El pacto de las viudas

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
El pacto de las viudas
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa



© Título: El pacto de las viudas

© Víctor Álamo de la Rosa

ISBN: 978-84-120029-0-4

Depósito Legal: GC-138-2019

Primera edición: Marzo 2019

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina

Ilustración portada: Juan Castaño

Maquetación: David Márquez

Visita nuestro blog: https://www.editorialsieteislas.com/blog y nuestro canal de Youtube

Si quiere recibir información sobre nuestras novedades envíe un correo electrónico a la dirección:

editorialsieteislas@gmail.com

Y recuerde que puede encontrarnos en las redes sociales donde estaremos encantados de leer vuestros comentarios.

#elpactodelasviudas #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

Agradecimiento al Excmo. Cabildo Insular de El Hierro por su colaboración

Dedico esta novela a mi maestro y amigo el escritor Juan José Delgado, en paz descanse, con quien pude discutir flecos y andanzas de esta obra antes de su prematuro fallecimiento en 2017. Pero también quiero dedicarla a mi esposa Gema y a mi hijo Pablo Álamo de la Rosa, que vino a mi mundo para hacerlo mejor en 2011, y a Elisa y a Yurena Martín, quienes me ayudaron con sus correcciones. Tuve la ocurrencia de escribir esta novela en 2009. En una década siempre ocurren cosas que no caben en una dedicatoria. Menos mal.

Cálmate, mi rey, te lo ruego. Mira:

es la boca de la gruta. No hagas ruido, y entra.

Comete el buen crimen que ha de darte

esta isla para siempre, y yo, tu Calibán,

seré tu eterno adorador.

(La tempestad, William Shakespeare)


No te cansa esta carrera, Danilo, y eso que fumas demasiado y frisas los cuarenta. No te distraen los silbidos de los cuerpos que vuelan desde las azoteas para estrellarse contra las mallas que techan las calles y así proteger a los viandantes. No te cansas, Danilo, Danilo Porter, corriendo Gran Vía arriba, a pesar de que hoy el aire contaminado parece más denso que nunca. Sigues y sigues, aunque ahora en tus oídos se pronuncien nítidos los latidos de tu corazón, advirtiéndote del exceso atlético.

Cruzas la esquina con la calle Fuencarral y aminoras el ritmo de tu carrera, menos mal, porque ves a Eleonore a unos trescientos metros. Sabemos que solo quieres seguirla a una prudente distancia para que no te descubra, que no quieres que tu exmujer sepa que la espías, Danilo, Danilo Porter, todavía enamorado a pesar de la odiosa separación.

Quizá el amor explique tus fuerzas, que no te agote la carrera que emprendiste cuando te pareció vislumbrarla entre la multitud que a esas horas de la mañana transita las calles del centro de Madrid.

El amor.

Acaso el amor sí que pueda explicarlo todo. Acaso explique que a tus pulmones fumadores ni siquiera les haga falta un descanso, que no reclamen aire, sino que se basten con la adrenalina que regala el enamoramiento, la pasión más feroz.

El amor todo lo explica, es cierto, tendrás razón y habrá que dártela. En realidad, preocupado con no perder de vista a tu Eleonore, hoy ni siquiera reparas en el exagerado número de cuerpos de suicidas que saltan desde las azoteas o desde las ventanas más altas para estamparse contra las redecillas tendidas sobre las calles por el ayuntamiento. Esa obsesión tuya por Eleonore te matará, Danilo. Hace más de un año que te divorciaste y sigues espiándola, como si en tu vida no hubiera ya más norte. Aunque ahora camines, aunque ahora ya no necesites correr para no perderla de vista, nosotros sabemos que no está bien, que lo lógico es que sigas haciendo tu vida y que continúes con tus investigaciones y que un día conozcas a otra mujer que pueda hacerte feliz, al menos tan feliz como pudo hacerte Eleonore hasta que las cosas se torcieron, haciéndose tristes añicos.

Se te dijo bien claro que estos espionajes no te harían ningún bien. Ninguno, aunque ahora vuelvas a correr porque has visto cómo Eleonore ha enfilado la calle Preciados, andando con buen paso porque se le debe de estar haciendo tarde. Desde esta distancia ves que camina distraída, hundida en sus pensamientos, sin percatarse de que una familia de suicidas ha saltado desde aquel balcón para caer a pocos metros de su propia cabeza. Padre, madre, hijo, los tres cogidos de la mano. Menos mal que estas mallas de goma son efectivas, suficientemente sólidas como para retener el peso de todo tipo de cuerpos y evitar que caigan sobre las aceras o el pavimento, escachando vehículos y viandantes. El propio Danilo Porter, venga, confiésalo ahora y no seas mentiroso, dudó de su efectividad cuando el ayuntamiento de Madrid decidió instalarlas en todas las calles donde hubiera edificios de más de dos pisos. Y funcionan, la verdad, son útiles, aunque ese hecho ahora mismo a ti no te interese porque solo piensas en que no tienes ni pajolera idea de hacia dónde se dirige tu Eleonore. No paras de preguntarte si habrá quedado con alguien, si tendrá una cita con algún pretendiente. Ni siquiera te distrae de tus cavilaciones obsesivas el desagradable ruido de la nuca de ese suicida al astillarse casi ahí mismo, sobre el techo de goma, a escasos dos metros de tu cabeza. El desagradable crack de sus vértebras, el pequeño espasmo epiléptico que precede a su muerte. Tu único faro es la silueta de Eleonore, aunque, sin querer justificarte, habrá que confesar que no eres el único a quien el espectáculo de los suicidas no interesa, no conmueve. Nadie, a esas horas tempranas de la mañana, hormigueramente ocupados en sus trajines laborales, presta atención a los cuerpos que vuelan. Nadie. Los vuelos son demasiado breves, segundos que son nada. Es moneda corriente en los tiempos que corren. Es el día a día en las ciudades. A la noche, los operarios del ayuntamiento recogerán los cadáveres y los trasladarán a los hornos crematorios de las afueras. Así es desde hace por lo menos un lustro, esta jodida pandemia campando a sus anchas. Pero en tu cabeza no hay espacio para seguir investigando sino para Eleonore, aunque Eleonore no te llame no te busque no te escriba no te eche de menos. Eres tú, erre que erre, con toda la perseverancia que imprime el amor intacto. Ay, Danilo Porter, ¿hacia dónde te conducirán tus arrebatos, tus demonios, tus fantasmas?

Corres de nuevo y te estás arriesgando porque no más de cien metros te separan ahora de Eleonore, aunque ella esté de espaldas. Si se diera la vuelta podría descubrirte. Consulta su teléfono móvil, busca algo, un número, una dirección. Acaso escribe un wasap, Porter, algo tan simple, corta por tu bien esa espiral de paranoias. No sufras, no dejes que las pirañas de los celos te mordisqueen la compostura. Respira hondo, enciende un cigarrillo, baja de la nube en la que estás y apártate raudo para que circule esa ambulancia, ¿no ves el repicar acuciante de las sirenas? Pega tu cuerpo a ese edificio, no te vayan a atropellar y tenemos un disgusto. Con toda seguridad, hacia el final de la calle Preciados, se habrá roto la malla y algún suicida estará boqueando sus estertores sobre la acera, despanzurrado, ajeno a la algarabía de mascotas callejeras que menudean entre sus vísceras para darse un festín. Ojo, Danilo Porter, que, a pesar de la confusión, Eleonore parece volver a reanudar su camino. Síguela. Persíguela. Llegados a este punto, no deberías defraudarnos.

Uno.

Dos.

Tres.

Cada tres segundos alguien se quita la vida:

Uno,

dos,

tres.

Mentiríamos si no confesáramos que el principio del fin fue aquel crecer desmesurado de sus pechos, aquellos pequeños senos que en apenas un año pasaron de considerarse limones o peras a llamarse melones, sin otra posible transición frutera con que paliar el vértigo de la vergüenza.

Laura de la Puerta, ya en su incipiente adolescencia, estampaba su nombre en la cartelería de los principales festivales de piano del mundo y sus diminutos dedos prodigiosos eran sinónimo de lleno seguro en cualquier auditorio. Traspasaba fronteras y lenguas con el ritmo feliz de su piano, fervorosamente aplaudido en aquellos elegidos rincones del planeta que lograban una actuación de la gran Laura de la Puerta.

Su hermoso aspecto aniñado, sus rizos rubios, su pequeña estatura, su cuerpo enjuto siempre a punto de romperse, hacían inimaginable su estupenda transformación cuando se sentaba frente al piano y sus manos mariposas desplegaban vuelos imposibles, mil gráciles movimientos que arrancaban grandes ovaciones. Sin desmayo, sin transición, sus dedos podían pasar del frenesí de la velocidad más inaudita a la lentitud más precisa, desde la suavidad a la pasión más incendiada sin necesidad de escalas, respiros o descansos, sin necesidad de pensamiento alguno. Como si en Laura habitaran dos pianistas, las dos caras de una misma moneda, personificación de Jekyll y Hyde, dos que conviven trascendiendo las necesidades técnicas de cualquier partitura.

Laura de la Puerta, icono para melómanos, confirmó su meteórico ascenso a los cielos prometidos de la música siendo una niña, y comenzó a descender a los infiernos de la depresión todavía siéndolo. El inusitado crecimiento de sus pechos no se correspondía con un general redondeamiento de sus formas haciéndose mujer, voluptuosamente mujer, sino que conservó su aspecto delicado, su cara de niña pequeña, su cuerpo enclenque y delgaducho, su baja estatura e, incluso, la ausencia regular de regla, pero con la salvedad de aquellos senos desmesurados.

 

Injusto, muy injusto desarreglo de la naturaleza que no habría tenido mayor importancia si, a pesar del apretamiento de los más variopintos sujetadores, no le impidiera a Laura de la Puerta desplegar, a lo largo y ancho del teclado del piano, la portentosa magia de su talento. Sus pechos enormes se habían convertido en una auténtica molestia, porque le dificultaban determinados movimientos de sus brazos y ralentizaban su habilidad, torpedeándola, incomodando su originalidad motora. Una lástima, una verdadera lástima ver naufragar toda esa maestría.

Consecuencia inevitable, la depresión fue alargando sus alas negras, sus negras alas de cuervo hasta hacerla perder su entereza. Su seguridad y su autoestima fueron sucumbiendo picotazo a picotazo, cuervo insaciable, cuervo inmisericorde, y en el plazo de un año, cuando comenzaron a publicarse las primeras críticas negativas describiendo la pérdida de frescura en las ejecuciones pianísticas de Laura de la Puerta, y arreció el goteo de cancelaciones de festivales y orquestas que hasta ayer se peleaban por contar con su nombre en los carteles, Laura era apenas un pajarillo de alas rotas, indefenso, ensombrecido por la alargada figura del cuervo principal, una depresión de órdago. Pena grande daba contemplar los pozos de sus ojeras, las abismales aguas del abatimiento, el demacrado rostro perlado de pesadumbre. Pena grande daba.

La batería de sedantes, tranquilizantes, antidepresivos y demás fulgurante medicación recetada por su psiquiatra la mantenían en un estado de somnolencia que la dejaba, sin embargo, sin vitalidad, arrastrándose desde su cama al sofá y del sofá a su cama, sin ganas de ver a nadie, sin ganas de conversar, sin voluntad para vestirse y arreglarse, o charlar y distraerse recibiendo visitas.

Su hambre se desató una noche hecha de pesadillas y empezó a comer a escondidas. Se atiborraba de cualquier clase de alimento. No solo pizzas que pedía por teléfono, sino toda clase de postres o bollería que estuvieran coronados por nata y chocolate. Engordó de inmediato, no solo por la copiosa ingesta de calorías con la que azotaba su cuerpo, sino por el estado de letargo en el que estaba hundida. El único rito diario que religiosamente cumplía Laura de la Puerta, saltándose esa sedentaria zozobra, era cerrar con llave su dormitorio, sentarse en su cómoda, frente al espejo, y desvestirse, despojándose del camisón con el que se cubría, para contemplar la oronda pesadilla de sus pechos desabrochando toda esa carne. Habían crecido tanto que ni siquiera se veía los pezones, que miraban con susto hacia el suelo, pobrecillos, ellos mismos aplastados por el volumen asfixiante de sus senos.

Entonces lloraba. Comedidamente. Nada de llantos ruidosos o histéricos. Apenas dos lágrimas estallaban en sus ojos para lentamente discurrir pómulos abajo hasta reunirse en su barbilla. Cogía sus pechos y trataba de apartarlos hacia los lados para intentar imaginarse sin ellos. Difícil deseo imposible.

Laura cada vez se acordaba menos de su madre. De los pechos de su madre. Había días en los que recordaba unos pechos también grandes, pero tolerables, sin llegar a la frontera de lo llamativo. Otros días recordaba los pechos de su madre pequeñitos, como mandarinas, y redonduelos y firmes. Sin embargo, ya no recordaba su cara. Y si miraba fotografías de su madre, tampoco la reconocía. La había olvidado del todo, del todo desde que muriera aplastada junto a su padre en el coche que conducían por la M—80, a pocos kilómetros de Madrid, cuando un camión perdió los frenos y se deslizó por la carretera hasta dejarla huérfana de sopetón. Solo tenía ocho años, solo habían transcurrido seis desde que fuera adoptada en un orfanato de Moscú del que Laura no tenía ni noticia ni memoria.

Pero Laura de la Puerta había tenido una vida feliz. Feliz porque no hay vida sin alguna desgracia. Sus intuitivas dotes para el piano la llevaron a un éxito temprano. Su agente, un cazatalentos norteamericano, timoneó con acierto su carrera, gestionándole las mejores actuaciones, las mejores grabaciones, los más altos cachés, los mejores hasta hacerse realmente millonarios. Ambos, millonarios ambos, porque Axel Robbins era su agente, pero también fue a veces padre paciente y, esporádicamente, amante atento entre los muchos amantes de Laura de la Puerta.

El único error, aunque gravísimo, de Axel Robbins, apenas un par de años antes de que comenzara el crecimiento de los pechos de Laura, fue haber apostado sus fortunas a un único caballo presuntamente ganador. Caballo que salió rana en vez de potro veloz: su banco, envuelto en las turbulencias desatadas por las hipotecas basura, sufrió una estafa descomunal que arrastró en su caída libre todas las inversiones de Robbins. De la noche a la mañana, de rico muy rico a pobre pobretón, quién habría de predecirlo. Para cuando quiso reaccionar y deshacer el entuerto, intentando salvaguardar del hundimiento algún puñado de dólares, la cruel crisis económica que se había desatado en todos los mercados le había respetado solo algunas posesiones, como su propio apartamento en South Brooklyn, muy cerca de Atlantic Street, en una de las zonas más caras de Manhattan. Pero ni por esas, porque en menos de lo que canta un gallo una tromba de bancos acreedores se encargaron de revender el inmueble tras ejecutar varias órdenes de impago y desahucio.

Hasta el último momento trató de ocultárselo a Laura. Aquella debacle financiera que arrastraba al mundo a las mazmorras oscuras del capitalismo más sórdido, unida ahora a la crisis artística de su pianista, los obligaba a una economía de urgencia que hacía inviable la intervención quirúrgica con la que soñaba Laura. Y si Axel Robbins le mintió fue piadosamente, fue para ganar tiempo. Al menos, tiempo. Pero en ese escaso tiempo ganado para unas cuentas que no salían Laura de la Puerta engordó su problema, nunca mejor dicho, porque a la depresión había ahora que unir un variado cuadro de dolencias causadas por una obesidad casi mórbida que dificultaba aún más su ya de por sí complicada operación de pechos. Desaparecieron amantes y novios. Se esfumó su autoestima.

Y fue por todo eso.

Por todo eso que hoy, frente al espejo de su tocador, el monstruoso cuervo de la depresión desplegó sus alas abarcadoras y le susurró al oído a Laura una solución. Una solución clara. El cuervo le secreteó al oído con una nitidez y un convencimiento indudables y hasta casi se diría que alegró el semblante pálido de Laura. Y Laura cogió de la cocina el cuchillo grande y mientras escuchaba embelesada la voz cercana y familiar y lógica del gran cuervo, del cuervo inteligente que daba instrucciones precisas, fue dándose tajos carniceros. Tajos.

Primero en su pecho derecho y después en su pecho izquierdo. Desde abajo. Sin ver en el espejo la sangre. Sin ver siquiera el dolor. Sin ver más allá porque, ver lo que se dice ver, Laura solo ve su pecho por fin sin pechos.

Antes de desmayarse, tras la figura del cuervo, también pudo ver su cara en el espejo. Y justo antes de cerrar los ojos, también pudo contemplar, con enorme satisfacción, junto al charco de sangre que rodeaba sus pies, aquellas dos torres de carne y grasa desparramadas por el suelo, deshaciéndose en sanguinolencias. Quiso escupirlas, en un penúltimo gesto de asco, pero no pudo. Las últimas fuerzas no le alcanzaron para reunir ese esputo de alivio.

Si alguien hubiera hecho algo. Si alguien se hubiera implicado. Incluso si Danilo Porter hubiera sabido del caso antes, con suficiente antelación, quizá la tragedia habría podido evitarse. O no, porque estos sucesos fueron extraños y llenaron páginas de los antiguos periódicos de papel durante más de un mes.

Unos seis o siete años antes de que sus investigaciones lo llevaran a Calibán, aquella pequeña isla en medio del océano Atlántico, se registraron los primeros suicidios en Rijalbo, un pueblecito arrinconado a la vera de un muelle pesquero que lo protegía de las marejadas. Rijalbo era una localidad que sobrevivía gracias a la pesca y al turismo propiciado por el submarinismo. Unas cincuenta familias vivían allí, en ese enclave al sur de Calibán, la menor de la decena de islas que conforman el archipiélago Malvinio. Isla Calibán, alrededor de unos 278 kilómetros cuadrados de tierra abrupta y acantilada, como comprobó Danilo Porter cuando estuvo allí con ocasión de sus indagaciones.

España, sumida por entonces en el desastre económico que congregó en el desempleo a la mitad de la población, había decidido, como la mayoría de los países, no hacer públicas las estadísticas de suicidios, una estrategia aconsejada por psicólogos que habían comprobado que hablar de suicidio llevaba a más de lo mismo. Por eso pasaron más o menos inadvertidos los primeros casos que se dieron en la remota Isla Calibán. Se consideraron normales, fruto de problemáticas personales o cuestiones económicas, motivos que estaban en la raíz de la mayoría de esas muertes.

Danilo Porter, incluso, contempló esta opción, hundido en el vómito de su último desastre amoroso, y fue precisamente su propio abatimiento y su insólita búsqueda de métodos para quitarse la vida lo que le llevó a convertirse en un auténtico especialista, en ese investigador que desde hace unos cuantos años persigue comprobar una sospecha y preguntarse qué demonios hay detrás de los abultados índices de suicidios que vienen registrando todos los países sin excepción. ¿Se debía todo solo al crack de la economía mundial que empezó a destrozar el planeta a partir del cambio de milenio? ¿Tenían razón los agoreros que fijaban en el año 2000 el principio del fin del mundo? Danilo Porter tenía muchas preguntas sin respuesta dentro de sus bolsillos y eso era un peso intolerable para su propia curiosidad.

Sus investigaciones, a título personal, porque ningún tipo de organismo oficial se lo había pedido, lo habían traído ahora a Isla Calibán, un destino que jamás habría entrado en sus planes a pesar de tan pacífico aspecto. Calibán, tan bucólica, habitada por poco más de cinco mil habitantes, en el transcurso de poco más de un lustro su población se había visto diezmada. Y, además, la isla en peso se había convertido en una especie de gran manicomio solo habitado por sordos.

Y dicen que la culpa la había tenido el mar.

Toda la dichosa culpa.

El mar.

Unos pocos años atrás, un tipo al que los calibanios apodaban Juan el Chingo por tener labio leporino, se arrojó por un acantilado convencido de que podría volar cual aguilucho. Se lanzó por los acantilados del norte tras correr unos cuatrocientos metros para ganar velocidad, como si fuera un avión. Quería volar desde Isla Calibán a Alemania, tras los pasos de una mujer llamada Celedonia Jesús, estimulante jovencita calibania que se había marchado tan al norte de la mano de su presunto novio teutón, un tal Hans Marcus Müller. Cuando muchas lenguas repiten una historia, sobre todo aquellas de las que se dispone de poca información veraz, ya se sabe, suelen deformarla hasta convertirla en leyenda, inventando por aquí y por allá. Danilo Porter averiguó que, efectivamente, el infeliz de Juan el Chingo se había matado al intentar volar, enamorado hasta las trancas de la tal Celedonia, arrojándose del pico más alto de los acantilados de Calibán. Pero también averiguó que lo apodaban “el chingo” porque tenía labio leporino y escupía al hablar, que la señorita Celedonia Jesús nunca le había hecho el menor caso y que el alemán, pieza clave de sus pesquisas, había existido realmente y había sido novio de Celedonia durante su estancia en la isla, pero que, un buen día, tal y como había aparecido, se desvaneció sin dejar rastro ni decir adiós a la pobre enamorada Celedonia, que no soportó ni el susto ni el engaño. Y la mujer despechada, al verse encerrada en aquella isla, sin posibles para ir tras él, acabó dándole de comer a los peces. Porque se fue al muelle viejo, donde aún quedaba una antigua escalera en desuso, y se amarró a ella cuando la marea estuvo baja. Y después cogió el extremo del cabo y lo amarró al fondo, a una de las varias anclas allí abandonadas, y esperó a que la marea creciera, alta, para dejarse ahogar, atada por un brazo a la escalera y por su tobillo derecho al ancla del fondo, así, toda estirada, espectáculo para los peces grandes y pequeños que, al segundo día, no dudaron en empezar a mordisquearla. Y si Juan el Chingo pensó que se había ido es porque todos lo pensaron y nadie imaginó que Celedonia, en la vorágine de su desespero, había decidido ser pasto de peces y tiburones en el fondo abandonado del muelle viejo. Nadie. Porque en menos de un mes tampoco había allí ni guiñapo que llamar Celedonia, porque una jauría de tiburones de alta mar, alertados por el festín de comida fácil, la habían desmenuzado a dentelladas. Si hay hambre no hay hueco para la misericordia, como todo el mundo sabe.

 

Faltaríamos a la verdad si no dijéramos claramente que Danilo Porter también se interesó por el tema general del suicidio cuando se decidió a planear el suyo. Su último fracaso amoroso, el tercero en realidad, lo hizo sentir tan culpable que un buen día, frente a su ordenador, se sorprendió consultando páginas web que explicaban con detallada profesionalidad múltiples modos de quitarse la vida. Caros y baratos. Sangrientos y limpios. Fórmulas graciosas y fórmulas dramáticas. Desde las muy típicas, como cortarse las venas o envenenarse, a otras más o menos originales. Había, incluso (y sirvieron a Danilo Porter como menú de lectura durante bastante tiempo) páginas web que ofrecían al usuario la descarga gratuita de notas de suicidio ya redactadas con destino al jefe cabrón, a la esposa infiel, al amigo, a la suegra, a los padres, allanando el camino del futuro suicida hasta extremos increíbles. Había notas de suicidio que eran un prodigio de artificiosidad narrativa, propiciando tonos más o menos logrados donde el futuro suicida se mostraba enrabietado y su ira se canalizaba al estilo del realismo sucio, asentada en mil tacos tales como hijos de puta y grandes cabrones de mierda, os juro que desde la tumba escupiré en vuestras almas a otras más líricas, extraídas de la inspiración más romántica, tomadas casi directamente de la sangre enamoradísima del joven Werther, con frases ditirámbicas de este jaez: ¡Abandono este mundo sin consuelo, este mundo cruel! ¡Adiós, amigos! ¡Adiós amor mío! Me alejo de este espanto mientras veo mi roja sangre fluir y musitar tu nombre inmortal…

Es cierto que Danilo Porter pasó más de medio año rumiando en serio la posibilidad de acabar consigo mismo, pero la propia comicidad con que algunas páginas de internet trataban el asunto, le arrancaron sonrisas sinceras. Una falta de “tragicidad” que propició en él cierta desdramatización del suicidio, restándole ánimos. Vio, casi sin querer, la esperpéntica caricatura de sí mismo en que se estaba convirtiendo.

Por eso abandonó la idea. Quiso borrarla de raíz de su mollera. Para suicidarse siempre habría tiempo, se dijo, y, además, no quería que su propio suicidio pudiera engrosar estadísticas más o menos ocurrentes en aquellas webs casi satíricas. Se imaginó objeto del sarcasmo más cruel, el detective que se suicida tras seguir unas pistas que lo llevan a descubrir sus propios hermosos cuernos, el investigador que había sido inteligentemente engañado por su última esposa. Pero a Danilo Porter no lo habían engañado. No que no. Un poco de respeto, oiga. Sin embargo, si se suicidaba, él ya no podría dar explicaciones ni aportar pruebas ni ofrecer su versión de los hechos. Solo podría ser el hazmerreír de navegantes varios que malgastaban su tiempo en la red, y esa cómica inmortalidad digital, la del investigador que se suicida tras descubrir la burla de su propia esposa, recorrería la blogosfera llenándose de comentarios jocosos. Solo imaginar ese destino gracioso, de blog en blog y de tuit en tuit, de muro en muro y de email masivo en email masivo, restó ánimos a su trágica determinación. No. Danilo Porter, al menos por ahora, no se suicidaría. Sin embargo, sus navegaciones y cabotajes por internet despertaron su interés por la creciente ola de suicidios, mejor decir auténtico maremoto de suicidios, que estremecía al mundo, y su natural curioso hizo el resto. Dedicaría al menos su tiempo libre a averiguar qué estaba ocurriendo, por qué el índice de suicidios se había sextuplicado a lo largo de los primeros años del tercer milenio y viviría holgadamente de sus informes para las mutuas de la Seguridad Social española, siempre tratando de cazar in fraganti a todos esos que disfrutaban de unas inmerecidas vacaciones a costa del Estado gracias a dudosas bajas laborales.

La verdad es que había mucho tiempo libre en la soledad de Danilo Porter. Después de los casi dos años que había durado su matrimonio con Eleonore, la peor de sus ex esposas y, sin embargo, la más que amó, ni siquiera tenía muy claro qué hacer con el tiempo que ahora se le desparramaba por todas las esquinas de su vida. Eleonore lo había llenado todo, todo lo había rebosado, y Danilo Porter, justo ahora lo descubría, se había acomodado al tipo de vida que ella había prefabricado para los dos.

Contemplaba los imanes que ella había dejado en la nevera de su piso. Unos imanes feos, resueltamente horteras, que imitaban las formas de diversas frutas y hortalizas: una naranja, una lechuga, una zanahoria. Del imán—naranja pendía una breve nota de amor que él le había escrito cuando más roto estaba por la separación.

Amada Eleonore,

Quiero escribirte las más bonitas palabras de amor. Las palabras que todos los enamorados del mundo quisieran escribir, las palabras de los amores imborrables.

El amor grande rompe la línea del tiempo. Abre un hueco y en él se acomoda para siempre. En ese bucle pervive, eterno e inolvidable, y da igual que concentremos todas nuestras fuerzas en olvidarlo porque ese amor ni siquiera está ya dentro de nosotros, dentro de mí, sino que está fuera, en ese incómodo lazo del tiempo, siempre inaccesible, que funda su propia infinita raíz. Yo amé tus sabores, olores y colores, y porque los amé los amo, y porque los amaba los amaré, mi instante frenético de luz. Ese amor me hizo saber del amor. Del amor mayúsculo.

Te añoro siempre. Te recuerdo siempre. Y siempre estoy contigo, haga lo que haga, presencia constante. Tu cuerpo, tan pequeño, volvió reposo lo que siempre fue búsqueda. Amarte sin respiro llenó mi vida. Descubrí que eres mi principio y mi final. Si añoro tus besos pienso en tu saliva. Si recuerdo tu olor me nace el hambre. El deseo solo lo pronuncia tu nombre, solo se dice a tu manera. Es tu cuerpo el que musita música. Ah, ese ardor impronunciable, blanca sábana de mi alegría. Te quiero porque te quise y te quiero en presente, pasado y futuro, y es peor que lástima, peor que tristeza, saber que tú no me amaste igual, que nuestro amor solo a mí me sacó del tiempo: relámpago, instante de fruta, paraje postrero del alma llena. Quererte hasta nunca decir basta, morirme con este amor intacto en esa curva del tiempo.

Mientras él se había sentido poeta, Eleonore había hecho las maletas. Mientras él le daba vueltas y más vueltas a la certeza de que ella no lo había querido nunca, Eleonore había recogido minuciosamente todos sus enseres, desde el champú que aseguraba permanentes rizos perfectos a la última de sus bragas. Como últimos vestigios de su breve matrimonio quedaron los ridículos imanes de la nevera y el anillo de compromiso que Eleonore abandonó sobre la mesa de la cocina y que así, tan sin sentido, tan fuera de lugar, a Danilo Porter le pareció el objeto más triste de este mundo.

Telefoneó a Eleonore numerosas veces para intentar una reconciliación. Se arrastró por el fango de su despecho. Su mente enamorada trató de olvidar y justificar la infidelidad de Eleonore, a pesar de las pruebas que él mismo había reunido. Volvió a arrastrarse, enamorado, por los lodazales de la humillación, pero en ella no encontró sino indiferencia, altivez, egoísmo. Y pensó varias veces en escribirle una nota de suicidio y culparla de su muerte y, cada vez que ideaba esa nota, cada vez que emborronaba algún folio con sus rabias, más ridículo se sentía. En su relación era más que evidente que siempre había sido él quien bebía los vientos por ella, enganchado a su modo de actuar caprichoso y terco. Porque, salvo en la cama, siempre discutían. Solo el cuerpo de Eleonore, el sexo que ambos desplegaban, acallaba los grandes problemas de convivencia que los enredaban. Escuchar sus suspiros al ritmo de la penetración, sentir su aceleración a medida que se precipitaba el orgasmo y sentir el caldo en que se convertía Eleonore, empantanando las sábanas y calando el colchón, enorme y contagioso manantial de sexo a espuertas, era algo que Danilo Porter solo había sentido con ella. Esa indómita fuerza de la carne que lo ataba a ella, impulsándolo a hacerle el amor todos los días, todos, durante el tiempo que duró su relación, esa misma tenaz inercia de la pasión es lo que acabó enfermando su vida.