de malas purgas. Ha icho que quié que baje en seguía, pues tié una rasón que darle.

Volvió el banderillero a aporrear la puerta del espada, sin hacer caso de las protestas de éste. Debía levantarse; para el campo era una hora avanzada, y aquel hombre podía traer un recado interesante.

– ¡Ya voy! – contestó Gallardo con mal humor, sin moverse de la cama.

Volvió a asomarse el Nacional, y vio que el jinete avanzaba por el camino hacia el cortijo.

El peón salió a su encuentro con la respuesta. El pobre hombre parecía intranquilo, y en sus dos diálogos con el banderillero balbuceaba con una expresión de espasmo y de duda, no atreviéndose a manifestar su pensamiento.

Al unirse con el jinete, le escuchó breves momentos y volvió a desandar su camino, corriendo hacia el cortijo, pero esta vez con más precipitación.

El Nacional le oyó subir la escalera con no menos velocidad, presentándose ante él tembloroso y pálido.

– ¡Es er Plumitas, señó Sebastián! Ice que es er Plumitas, y que nesesita hablá con el amo… Me lo dio er corasón denque le vi.

¡El Plumitas!.. La voz del peón, a pesar de ser balbuciente y sofocada por la fatiga, pareció esparcirse por todas las habitaciones al pronunciar este nombre. El banderillero quedó mudo por la sorpresa. En el cuarto del espada sonaron unos cuantos juramentos acompañados de roce de ropas y el golpe de un cuerpo que rudamente se echaba fuera del lecho. En el que ocupaba doña Sol notose también cierto movimiento que parecía responder a la estupenda noticia.

– Pero ¡mardita sea! ¿Qué me quié ese hombre? ¿Por qué se mete en La Rinconá? ¡Y justamente ahora!..

Era Gallardo, que salía con precipitación de su cuarto, sin más que unos pantalones y un chaquetón, puestos a toda prisa sobre sus ropas interiores. Pasó corriendo ante el banderillero, con la ciega vehemencia de su carácter impulsivo, y se echó escalera abajo, más bien que descendió, seguido del Nacional.

En la entrada del cortijo desmontábase el jinete. Un gañán sostenía las riendas de la jaca y los demás trabajadores formaban un grupo a corta distancia, contemplando al recién venido con curiosidad y respeto.

Era un hombre de mediana estatura, más bien bajo que alto, carilleno, rubio y de miembros cortos y fuertes. Vestía una blusa gris adornada de trencillas negras, calzones obscuros y raídos, con grueso refuerzo de paño en la entrepierna, y unas polainas de cuero resquebrajado por el sol, la lluvia y el lodo. Bajo la blusa, el vientre parecía hinchado por los aditamentos de una gruesa faja y una canana de cartuchos, a la que se añadían los volúmenes de un revólver y un cuchillo atravesados en el cinto. En la diestra llevaba una carabina de repetición. Cubría su cabeza un sombrero que había sido blanco, con los bordes desmayados y roídos por las inclemencias del aire libre. Un pañuelo rojo anudado al cuello era el adorno más vistoso de su persona.

Su rostro, ancho y mofletudo, tenía una placidez de luna llena. Sobre las mejillas, que delataban su blancura al través de la pátina del soleamiento, avanzaban las púas de una barba rubia no afeitada en algunos días, tomando a la luz una transparencia de oro viejo. Los ojos eran lo único inquietante en aquella cara bondadosa de sacristán de aldea: unos ojos pequeños y triangulares sumidos entre bullones de grasa; unos ojillos estirados, que recordaban los de los cerdos, con una pupila maligna de azul sombrío.

Al aparecer Gallardo en la puerta del cortijo lo reconoció inmediatamente y levantó su sombrero sobre la redonda cabeza.

– Güenos días nos dé Dió, señó Juan – dijo con la grave cortesía del campesino andaluz.

– Güenos días.

– ¿La familia güena, señó Juan?

– Güena, grasias. ¿Y la de usté? – preguntó el espada, con el automatismo de la costumbre.

– Creo que güena también. Hase tiempo que no la veo.

Los dos hombres se habían aproximado, examinándose de cerca con la mayor naturalidad, como si fuesen dos caminantes que se encontraban en pleno campo. El torero estaba pálido y apretaba los labios para ocultar sus impresiones. ¡Si creía el bandolero que iba a intimidarle!.. En otra ocasión tal vez le habría dado miedo esta visita; pero ahora, teniendo arriba lo que tenía, sentíase capaz de pelear con él, como si fuese un toro, tan pronto como anunciase malos propósitos.

Transcurrieron algunos instantes de silencio. Todos los hombres del cortijo que no habían salido a los trabajos de campo – más de una docena – contemplaban con un asombro que tenía algo de infantil a aquel personaje terrible, obsesionados por la tétrica fama de su nombre.

– ¿Pueen yevar la jaca a la cuadra pa que descanse un poco? – preguntó el bandido.

Gallardo hizo una seña, y un mozo tiró de las riendas del animal, llevándoselo.

– Cuíala bien – dijo el Plumitas– . Mia que es lo mejor que tengo en er mundo, y la quiero más que a la mujer y a los chiquiyos.

Un nuevo personaje se unió al grupo que formaban el espada y el bandido en medio de la gente absorta.

Era Potaje, el picador, que salía despechugado, desperezándose con toda la brutal grandeza de su cuerpo atlético. Se frotó los ojos, siempre sanguinolentos e inflamados por el abuso de la bebida, y aproximándose al bandido, dejó caer una manaza sobre uno de sus hombros con estudiada familiaridad, como gozándose en hacerle estremecer bajo su garra y expresándole al mismo tiempo su bárbara simpatía.

– ¿Cómo estás, Plumitas?

Le veía por primera vez. El bandido se encogió como si fuese a saltar bajo esta caricia ruda e irreverente y su diestra levantó el rifle. Pero los azules ojillos, fijándose en el picador, parecieron reconocerle.

– Tú eres Potaje, si no me engaño. Te he visto picá en Seviya en la otra feria. ¡Camará, qué caías! ¡Qué bruto eres!.. ¡Ni que fueras de jierro durse!

Y como para devolverle el saludo, agarró con su mano callosa un brazo del picador, apretándole el bíceps con sonrisa de admiración. Quedaron los dos contemplándose con ojos afectuosos. El picador reía sonoramente.

– ¡Jo! ¡jo! Yo te creía más grande, Plumitas… Pero no le hase; así y too, eres un güen mozo.

El bandido se dirigió al espada:

– ¿Pueo almorzar aquí?

Gallardo tuvo un gesto de gran señor.

– Nadie que viene a La Rinconá se va sin almorzar.

Entraron todos en la cocina del cortijo, vasta pieza con chimenea de campana, que era el sitio habitual de reunión.

El espada se sentó en una silla de brazos, y una muchacha, hija del aperador, se ocupó en calzarle, pues en la precipitación de la sorpresa había bajado con sólo unas babuchas.

El Nacional, queriendo dar señales de existencia, tranquilizado ya por el aspecto cortés de esta visita, apareció con una botella de vino de la tierra y vasos.

– A ti también te conosco – dijo el bandido, tratándole con igual llaneza que al picador – . Te he visto clavar banderiyas. Cuando quieres lo hases bien; pero hay que arrimarse más…

Potaje y el maestro rieron de este consejo. Al ir a tomar el vaso, Plumitas se vio embarazado por la carabina, que conservaba entre las rodillas.

– Eja eso, hombre – dijo el picador – . ¿Es que guardas er chisme hasta cuando vas de visita?

El bandido se puso serio. Bien estaba así: era su costumbre. El rifle le acompañaba siempre, hasta cuando dormía. Y esta alusión al arma, que era como un nuevo miembro siempre unido a su cuerpo, le devolvía su gravedad. Miraba a todos lados con cierto azoramiento. Notábase en su cara el recelo, la costumbre de vivir alerta, sin fiarse de nadie, sin otra confianza que la del propio esfuerzo, presintiendo a todas horas el peligro en torno de su persona.

Un gañán atravesó la cocina marchando hacia la puerta.

– ¿Aónde va ese hombre?

Y al decir esto se incorporó en el asiento, atrayendo con las rodillas hacia su pecho el ladeado rifle.

Iba a un gran campo vecino, donde trabajaban los jornaleros del cortijo. El Plumitas se tranquilizó.

– Oiga usté, señó Juan. Yo he venío por er gusto de verle y porque sé que es usté un cabayero, incapaz de enviar soplos… Aemás, usté habrá oído hablar der Plumitas. No es fácil cogerle, y er que se la hase se la paga.

El picador intervino antes de que hablase su maestro.

– Plumitas, no seas bruto. Aquí estás entre camarás, mientras te portes bien y haiga desensia.

Y súbitamente tranquilizado, el bandido habló de su jaca al picador, encareciendo sus méritos. Los dos hombres se enfrascaron en su entusiasmo de jinetes montaraces, que les hacía mirar al caballo con más amor que a las personas.

Gallardo, algo inquieto aún, andaba por la cocina, mientras las mujeres del cortijo, morenas y hombrunas, atizaban el fuego y preparaban el almuerzo, mirando de reojo al célebre Plumitas.

El espada, en una de sus evoluciones, se acercó al Nacional. Debía ir al cuarto de doña Sol y rogarla que no bajase. El bandido se marcharía seguramente después del almuerzo. ¿Para qué dejarse ver de este triste personaje?..

Desapareció el banderillero, y el Plumitas, viendo al maestro apartado de la conversación, se dirigió a él, preguntando con interés por las corridas que aún le quedaban en el año.

– Yo soy «gallardista», ¿sabe usté?.. Yo le he aplaudió más veses que usté pué figurarse. Le he visto en Seviya, en Jaén, en Córdoba… en muchos sitios.

Gallardo se asombró de esto. Pero ¿cómo podía él, que llevaba a sus talones un verdadero ejército de perseguidores, asistir tranquilamente a las corridas de toros?.. El Plumitas sonrió con expresión de superioridad.

– ¡Bah! Yo voy aonde quiero. Yo estoy en toas partes.

Después habló de las ocasiones en que había visto al espada camino del cortijo, unas veces acompañado, otras solo, pasando junto a él en la carretera sin reparar en su persona, como si fuese un misero gañán montado en su jaca para llevar un aviso a cualquier choza cercana.

– Cuando usté vino de Seviya a comprá los dos molinos que tié abajo, le encontré en er camino. Yevaba usté sinco mil duros. ¿No es así? Iga la verdá. Ya ve que estaba bien enterao… Otra ves le vi en un animal de esos que yaman otomóviles, con otro señó de Seviya que creo es su apoderao. Iba usté a firmar la escritura del Olivar del Cura, y yevaba una porrá de dinero aún más grande.

Gallardo recordaba poco a poco la exactitud de estos hechos, mirando con asombro a aquel hombre enterado de todo. Y el bandido, para demostrar su generosidad con el torero, habló del escaso respeto que le inspiraban los obstáculos.

– ¿Ve usté eso de los otomóviles? ¡Pamplina! A esos bichos los paro yo na más que con esto – y mostraba su rifle – . En Córdoba tuve cuentas que arreglar con un señó rico que era mi enemigo. Planté mi jaca a un lao de la carretera, y cuando yegó er bicho levantando porvo y hediendo a petróleo, di el ¡alto! No quiso pararse, y le metí una bala al que iba en la rueda. Pa abreviá: que el otomóvil se etuvo un poco más ayá, y yo di una galopá pa reunirme con er señó y ajustar las cuentas. Un hombre que pué meter la bala aonde quiere, lo para too en er camino.

Gallardo escuchaba asombrado al Plumitas hablar de sus hazañas de carretera con una naturalidad profesional.

– A usté no tenía por qué detenerle. Usté no es de los ricos. Usté es un probe como yo, pero con más suerte, con más aquel en su ofisio, y si ha hecho dinero, bien se lo yeva ganao. Yo le tengo mucha ley, señó Juan. Le quiero porque es un mataor de vergüensa, y yo tengo debiliá por los hombres valientes. Los dos somos casi camarás; los dos vivimos de exponer la vida. Por eso, aunque usté no me conosía, yo estaba allí, viéndole pasar, sin pedirle ni un pitiyo, pa que nadie le tocase ni una uña, pa cuidá de que algún sinvergüensa no se aprovechase saliéndole al camino y disiendo que él era el Plumitas, pues cosas más raras se han visto…