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Czytaj książkę: «La araña negra, t. 3», strona 8

Czcionka:

XII
Declaración de amor

No tardó mucho el capitán Alvarez en revelar a Tomasa lo que deseaba.

La fiel aragonesa, pocos días después de su entrevista con el amo de su sobrino, se enteró de que era el mismo militar que había hecho el amor a Enriqueta y que había excitado las iras de la baronesa.

Tomasa se alegró. Es verdad que algún disgusto le produjo al principio el pensar que protegiendo aquella pasión, podía disgustar a su señor, el conde; pero pudo más en ella el deseo de mortificar a la odiada baronesa y de favorecer al capitán, por el cual éste recibió la promesa de ser auxiliado por la vieja criada.

Ésta era más práctica en amores de lo que prometía su rusticidad. Tenía el convencimiento de que su señorita recordaba algunas veces al hombre que había sido el primero en hacerla el amor de un modo tan franco, y se proponía avivar el fuego que pudiera arder aún en su corazón.

Así que la aragonesa, conmovida por las súplicas del capitán, accedió a servirle de intermediaria, púsose inmediatamente en campaña comenzando a sondear el ánimo de su señorita.

¡Con qué destreza supo ir despertando los recuerdos que en ella quedaban de aquel asedio amoroso!

Hablóle de la casualidad que le había hecho conocer al militar que tanto amor la manifestaba, y aprovechó todas las ocasiones que tenía de hablarla a solas para hacerla saber lo que de ella decía el capitán, y lo mucho que crecía su amor.

Enriqueta acogió aquellas revelaciones ruborosa y con temor, manifestando al principio un leve disgusto. La mortificaba aquella pasión que tanto había indignado a su padre, y temía que llegase a tener noticia de sus confidencias con Tomasa la terrible baronesa, que era muy capaz de golpearla en un rapto de furor. Pero tenían para ella tal encanto aquellas conversaciones con la vieja ama de llaves en el obscuro extremo de un corredor o entre dos cortinajes del salón, siempre en zozobra, con el oído atento para evitar una sorpresa, que, aunque algunas veces se mostraba arrepentida de su imprudencia al dar oído a aquellas sugestiones amorosas, volvía poco después en busca de Tomasa fingiendo escaso interés; pero en realidad anhelante por saber algo íntimo de aquel hombre que decía amarla tanto.

El capitán, aunque procurando no llamar la atención, como en otras ocasiones, de la austera familia de Enriqueta, buscaba ocasiones para ver a ésta, recatándose con la timidez de un colegial que teme comprometer con su presencia a su amada.

Enriqueta, que pocas veces, burlando la vigilancia de doña Fernanda, conseguía asomarse al balcón, siempre que pegaba su interesante rostro a las vidrieras de aquél veía pasar por la acera de enfrente al capitán Alvarez, afectando el aspecto frío de un transeúnte, pero mirando con el rabillo del ojo a los levantados visillos, entre los cuales distinguía las hermosas facciones de la joven.

Habíase establecido entre los dos una comunicación misteriosa, propia de los héroes de las leyendas. A ciertas horas de la tarde, Enriqueta experimentaba una extraña conmoción que conmovía la red de sus nervios e inmediatamente se decía, con el convencimiento de quien habla de una cosa infalible:

– ¡Va a pasar!

Y, efectivamente, apenas se colocaba tras los vidrios del balcón, Alvarez, con la mano en el puño de su espada, y contoneándose con toda la gallardía de un arcabucero de los tercios de Flandes, pasaba por frente de la casa mirando de soslayo y sonriendo de un modo gracioso.

Aquello era amor. Y aunque Enriqueta no quería confesarlo, Tomasa se mostraba cada vez más convencida de la naciente pasión de su señorita y la asediaba con más ahinco para que calmase las ansias del capitán.

El amor soñoliento y fantástico que muchos años antes en el barrio más tranquilo de París había profesado María Avellaneda al conde de Baselga volvía ahora a renacer en la hija, aunque no tan extremadamente romántico.

La persona de Esteban Alvarez había impresionado a Enriqueta, que estaba en la plenitud de una adolescencia apasionada, excitada más aún por una educación monjil, y que sentía verdadera hambre de amor.

En sus ensueños siempre figuraba el gallardo militar como el personaje que ocupaba el primer término del fantástico cuadro, y cuando, obligada por doña Fernanda, pasaba horas enteras leyendo en alta voz las lamentaciones de amor místico encerradas en devocionarios con tapas de tafilete y cantos dorados, su imaginación volaba hacia el hombre que tan profundamente la había impresionado, y cada vez que de su boca salían las palabras: "¡Oh, dulce Jesús mío!", "¡Oh, amadísimo Señor de mi alma y de mi cuerpo!", pensaba en Alvarez, pareciéndole el gallardo militar más digno de estas exclamaciones que aquel hombre macilento, desnudo y desgreñado que, clavado en un madero, figuraba en todas las láminas de sus libros.

A las pocas semanas de cuchichear con Tomasa, siempre sobre el mismo tema, y de contemplar al capitán haciéndola el amor de un modo tan prudente al par que apasionado, Enriqueta se dió ya por vencida. Seguía temiendo la explosión colérica de su padre y el incesante tormento de que era capaz su hermanastra; pero el amor podía más, e inconscientemente, sin reparar en los peligros, se decidía a aceptar los consejos de la vieja ama de llaves, que la empujaba a acoger benévolamente el amor de Alvarez dándole algunas esperanzas, aunque fuesen débiles.

Además, desde que el capitán volvía a hacerla la corte de aquel modo tan prudente, su familia de nada se había apercibido, y esto la hacía confiar en que sus futuros amores quedarían en igual misterio.

Enriqueta estaba ya decidida, y bastó que en una entrevista con Tomasa se decidiera a decir que creía amar al capitán y que al día siguiente contestase desde su balcón a las miradas apasionadas de aquél con una graciosa sonrisa, para que inmediatamente Alvarez saliese de su actitud puramente expectativa y diese lo que él consideraba el gran paso.

Tomasa, una tarde en que el conde estaba de paseo y la baronesa parecía muy ocupada en conferenciar, a puerta cerrada, con su director espiritual, llamó con gran sigilo a su querida señorita, y sonriendo maliciosamente como para quitar importancia al acto que realizaba, la entregó una carta sin querer decir quién la enviaba, aunque con picarescos guiños se esforzaba en dar a entender su procedencia.

Enriqueta quedóse perpleja con la carta en la mano, sin saber qué hacer. Un resto de su antiguo miedo la hacía detenerse antes de aceptar aquello que indudablemente era una declaración de amor, e intentó devolver la carta a la aragonesa; pero tan persuasiva fué la charla de ésta, con tal colorido supo describir el inmenso dolor que experimentaría el apasionado capitán al verse despreciado de aquel modo, que se decidió a aceptarla.

– Léala usted al menos, señorita – decía la vieja criada – . Indudablemente le dice a usted cosas hermosísimas… cosas del otro mundo. Yo sé bien lo que son estos asuntos y lo que dicen tales cartas, y daría cualquier cosa por verme en el lugar de usted, no por ser joven y rica, sino por tener un amante tan guapo y tan apasionado. ¡Y cómo escribe! ¡Virgen santa! ¡Si tiene una mano para decir ternezas!.. El otro día fuí a verle, y como si yo fuese usted misma, me leyó unos versos de los muchos que ha escrito sobre esa personita. Crea usted: aquello era tan tierno, tan bonito, que… ¡vamos!, la ponía a una carne de gallina. Ese don Esteban está chiflado por usted, y es tan sensible, que si mi señorita lo despreciase, el pobrecito sería capaz de pegarse un tiro.

Enriqueta se sintió conmovida en su infantil sencillez al saber que un hombre era capaz de matarse por sus desdenes, y esta figura retórica de la aragonesa fué lo que la decidió a guardarse prontamente la carta.

La caprichosa charla de su hermano Ricardito, que por algunas dolencias de su organismo enfermizo no había ido todavía a seguir sus cursos en el colegio de jesuítas, impidió a Enriqueta leer aquella carta que había escondido en su virginal seno y que con su contacto parecía abrasarle la fina epidermis. La esperanza de que a la noche conseguiría leerla no calmaba la impaciencia y la zozobra que de ella se habían apoderado.

¿Cómo serían las cartas de amor? Pronto iba a saberlo, así que todos se retirasen a sus habitaciones y ella quedase sola en su gabinete.

Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, cuya puerta había cerrado, rodeada de infinitas preocupaciones y conmoviéndose asustada al menor ruido lejano que llegaba a sus oídos, se reveló el amor a un corazón joven con todo el perfume condensado y el estallido de brillantes colores de una rosa que rompe el apretado capullo.

Leyó y releyó un sinnúmero de veces aquellas cuatro páginas, en las cuales las exclamaciones de una verdadera pasión surgían ingenuas y conmovedoras, sobre el papel, envueltas en conceptos románticos y algo rebuscados, y cuando la bujía que esparcía su luz sobre la mesilla de laca comenzó a agonizar, haciendo danzar un tropel de sombras sobre las blancas colgaduras del virginal lecho, Enriqueta lloraba sin poder explicarse el motivo, experimentando un dulce placer al derramar aquellas lágrimas.

La luz que, mortecina, se agitaba ya al extremo del candelero, y que iba a hacer estallar la arandela, causaba hondo pesar a Enriqueta, pues la privaba de que prolongase el placer de aquella lectura. Nueva Josué, hubiese querido tener poder para sostener aquella luz y leer una vez más el papel que tenía en sus manos y que besaba apasionadamente sin darse cuenta de ello; pero la llama, después de revivir con fuerza algunos instantes, se apagó, y la hermosa joven tuvo que desnudarse a obscuras.

La cama crujió dulcemente al recibir el peso de aquel cuerpo, que exhalaba un ambiente de fragante frescura, y en toda la noche no turbó la calma del aristocrático dormitorio otro ruido que los suspiros de Enriqueta, la cual durmió inquieta y nerviosa, despertándose con frecuencia, y como si temiese que el sueño la hiciese traición, y que con lucidez sonámbula la repitiese en alta voz el contenido de aquella carta, que ya casi sabía de memoria.

Los primeros rayos de luz matinal que se filtraron por los extremos del pesado cortinaje de la ventana, hicieron que Enriqueta saltase de la cama.

En sus horas de vigilia había pensado en la necesidad de contestar a aquella carta. El pobrecito se lo pedía, se lo rogaba con la mayor humildad, y ella no se sentía con fuerzas para permanecer muda ante aquella rendida solicitud.

Colocando su mesilla junto a la ventana, escribió tan nerviosa y alarmadamente como leyó en la noche anterior. Cuatro renglones de trémula letra y femenil ortografía, fueron la contestación a la carta del capitán, y aquel mismo día se encargó Tomasa de llevar la respuesta a Alvarez, que, como todos los hombres en casos semejantes, se consideró el más dichoso de los mortales.

Desde entonces se entablaron entre los dos jóvenes unas relaciones puramente platónicas, que se desahogaban por medio de miradas rápidas desde la acera al balcón, y cartas interminables que Tomasa entregaba diariamente y con rigurosa puntualidad a ambas partes.

Enriqueta se creía feliz, experimentando emociones que hasta entonces la habían sido desconocidas.

En un cofrecillo laqueado que perteneció a su madre, y que le servía para guardar algunos juguetes de su niñez, y ciertas chucherías propias de una joven aristocrática que sólo de tarde en tarde se presenta en el mundo elegante, y que son, por tanto, recuerdo de agradables y deslumbradoras fiestas, encerraba las cartas y las poesías que le enviaba su novio y que, por la frecuencia con que llegaban, amenazaban convertirse en colosal montón que se desbordara por toda la habitación.

Encerrarse en ésta, abrir el cofrecillo e ir releyendo por centésima vez aquellas epístolas amatorias en que, con diversas palabras, se hacían siempre los mismos juramentos e idénticas promesas, y besar después con instintivo arrebato aquellos pliegos de papel manoseados por continuos exámenes, era el mayor placer de aquella adolescente cuya vida la llenaba el amor.

XIII
Ejercicios piadosos

Una mañana del mes de febrero, cuando en la casa del conde de Baselga todavía no se habían levantado de la cama los señores, Tomasa, apoyada en la chimenea del comedor, hablaba con una muchachuela que en su feo rostro tenía cierta expresión hipócrita y que era la doncella de doña Fernanda.

Ésta profesaba gran cariño a su servidora íntima, por ser fea y gran amiga de murmuraciones. La primera condición la tenía en gran estima, pues por ley de contraste, al lado de aquella cabeza chata, deprimida y terrosa, adquiría cierto brillo de hermosura su rostro rubicundo y narigudo. En cuanto a lo de chismosa, nada gustaba tanto a la baronesa como hablar largo rato con su doncella, haciendo que ésta le contara todo lo que ocurría en la casa, así como cuanto sabía de las otras señoras devotas que figuraban con ella en las juntas de cofradía e instituciones benéficas.

En esto último salía perdiendo doña Fernanda, pues su doncella, tan dominada estaba por el afán de murmurar, que apenas la dejaba libre su señora, corría en busca de Tomasa, complaciéndose en contarla todas las interioridades de su señora.

Entre el ama de llaves y la doncella reinaba gran intimidad, y aunque ésta, en punto a charlar, no guardaba fidelidad a nadie, siempre se mostraba más pronta, por simpatías propias de su clase, a revelar los secretos de su ama a Tomasa que a contar lo que ésta decía, a la baronesa.

Aquella mañana la chismosa, por complacer a Tomasa, a la que convenía tener favorable, pues de este modo su bondadosa autoridad consentía ciertas salidas nocturnas, se ocupaba en encender la chimenea del comedor, y en cuclillas ante el hogar colocaba cuidadosamente los leños, avivando con furiosos resoplidos la llama, que se obstinaban en rechazar los verdes y húmedos troncos.

Tomasa oía con gran atención lo que aquella muchacha, tosiendo a cada instante por el humo que se le metía en la garganta, e hinchando sus enrojecidos carrillos, le decía casi a sus pies.

La baronesa había pasado una noche pésima, privando a su doncella del sueño con continuos llamamientos. Había para reventar – según decía la doncella – estando al cuidado de aquella perra, que con todos sus aires de señora y de devota era… una de tantas. Ahora le daba por vomitar, por sentir vahídos, por decir a su querido director, el padre Felipe, que estaba muy malita; y la doncella, al decir esto, remedaba grotescamente los dengues de doña Fernanda, haciendo reír al ama de llaves.

Bien empleado le estaba – al decir de la aragonesa – , y esto la enseñaría a no pasarse la tarde entera encerrada con aquel jesuíta que era un sinvergüenza capaz de conmoverse ante una escoba, con tal que llevase faldas.

Tomasa no era cruel, pero se entusiasmaba pensando en el escándalo que iba a producir el estado de la baronesa así que éste se manifestase más claramente, y saboreaba ya de antemano la vergüenza que esto iba a producir a su enemiga.

– Mira tú – decía a la doncella – que oponerse a que la señorita Enriqueta sea como todas las jóvenes y tenga un novio que la quiera bien, y ella, en cambio, procede como una perdida deshonrando esta casa tan respetable con las conferencias que, a puerta cerrada, tiene con el padre Felipe. Ahora pagará en junto todas sus perrerías, y no será flojo el escándalo que se armará cuando todo Madrid sepa que la señora baronesa de Carrillo, a quien los papeles públicos llaman todos los días dama virtuosísima y a la que ensalzan los jesuítas en sus sermones, está en estado interesante por obra y gracia del querido que le ha destinado la Compañía. No me gusta el mal de nadie, pero en esta ocasión, chiquilla, estoy más alegre que si me hubiera tocado el premio gordo de la lotería. A ver si de este modo esa tal aprende a tratar a los pobres con la cortesía que se merecen y no nos aturde más a todos los de esta casa con sus mandatos y sus palabrotas.

– Anoche – dijo la fea doncella – me encargó que avisara al padre Claudio para que viniera a hablar con ella lo antes posible. Querrá indudablemente pedirle consejo para evitar que la gente se entere de lo que la ocurre.

– Pues como no le abran la tripa y le saquen lo que tiene dentro – dijo Tomasa con brutal jocosidad – , no sé cómo podrá arreglárselas para que nadie en esta casa se entere del producto de las tales conferencias a puerta cerrada.

– Anoche hablaba de lo conveniente que sería para su salud pasar una temporada en el campo. Tal vez piense irse a cualquier parte donde no la conozcan, y allí echar al mundo el cachorro del padre Felipe.

Las dos sirvientas hablaron largamente sobre la baronesa y sus dolencias, salpicando su conversación de terribles sarcasmos, y al fin tuvieron que separarse al oír que repiqueteaba furiosamente la campanilla de la habitación de la baronesa.

Aquella mañana doña Fernanda envió por dos veces a su doncella a la residencia del padre Claudio y aguardó con marcada impaciencia la llegada de éste.

Eran ya las doce cuando el vicario de la Orden en España entró en la habitación de la baronesa, deshaciéndose en excusas por su tardanza. ¡Eran tan apremiantes y continuos sus quehaceres! ¡Le llamaban tan a menudo a Palacio para consultas de la reina, cuando ésta no se creía suficientemente asesorada por sor Patrocinio, la monja de las llagas! La impía revolución se mostraba cada vez más imponente, el espíritu popular, hostil a los reyes y a la Iglesia, crecía por momentos y era preciso que la Compañía de Jesús empuñase sus misteriosas armas y pusiera en juego los ocultos resortes de su monstruosa organización secreta para, de este modo, librar el trono en peligro.

No tenía tiempo para ocuparse de los asuntos de escasa importancia, de mezquinas cuestiones de familia, que quedaban al cuidado de sus subalternos; pero apreciaba tanto a la baronesa, que consideraba como hija suya; tan agradecida le estaba la Compañía, que él se apresuraba a acudir a su llamamiento.

Doña Fernanda, muy lisonjeada por las palabras corteses de aquel hombre, cuyo poder inmenso le era conocido, contestaba con sonrisas de agradecimiento, ruborizada como una jovencita al oír los primeros piropos.

La puerta del gabinete de la baronesa se cerró, con gran dolor para Tomasa y la doncella, que rondaban por las inmediaciones, deseosas de oír, aunque sólo fuera algunas palabras de aquella conferencia.

Más de una hora duró ésta, y las dos mujeres, aplicando el oído a la cerraja de la puerta, sólo pudieron escuchar los sollozos de la baronesa y algunas palabras sueltas, tales como “deshonra”, “escándalo” y otras de idéntico significado.

Cuando las dos sirvientas escaparon despavoridas al notar que la conferencia terminaba y la puerta se abrió, el padre Claudio, que salía llevando en el rostro un gesto malhumorado, al notar que en la habitación inmediata estaban Tomasa y la doncella, afectando una completa indiferencia, recobró rápidamente su sonrisa amable y dijo en voz alta:

– La salud de usted, señora baronesa, reclama muchos cuidados. No sea usted niña, y procure no extremarse en esa vida agitada que lleva en pro de la religión y la caridad. Sería de muy buen efecto que pasara algunos meses en el campo y para esto le recomiendo el punto que ya le he indicado. Dígaselo al conde, a quien ruego salude de mi parte. Yo no me puedo detener, pues me llaman mis ocupaciones.

El padre Claudio pasó por delante de las dos criadas y, como de costumbre, las dió a besar su mano, sin adivinar que, a pesar de su exterior grave y compungido, se reían interiormente de la enfermedad de la baronesa y de las recomendaciones del jesuíta. Ellas sabían el porqué de aquel viaje al campo.

Aquel mismo día doña Fernanda llamó a su padre, y el conde, a pesar de que sentía gran repugnancia de hablar con ella particularmente, y eran muy contadas las veces que había entrado en su habitación, acudió al llamamiento.

Oyó en silencio la relación que le hizo su hija de sus extrañas dolencias e inmediatamente la dió permiso para que fuera a pasar unos cuantos meses en los alrededores de Bayona, que era el lugar que la había recomendado el padre Claudio.

¡Valiente cosa le importaban a él los asuntos de aquella mujer a la que no podía ver sin que inmediatamente acudiesen a su memoria recuerdos que despertaban su odio! Conocía las costumbres de su hija y, mirándola fijamente, adivinaba la verdadera causa de aquellas dolencias.

En su concepto, hacía bien en ir a Bayona. Allí existía un gran centro de jesuítas, y las recomendaciones del padre Claudio servirían para encubrir el remate de aquella enfermedad, que nadie podía explicar mejor que el atlético padre Felipe.

Al día siguiente la baronesa hizo todos sus preparativos de viaje, y tres días después, sin otra compañía que la de su intrigante doncella, emprendió el viaje. Antes de partir, ya el padre Felipe se había hecho cargo de Ricardito, llevándolo nuevamente al colegio.

Con el viaje de doña Fernanda, la casa de Baselga quedó, como decía el ama de llaves, convertida "en una balsa de aceite".

La ausencia de la baronesa hacía imposibles todas aquellas escenas violentas, aquellos gritos descompasados y represiones continuas a que tan aficionada se mostraba doña Fernanda.

Tomasa, disponiendo y mandando como autoridad superior, estaba en sus glorias, y Enriqueta se consideraba feliz al no tener que vivir con aquella zozobra a que le obligaba su hermana con su astuta vigilancia. El poder escribir cartas a Alvarez a cualquier hora del día sin tener que encerrarse en su habitación y temblar al menor ruido, era para la joven una dicha inmensa.

– Ya verá usted, señorita – decía la aragonesa – , qué rica vida vamos a llevar ahora que no está aquí su hermana endemoniada. Desde que puedo pasearme por la casa sin temor de encontrarme con aquella cara de vinagre, al pasar una puerta me siento otra y hasta parece que me he quitado de encima una docena de años. El capitán ya sabe que la baronesa se fué ayer, y no puede figurarse cuán grande es su alegría, pensando que ahora podrá verla de cerca. Saldremos a paseo todos los días, pues hora es ya de que usted no pase la vida de monja profesa a que quiere acostumbrarla la baronesa. Don Esteban vendrá algunas veces con nosotros, pasearemos por donde nadie nos vea, y yo… me haré la ciega y la sorda, aunque el papel sea poco grato, para que ustedes puedan decirse cuanto gusten. Vamos… que algo tendrán ustedes que decirse después de amarse tanto tiempo sin haber hablado nunca.

El conde de Baselga no era obstáculo para aquel plan que Tomasa se proponía realizar. Seguro de la fidelidad de su ama de llaves, a la que consideraba como de su familia, dejaba a Enriqueta por completo a su cuidado y continuaba su vida aislada pasando los días encerrado en su despacho, sin otro recreo de vez en cuando que un paseo por los desiertos alrededores de Madrid.

Baselga se había transfigurado con aquel método de vida.

La soledad en que le obligaba a vivir su misantropía, habíale aficionado al estudio, y en su despacho, que antes sólo tenia por adornos armas de todas clases, amontonábanse ahora los libros.

Las lecturas literarias y filosóficas le repugnaban. El misterioso influjo que el padre Claudio ejercía sobre su conciencia había desarrollado sus sentimientos religiosos creando en él una susceptibilidad fanática que se irritaba a la más leve indicación contra aquel dogma en el que creía a ojos cerrados. Esto le obligaba a mostrarse tan preocupado en sus lecturas como en su vida y circunscribirse a determinados libros, pues la revolución rugía contra lo existente, y a despecho de las medidas y censuras del Gobierno, hasta en la más inocente obra literaria se deslizaban ataques sobre los ideales que tan entusiásticamente profesaba el conde de Baselga.

Este, ante todo era militar. La guerra constituía la principal afición de su carácter, y de aquí que, al buscar un remedio al fastidio que le devoraba en su vida aislada y casi frailuna, se entregase en cuerpo y alma a la lectura de obras militares. Cuanto se había escrito, en España como en Francia, acerca del arte de la guerra, fué coleccionándolo el conde en su biblioteca.

Aquel hombre, en su juventud tan insolente, despreciador de la ciencia, que después había hecho la guerra como soldado valiente, pero ignorante, que cree que la fuerza y el arrojo es todo cuanto necesita un guerrero para ser vencedor, mostrábase ahora avergonzado por su estupidez y se dedicaba al estudio con el ansia del que quiere recobrar el tiempo perdido.

Baselga se sentía ahora agitado por el afán de gloria. Muchos de sus antiguos compañeros de la Guardia real eran ahora generales ilustres y estaban en todo el apogeo de su celebridad, y él, aficionado nuevamente a la milicia, miraba con envidia la posición de sus antiguos amigos. Los millones que poseía, sus títulos, todo cuanto era lo hubiera dado por poder mandar una división y haber asistido con ella a la guerra de Africa o a otra de aquellas campañas tan gloriosas como descabelladas que, para labrarse su propia gloria, llevaba a cabo su antiguo amigo don Leopoldo O’Donnell.

El conde, a fuerza de hojear a los tratadistas militares y de leer obras de fortificación, acabó por concebir un plan que produjo sobre su cerebro una verdadera obsesión.

Ya tenía el medio de hacerse célebre. En Baselga, a pesar de su exterior rudo, había algo de poeta: la imaginación era su principal facultad, y esto hacía que revistiesen cierto ambiente romancesco y místico todas las ideas que se fijaban tenazmente en su cerebro.

Comenzó a madurar la idea de apoderarse, por sorpresa y mediante un buen golpe de mano, de Gibraltar, y se dedicó con ahinco a estudiar todo cuanto se había escrito sobre el famoso sitio que los españoles pusieron a la inexpugnable plaza inglesa en el siglo pasado.

Aquella empresa excitaba los entusiasmos que Baselga podía sentir: el patriótico y el religioso. Como soldado español, estremecíase al pensar que la bandera de su patria llegaría a ostentarse desplegada en el mismo punto donde ahora ondeaba el pabellón inglés, y como católico y fanático sentíase dominado por una beatífica emoción, considerando que con la conquista de Gibraltar se privaba de la mejor de sus plazas a Inglaterra, una nación protestante, enemiga de los santos y que se reía del Papa, aquel vicedios que dirigía el mundo desde Roma.

Al poco tiempo de habérsele ocurrido aquel plan se sentía tan dominado por él que le dedicaba toda su existencia.

Pasaba el día y gran parte de la noche inclinado ante imperfectos planos de Gibraltar y consultando notas que se había procurado acerca de la guarnición de la plaza y los puntos donde estaba acuartelada. Cuando el cansancio le obligaba a dejar aquella tarea y podía reflexionar sobre los posibilidades de éxito de su empresa, sentíase muy animado y confiaba en un completo triunfo.

El tenía marcada su línea de conducta. Primero combinaría en principio su plan, cuidándolo hasta en sus últimos detalles; después lo comprobaría sobre el terreno, haciendo un viaje a Gibraltar, en el que ya había estado en 1823 durante su campaña en las inmediaciones de Cádiz, y, finalmente, escogería un número proporcionado de hombres de valor y de serenidad para dar el audaz golpe de mano que se había imaginado. En Navarra, y entre sus antiguos voluntarios de la guerra carlista, pensaba hallar los compañeros para aquella loca aventura, en la que estaba dispuesto a gastar la colosal fortuna de sus hijos.

El alcanzaría la inmensa gloria de devolver a España aquel rincón de la península arrancado por la traición inglesa, y si no lo lograba, perecería como un mártir patriótico, digno de eterno renombre.

Y mientras Baselga, en la soledad de su despacho, se entregaba a interminables cavilaciones, interrumpidas de vez en cuando por risueñas esperanzas que se forjaban en su optimista imaginación, su hija y el capitán Alvarez sonreían embriagados por la dulce primavera del amor.