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Czytaj książkę: «Canas y barro», strona 8

Czcionka:

Sangonereta vagaba su vista por la superficie del canal, teñida de púrpura con la última luz de la tarde. Su pensamiento parecía volar lejos; hablaba lentamente, con cierto misticismo que contrastaba con su hálito aguardentoso.

Tonet era un ignorante, como todos los del Palmar. Lo declaraba él con la valentía de la embriaguez, sin miedo a que su amigo, que tenía vivo el genio, le arrojase de un empellón en el canal. ¿No declaraba que todos torcían la espina a regañadientes? ¿Y qué demostraba esto sino que el trabajo es algo contrario a la Naturaleza y a la dignidad del hombre…? El sabía más de lo que se figuraban en el Palmar; más que muchos de los vicarios a los que sirvió como un esclavo. Por eso había reñido para siempre con ellos. Poseía la verdad y no podía vivir con los ciegos de espíritu. Mientras Tonet andaba por aquellas tierras del otro lado del mar, metido en batallas, leía él los libros de los curas y pasaba las tardes a la puerta del presbiterio, reflexionando sobre las abiertas páginas en el silencio de un pueblo cuyo vecindario huía al lago. Había aprendido de memoria casi todo el Nuevo Testamento, y aún parecía estremecerse recordando la impresión que le produjo el sermón de la Montaña la primera vez que lo leyó. Creyó que se rompía una nube ante sus ojos. Había comprendido de pronto por qué su voluntad se rebelaba ante el trabajo embrutecedor y penoso. Era la carne, era el pecado quien hacía vivir a los hombres abrumados como bestias para la satisfacción de sus apetitos terrenales. El alma protestaba de su servidumbre, diciendo al hombre: «No trabajes», esparciendo por los músculos la dulce embriaguez de la pereza, como un adelanto de la felicidad que a los buenos aguarda en el Cielo.

– Ascolta, Tonet, ascolta-decía Sangonereta a su amigo con acento solemne.

Y recordaba desordenadamente sus lecturas evangélicas, los preceptos que habían quedado impresos en su memoria. No había que preguntarse con angustia por la comida y el vestido, porque, como decía Jesús, las aves del cielo no siembran ni siegan y, a pesar de esto, comen; ni los lirios del campo necesitaban hilar para vestirse, pues los viste la bondad del Señor. El era criatura de Dios, y a El se confiaba. No quería insultar al Señor trabajando, como si dudase de la bondad divina, que había de socorrerle. Solamente los gentiles o, lo que es lo mismo, las gentes del Palmar, que se guardaban el dinero de la pesca sin convidar a nadie, eran capaces de afanarse por el ahorro, dudando siempre del mañana.

Él quería ser como los pájaros del lago, como las flores que crecían en los carrizales: vago, inactivo y sin otro recurso que la divina Providencia. En su miseria, nunca dudaba del mañana. «Le basta al día su propio afan.» Ya le traería el día siguiente su disgusto. Por el momento, le bastaba la amargura del día presente, la miseria que le proporcionaba su intento de conservarse puro, sin la menor mancha de trabajo y de terrenal ambición en un mundo donde todos se disputaban a golpes la vida, molestando y sacrificando cada cual al vecino para robarle un poco de bienestar.

Tonet seguía riendo de estas palabras del borracho, dichas con exaltación creciente. Admiraba sus ideas con tono zumbón, proponiéndole abandonar el lago para meterse en un convento, donde no tendría que batallar con la miseria. Pero Sangonereta protestaba indignado.

Había reñido con el vicario, saliendo del presbiterio para siempre, porque el repugnaba ver en sus antiguos amos un espíritu contrario al de los libros que léían. Eran iguales a los demás: vivían atenazados por el deseo de la peseta ajena, pensando en la comida y el vestido, quejándose del decaimiento de la piedad cuando no entraba dinero en casa, con la zozobra del Mañana, dudando de la bondad de Dios, que no abandona a sus criaturas.

El tenía fe y vivía con lo que le daban o con lo que encontraba a mano. Ninguna noche le faltaba un puñado de paja donde acostarse ni sentía hambre hasta el punto de desfallecer. El Señor, al ponerle en el lago, había colocado a su alcance todos los recursos de la vida para que fuese ejemplo de un verdadero creyente.

Tonet se burlaba de Sangonereta. Ya que era tan puro, ¿por qué se emborrachaba? ¿Le mandaba Dios ir de tabema en taberna para correr después los ribazos casi a gatas, con el tambaleo de la embriaguez…? Pero el vagabundo no perdía su solemne gravedad.

Su embriaguez a nadie causaba daño, y el vino era cosa santa: por algo sirve en el diario sacrificio a la Divinidad. El mundo era hermoso; pero, visto a través de un vaso de vino, parecía más sonriente, de colores más vivos, y se admiraba con mayor vehemencia a su poderoso autor.

Cada uno tiene sus diversiones. El no encontraba mejor placer que contemplar la hermosura de la Albufera. Otros adoraban el dinero, y él lloraba algunas veces admirando una puesta de sol, sus fuegos descompuestos por la humedad del aire, aquella hora del crepúsculo, que era en el lago más misteriosa y bella que tierra adentro, La hermosura del paisaje se le metía en el alma, y si la contemplaba al través de varios vasos de vino suspiraba de ternura como un chiquillo. Lo repetía: cada cual gozaba a su modo. Cañamel, por ejemplo, apilando onzas; él, contemplando la Albufera con tal arrobamiento, que dentro de la cabeza le saltaban unas coplas más hermosas que las que se cantaban en las tabernas, y estaba convencido de que, a ser como los señores de la ciudad que escriben en los papeles, sabría decir cosas muy notables en medio de su embriaguez.

Después de un largo silencio, Sangonereta, aguijoneado por su locuacidad, se oponía a sí mismo objeciones para rebatirlas inmediatamente. Se le diría, como cierto vicario del Palmar, que el hombre estaba condenado a ganar el pan con el sudor de su rostro después del primer pecado; mas para esto había venido Jesús al mundo: para redimirlo de la primitiva falta, volviendo la Humanidad a la vida paradisíaca, limpia de todo trabajo. Pero, ¡ay!, los pecadores, aguijoneados por la soberbia, no habían hecho caso de sus palabras: cada uno quería vivir con mayores comodidades que los demás; había pobres y ricos, en vez de ser todos hombres: los que desoían al Señor trabajaban mucho, muchísimo; pero la Humanidad era infeliz, y se fabricaba el infierno en el mundo. Le decían a él que si la gente no trabajase se viviría mal. Conforme; serían menos en el mundo; pero los que quedasen permanecerían felices y sin cuidados, subsistiendo de la inagotable misericordia de Dios… Y esto forzosamente había de ocurrir: el mundo no sería siempre igual. Jesús había de volver para enderezar de nuevo a los hombres por el buen camino. Lo había soñado muchas veces, y hasta en cierta ocasión que estuvo enfermo de tercianas, cuando le entraba el frío de la fiebre, tendido en un ribazo o agazapado en un rincón de su ruinosa barraca, veía la túnica de Él, morada, estrecha, rígida, y el vagabundo extendía sus manos para tocarla y sanar repentinamente.

Sangonereta mostraba una fe tenaz al hablar de ese regreso a la Tierra. No volvería para mostrarse en las grandes poblaciones dominadas por el pecado de la riqueza. La otra vez no se presentó en la inmensa ciudad que se llama Roma, sino que había predicado por pueblecillos no mayores que el Palmar, y sus compañeros fueron gente de percha y de red, como la que se reunía en casa de Cañamel. Aquel lago sobre cuyas olas andaba Jesús con asombro de los apóstoles, seguramente que no era más grande ni hermoso que la Albufera. Allí, entre ellos, vendría el Señor cuando volviese al mundo al rematar su obra; buscaría los corazones sencillos, limpios de toda codicia; él sería uno de los suyos. Y el vagabundo, con una exaltación en la que entraban por igual la embriaguez y su extraña fe, se erguía mirando el horizonte, y por el borde del canal, donde se quebraban los últimos rayos del sol, creía ver la figura esbelta del Deseado, como una línea morada, avanzando sin mover los pies ni rozar las hierbas, con un nimbo de luz que hacía brillar su cabellera dorada de suaves ondulaciones.

Tonet ya no le oía. Un fuerte cascabeleo sonaba en el camino de Catarroja, y por detrás de la choza del peso de los pescadores avanzaba el toldo agrietado de una tartana. Eran los suyos que llegaban. Con su vista de hijo del lago, Sangonereta reconoció a larga distancia a Neleta en la ventanilla del vehículo. Después de su expulsión de la taberna, nada quería con la mu jer de Cañamél. Se despidió de Tonet Y fué a tenderse de nuevo en el pajar, entreteniéndose con sus sueños mientras llegaba la noche.

Se detuvo el carruaje frente a la tabernilla del puerto, y bajó Neleta. El Cubano no ocultó su asombro. ¿Y el abuelo…? La había dejado emprender sola el viaje de regreso con todo el cargamento de hilo, que llenaba la tartana. El viejo quería volver a casa por el Saler para hablar con cierta viuda que vendía a buen precio varios palangres. Ya llegaría al Palmar por la noche en cualquier barca de las que sacaban barro de los canales.

Los dos, al mirarse, tuvieron el mismo pensamiento. Iban a hacer el viaje solos; por primera vez podrían hablarse, lejos de toda mirada, en la profunda soledad del lago. Y ambos palidecieron, temblaron, como en presencia de un peligro mil veces deseado, pero que se presentaba de golpe, inopinadamente. Tal era su emoción, que no apresuraban la marcha, como si los dominara un extraño rubor y temiesen los comentarios de la gente del puerto, que apenas se fijaba en ellos.

El tartanero acabó de sacar del vehículo los gruesos paquetes de hilo, y, ayudado por Tonet, fué arrojándolos en la proa de la barca, donde formaron un montón amarillento, que esparcía el olor del cáñamo recién hilado.

Neleta pagó al tartanero. ¡Salud Y buen viaje! Y el hombre, chasqueando el látigo, hizo emprender a su caballo el camino de Catarroja.

Aún permanecieron los dos un buen rato inmóviles en la ribera de barro, sin atreverse a embarcar, como si esperasen a alguien.

Los calafates llamaban al Cubano. Debía emprender pronto el viaje: el viento iba a caer, y si marchaba al Palmar, aún tendría que darle a la percha un buen rato. Neleta, con visible turbación, sonreía a toda aquella gente de Catarroja, que la saludaba por baberla visto en su taberna.

Tonet se decidió a romper el silencio, dirigiéndose a Neleta. Ya que el abuelo no venía, había que embarcar cuanto antes; aquellos hombres tenían razón. Y su voz era ronca, con un temblor de angustia, como si la emoción le apretase la garganta.

Neleta se sentó en el centro de la barca, al pie del mástil, empleando como asiento un montón de ovillos, que se aplastaban bajo su peso. Tonet tendió la vela, quedando en cuclillas junto al timón, y la barca comenzó a deslizarse, aleteando la lona contra el mástil con los estremecimientos de la brisa, blanda y moribunda.

Pasaban lentamente por el canal, viendo a la última luz de la tarde las barracas aisladas de los pescadores, con  guirnaldas de redes puestas a secar sobre las encañizadas del corral, y las norias viejas, de madera carcomida, en torno de las cuales comenzaban a aletear los murciélagos. Por los ri bazos caminaban los pescadores, tirando penosamente de sus barquitos, remolcándolos con la faja atada al extremo de las cuerdas.

– ¡Adiós! – murmuraban al pasar.

– ¡Adiós!…

Y otra vez el silencio, cercado por el susurro de la barca al cortar el agua  y el monótono canto de las ranas. Los dos iban con la vista baja, como si temiesen darse cuenta de que estaban solos; y si, al levantar los ojos, se encontraban sus miradas, las huían instantáneamente.

Se ensanchaban las orillas del canal. Los ribazos se perdían en el agua. Las grandes lagunas de los campos por enterrar se extendían a ambos lados. Sobre la tersa superficie ondeaban las cañas en el crepúsculo, como la cresta de una selva sumergida.

Estaban ya en la Albufera. Avanzaron algo más con los últimos estremecimientos de la brisa, y en derredor sólo vieron agua.

Ya no soplaba el viento. El lago, tranquilo, sin la menor ondulación, tornaba su suave tinte ópalo, reflejando los últimos resplandores del sol tras las lejanas montañas. El cielo tenía un color de violeta y comenzaba a agujerearse por la parte del mar con el centelleo de las primeras estrellas. En los límites del agua marcábanse como fantasmas los lienzos desmayados e inmóviles de las barcas.

Tonet arrió la vela y, agarrando la percha, comenzó a hacer marchar la barca a fuerza de brazos. La calma del crepúsculo rompió su silencio.

Neleta, con sonora risa, poníase en pie, queriendo ayudar a su compañero. Ella también manejaba la percha. Tonet debía de acordarse de los tiempos de la niñez, de sus juegos revoltosos, cuando desenganchaban los barquitos del Palmar sin saberlo sus amos y corrían los canales, teniendo muchas veces que huir de la persecución de los pescadores. Cuando se cansase comenzaría ella.

– Estate queta… – respondió él con el resuello cortado por la fatiga; y seguía perchando.

Pero Neleta no callaba. Como si le pesase aquel silencio peligroso, en el que ambos se huían las miradas; como si temiera revelar sus confusos pensamientos, la joven hablaba con gran volubilidad.

En el fondo marcábase lejana, como una playa fantástica a la que nunca habían de llegar, la línea dentellada de la dehesa. Neleta, con incesantes risas, en las que había algo forzado, recordaba a su amigo la noche pasada en la selva, con sus miedos y su sueño tranquilo; aquella aventura que parecía del día anterior: tan fresca estaba en su memoria.

Pero el silencio del compañero, su ¡vista fija en el fondo de la barca con expresión ansiosa, le llamaron la atención. Entonces vio que Tonet devoraba con los ojos sus zapatos amarillos, pequeños y elegantes, que se marcaban sobre el cáñamo como dos manchas claras, y algo más que con los movimientos de la barca había ella dejado al descubierto. Se apresuró a cubrirse y quedó silenciosa, con la boca apretada por un gesto duro y los ojos casi cerrados, mientras una arruga dolorosa se trazaba en su entrecejo. Neleta parecía hacer esfuerzos para vencer su voluntad.

Seguían avanzando lentamente. Era un trabajo penoso atravesar la Albufera a fuerza de brazos con la barca cargada. Otros barquitos vacíos, sin más peso que el del hombre que empuñaba la percha, pasaban rápidos como lanzaderas por cerca de ellos, perdiéndose en la penumbra, cada vez más densa.

Tonet llevaba cerca de una hora de manejar la pesada percha, resbalando unas veces sobre el fuerte suelo de conchas y enredándose otras en la vegetación del fondo, que los pescadores llaman el pelo de la Albufera. Bien se veía que no estaba habituado a tal trabajo. De ir sólo en la barca se hubiera tendido en el fondo, esperando que volviese el viento o le remolcara otra embarcación. Pero la presencia de Neleta despertaba en él cierto pundonor y no quería detenerse hasta que cayera reventado de fatiga. Su pecho jadeante lanzaba un resoplido al apoyarse en la percha empujando la barca. Sin abandonar el largo palo, llevaba de cuando en cuando un brazo a su frente para limpiarse el sudor.

Neleta le llamó con voz dulce, en la que había algo de arrullo maternal. Sólo se veía su sombra sobre el montón de ovillos que llenaba la proa. La joven quería que descansase, debía detenerse un momento; lo mismo era llegar media hora antes que después.

Y le hizo sentar junto a ella, indicando que en el montón de cáñamo estaría más cómodamente que en la popa.

La barca quedó inmóvil. Tonet, al reanimarse, sintió la dulce proximidad de aquella mujer, lo mismo que cuando permanecía tras el mostrador de la taberna.

Había cerrado la noche. No quedaba otra claridad que el difuso resplandor de las estrellas, que temblaban en el agua negra. El silencio profundo era interrumpido por los ruidos misteriosos del agua estremecida por el coleteo de invisibles animales. Las lubinas, viniendo de la parte del mar, perseguían a los peces pequeños, y la negra superficie se estremecía con un chap-chap continuo de desordenada fuga. En una mata cercana lanzaban las fúlicas su lamento como si las matasen y cantaban los buxquerots con interminables escalas.

Tonet, en este silencio poblado de rumores y cantos, creía que no había transcurrido el tiempo, que era pequeño aún y estaba en un claro de  la selva, al lado de su infantil compañera, la hija de la vendedora de anguilas. Ahora no sentía miedo; únicamente le intimidaba el calor misterioso de su compañera, el ambiente embriagador que parecía emanar de su cuerpo, subiéndosele al cerebro como un licor fuerte.

Con la cabeza baja, sin atreverse a levantar los ojos, avanzó un brazo, ciñéndolo al talle de Neleta. Casi en el mismo instante sintió una caricia dulce, un contacto aterciopelado, una mano que resbalaba por su cabeza y, deslizándose hasta la frente, secaba el sudor que aún la humedecía.

Levantó la mirada y vió a corta distancia, en la oscuridad, unos ojos que brillaban fijos en él, reflejando el punto de luz de una lejana estrella. Sintió en las sienes el cosquilleo de los pelos rubios y finos que rodeaban la cabeza de Neleta como una aureola. Aquellos perfumes fuertes de que se impregnaba la tabernera parecieron entrar de golpe hasta lo más profundo de su ser.

– ¡Tonet, Tonet! – murmuró ella con voz desmayada, como un tierno vagido.

¡Lo mismo que en la dehesa! Pero ahora ya no eran niños; había desaparecido la inocencia que les hacía apretarse uno contra otro para recobrar el valor, y al unirse tras tantos años con un nuevo abrazo, cayeron en el montón de cáñamo, olvidados de todo, con el deseo de no levantarse más.

La barca siguió inmóvil en el centro del lago, como si estuviera abandonada, sin que sobre sus bordas se marcase la más leve silueta.

Cerca sonaba la perezosa canción de unos barqueros. Perchaban sobre el agua poblada de susurros, sin sospechar que a corta distancia, en la calma de la noche, arrullado por el gorjeo de los pájaros del lago, el Amor, soberano del mundo, se mecía sobre unas tablas.

VI

Llegó la gran fiesta del  Palmar, la del Niño Jesús.

Era en diciembre. Sobre la  Albufera soplaba un viento frío que entumecía las  manos de los pescadores, pegándolas a la percha. Los hombres  llevaban gorros de lana hundidos hasta las orejas y no se  quitaban el chubasquero amarillo, que al andar  producía un frufrú de faldas huecas. Las mujeres apenas salían  de las barracas; todas las familias vivían en torno del  hogar, ahumándose tranquilamente en una atmósfera densa de  cabaña de esquimales.

La Albufera había subido  de nivel. Las lluvias del invierno engrosaban las aguas, y  campos y ribazos estaban cubiertos por una capa  líquida, moteada a trechos por las hierbas sumergidas. El  lago parecía más grande. Las barracas aisladas, que antes  estaban en tierra firme, aparecían como flotando sobre las  aguas, y las barcas atracaban en la misma puerta.

Del suelo del Palmar, húmedo y fangoso, parecía salir un frío crudo e insufrible, que  empujaba a las gentes dentro de sus viviendas. Las  comadres del pueblo no recordaban un invierno tan cruel. Los  gorriones moriscos, inquietos y rapaces, caían de  las techumbres de paja, encogidos por el frío, con un grito triste que parecía un lamento infantil. Los guardas de la Dehesa hacían la vista gorda ante las necesidades de la miseria, y todas las mañanas un ejército de chiquillos se esparcía por el bosque, buscando leña seca para calentar sus barracas.

Los parroquianos de Cañamél sentábanse en torno de la chimenea, y sólo se decidían a abandonar sus silletas de esparto junto al fuego para ir al mostrador en busca de nuevos vasos.

El Palmar parecía entumecido y soñolíento. Ni gente en las calles, ni barcas en el lago. Los hombres salían para recoger la pesca caída en las redes durante la noche, y volvían rápidamente al pueblo. Los pies mostrábanse enormes con sus envolturas de paño grueso dentro de las alpargatas de esparto. Las barcas llevaban el fondo cubierto de una capa de paja de arroz para combatir el frío. Muchos días, al amanecer, flotaban en el canal anchas láminas de hielo, como cristales deslustrados. Todos se sentían vencidos por el tiempo. Eran hijos del calor, habituados a ver hervir el lago y humear los campos con su hálito corrompido bajo la caricia del sol. Hasta las anguilas, según anunciaba el tío Paloma, no querían sacar sus morros fuera del barro en aquel tiempo de perros. Y para agravar la situación, caía con gran frecuencia una lluvia torrencial que obscurecía el lago y desbordaba las acequias. El cielo gris daba un ambiente de tristeza a la Albufera. Las barcas que navegaban en la bruma tenían el aspecto de ataúdes, con sus hombres inmóviles metidos en la paja y cubiertos hasta la nariz por gruesos andrajos.

Pero al llegar Navidad, con su fiesta del Níño Jesús, el Palmar pareció reanimarse, repeliendo el sopor invernal en que estaba sumido.

Había que divertirse, como todos los años, aunque se helase el lago y se anduviera sobre él, como contaban que ocurría en lejanas tierras. más aún que el deseo de divertirse, les impulsaba el de molestar con su alegría a los rivales, a la gente de tierra firme, aquellos pescadores de Catarroja que se burlaban del Niño del Palmar, despreciando su pequeñez. Estos enemigos sin fe ni conciencia llegaban a decir que los del Palmar sumergían a su divino patrón en las acequias cuando la pesca no era buena. ¡Oh, sacrilegio…! Por eso el Niño Jesús castigaba su lengua pecadora, no permitiendo que gozasen el privilegio de los redolíns.

Todo el Palmar se preparaba para las fiestas. Las mujeres desafiaban el frío atravesando el lago para ir a Valencia a la feria de Navidad. Al volver en la barca del marido, la impaciente chiquillería las esperaba en el canal, ansiosa por ver los regalos. Los caballitos de cartón, los sables de hojalata, los tambores y trompetas, eran acogidos con exclamaciones de entusiasmo por la gente menuda, mientras las mujeres mostraban a sus amigas las compras de mayor importancia.

Las fiestas duraban tres días. El segundo día de Navidad llegaba la música de Catarroja y se rifaba la anguila más gorda de todo el año, para ayuda de gastos. El tercero era la fiesta del Niño Jesús, y al día siguiente la del Cristo; todo con misas y sermones y bailes nocturnos al son del tamboril y la dulzaina.

Neleta se proponía este año gozar como nunca en las fiestas. Su felicidad era completa. Le parecía vivir en una eterna primavera tras el mostrador de la taberna. Cuando cenaba, teniendo a un lado a Cañamél y al otro al Cubano, todos tranquilos y satisfechos, en la santa paz de la familia, se consideraba la más dichosa de las mujeres y alababa la bondad de Dios, que permite vivir felices a las buenas personas. Era la más rica y la más guapa del pueblo; su marido estaba contento; Tonet, supeditado a su voluntad, mostrábase cada vez más enamorado… ¿Qué le quedaba por desear? Pensaba que las grandes señoras que había visto de lejos en sus viajes a Valencia no eran de seguro tan dichosas como ella en aquel rincón de barro rodeado de agua.

Sus enemigas murmuraban; la Samaruca la espiaba; ella y Tonet, para verse a solas, sin excitar sospechas, tenían que inventar viajes a las poblaciones inmediatas al lago. Neleta era la que aguzaba para esto el ingenio, con una facundia que hacía sospechar al Cubano si serían ciertas las murmuraciones sobre amores anteriores a los suyos, que acostumbraron a la tabernera a tales astucias.

Pero ésta se mostraba tranquila ante la maledicencia. Lo que ahora hablaban sus enemigas era lo mismo que decían cuando entre ella y Tonet no se cambiaban más que palabras indiferentes. Y con la certeza de que nadie podía probar su falta, despreciaba las murmuraciones, y en plena taberna bromeaba con Tonet de un modo que escandalizaba al tío Paloma. Neleta se daba por ofendida. ¿No se habían criado juntos? ¿No podía querer a Tonet como a un hermano, recordando lo mucho que su madre había hecho por ella?

Cañamél asentía, alabando los buenos sentimientos de su mujer. En lo que no mostraba tanta conformidad el tabernero era en la conducta de Tonet como asociado. Aquel mozo había cogido su buena suerte lo mismo que  si fuera un premio de la Lotería, y como el que no hace daño a nadie y se come lo suyo, divertíase, sin preocuparse de la pesca.

El puesto de la Sequiota daba buen rendimiento. No eran las pescas fabulosas de otra época, pero había noches en que se llegaba muy cerca del centenar de arrobas de anguilas, y Cañamél gozaba las satisfacciones del buen negocio, regateando el precio con los proveedores de la ciudad, vigilando el peso y presenciando el embarque de las banastas. Por este lado no iba mal la compañía; pero a él le gustaba la igualdad: que cada cual cumpliese su deber, sin abusar de los demás.

Había prometido su dinero y lo había dado: suyas eran todas las redes, aparejos y bolsas de malla, que podían formar un montón tan grande como la taberna. Pero Tonet prometió ayudarle con su trabajo, y podía decirse que aún no había cogido una anguila con sus pecadoras manos.

Las primeras noches fue al redolí, y sentado en la barca, con el cigarro en la boca, veía cómo su abuelo y los pescadores a sueldo vaciaban en la obscuridad las grandes bolsas, llenando de anguilas y tencas el fondo de la embarcación. Después, ni esto. Le molestaban las noches obscuras y tempestuosas, en las que el agua está movida y se realizan las grandes pescas; no gustaba del esfuerzo que había que hacer para tirar de las redes pesadas y repletas; le causaba cierta repugnancia la viscosidad de las anguilas escurriéndose entre las manos, y prefería quedarse en la taberna o dormir en su barraca. Cañamél, para animarlo con el ejemplo, echándole en cara su pereza, se decidía algunas noches a ir al redolí tosiendo y quejándose de sus dolores; pero el maldito, bastaba que hiciese él este sacrificio, para que mostrase mayor empeño en quedarse, llegando en su desvergüenza a manifestar que Neleta tendría miedo si se veía sola en la taberna.

Era cierto que el tío Paloma se bastaba para llevar adelante el negocio: nunca había trabajado con tanto entusiasmo como al verse dueño de la Sequiota; pero ¡qué demonio! el trato era trato, y a Cañamél le parecía que el muchacho le robaba algo viéndolo tan satisfecho de la vida y despegado por completo de su negocio.

¡Qué suerte la de aquel bigardo! El miedo a perder la Sequiota era lo único que contenía al tío Paco. Mientras tanto, Tonet, viviendo en la taberna como si fuese suya, engordaba sumido en aquella felicidad de tener satisfechos todos sus deseos con sólo tender la mano. Se comía lo mejor de la casa, llenaba su vaso en todos los toneles, grandes y pequeños, y alguna vez, con loco y repentino impulso, como para afirmar más su posesión, se permitía la audacia de acariciar a Neleta por debajo del mostrador, en presencia de Cañamél y estando a cuatro pasos los parroquianos, entre los cuales había algunos que no les perdían de vista.

A veces experimentaba un loco deseo de salir del Palmar, de pasar un día fuera de la Albufera, en la ciudad o en los pueblos del lago, y se plantaba ante Neleta con expresión de amo.

– Dóname un duro.

¡Un duro! ¿Y para qué? Los ojos verdes de la tabernera se clavaban en él imperiosos y fieros; erguíase con la soberbia de la adúltera que no quiere ser engañada a su vez; pero al ver en la mirada del mocetón únicaMente el deseo de vagar, de desentumecerse de su vida de macho bien cebado, Neleta sonreía satisfecha y le daba cuanto dinero pedía, recomendándole que volviese pronto.

CañamÉl se indignaba. Podría tolerársele aquello si atendiera al negocio; pero no: Íle defraudaba en sus intereses, y además se comía media taberna, pidiendo encima dinero! Su mujer era muy buena: la perdía el agradecimiento que profesaba a aquellos Palomas desde la niñez.

Y con su minuciosidad de avaro, iba contando lo que Tonet consumía en el establecimiento y la prodigalidad con que convidaba a sus amigos, siempre a costas del dueño. Hasta Sangonera, aquel piojoso expulsado de la taberna porque llenaba de miseria los taburetes, volvía ahora al amparo del Cubano, que le hacía beber hasta la embriaguez, y usaba para ello licores de botella, los más costosos, todo por el gusto de oír los disparates que se había forjado en sus lecturas de sacristán.

El mejor día va a apoderarse hasta de mi cama, decía el tabernero quejándose a su Neleta. Y el infeliz no sabía leer en aquellos ojos, no veía una sonrisa diabólica en la mirada de malicia con que acogía ella tal suposición.

Cuando Tonet se cansaba de estar en la taberna días enteros, sentado junto a Neleta, con la expresión de un gozquecillo que espera el momento propicio para sus caricias, cogía la escopeta y la perra de CañamÉl y se iba a los carrizales. La escopeta del tío Paco era la mejor del palmar: un arma de rico, que Tonet consideraba como suya, y con la que rara vez marraba el golpe. La perra era la famosa Centella, conocida en todo el lago por su olfato. No había pieza que se le escapara, por espeso que fuera el carrizal, buceando como una nutria para sacar del fondo de los hierbajos acuáticos el p jaro herido.

Cañamél afirmaba que no había dinero en el mundo para comprarle este animal; pero veía con tristeza que su Centella mostraba mayor predilección por Tonet, que la llevaba de caza todos los días, que por su antiguo amo, cubierto de pañuelos y mantas junto a la lumbre. ¡Hasta de la perra se apoderaba aquel tuno…!

Tonet, entusiasmado por el magnífico ¸arreglo que el tío Paco tenía para la caza, consumía la provisión de cartuchos guardada en la taberna para los cazadores.

Nadie del Palmar había cazado tanto. En los estrechos callejones de agua de las matas más cercanas al pueblo sonaba continuamente el escopetazo de Tonet, y la Centella, enardecida por el trabajo, chapoteaba en los carrizales. El Cubano sentía una voluptuosidad feroz en este ejercicio, que le recordaba sus tiempos de guerrillero. Se ponía al acecho, esperando los pájaros, con las mismas precauciones de astucia salvaje que empleaba al emboscarse en la manigua para cazar a los hombres. La Centella le traía a la barca las fóchas y los collvérts, con el cuello blando y el plumaje manchado de sangre. Después venían los pájaros del lago menos vulgares, cuya caza llenaba de satisfacción a Tonet; y admiraba, muertos en el fondo de la embarcación, el gallo de cañar, con plumaje azul turquí y pico rojo; el agró o garza imperial, con su color verde y púrpura y un penacho de plumas estrechas y largas sobre la cabeza; el oroval, con su color leonado y el buche rojo; el piuló o pato florentino, blanco y amarillento; el morell o pelucón, con cabeza negra de reflejos dorados, y el singlót, hermosa zancuda, de espléndido plumaje de un verde brillante.

Ograniczenie wiekowe:
12+
Data wydania na Litres:
30 sierpnia 2016
Objętość:
280 str. 1 ilustracja
Właściciel praw:
Public Domain