Czytaj książkę: «Yo quiero mi estrella»
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Autora Tina Pardo para Memoria Viva
Edición general: Claudia Apablaza y Karen Codner
Dirección de arte: Alejandra Nudman
Diseño Ian Campbell
Dirección: Alonso de Córdova 2.600 of 22
Santiago de Chile
1ª edición: noviembre 2020
Registro de propiedad intelectual nº 264.xxx
ISBN 978-956-402-526-1
Diagramación digital: ebooks Patagonia
info@ebookspatagonia.com www.ebookspatagonia.com
A mis queridas hijas, nietos/ta y bisnieto/ta dedico este libro que relata parte de mi vida durante el Holocausto en la Segunda Guerra Mundial y especialmente agradezco a mi esposo la paciencia y dedicación para releer y corregir este relato.
Tina Pardo Aroesti
Santiago, septiembre 2020
Índice
PRÓLOGO
YO QUIERO MI ESTRELLA
EPÍLOGO
PRÓLOGO
Nací hace tiempo, pero a veces, siento como si hubiera aparecido recién en este mundo. Eso me sucede siempre cuando despierto, cuando me doy cuenta de que estoy viva y de que la vida no deja, ni por un instante, de ser maravillosa. Cuando corro las cortinas de mi dormitorio, me parece maravilloso que sea de día y que el sol haya salido por el mismo lado que lo hace siempre. Me parece un milagro estar viva.
En la época en que sucedió el Holocausto, antes de que todo mi pueblo fuera enviado a los campos de la muerte, tuve la inaudita suerte de poder salir de Macedonia con vida, Ahora, estoy muy lejos del lugar donde nací, Bitoly o Monastir, como lo llamaban algunos judíos, sobre todo los que escaparon de la Inquisición. Muchas veces pienso en ese lugar y hay ocasiones en las que, hasta el día de hoy, sueño con él.
En mis sueños, aún me veo niña, caminando por las calles de mi ciudad, bajo el sol que aparecía entre las nubes después de una lluvia o nevazón, sin sospechar jamás que toda mi existencia daría una gigantesca vuelta de campana.
De pronto, en esa época, en la primera treintena del siglo XX, el mundo se volvió al revés, se desquició por completo y lo observé con los ojos de una niña de cinco años.
Quiero relatar mi historia para que mi vida entre en el reino de un libro que esté dirigido a todos los que amo. Quiero mostrarles, con mi historia, que no deben desconocer ni olvidar lo que sucedió en el mundo.
Fue un tiempo extraño. Una insana locura homicida se había apoderado de una nación, Alemania, y de un hombre, Adolf Hitler.
Cuando comencé a retroceder en el tiempo, me di cuenta de que la extrema gravedad de lo que sucedió se había conservado intacto en los recuerdos en mi mente, como si estuvieran tatuados. Toda mi infancia, mis padres, amigas, abuelos, primos, e incluso mi perrito, apareció de pronto en tropel en mi corazón.
Un día tomé el lápiz y las palabras fueron surgiendo poco a poco, junto con el relato de todo lo que viví.
Escribo para contestar a las preguntas que hoy me hacen las voces de mi esposo, de mis tres hijas, de mis nietos y mis bisnietos. Escribo también para contestarme a mí misma las interrogantes sobre mi propia vida. No hay nada más triste que una pregunta sin respuesta.
Escribo, además, como una labor de rescate y orgullo. Me siento orgullosa de ser judía, de resguardar las tradiciones, mantenerlas y respetarlas.
Estas palabras, son, pues, nacidas de la memoria. Esta es una llama que debe ser mantenida. Si se apaga el recuerdo, se acaba la vida, porque olvidar la Historia es acallar la vida.
El drama del Holocausto no puede ser olvidado. Quiero que todo lo que creció en mi corazón y en el de todos los seres humanos, en los años de la guerra, se quede ahí, quieto, impreso, esperando que los jóvenes lo lean y puedan revivir lo que sucedió, mirándolo con sus propios ojos.
Al releer lo escrito, me doy cuenta de que, si bien es cierto que sucedieron cosas terribles, también surgieron hechos maravillosos, bellos regalos de humanidad y generosidad.
El principal, es estar aquí, con todos ustedes, contándoles esta historia al oído.
YO QUIERO MI ESTRELLA
1.
Al nacer, mis padres me pusieron Solina y me decían Lina. Pero a mí no me gustó ese nombre. No podía pronunciar la L. Apenas pude hablar, decidí que quería llamarme Tina. Entonces hice una campaña muy simple: cuando me llamaban Solina o Lina, no contestaba. Solo cuando me decían Tina, hacía las cosas que me pedían. Fue tanta mi persistencia, que mis padres se dieron por vencidos y finalmente, me llamé como quería: Tina, Tina Pardo Aroesti.
Nací en la ciudad de Monastir (Bitoly). Mis padres y mis abuelos también nacieron allí, junto con varias generaciones de nuestra familia. Mis antepasados estuvieron en el grupo de judíos expulsados de España en la época de la Inquisición, y que emigraron hacia Macedonia, Bulgaria y Grecia. En casa hablábamos ladino y yugoslavo.
Monastir es una ciudad pequeña, con montañas a su alrededor. Monastir quiere decir “monasterio” y forma parte de la República de Macedonia. Su nombre me sigue sonando en los oídos, repleto de música, con un sabor antiguo, la cruza un gran río, el río Dragor (o Vardar). Desde el aire se ve como una ciudad partida en dos, dividida por una larga cinta color plata.
En la parte más residencial, vivían los cristianos ortodoxos y algunos judíos más acomodados. Al otro lado del río, estaba todo el comercio. Ahí vivían los judíos con sus negocios y tiendas. Había cinco sinagogas, la más importante se llamaba Aragón, como la región de España, desde donde fueron expulsados.
A veces, cuando miro Santiago desde arriba, pienso que también está partida en dos por un río que ha sido testigo –como todos los ríos– de los distintos habitantes y épocas.
Después de la guerra, no quedó un solo judío en Monastir, pues la comunidad judía fue totalmente aniquilada.
Tengo muchos recuerdos en esa ciudad. Me encantaba hacer amigas en el barrio, para salir a jugar con ellas, ir al colegio. Fui una niña sociable, alegre, preguntona y curiosa.
Era rutinaria, pero muy plácida y alegre. Uno no la aprecia, no percibe la maravilla de tener una existencia donde uno podía incluso llegar a aburrirse. Había una rutina, que gravitaba sobre la vida como otro sol, uno invisible. Solo cuando la paz se pierde y comienza la guerra, uno dimensiona la perfección de la paz y la felicidad extrema de ese tipo de vida.
Era una niña que ignoraba lo feliz que era hasta que empecé a dejar de serlo de un momento a otro.
2.
Nuestra casa estaba en el barrio cristiano de Monastir, muy cerca de la de mis abuelos paternos. Mis abuelos maternos vivían al otro lado del río cerca de nosotros. A veces, me imaginaba que yo misma era un poco como la ciudad: partida en dos, con mi ser situado en las dos mitades de Monastir. Por las noches, tenía la ilusión de que tenía alas y de que podía volar de un lado al otro. La casa de mis padres estaba en una de las calles más antiguas del barrio cristiano, una calle empedrada a la vieja usanza: piedras irregulares, redondeadas por el tiempo y que podían haber contado las historias que guardaban desde hacía siglos. A veces, cuando nevaba, esas piedras quedaban un poco resbalosas. A los niños de la cuadra nos encantaba jugar ahí al escondite, o al pillarse. Era una vida tranquila: el lugar perfecto para jugar con las amigas del barrio, todas niñas como yo, algunas cristianas, otras judías.
Teníamos pequeñas rutinas que me encantaban: el desayuno, en la cocina muy temprano, antes de irme al jardín infantil en trineo con mi perro Buby; acompañar a mi madre a buscar huevos al gallinero; la nieve en el jardín en los días fríos, y tomar chocolate caliente con pan tostado untado con nata de leche.
El jardín era amplio donde mi madre se encargaba de mantener un gallinero con gallinas gorditas, casi rechonchas, que ponían unos huevos de yema muy amarilla.
En la terracita podía estar horas con mis muñecas. Eran tres mis muñecas preferidas, una morena y dos rubias. Me gustaba sentarlas en sillitas y jugar a ser mamá.
A veces, me aburría un poco de estar sola. Soñaba con tener una hermana. Era bueno tener a mi padre y a mi madre para mí, pero cuando no estaban, la casa se me hacía demasiado grande y vacía.
Mis padres también tenían amigos y yo jugaba con las hijas de las amigas de mi madre. Me encantaba ir donde mis abuelos paternos. Los visitábamos varias veces a la semana. Tenían una casa aún más grande que la de nosotros, inmensa, de tres pisos, con una gran cocina y el comedor de diario en el tercer piso. En el segundo piso vivían mis abuelos con su hija menor, Ketty, y abajo, en el primero, el hermano menor de mi papá con su esposa, Susana, que era italiana e hija del hermano mayor de mi abuelo paterno, que vivía en Milán.
El único que me daba un poco de miedo era mi abuelo paterno. Cuando joven, había sufrido un accidente vascular y quedó paralítico en toda la mitad de su cuerpo. Siempre estaba muy serio, callado y su mirada era dura. Me costaba ir a saludarlo, pero mi madre me empujaba disimuladamente para que lo hiciera. Él me miraba, dejaba que le diera un beso en su mejilla inmóvil y se quedaba en silencio. A veces, solo a veces, murmuraba algo así como un saludo.
En cambio, mi abuela paterna, Sol, era muy acogedora y cariñosa. Cuando me veía, me tomaba en brazos, me sentaba en su falda y me decía que yo era igual a mi papá. Íbamos para allá casi todas las fiestas y celebraciones judías. Se juntaba mucha gente. Me sentía parte de una familia enorme, y ya no me importaba ser hija única, porque pertenecía a un conjunto grande de gente buena y cariñosa.
Lo que más me gustaba era cuando entrábamos a su casa. Me paraba en el hall, cerraba los ojos y olía el aire: siempre había olor a algo rico para comer. La abuela Sol estaba cocinando siempre algo exquisito, en su enorme cocina que parecía salón. El aroma a galletas dulces, rosquitas u otras cosas especiales, como pasteles y masas para los Shabat.
Me acuerdo en la fiesta de Pésaj. Me encantaba sentarme en la última punta de la mesa y contemplarlos desde allí: los tíos, primos, todos hablando al mismo tiempo.
A veces se juntaba la familia de mi madre, que tenía dos hermanos más chicos, Víctor y Darío, y la de mi papá, que tenía un hermano y una hermana, los dos menores que él.
En las noches de fiesta, golpeaban la puerta cada cinco minutos y era un tío o una tía que llegaba. Cuando entraban, oía los gritos, las bromas, los abrazos que le daban al recién llegado. Finalmente, nos poníamos en aquel salón inmenso, donde yo desaparecía en medio de todos, en ese espacio grande y cálido, hablando sin cesar, riéndonos, conversando, brindando y diciendo chistes.
Siempre me acuerdo con tanta intensidad de aquella época cálida y feliz.
3.
Me pusieron a temprana edad en el jardín infantil de las Monjas Francesas para que alternara con otras niñas y tuviera amigas. Yo estaba entusiasmada con la idea, porque me gustaba mucho el edificio del colegio, grande, algo oscuro, pero acogedor.
Buby era mi infaltable compañero de maldades. Como no me gustaba mucho la leche en las mañanas, yo hacía que Buby se la tomara. Dejaba mi taza en el suelo, a escondidas de mi madre, que siempre creyó que yo me bebía la leche sin ningún problema.
Tenía muchas muñecas y juguetes y a veces las sacaba para jugar con mis amigas de la cuadra, jugábamos a las visitas o a las escondidas, sobre todo por las tardes, al volver del colegio. Armábamos casas con sillas y chales y nos visitábamos unas a otras. También jugábamos a saltar la cuerda, a la pelota, a marcar unos cuadros con tiza en el suelo y saltar sobre ellos sin pisarlos.
A veces, llegaban inviernos muy duros a Monastir, pero eso no importaba, porque, cuando estaba nevando, me llevaban al colegio bien abrigada, en un pequeño trineo. Mi perrito Buby se iba ladrando adelante, como diciendo “¡abran paso!”. Los días nevados eran mis preferidos.
En el colegio, se hablaba todo en francés. Las monjas no te contestaban si les hablabas en otra lengua. Todas las clases se daban en ese idioma, el que se quedó extrañamente en mi memoria, a pesar de que nunca más lo hablé. Pero está ahí, anclado como un recuerdo, lo entiendo cuando lo oigo hablar y creo que hasta lo podría hablar si me lo propusiera.
Es increíble lo que veo y recuerdo en las fotos que conservo. Cada una me transporta como una alfombra mágica a un lugar, a un momento en el tiempo, muy preciso, muy concreto, que no se ha evaporado y tampoco ha sido barrido por el olvido.
También tengo imágenes de mí misma, crespa, de pelo claro, muy pequeña, con mis padres yendo a una fiesta de matrimonio de una prima en Skopje, capital de Macedonia. Mi madre con un sombrero muy elegante. También otra imagen de esa fiesta: yo me veo muy pequeña, alguien me tiene en brazos y tengo conciencia de aparecer en la foto con la boca sucia de chocolate, mirando a la cámara.
El recuerdo abre sus compuertas y entra como un río caudaloso, que es el de la memoria y no se detiene jamás. Ese matrimonio parece que me impactó, pues nunca antes había visto una novia. Se llamaba Esperanza como mi madre, y tenía un hermano, Manuel, al le decían Manush. Él escapó, lo supimos después.
Quiero detener el recuerdo. Ahora más que nunca. Dejaré que corra por este libro, libre, sin cauce, y que llegue intacto a los ojos de ustedes, los que leen mi pasado.
4.
Íbamos muy seguido donde mis abuelos maternos, incluso dos veces por semana, atravesábamos el puente sobre el río Vardar e íbamos a la otra parte de la ciudad, donde vivían solamente judíos.
Me gustaba correr a lanzarme en los brazos de mi abuelo Teodoro. Él era muy cariñoso y muy bueno. Me acariciaba el pelo sonriendo y siempre me tenía alguna sorpresa agradable. Tomábamos té en un vaso especial con rosquitas que tenía un perfume que aún lo percibo y me daba un cucurucho de castañas recién tostadas.
Jugábamos mucho y después él me miraba con una mirada un poco triste y me decía:
–Es hora de ir a saludar a la abuelita.
Se me encogía un poco el corazón. Sobre todo en el primer tiempo. Mi abuela materna era distinta a todas las demás. En realidad, nunca pude estar con ella.
Mi abuelo me tomaba en brazos y cruzaba conmigo el patio. Llegábamos donde había una ventana cerrada. Él me levantaba y yo miraba hacia adentro.
–Mira, ahí está la abuela – me decía.
Siempre la vi a través de la ventana, le mandaba un beso con los dedos y luego lo soplaba. Y ella hacía lo mismo, pero muy suavemente. Parecía que los besos se cruzaban en el aire, entraban y salían de allí e iban a posarse en el centro de mi corazón. Mi abuelita era la mujer detrás de la ventana.
Yo miraba su cara fina y ella nos contemplaba sonriendo. Era hermosa a pesar de su palidez. Tenía una expresión serena, con una suave sonrisa. A veces, cuando estaba muy cansada, se quedaba quieta y parecía una fotografía antigua.
Al comienzo, me daba un poco de miedo mirarla, imaginaba toda clase de cosas. Como preguntaba tanto, me explicaron que tenía tuberculosis, una enfermedad muy contagiosa. Por eso no me dejaban entrar a verla, ni menos, darle un beso.
Fue extraña esa relación. La quise mucho y nunca pude abrazarla.
Hoy, todo eso me parece lógico, pero en ese tiempo, no. En ese tiempo todo era mágico y extraño.
5.
En verano íbamos al lago de Ochrida, precioso, el más profundo de Los Balcanes y uno de los más antiguos del mundo. Es tan grande que llega hasta Podgradetz, una ciudad costera de Albania.
Ochrida es una ciudad llena de hermosas iglesias ortodoxas y minaretes turcos. Ahí yo dejaba de ser hija única y era parte de una manada de niños bulliciosos y hambrientos. Corríamos todo el día y hacíamos todas las maldades que se nos ocurrían y que no me permitían hacer en casa.
Mi hora preferida eran los atardeceres. Cierro los ojos y aún veo a mi papá en la playa del lago, cuando cocinaba los salmones que habían traído los pescadores. Los ponía en unos grandes sartenes de fierro con unos mangos larguísimos, era experto en darlos vuelta en el aire.
Nunca he probado salmones tan exquisitos. Hasta hoy, cuando veo salmón en el supermercado, se me aparece la imagen de mi padre, contra el viento de la tarde, junto al fuego, sonriendo, asando los salmones por lado y lado, hasta dorarlos y el olor exquisito del pescado cocinado directamente al fuego. Comíamos con ganas, muertos de hambre por el día pasado en la playa.
6.
El primer cambio, la primera trizadura de aquella cúpula de paz y felicidad ocurrió un día cualquiera.
Esa tarde llegué del colegio y me cambié apurada de vestido para salir a jugar con las chicas del barrio. Cuando le dije a mi madre que iba a salir a jugar un rato con las chicas del barrio, me dijo que no.
–Es mejor que te quedes acá –me dijo. Agregó que desde ese día en adelante, ningún niño judío de Monastir podía salir a jugar después de las cinco de la tarde.
Le pregunté incontables veces el porqué y la respuesta siempre era la misma:
–Porque no se puede.
Me quedé en mi cuarto, mirando por la ventana cómo ellas jugaban. Echaba mucho de menos a mis amigas. Al día siguiente, pensé que la prohibición de salir se había terminado. Pero no, definitivamente, ya no se podía y la respuesta siempre era la misma.
–Es mejor que no salgas, Tina. Las calles ya no son seguras.
–Pero...
–Lo siento, hija.
Desde ese momento, la gran cúpula de paz bajo la que habíamos vivido hasta entonces, comenzó lentamente a resquebrajarse.
7.
El otro cambio que siguió terminó definitivamente con la tranquilidad de la vida de todos.
Un día llegaron a nuestra casa unos hombres hoscos y muy bruscos. Me escondí de inmediato. Sin pedirle permiso a nadie, sacaron las tres radios que había en la casa y se las llevaron. Cuando estaban en la puerta, se dieron cuenta de que no tenían cómo abrirla, porque estaban demasiado cargados con radios y gramófonos. Entonces, con voz fuerte y tono de mando, le ordenaron a mi padre que les abriera la puerta y que él mismo cargara los objetos y se los llevara al camión, que esperaba en la calle.
No podíamos creer lo que estaba sucediendo. Mi papá se quedó boquiabierto. Ellos le gritaron que se apurara, como si se tratara de un esclavo.
Finalmente, se fueron, pero yo seguía escondida. ¿Por eso era que mi madre me había prohibido salir a jugar a la calle? ¿Qué iban a hacernos esos hombres? ¿Quiénes eran?
De repente, vi, con espanto, que regresaban. Me precipité detrás de un sillón y los miré desde ahí, como espiándolos.
Fueron directamente a la cocina, destaparon las ollas, miraron lo que había dentro, se sentaron en el comedor y le ordenaron a mi madre que les sirviera.
En silencio, muy pálida, con movimientos calmados, mi madre les sirvió los platos y el vino que le pidieron, todo sin decir una palabra.
Ellos no la miraban. Se reían y conversaban entre sí. Comían a grandes cucharadas y eran groseros. Miré cómo la comida desaparecía en sus enormes bocas que no cerraban para comer. La comida parecía transformarse cuando se la llevaban a la boca. Me dio asco. Cuando terminaron, se pusieron de pie y se fueron.
De pronto, uno de ellos regresó, sacó a tirones un racimo de uvas de la frutera, un puñado de cerezas y luego se marchó. Su actitud violenta quedó como un eco, manchando todo el comedor. No solo el comedor, sino que la casa entera, el barrio entero, la ciudad completa.
Cuando mi papá volvió de cargar las radios y los gramófonos en el vehículo, estaba tan pálido como mi madre. Ninguno de los dos decía una sola palabra.
Entonces, él y mi madre se miraron, se abrazaron y sollozaron como niños, delante de mí.
La casa entera lloraba con ellos y también todo Monastir lloraba.
El mundo se había roto, bruscamente.
Carnet de identificacion italiano de mi mama Esperanza Pardo.
8.
Nos quedamos sin música y eso era como si hubiera desaparecido una parte importante de nuestras vidas. La casa se sentía desolada, hundida en el silencio. Mi padre se quedó sin poder oír su noticiero de la tarde y andaba muy nervioso. Mi madre, que acostumbraba a oír música clásica, sentía como si todas las notas de las sonatas y las sinfonías hubieran enmudecido.
El silencio se paseaba por las habitaciones, como una persona. Solo se oía el sonido de nuestras voces que sonaban con eco.
Yo permanecía encerrada, caminando de arriba para abajo, sin comprender absolutamente nada de lo que sucedía, no solo en nuestro barrio, sino también en toda la ciudad. Y tal vez, en todas partes.
La vida había dado un giro brusco y había cambiado de rostro. Algunas mañanas, cuando me despertaba, sentía que algo importante había cambiado para siempre, pero no sabía qué.
A partir de ese momento, la existencia protegida de hija única, mimada y un poco caprichosa que había vivido hasta entonces, se fue quebrando, como si un espejo se fuera trizando, lentamente. Todo comenzó a verse y a oírse raro, dislocado, torcido, y, sobre todo, inexplicablemente silencioso. Nadie decía nada. Solo sabía que afuera estaban a punto de suceder cosas horribles y violentas.
9.
Un día, al regresar del colegio, encontré a mi madre muy nerviosa. Caminaba de arriba a abajo sin hacer nada. Se quedaba de pie mirando a un punto en una habitación y luego retomaba su caminar a ninguna parte. Me extrañó mucho verla. Ella siempre estaba haciendo cosas útiles y la mayoría del tiempo pasaba ocupada. Sin embargo, ahora abría puertas, miraba las habitaciones, las volvía a cerrar, se tomaba las manos una y otra vez, miraba por la ventana, se sentaba, se paraba, no podía quedarse quieta.
Le pregunté qué le pasaba y me dijo que me iba a contar un secreto.
–¿Qué secreto, madre?
–Es una sorpresa –dijo–. En unos pocos días más llegará una visita a la casa, a alojar por un tiempo.
–¿Una visita? ¡Qué bien! –dije.
No comprendí por qué ella no parecía nada de feliz. Al contrario, se veía angustiada. ¡Qué entretenido! ¡Una visita! Alguien para conocer. Tal vez vendrían niños nuevos y ya que no me dejaban salir a jugar en la calle, podríamos organizar otras entretenciones.
Le pregunté a mi madre quién vendría, y me dijo que no tenía que decírselo a nadie: la visita sería un señor, un militar alemán.
Esperé cada vez con mayor impaciencia a que llegara. Ojalá que el señor militar viniera con su familia y muchos niños. Lo pasaríamos muy bien.
Así pasaron los días. Le preguntaba a mi madre por la famosa visita. Ella seguía con su cara de preocupada y mientras más le preguntaba, menos datos me daba.
–No ha llegado todavía, eso es todo –decía.
Sabía que su silencio era de angustia. Se notaba que no le gustaba el tema y que parecía muy aliviada que la visita se demorara cada vez más. Creo que soñaba, secretamente, con que no llegara nunca.
A mí, en cambio, no me importaba nada la venida del señor militar alemán, solo esperaba que tuviera hijos, para jugar con ellos.
10.
Una tarde, dos policías se encerraron en una habitación con mis padres a conversar. Cuando se fueron, mis padres quedaron muy serios. No decían una sola palabra y se miraban angustiados. Me fijé en que tenían puesto algo distinto en la ropa, tenían pegada en el pecho una estrella de David, amarilla muy notoria.
Eso me encantó. La estrella se les veía muy bien sobre los trajes oscuros. Resaltaba como una luz.
Les dije que yo también quería una para mi ropa, no, mejor, que quería varias, una para cada vestido.
–No puedes tenerla porque eres niña y los niños no se ponen estas estrellas
–me explicó mi madre, con los labios apretados. Estaba a punto de llorar.
Me quedé sin habla. Casi nunca mis padres me habían dicho que no a algo que yo les pidiera.
–Pero es que yo quiero una –dije.
–No –respondió secamente mi papá.
Me dio una rabia enorme. Era muy injusto que ellos anduvieran con eso tan bonito en la ropa y yo no pudiera coser una estrella amarilla a mi vestido o a mi abrigo.
Insistí, porfié en que quería, quería una estrella.
Di una patada en el suelo.
–Pero, ¿por qué no?, mamá, papá...
Alterados, me dijeron que no, que no insistiera y que me fuera a mi pieza hasta que se me quitara el enojo.
Monté una pataleta terrible.
Trataron de calmarme, sin ningún éxito. Al final, mi madre se consiguió otra estrella, no sé cómo ni quién se la dio. Creo que fue mi abuela paterna, ya que mi abuelo no salía y para qué querría una estrella de David. Se la entregó a mi madre. Quedé feliz. Había conseguido mi estrella.
11.
Había una especie de turbulencia subterránea que casi asomaba a la superficie de los días. Era como un trueno subiendo a toda velocidad desde el centro de la tierra.
La vida, mi tranquila vida de niña, se había quebrado, pero los mayores hacían como que no pasaba nada. Yo me daba cuenta de sus esfuerzos por escondernos las cosas a nosotros, los niños. Mis padres pasaban mucho tiempo hablando entre sí, en secreto, susurrando para evitar que los oyera. Yo ponía todo el oído que podía y trataba de entresacar palabras aisladas, voces, pequeños signos que me dijeran de verdad lo que pasaba.
Intentaban protegernos de la dura realidad, preservar nuestros oídos para que no nos enteráramos de lo que estaba pasando en las calles.
La ciudad iba cambiando lentamente de rostro. Y yo me daba cuenta, aunque no supiera qué pasaba en realidad, ni por qué.
12.
1940 fue un año de un clima muy duro. El invierno se dejó caer con más frío que nunca. En medio de las cosas sin explicación que llenaban ahora nuestros días y las noches, esas noches en las que me costaba mucho conciliar el sueño, comencé a percibir una serie de detalles escondidos que nos develaron el aprecio y la simpatía de la gente que vivía cerca nuestro. Eran solo gestos, nunca palabras. Nos mostraban la cercanía de personas buenas, que sabían lo que estábamos viviendo.
El primer ruido de alas que sentí fue cuando, una mañana, oí a través de la ventana las radios de las demás casas sonando muy fuerte.
¿Por qué prendían sus radios a todo volumen? Pero cuando vi que mi papá abría la ventana y se ponía a oír las noticias, entendí: nuestros vecinos habían sido testigos de la entrada de los militares y habían visto salir a los soldados con todos nuestros aparatos de radio y música. Nos mostraban su apoyo haciéndonos escuchar sus radios. Era, por lo demás, la única manera en que podían ayudarnos.
Darmowy fragment się skończył.