Pisagua, 1948. Anticomunismo y militarización política en Chile

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Pisagua, 1948. Anticomunismo y militarización política en Chile
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Historia A cargo de esta colección: Julio Pinto


© LOM Ediciones

Primera edición, mayo 2021

Impreso en 1000 ejemplares

ISBN impreso: 9789560014054

ISBN digital: 9789560014153

RPI: 2021-a-2053

Las publicaciones del área de

Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones

han sido sometidas a referato externo.

imagen de portada: Fotografía del Puerto de Pisagua,

gentileza de Sergio González

Edición y maquetación

LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

Teléfono: (56-2) 2860 68 00

lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

A la memoria de mi padre, Ernesto Valdivia Araya, quien un día 9 de diciembre de 2014 se durmió para siempre. Hombre esencialmente social, solidario y allendista, que amó la vida.

Índice

  Agradecimientos

  Introducción

  Capítulo I Pisagua, 1948

  Capítulo II Punto de llegada. Anticomunismo, Guerra Fría y Ley Maldita en Chile (1938-1948)

  Capítulo III El retorno de la fuerza: Zonas de Emergencia, guerra y represión (1938-1949)

  Capítulo IV Pisagua, campo de prisioneros políticos

  Capítulo V Ecos de Pisagua. El reencuentro de Carlos Ibáñez con los trabajadores

  Capítulo VI Anticomunismo y militarización: el giro de los cincuenta

  Epílogo Anticomunismo y derogación de la Ley Maldita

  Conclusiones

  Fuentes y bibliografía

Agradecimientos

Como en otras ocasiones, este trabajo ha contado con la colaboración de un importante grupo de historiadores, consagrados y jóvenes, quienes participaron en todo el proceso investigativo, discutiendo hipótesis, perspectivas analíticas, propuestas interpretativas, enfoques y esta nueva mirada a la historia del siglo XX chileno. Sin duda, Rolando Álvarez y Karen Donoso, nuevamente, han sido puntales del proyecto como co-investigadores, haciéndose cargo de aspectos centrales de los problemas de orden y seguridad interna, nutriendo el análisis global. Considerando la importancia crucial de la izquierda marxista y del Partido Comunista, en particular, la presencia de Rolando en el proyecto ha sido determinante para el logro de alguno de sus objetivos. Ha sido un colaborador en sucesivos proyectos, por más de veinte años, y sobre todo, un amigo entrañable y leal. No tengo sino palabras de gratitud. Llegada a este pequeño equipo en 2004, Karen introdujo una mirada heterodoxa a nuestras perspectivas, enriqueciéndolas, a la vez que daba vida a una mixtura entre la historia cultural y la historia política. Llena de la energía de la juventud y con una disciplina a toda prueba, su presencia en el proyecto ha sido clave, renovando la visión sobre la libertad de expresión en Chile. Tanto como lo académico, quisiera destacar el cariño que hemos desarrollado al calor de los debates historiográficos, en un ambiente de compañerismo y carente de todo individualismo competitivo.

Junto a ellos ha habido una pléyade de historiadores jóvenes, irreverentes, autónomos e inquietos intelectualmente, que dieron dinamismo a las discusiones y «transpiraron» en las distintas secciones de la Biblioteca Nacional, especialmente en Periódicos, y algunos, en los archivos. Israel Fortune, Magíster en Historia de la Universidad de Santiago de Chile, se convirtió en un colaborador estrecho, contribuyendo con la revisión de numerosas y variadas fuentes primarias, apoyo tecnológico y crítica constructiva. Pedro Lovera, Licenciado en Historia de la Universidad Diego Portales y Magíster en Historia por la Universidad de Santiago de Chile, es un excelente y acucioso investigador, lector atento de los borradores surgidos en el proceso. Joven promesa de la historiografía, que ya avanza en sus primeras producciones. Juan Pablo Acevedo, también originario de la Universidad Diego Portales y Magíster por la Universidad de Santiago de Chile, miembro inicial del grupo, del que se alejó por un tiempo, reintegrándose en 2017, contribuyó a las reconstrucciones históricas que fijamos como método de trabajo. Camilo Plaza, el único integrante del equipo de historiadores jóvenes que permaneció a lo largo de los cuatro años que duró el proyecto, nos ilustró acerca de las policías, especialmente de Investigaciones, con total autonomía. En el último semestre se incorporó el estudiante de Licenciatura en Historia, de la Universidad Diego Portales, Franco Raglianti, quien, a pesar de su juventud, se insertó plenamente en el grupo y en la investigación misma, mostrando sus habilidades para el trabajo historiográfico. Asimismo, quisiera mencionar a Carolina Jiménez y María Jesús Erdmann, entonces estudiantes de Licenciatura en Historia de la Universidad Diego Portales, quienes también colaboraron en algunos períodos en la revisión de fuentes primarias, aportando al caudal de información que este libro recoge.

Un párrafo especial quiero dedicar a mi amiga, historiadora, Teresa Gatica, quien durante 2017 comenzó a trabajar en esta investigación, convirtiéndose en una colaboradora entusiasta, disciplinada, muy eficiente, con una iniciativa admirable. Teresa se sumergió en este desafío, pasando largas horas en la Biblioteca Nacional, llamando mi atención sobre ciertos aspectos y trabajando a prisa cuando sabía que yo necesitaba algo para la escritura. Su aporte ha sido invaluable; sin ella, este libro habría demorado mucho más. Este proyecto nos permitió recuperar algo del ambiente de trabajo de nuestra juventud, cuando recién empezábamos nuestras carreras como historiadoras, investigando en ese añorado Salón Fundadores de la Biblioteca Nacional. Su compañía ha sido mucho más que trabajo.

El apoyo de los directivos y el personal de la Biblioteca Nacional ha sido fundamental. Su Director Pedro Pablo Zegers, el Jefe del área de Usuarios, José Manuel Sepúlveda, y la Directora de la Sección Periódicos, señora Paulina Olivos, han facilitado el acceso a parte de la documentación depositada allí. Igual agradecimiento a Jimena Rozenkranz, Juan José Alfaro y Sergio Palleres en el actual Salón de Investigadores y a todos los funcionarios de la Sección Periódicos, especialmente a Antonio Guerrero, quienes por largos años han colaborado con nosotros.

Un agradecimiento muy especial a Constanza Bravo, encargada del archivo del diario La Nación en la Universidad Diego Portales, por su tremenda generosidad para facilitar el trabajo de este equipo. Su apoyo ha sido inmenso.

La documentación depositada en el Archivo Nacional en Santiago fue crucial para la elaboración de este libro, tarea para la que siempre contamos con la excelente disposición del personal, tanto en calle Miraflores como en el Archivo de la Administración. En el caso de este último quisiera agradecer el apoyo que desde fines de los años ochenta, cuando el archivo estaba en la maestranza de ferrocarriles en calle Antofagasta, me ofrecieron Luis Serené y Pablo Ramírez. En el archivo de Miraflores a José Huenupi; en Matucana y hoy ARNAD, a Julio Almeyda, Erick Martínez, Pablo Azúa, Sabino Yáñez, Alexis Cofré y Diego Medel, quienes facilitan nuestra incesante búsqueda del pasado. De igual forma, del Archivo Regional de Tarapacá obtuvimos información precisa y determinante para el análisis que aquí se presenta. Agradezco a su director Ernesto Almonte y todo el personal que allí labora, quienes ayudaron a que nuestras estadías fuesen fructíferas y muy gratas.

Asimismo, agradecer el respaldo recibido durante una década de parte de Manuel Vicuña, decano de la Facultad de Ciencias Sociales e Historia de la Universidad Diego Portales, hasta 2019, como de quienes fueron/son directores de la Escuela de Historia, Consuelo Figueroa, Claudio Barrientos y Cristián Castro; igualmente al abogado y académico de la misma universidad, Domingo Lovera, por su generosidad para ayudarme con precisiones de orden legal y jurídico.

No podría dejar de escribir unas líneas de gratitud por un ciclo de aprendizaje conjunto, a mis colegas historiadoras/res de nuestros países vecinos por sus trabajos sobre historia reciente y por enriquecedoras conversaciones que han iluminado mi comprensión de la historia de Chile. En especial a Ernesto Bohoslavsky, Marina Franco, Gabriela Águila, Magdalena Broquetas, Rodrigo Patto Sá Motta, Aldo Marchesi, Daniel Lvovich y Enrique Serra Padrós. Asimismo, el respaldo permanente de Brian Loveman.

 

Nada de lo logrado habría sido posible sin el patrocinio de la Comisión Científica y Tecnológica (CONICYT), hoy ANID. Este libro es producto del Proyecto Fondecyt No. 1140122, del cual fui investigadora responsable.

Dedico este libro a la memoria de mi padre, quien, sin saberlo, fue el inspirador del proyecto sobre Seguridad Interior Del Estado que dirigí entre 2014 y marzo de 2018, como los lectores podrán apreciar. Hombre optimista, solidario, amante de la vida, de su esposa –mi madre– y de sus hijos; un ser eminentemente social, participante de cuanta organización existiera, ya fuera sindical, social, cultural, política o deportiva. Mi interés por la historia política proviene de esas largas y controvertidas sobremesas de día sábado, en nuestra niñez y adolescencia, cuando traía a colación la actualidad del país y de América Latina. Mis primeras preguntas sobre política ocurrieron en esas sobremesas. Junto a mi madre nos heredaron el respeto por el ser humano y por la diversidad. No tengo dudas que María Elena, mi hermana, Macarena y Jorge son plenos herederos suyos.

Como siempre, una palabra para mi compañero, el historiador Julio Pinto, que me acompaña en mis aventuras historiográficas con un compañerismo a toda prueba. Tuvo el placer de compartir algunas tardes en los archivos, disfrutando el descubrimiento de documentos e información inimaginadas. Hacer historia ha sido una experiencia conjunta apasionante.

«“¡Pantalón dentro de la bota! ¡Casco de guerra! Bala pasada! ¡A matar! La ley los ampara”. ¿Qué había pasado? Nada, eran los micreros en huelga, que amenazaron con dar vuelta las micros». Testimonio del exconscripto Ernesto Valdivia

Introducción

Crecí escuchando la historia relatada por mi padre, Ernesto Valdivia Araya, durante su servicio militar en 1950, que sirve de epígrafe a este libro. Como explico en el capítulo III, el Comandante* del Regimiento Buin, Green Baquedano, en una madrugada les ordenó: «¡Pantalón dentro de la bota! ¡Casco de guerra! ¡Bala pasada! ¡A matar! La ley los ampara». Tras esta orden, mi padre, en tanto conscripto, subió al transporte público armado de un fusil, encargado de asegurar que la micro realizara su recorrido, sin interrupciones. Ante un evento impreciso, estaba autorizado para disparar a matar. Su pasada por el Regimiento Buin era parte de su historial de vida que recordaba continuamente y que nosotros, sus hijas/os, nieta/o y yernos, memorizamos de tanto escuchar, pero sin comprender. Una tarde de sábado de 2014 –año uno de este proyecto Fondecyt– comenzó a recordar, nuevamente, ese episodio y por primera vez pude instalar esa memoria en la historia del país. El relato de mi padre aludía a la facultad legal de las fuerzas armadas, en caso de decretarse Zona de Emergencia, de controlar parte del territorio del país, sacando contingente a las calles para «reimponer» un orden conmocionado. El establecimiento de Zonas de Emergencia fue autorizado por el Congreso Nacional en julio de 1942, siendo parte de los numerosos decretos-leyes y leyes que, a lo largo del siglo XX chileno, se dictaron para neutralizar lo que se considerara amenaza a la Seguridad Interior Del Estado1, es decir, todo aquello que pusiera en cuestión el orden existente, especialmente las ideologías y partidos con idearios anticapitalistas2.

Como explicamos en un trabajo anterior3, esas normativas de seguridad interior del estado surgieron en el contexto del proceso de reforma estatal, tras la crisis del orden oligárquico, ocurrida al termino de la Primera Guerra Mundial, marcada por el desafío del movimiento obrero y las clases medias. Como es sabido, dicha crisis dio lugar a un período de reformas socio-laborales, pero también a golpes militares, dictaduras y redefinición del estado en materia de intervencionismo económico y social. Cuando se aborda dicho período se suele destacar su carácter reformista y el empujón democratizador que supuso. En el trabajo antes mencionado, sin embargo, relativizamos esa tesis, pues si la Constitución de 1925, que sintetizó el proceso de cambio, alcanzaba consenso entre los actores del momento y el conflicto fue institucionalizado4, resultan incomprensibles los sucesivos conatos de represión ocurridos en las décadas siguientes, entre los cuales podemos mencionar a modo de ilustración los más emblemáticos como la «masacre de la Plaza Bulnes» en 1946, el campamento de Pisagua en 1948 o los muertos en el mineral de El Salvador en 1966. Por ello, propusimos vincular la reforma socio-política y económica de los años veinte con la reformulación de los dispositivos represivos del estado.

A nuestro entender, el período transcurrido entre 1918 y 1938 correspondió a un parteaguas, en el cual se discutió el proyecto país, programa en el cual no hubo consenso, sino profundas discrepancias. Aun cuando nadie dudaba de la necesidad de legislación social, nunca hubo acuerdo respecto de sus alcances y límites, pues la presión de los trabajadores y sus portavoces partidarios/políticos fueron definidos como subversión, impulsada por agitadores. Considerando que las leyes sociales y los derechos políticos suponían alterar la institucionalidad, la evaluación oligárquica –trasmutando en derecha– fue que la subversión se filtraba por esa institucionalidad, extremadamente garantista, «liberrísima», en su expresión, por lo que ella debía cercenar las libertades que la hacían posible: de opinión y de reunión, ampliamente utilizadas por el movimiento obrero. Por eso, la reforma socio-política estuvo vinculada a la discusión acerca del Estado de Derecho, no solo en temas de ampliación ciudadana, sino referida a los instrumentos coercitivos del estado que permitieran dominar el cambio. Nuestro planteamiento es que la transición entre un orden plenamente oligárquico y otro más plural implicó el paso entre la masacre como modo de resolución del conflicto y formas coercitivas estatales, que ampliaron sus capacidades de vigilancia y de información respecto de la población en general y también de represión física y legal contra los elementos más disruptivos, los «agitadores» y «subversivos». Ello supuso la organización y centralización de las funciones policiales y de inteligencia, y la sanción de normas que tipificaron como delitos garantías consagradas por la Constitución: los decretos-leyes y leyes de Seguridad Interior del Estado, como las Zonas de Emergencia, donde las libertades de opinión y de reunión, garantizadas por la Constitución, fueron puestas en tela de juicio y susceptibles de suspender. El período de supuesto restablecimiento democrático bajo el segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma (1932-1938) estuvo plagado de detenciones de dirigentes de izquierda y sindicales, a quienes se aplicaba reiteradamente el DL 50, que suspendía los derechos civiles y políticos, y que definió como enemigos de la República a quienes propagaran doctrinas que tendieran, por medio de la violencia, a destruir el orden social, la organización política del estado o sus instituciones. En la práctica, su aplicación no requería de actos de violencia reales ni de propuestas en tal sentido. La militancia se volvió una experiencia empapada de coerción. El avance de la izquierda fue producto de su éxito electoral y su capacidad, a pesar de todo, de fortalecerse en las bases laborales y de unirse, a mediados de la década, en una alianza sindical y política que tenía como uno de sus núcleos más importantes el respeto a las garantías constitucionales, las libertades de opinión y de reunión y organización5.

Quienes finalmente impusieron la reforma social –las fuerzas armadas, con Carlos Ibáñez del Campo a la cabeza– pensaban que ella neutralizaría la subversión, la que, además, estaría estrechamente vigilada por los organismos policiales. Pero, para quienes fueran resistentes a ambos tipos de disciplinamiento –los «irreformables», los agitadores, los cabecillas– estaba reservado algún tipo de represión física: la tortura, por parte de Investigaciones6, el confinamiento, la relegación o el exilio. Durante la dictadura ibañista, la isla Más Afuera, en el archipiélago de Juan Fernández, sirvió de lugar de confinamiento/reclusión de dirigentes comunistas y anarquistas, denominados «irreformables». Bajo Alessandri, la tónica fue la relegación7.

Este libro analiza el período en el que, supuestamente, esa trayectoria autoritaria fue desviada hacia una ruta pluralista y respetuosa de la diferencia, cuando por primera vez en la historia del país una coalición no oligárquica de centro-izquierda logró ganar el Ejecutivo y reforzarlo con atribuciones en favor del mundo popular y del desarrollo industrial y urbano del país; cuando el mundo obrero logró representación política, sus líderes ocuparon posiciones en el aparato estatal e influyeron sobre la agenda política nacional8. Sin embargo, como es de público conocimiento, bajo esa misma coalición política se dictó una ley que renegó del pluralismo y excluyó a los comunistas del sistema político en consideración a sus ideas y sus vínculos internacionales –la denominada Ley de Defensa Permanente de la Democracia o Ley Maldita–, y creó un campo de prisioneros en el lejano puerto salitrero de Pisagua, donde miles de militantes suyos y de dirigentes sindicales fueron recluidos durante dos años, quedando bajo la autoridad militar, del Jefe de la Zona de Emergencia, y personal de Carabineros. Es decir, de algún modo, hubo una resurrección de la forma represiva empleada por la dictadura ibañista en la isla Más Afuera, algo impensable bajo un régimen democrático.

La existencia de lógicas represivas bajo regímenes reconocidos como democráticos no ha sido un fenómeno particular de Chile, sino común al conjunto de los países del Cono Sur americano, en todos los cuales los congresos aprobaron normativas que cercenaban los derechos ciudadanos y otorgaban a las fuerzas policiales o castrenses facultades represivas, que excedían su función social. En efecto, según se ha planteado, las prácticas represivas estatales, con anterioridad al golpe militar de 1976 en Argentina, fueron articuladas mediante «un entramado de políticas y prácticas institucionales, consideradas legales», en nombre de la seguridad nacional, contando con el respaldo de un amplio sector político, el cual las legitimó. En consonancia, lo que se fue produciendo fue un avance represivo que erosionó el Estado de Derecho y fue construyendo un enemigo interno9. En Uruguay, desde mediados de los años cuarenta, los partidos Nacional y Colorado estuvieron permanentemente recurriendo a Estados de Excepción Constitucional, como recurso para asegurar el orden sociopolítico tradicional y el papel de esos partidos. Las Medidas Prontas de Seguridad –establecidas constitucionalmente para casos de ataque exterior o conmoción interna– fueron emblemáticas en ese sentido. Dichos estados de excepción fueron utilizados reiteradamente en casos de paralización del transporte público y de los funcionarios de la salud, reprimiendo movimientos sociales y políticos en un período caracterizado históricamente por el auge del Estado de Bienestar, la profundización democrática y la resolución pacífica de las disputas10. Tal como en Argentina, se trató de una herramienta legal contra el movimiento popular, que utilizaba métodos ajenos a los ordinarios, pero dentro del orden legal. Aunque estos estudios no asimilan este tipo de represión con las dictaduras, comparten el juicio de su incidencia en el posterior desarrollo de las lógicas de seguridad y represión.

En el caso de Chile, la tesis del Estado de Compromiso, que habría existido a partir de 1938, ha sostenido el reconocimiento por parte de todos los actores políticos y sociales a la Constitución de 1925 y lo que ella representaba: la democracia política –en su sentido procedimental– y el capitalismo con intervención estatal. Por ello, se hace hincapié en la perspectiva etapista de la revolución, asumida por la izquierda, y una derecha que se habría flexibilizado, desarrollando un compromiso con la institucionalidad, pudiendo convivir con la izquierda marxista, mediada por un centro laico que oscilaba entre los polos11. Las numerosas Zonas de Emergencia decretadas entre enero de 1943 y 1958, la Ley Maldita y el Campo de Pisagua son incomprensibles en esa versión de la historia política de Chile.

La Ley Maldita, en general, ha sido asociada al estallido de la Guerra Fría, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos inició una ofensiva contra los comunistas y su influencia sobre los trabajadores, impulsando su expulsión de los sistemas políticos12. En el caso de Chile, las urgentes necesidades crediticias y la ola de huelgas estallada con la presencia comunista en el gabinete de Gabriel González Videla fueron utilizadas por la potencia del norte para exigir su salida del gobierno. La ley habría buscado detener la agitación comunista entre los trabajadores13, especialmente entre los obreros carboníferos, acusándolos de promover huelgas revolucionarias en esa zona, para imponer un régimen totalitario, subordinado a la Unión Soviética14. Contrariamente, el politólogo Carlos Huneeus ha relativizado la influencia estadounidense en la «guerra al comunismo» y la Ley Maldita, poniendo especial interés en su impacto sobre la democracia chilena. Según dicho autor, esta ley produjo quiebres importantes en los partidos y, en particular, afectó la noción de derechos de los trabajadores en el sentir del empresariado. La ley parecía justificar un desconocimiento de ellos15. En general, los estudios existentes abordan el origen de esa ley, su discusión parlamentaria y su efecto político inmediato con la emergencia del «populismo» de Ibáñez en 1952. No obstante, la herencia de la ley, y su vivencia histórica, pareciera diluirse en los años sesenta, sin efecto alguno, poniendo el énfasis solo en el avance democratizador.

 

A diferencia de la proliferación de trabajos sobre la ley y su relación con el movimiento obrero, respecto del Campo de Pisagua no ha existido el mismo interés. La mayoría de quienes analizan el período mencionan su existencia, pero se detienen más en la Ley Maldita, sin que se explique el por qué de la creación del Campo, las condiciones de los reclusos y su proyección a la política chilena, salvo la excepción de la tesis doctoral de Alfonso Salgado, quien, desde la subjetividad comunista, observa el impacto personal y sobre las familias de las/os perseguidos16. Una reconstrucción fue elaborada desde la literatura por Volodia Teitelboim décadas más tarde, en el marco de su propio confinamiento en 195617.

El libro que presentamos pretende analizar la historia política de Chile de mediados del siglo XX, entre 1938 y 1958, teniendo como eje articulador el Campo de Pisagua.

Desde nuestro punto de vista, Pisagua fue un Campo de prisioneros políticos que recogió una serie de procesos que estaban sedimentando desde diez años antes y expresó la naturaleza del conflicto político del país, el que se extendería hasta fines de los años cincuenta. En concreto, Pisagua y la Ley Maldita condensaban, por una parte, la evolución que habían experimentado los distintos anticomunismos, de origen católico-conservador, liberal y castrense, todos de carácter doctrinario y militante. A ellos se sumó el de origen socialista, de corte más coyuntural. Estos anticomunismos eran un reflejo de las tensiones que aquejaban a un sistema político en que participaban colectividades con dificultades profundas de convivencia, pero también expresión de los conflictos estructurales en torno a las atribuciones económico-sociales del estado. Ello era producto de discrepancias de fondo respecto del derrotero al que la Constitución de 1925 conducía al país, por lo cual era objeto de disputas. En este sentido, el anticomunismo se ligaba a la existencia de cosmovisiones antagónicas, pero, de modo especial, a la lucha contra el estatismo, representado por la izquierda y la eventual amenaza al derecho de propiedad. Tanto la ley de 1948 como la creación de un «Campo de prisioneros políticos» tuvieron relación con el conflicto interno del país. La forma política, administrativa y legal que asumió la exclusión tenía una impronta oligárquica-castrense con una larga trayectoria, mientras que el Campo de Pisagua recogió el legado ibañista y, especialmente, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial.

En segundo lugar, el Campo de Pisagua fue una expresión de la militarización del conflicto político que se había estado produciendo desde los años cuarenta, esto es, la incorporación de las fuerzas armadas a tareas de orden interno, de control social. Ello contradecía el sentido de la reformulación estatal de los años veinte, que buscaba apartar a esas instituciones de esas labores. Su reintegro se vinculó a factores externos –la Segunda Guerra Mundial–, pero fue utilizado por los distintos gobiernos para enfrentar un conflicto socio-político que no encontraba vías de solución dentro de la institucionalidad existente. El decreto de Zonas de Emergencia, que daba amplias atribuciones a los jefes de Zona, se convirtió en una práctica habitual y permanente para enfrentar a un movimiento obrero fortalecido con su institucionalización. Esta interpretación del accionar militar pone en cuestión la tesis del «constitucionalismo formal» y la ausencia total de una doctrina, antes de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia.

La expansión del anticomunismo y la militarización del conflicto, sintetizado en el Campo de Pisagua, tuvo efectos importantes en el sistema político. Respecto de las fuerzas armadas favoreció un proceso de autonomización castrense, aunque no desarrollado en toda su potencialidad, pues todavía el mando civil lograba imponer su autoridad, pero abrió una vía a su socavamiento. Los años sesenta profundizarían ambos fenómenos. En relación a las derechas, y tal como plantea Huneeus, la Ley Maldita y el Campo de Pisagua las distanciaron más de la legitimidad de las demandas sindicales, observando en el anticomunismo estatal y en sus dispositivos represivos, un eficaz instrumento de domesticación del movimiento obrero. La derecha política confirmó su diagnóstico acerca de la necesidad de limitar las garantías constitucionales, en materia de libertad de expresión y de reunión. A su entender, la institucionalidad liberal-capitalista debía ser protegida, a través de una redefinición del Estado de Derecho, menos garantista. La alternativa de una extirpación a través de la reclusión en un Campo no fue desconocida por este sector. Al contrario, la izquierda, especialmente los comunistas, abogó por respetar y ampliar las libertades públicas, ya que el crecimiento y potencialidad de la izquierda estaban ligadas a la democracia representativa, a las libertades de asociación (sindicatos, organizaciones culturales, deportivas), de difundir su pensamiento a través de distintos medios de comunicación (prensa, folletería) y de ocupar el espacio público fortaleciendo el Estado de Derecho y el carácter garantista del ordenamiento jurídico, oponiéndose a normas que apuntaran a la restricción de la ciudadanía. En el caso de los socialistas, esta tendencia sufrió un retroceso entre 1946 y 1948, cuando colaboraron en la persecución, pero volvió a retomar su curso durante los años cincuenta, cuando se concretó la unidad de las izquierdas. En este sentido, si bien la crisis de 1948-1949 produjo efectos negativos –como sostiene Huneeus–, desde otra perspectiva favoreció una definición partidaria respecto de las libertades, el Estado de Derecho y los dispositivos coercitivos del estado.

Los factores internacionales, como la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, ejercieron influencia, pero sobre un conflicto que era esencialmente nacional. La injerencia estadounidense polarizó esa contienda, pues ofreció a los anticomunistas herramientas interamericanas para combatirlos, proceso que estaba en sus inicios, y agudizó la resistencia de los comunistas y sus intentos por impedir la hegemonía de Estados Unidos. A la vez, las tácticas estadounidenses potenciaron la intervención civil de las fuerzas armadas, aunque no las determinaron. No obstante, la lucha en distintos puntos del globo influyó las percepciones de los actores, las que utilizaron para argumentar o legitimar sus opciones.

Siguiendo al historiador brasileño Rodrigo Patto Sá Motta, entendemos por anticomunistas a quienes combatían a esa ideología, el partido y sus adherentes, a través de la acción y/o el discurso, comprendido como la síntesis marxista-leninista que dio vida al bolchevismo y al modelo soviético. Su expansión mundial activó a sus opositores, los que se propusieron desarrollar una contraofensiva para detener la amenaza revolucionaria18. En el caso de Chile, Marcelo Casals ha propuesto que la amenaza comunista se superpuso a las tendencias contrarrevolucionarias decimonónicas presentes en las elites chilenas y al desafío del movimiento obrero, consolidándose en los años de la Depresión19, interpretación que compartimos. En ese sentido, el anticomunismo no refería exclusivamente a ese partido, sino también a los desafíos populares y sus aliados mediocráticos, anticapitalistas. Complementando las propuestas de Patto Sá Motta y Casals, este estudio analiza el anticomunismo en el marco del desarrollo institucional del país y en relación a los dispositivos represivos.