Llevando la vida: antropología y educación

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Llevando la vida: antropología y educación
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LLEVANDO LA VIDA:

ANTROPOLOGÍA Y EDUCACIÓN

Tim Ingold

Ediciones Universidad Alberto Hurtado

Alameda 1869 – Santiago de Chile

mgarciam@uahurtado.cl – 56-228897726

www.uahurtado.cl

First published 2018 by Routledge - 2 Park Square, Milton Park, Abingdon, Oxon OX14 4RN and by Routledge - 711 Third Avenue, New York, NY 10017. Authorised translation from the English language edition published by Routledge, a member of the Taylor & Francis Group.

© 2018 Tim Ingold

Traducción: Ana Stevenson

Revisión antropológica y conceptual de la traducción: Koen de Munter

Los libros de Ediciones UAH poseen tres instancias de evaluación: comité científico de la colección, comité editorial multidisciplinario y sistema de referato ciego. Este libro fue sometido a las tres instancias de evaluación.

ISBN libro impreso: 978-956-357-351-0

ISBN libro digital: 978-956-357-352-7

Coordinador colección Antropología

Koen de Munter

Dirección editorial

Alejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutiva

Beatriz García-Huidobro

Diseño interior

Elba Peña

Diseño de portada

Francisca Toral

Imagen de portada: “Por dos segundos” de la artista Manuela Razeto. Se agradece la generosa donación.


Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

A la nueva generación

para que puedan comenzar de nuevo.

ÍNDICE

Prefacio y agradecimientos

CAPÍTULO I En contra de la transmisión

Dejando la escuela atrás

La continuidad de la vida

Comunar y variación

El modelo genealógico

Deshaciendo el círculo

Como seguir una receta

Razón y herencia

Volviendo al colegio

CAPÍTULO II A favor de la atención

El principio del hábito

Saliendo a caminar

Atencionalidad y correspondencia

Cuidado y anhelo

La atención como educación y la educación de la atención

Débil, pobre y arriesgado

CAPÍTULO III Educación en la escala menor

Los infracomunes

La mayor y la menor

La libertad del hábito

Sobre lo que significa estudiar

De la explicación al sentimiento

¿Qué puede enseñar el maestro?

El kit de herramientas del estudiante

CAPÍTULO IV Antropología, arte y universidad

Observación participante

La escuela y el terreno

¿Son los artistas los verdaderos antropólogos?

El ablandamiento de la ciencia

Busca y busca otra vez

Interdisciplinariedad anti disciplinaria

La antropología y la universidad venidera

La multiversidad, un mundo

Coda

Bibliografía

PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS

Por cincuenta años he estudiado antropología y en cuarenta de ellos, la he enseñado. Sin embargo, la idea de que la antropología no solo se enseña y se estudia, sino que su misma naturaleza es educativa solo me ha surgido en la última década. Desde esta conciencia pude reconocer cuanto había ganado al trabajar con estudiantes. Me di cuenta de que el aula es mucho más que un lugar de instrucción donde los alumnos aprenden lo que mis colegas llaman el “conocimiento antropológico”, ya que esto supone que el trabajo ya está hecho y establecido en una literatura llena de contribuciones magistrales de ilustres antepasados cuyos nombres debemos aprender y citar. Más bien, por el contrario, pienso que el aula es el lugar donde ocurre gran parte del verdadero trabajo antropológico, un lugar de transformación creativa en el que nos unimos al pensamiento de nuestros predecesores para ir más lejos, más allá de lo que jamás llegaron a imaginar. Sin embargo, cuanto más creía en el valor educativo del trabajo que mis estudiantes y yo realizábamos juntos, más parecía contravenir los requisitos de enseñanza y aprendizaje establecidos en los protocolos institucionales a los que se esperaba que nos ajustáramos. De acuerdo con estos protocolos, la enseñanza es la transmisión de contenidos y el aprender su asimilación. Pero a mí me parece que la educación es mucho más que eso. Yo propongo que no se trata de la transmisión de conocimiento, sino que es, ante todo, sobre el llevar la vida. Para mí, el momento clave fue cuando comprendí que solo al liberarnos de las cadenas de la enseñanza y el aprendizaje, nuestro trabajo en el aula se vuelve verdaderamente educacional.

Este libro es el resultado de esa realización. Quiero probar que el estudio antropológico, como una forma de llevar la vida con otros, es educacional de principio a fin. Esto significa ir más allá de una simple exploración del interfaz entre las disciplinas de antropología y educación para argumentar su congruencia más fundamental. En resumen, mi argumento es que los principios de la antropología son también los principios de la educación. Sin embargo, para fundamentar este argumento es necesario reevaluar los principios de ambas partes.

Por el lado de la educación, se trata de deponer la visión tradicional de la pedagogía como una transmisión intergeneracional de conocimientos autorizados. Propongo que la educación no es un “depositar en” sino un “orientar hacia”, que abre caminos de crecimiento intelectual y de descubrimiento o descubrimientos sin resultados predeterminados o resultados definidos. Es sobre el atender a las cosas, en lugar del adquirir un conocimiento que nos absuelva de la necesidad de hacerlo; es sobre la exposición en lugar de la inmunización. La tarea del educador, entonces, no es explicar el conocimiento para el beneficio de aquellos que, por defecto, son asumidos como ignorantes, sino que inspirar, guiar y criticar en la ejemplar búsqueda de la verdad. Por el lado de la antropología, mi enfoque es contrario a la típica identificación de la antropología con la etnografía —la suposición de que lo que hacen los antropólogos es estudiar a otros pueblos y sus mundos—. Propongo que lo que hace de la antropología más educativa que la etnográfica no es tanto que estudiemos a los demás, sino que estudiamos con ellos. Y habiendo estudiado con otros —o incluso mientras lo hacemos— otros vienen a estudiar con nosotros. La educación a la que nos hemos sometido, en esa primera instancia, a su vez requiere que en la segunda nos convirtamos en educadores. Aunque podríamos llamar a la primera “el terreno” y a la segunda “la escuela”, ambos son lugares de estudio y uno no puede existir sin el otro. Por eso debemos rechazar, de una vez por todas, la creencia de que lo que sucede en el aula bajo la rúbrica de enseñanza y aprendizaje, no es más que auxiliar a un proyecto antropológico cuyo principal objetivo es etnográfico. Mientras la antropología y la educación permanezcan en lados opuestos de la división entre la producción de conocimiento y su transmisión, se cancelarán mutuamente en sus efectos para siempre. Porque la pedagogía simplemente restaura al momento actual lo que la etnografía ya ha extraído, aunque despojado del potencial creativo de la vida. Sin embargo, al unir fuerzas y reconocer su propósito común, la antropología y la educación tienen el poder de transformar el mundo.

 

La motivación para escribir este libro surgió de la nada, a propósito de una invitación en febrero de 2016, una presentación en las Conferencias Dewey en el Centro de Investigación para la Educación, Aprendizaje y Didáctica de la Universidad de Rennes, Francia. Me sentí honrado y encantado de recibir esa invitación, y no pudo haber llegado en un momento más oportuno, justo cuando la idea sobre la antropología como educación estaba empezando a dar vueltas por mi mente. Las charlas me dieron la excusa perfecta para concretizar la idea, y presentarla ante un público abierto y comprensivo, pero crítico. Ofrecí cuatro charlas, respectivamente, tituladas “La educación no es una transferencia de conocimiento”, “Educación y atención”, “Educación en la escala menor”, y “Educación como correspondencia”. Como siempre, el tiempo que pensé tendría para prepararlas no se materializó y lo que presenté fue poco más que apuntes en borrador organizados apresuradamente. No exagero al decir que, en gran medida, improvisé a medida que avanzaba. Sin embargo, al terminar las charlas quedé muy entusiasmado para escribir un libro, y en los meses del verano de 2016, un respiro en mis obligaciones finalmente me permitió comenzar. A mediados de agosto ya tenía más de la mitad terminado, pero nuevamente intervinieron otros compromisos y no pude retomarlo hasta justo antes de Navidad. A mediados de enero de 2017 tenía un borrador completo. Al planear el libro decidí seguir el formato original de la conferencia, por lo que cada capítulo corresponde a una charla y aunque (con una sola excepción) sus títulos han cambiado y su contenido se ha ampliado más allá del original, estos siguen el orden de mi presentación.

El hilo común entre los cuatro capítulos es la filosofía de la educación de John Dewey. La oportunidad de dar una serie de charlas representando a Dewey, no solo fue un privilegio sino que también me llevó a cumplir un antiguo deseo de familiarizarme mejor con sus amplios escritos. Al leer el trabajo de uno de los principales intelectuales públicos de principios del siglo XX, quedé asombrado con su presencia, su claridad de expresión y su convicción en la formulación de principios que son tan poderosos hoy como lo eran hace un siglo. Para mí sigue siendo un misterio que Dewey sea tan poco conocido y tan raramente evocado en círculos antropológicos. Incluso entre los filósofos pareciera que, en gran parte, ha sido olvidado. Sin embargo, “al girar la rueda” del redescubrimiento, nos encontramos recorriendo caminos que él ya había trazado para nosotros. ¡Cuántos problemas nos habríamos ahorrado si nos hubiéramos unido desde el principio! De hecho, con este libro ofrezco mi homenaje personal al gran filósofo y educador, y una disculpa, aunque sea póstumamente, por llegar tan tarde a su obra.

Pero si la oportunidad de presentar las Conferencias Dewey me dio el estímulo, las ideas desarrolladas en este libro han surgido, principalmente, de dos fuentes. La primera es un proyecto de cinco años, financiado por el Consejo Europeo de Investigación, titulado Knowing from the Inside: Anthropology, Art, Architecture and Design, o KFI para abreviar. La meta central del proyecto es reconfigurar la relación entre las prácticas de investigación y los conocimientos que generan, desarrollando y probando una serie de procedimientos que permiten que el conocimiento surja de interacciones directas, prácticas y observacionales con las personas y cosas que nos rodean. Proponemos que esta manera de saber —estudiando con las cosas o con las personas en lugar de hacer estudios sobre ellas— es el hilo común que vincula la antropología con la práctica artística, y con las disciplinas de arquitectura y diseño. Al reunir estas cuatro disciplinas, hemos tratado de adaptar este enfoque general sobre el conocimiento a campos de especialización, y contribuir tanto a la educación y al diseño para una vida sustentable, con un énfasis renovado en la creatividad improvisada y la agudeza perceptiva de practicantes. El proyecto comenzó en 2013 y, aunque sigue en marcha, uno de sus logros más importantes ha sido el relevar las implicaciones de nuestro enfoque sobre la teoría y práctica de la educación. También nos ha llevado a una manera de hacer antropología con arte, arquitectura y diseño, que es más experimental y especulativa que etnográfica. En mayo de 2016, en el hermoso entorno de Comrie, Perthshire, pusimos a prueba este enfoque en un programa de una semana con discusiones, intervenciones y experimentos. Lo llamamos The KFI Kitchen (La Cocina KFI). Muchas de las ideas salidas de esa Cocina han encontrado un lugar en este libro.

La segunda fuente de ideas para este libro es muy diferente. En octubre 2015 inicié una campaña —bajo el lema Reclaiming our University (Restaurando nuestra universidad)— para revitalizar la Universidad de Aberdeen, la institución en la que trabajo, para que sea una genuina comunidad de estudiantes y académicos. En ese momento se pensaba que el sentido de comunidad, que siempre había sido una de las fortalezas de la universidad, estaba amenazada por un régimen de gestión que parecía empeñado en anteponer los intereses empresariales a la responsabilidad democrática. La idea era hacer que todos opináramos sobre el tipo de universidad que queríamos, cómo debía ser administrada y cómo lograrlo. Lo hicimos a través de una serie de seminarios abiertos, bien atendidos por personal y estudiantes de todos los niveles, de los que surgieron los “cuatro pilares” de la próxima universidad: libertad, confianza, educación y comunidad. Nos dimos cuenta de que no era suficiente apelar a estas palabras como si hablaran por sí mismas. Para desarrollar una visión coherente, necesitábamos pensar a fondo y colectivamente sobre lo que realmente significaban para todos nosotros. El concepto de “libertad académica”, por ejemplo, ha sido profundamente abusado por aquellos que se lo apropian y defienden como un derecho exclusivo de la élite académica. ¿Qué clase de libertad, nos preguntamos, queremos para nuestra universidad? Y, cuando hablamos de educación superior ¿qué queremos decir con “educación”? y ¿qué de la indivisibilidad entre enseñanza e investigación? Y ¿qué crea “comunidad” de la mezcla de voces y disciplinas a menudo discordantes que componen la universidad? Nuestras discusiones eran apasionadas, constructivas y —para mí— transformadoras. Ya habíamos decidido condensar los resultados en un manifiesto y, durante el verano de 2016, me apliqué en la redacción de sus cláusulas. El 25 de noviembre de 2016 lanzamos nuestro manifiesto dentro del marco altamente simbólico de la Capilla del King’s College de la universidad. Mucho de lo que allí decimos ha encontrado su espacio en las páginas siguientes.

Muchas personas me han ayudado a escribir este libro. En primer lugar, agradezco a Gérard Sensevy por invitarme a presentar las Conferencias Dewey en Rennes, y a sus colegas y estudiantes por sus respuestas y sugerencias. Sin su empuje este libro no habría sido escrito. También tengo una enorme deuda de gratitud con todos los que han participado, en uno u otro momento, en el proyecto KFI. Hay demasiados por nombrar, y no podría señalar a algunos y omitir a otros. Así que con estas palabras envío mi agradecimiento a todos ustedes, ¡ya saben quienes son! Además, estoy muy agradecido al Consejo Europeo de Investigación por la financiación que ha hecho posible el proyecto mediante la concesión de una subvención anticipada (323677-KFI). De regreso en Aberdeen, quedo especialmente agradecido con todos los “restauradores” que se han unido a mí en nuestra campaña para restablecer la universidad a su comunidad legítima. Aunque no quiero incomodarlos al nombrarlos, ustedes también saben quiénes son, y les doy las gracias a cada uno. Sin embargo, quiero nombrar a tres académicos que, a través de su presencia y sus publicaciones, han tenido un fuerte impacto sobre mi pensamiento y sobre este trabajo; ellos son Jan Masschelein, Gert Biesta y Erin Manning. Quiero darles las gracias por su inspiración. Finalmente, le dedico este libro a las generaciones venideras, incluyendo las de mi propio linaje, el último de los cuales —Leo Arthur Raphaely-Ingold— llegó mientras trabajaba en este libro. Son nuestro futuro y les deseo lo mejor.

Tim Ingold Aberdeen, febrero 2017

CAPÍTULO I

En Contra De La Transmisión

Dejando la escuela atrás

Para aquellos de nosotros criados en sociedades llamadas occidentales o modernas, la palabra educación evoca memorias de la escuela. Recordamos haber asistido a ella para ser educados: para aprender a leer y escribir, a contar y calcular, para familiarizarnos con todas las ramas del conocimiento —de las ciencias a las artes y las letras— que son el legado de nuestra civilización. Sobre nuestros niños y niñas, tal vez reconozcamos que su educación comienza hasta antes de la escuela, en esas instituciones preescolares, tradicionalmente conocidas como guarderías y jardines de infancia, donde se siembran las semillas del aprendizaje futuro. Y tal vez nos beneficiamos de recibir educación hasta después de terminar la secundaria asistiendo a instituciones con nombres —como institutos, universidades, politécnicos— que prometen llevarnos “más allá” o “más lejos”, dependiendo del nivel académico, camino a la civilidad. Pero la escuela, como es normalmente considerada, sigue siendo el lugar primario de formación educativa, donde el preescolar es la preparación y la postsecundaria la realización. En una sociedad constituida democráticamente, es por supuesto responsabilidad del Estado el garantizar una educación adecuada para sus ciudadanos, y el Ministerio de Educación tiene la importante tarea de supervisar las escuelas y regular lo que pasa en ellas, incluyendo lo que se enseña y cómo.

En resumen, la práctica de la educación y la institución de la escuela parecen estar estrechamente unidas. Aparentemente una no puede existir sin la otra. ¿Qué debemos pensar, entonces, sobre las sociedades sin escuelas, o donde solo una minoría tiene el privilegio de asistir a una? ¿Es apropiado decir que las personas que no han ido a la escuela son incultas y, por lo tanto, incivilizadas? Esas personas tienen una gran sabiduría que nosotros, la gente educada, no tenemos. Los antropólogos han hecho todo lo posible por documentar ese conocimiento, por revelar su detalle, sofisticación y precisión, y por descubrir los procesos mediante los cuales se adquiere. Ellos han denunciado, con justa razón, la división de pueblos del mundo entre educados y sin educación, civilizados y primitivos. Esto no es más que un reflejo, dicen, del prejuicio etnocéntrico. El conocimiento difiere de cultura en cultura, al igual que las instituciones que facilitan su paso de una generación a la siguiente. La escuela es una de esas instituciones, pero hay muchas otras. ¿Es la educación entonces algo que le sucede a todo ser humano que vive en una sociedad cuando pasa de la inmadurez a la madurez? ¿Podría, quizás, quedar inscrita junto a esas habilidades, como de lenguaje y pensamiento simbólico, que a menudo se consideran marcas distintivas de la humanidad? Todos los animales aprenden, por supuesto, en el sentido de modificar su forma de hacer las cosas en respuesta a las condiciones de su entorno. Es muy diferente, sin embargo, establecer escenarios posibles anticipando condiciones no prevalentes en el momento, pero que podrían enfrentarse en algún período futuro para enseñar a novatos a manejarlas. La instrucción deliberada de este tipo, o lo que se conoce generalmente como pedagogía, puede, de hecho, ser exclusivamente humano1.

La pedagogía es el arte de enseñar. Hay todo tipo de maneras de distinguir entre la enseñanza y el aprendizaje, o de mostrar cómo uno excede al otro, dependiendo, por ejemplo, de si el estudiante simplemente aprende ciertos hábitos. Al observar lo que otros hacen, si estos le han sido demostrados deliberadamente, o si esta está enmarcada en términos de reglas o principios descontextualizados de la aplicación. Aprender a crear una herramienta de piedra tallada en presencia de un maestro tallador (knapper) es un ejemplo de lo primero; aprender a navegar por medio de cartas estelares es un ejemplo de lo segundo2. Estas distinciones, significativas en el estudio comparativo entre el comportamiento humano y no humano, no son de interés en este momento. Lo que sí me preocupa es la suposición de que la educación en su sentido más amplio es sobre una transmisión de información3. Para los que afirman que la educación ocurre en las escuelas es porque conciben a la escuela como un espacio aislado, donde el conocimiento es transmitido de manera anticipada al momento de su aplicación, es decir, cuando los estudiantes lo demuestren en el mundo externo. Para los que sostienen que la educación es una práctica de pedagogía universal para seres humanos, asistan a la escuela o no, la misma lógica aplica. La escuela puede no ser el único tipo de institución con propósito pedagógico, y prácticas institucionales alternativas, desde el narrar historias hasta usar rituales, pueden ser modeladas en ella, al menos en términos de análisis, y acreditadas con funciones equivalentes. Así, se puede decir que operan “como escuela”, al transmitirle a cada sucesiva generación el legado de costumbres, valores y creencias que en conjunto llamamos “cultura”, que más tarde podrán expresar y promulgar en la práctica de la vida cotidiana.

 

El objetivo para este capítulo es presentar mi argumento en contra de la idea de transmisión, y demostrar que no es la manera en que la gente llega a saber lo que saben y que, de hecho, seriamente distorsiona el propósito y el significado de la educación. Este argumento, a su vez, sentará las bases para el próximo capítulo, en el que propondré en cambio, cómo la educación es sobre el atender a las cosas y al mundo. En resumen, quiero demostrar que la educación es una práctica de atención, no de transmisión —que es a través de la atención que se lleva adelante el conocimiento—. Mi argumento en contra de la transmisión surge de los escritos de John Dewey, pragmático y filósofo, debidamente considerado como el preeminente teórico educativo de principios del siglo XX, y cuyo libro Democracia y Educación se publicó hace exactamente un siglo4.

La continuidad de la vida

¿Quién habría imaginado empezar un tratado sobre educación con esta frase: “La distinción más notable entre cosas vivas e inanimadas es que las primeras se auto mantienen vía renovación”?5. El punto de partida de Dewey no es la escuela, ni el pueblo, ni siquiera la humanidad. En lugar de partir desde la idea de educación como escuela y luego extenderse hacia ámbitos más amplios de la cultura humana e incluso no humana, Dewey va en la dirección opuesta. Para entender de qué (se) trata la educación, dice que a lo primero que debemos darle atención es a la naturaleza de la vida. Tenemos que entender cómo las plantas y los animales difieren de las piedras. La piedra, golpeada por los elementos, se desgasta o incluso se rompe.

Muy por el contrario, las cosas vivas absorben energías y sustancias primordiales ­—luz, humedad y tierra— convirtiéndolas en una fuerza para su propio crecimiento y auto renovación. Sin embargo, no pueden mantener esto indefinidamente, ni pueden proceder de manera aislada. Cada vida tiene la tarea de traer otras vidas en existencia y apoyarlas durante el tiempo necesario para que estas, a su vez, engendren más vida. Por lo tanto, la continuidad del proceso de vida no es individual sino social. Y la educación, según Dewey, en su sentido más amplio es “el medio de esta continuidad social de la vida”6. Donde sea o cuando sea que haya vida, ahí también hay educación. Mas estrictamente, la educación ocurre en la esfera de la vida humana y, en particular, en la escuela.

Sin embargo, la escuela lejos de alcanzar el imperativo educacional en su forma más pura no es más que una de las maneras de asegurar la continuidad social y, de hecho, relativamente superficial y propensa a la distorsión que resulta del aislar la experiencia de vida del contenido informativo del conocimiento. Ya que es a través de la experiencia, y solo a través de ella, que el conocimiento toma algún tipo de significado. De hecho, la educación en el sentido que Dewey pretendía probablemente ocurre más afuera de la escuela que entre sus paredes. Para Dewey, lo que es verdaderamente esencial para la educación no es la pedagogía formal mediada por instrumentos cognitivos especializados como el lenguaje y la representación simbólica, sino la transmisión y la comunicación. Estos no solo son medios que hacen posible que la vida social continúe, son la esencia misma de la vida social. La sociedad, dice Dewey, “no solo continúa existiendo mediante transmisión, mediante comunicación, sino que puede decirse que existe en transmisión, en comunicación”7. A primera vista, esta afirmación parece ir en contra de mi ambición para este capítulo, que es precisamente argumentar contra la idea de la educación como un proceso de transmisión, e implícitamente de comunicación. Mi objetivo es mostrar que la transmisión es la muerte de la educación y que extirpa el mismo corazón de la vida social. ¿Cómo entonces podría aducir a Dewey en mi apoyo? Para responder esta pregunta, debemos examinar de cerca los significados específicos de esos términos clave: comunicación y transmisión. Porque los sentidos en que Dewey los emplea no son en absoluto los mismos sentidos de uso común hoy, alterados, como lo han sido, por las revoluciones en informática y tecnología de la comunicación que han dominado la segunda mitad del siglo XX.

Permítanme empezar con “comunicación”. Para la mayoría de nosotros, hoy en día la palabra tiene que ver con transmitir información o enviar mensajes. Tengo algo que impartir: lo codifico de alguna forma física que me permite transmitirlo con mínima distorsión; usted lo recibe y decodifica el contenido. Idealmente, usted termina con exactamente la misma información con la que yo empecé. Usted puede, a su vez, enviar algo de vuelta; y entonces podríamos hablar de comunicación como un intercambio de información. Pero no es así como Dewey entiende el término. Notando la afinidad entre las palabras, “comunicación”, “comunidad” y “común”, a él le interesa cómo las personas con diferentes experiencias de vida pueden llegar a un acuerdo, un grado de compatibilidad de pensamiento que les permita llevar la vida juntos8. Tal vez, siguiendo el precedente medieval, uno podría convertir “común” en un verbo; comunicarse sería entonces “comunar”9. En contextos educativos, este comunar es ante todo un logro entre personas de diferentes generaciones. Además, su poder educativo radica en el hecho de que la información no pasa de mente en mente sin distorsión. Porque si voy a compartir mi experiencia con usted, no es solo empaquetarla y enviarla como está. Usted puede recibir el paquete, pero no por ello entenderá mejor. Para que el compartir sea educativo, tengo que hacer un esfuerzo de imaginación para proyectar mi experiencia de formas que logren unirse a la suya, para que podamos, en cierto sentido, recorrer las mismas sendas y, al hacerlo, crear sentido juntos10. No es que usted quede con un pedazo de conocimiento implantado en su mente que una vez había sido solo mío; más bien entramos en una concordancia que es nueva para ambos. La educación es transformativa.

Comunar y variación

Ahora, lo que la educación es a la continuidad de vida, en el uso de Dewey, la comunicación es a la transmisión. El uno es el medio al otro. Aunque Dewey es menos cuidadoso al definir “transmisión” que “comunicación”, está claro que el significado que le da al término no es en el sentido convencional de hoy, a saber, el traspaso, de generación en generación, de un corpus de instrucciones y representaciones para la conducta de una forma de vida. Dicha transmisión es posible, argumenta Dewey, porque las vidas se superponen, ya que a medida que unos envejecen y finalmente mueren, otros nacen y van creciendo. Es a través de la participación mutua en la vida de los demás —mediante los esfuerzos continuos e implacables de jóvenes y ancianos, inmaduros y maduros, para alcanzar una suerte de concordancia— que la educación ocurre y el conocimiento, los valores, y las creencias y prácticas de una sociedad se perpetúan. De hecho, Dewey insiste que solo con la participación de ambos, la educación puede continuar. Mayores y menores deben compartir un interés por un resultado. Si no lo hacen, entonces lo que hay no es educación sino lo que Dewey llama “entrenamiento”. Se puede entrenar a un animal doméstico para que se comporte como uno quiere, recompensándolo, por ejemplo, con bocados de comida. Pero mientras el interés del animal esté enfocado en la comida, no en el servicio prestado a su amo, no es educación. Con demasiada frecuencia, se lamenta Dewey, los jóvenes de nuestra propia especie son tratados de manera similar, el niño “entrenado como animal en lugar de educado como ser humano”11. En la medida en que tal entrenamiento moldea la materia prima de seres humanos inmaduros con un diseño preexistente, no logrará ningún propósito educativo, aunque podrá replicar el diseño.

Este es el momento de introducir un tercer término que, junto con comunicación y transmisión, juega un papel clave en la filosofía de educación de Dewey. Este es “entorno”. Como la comunicación es el comunar de la vida y la transmisión su perpetuación, el entorno es su variación. Es decir, no es simplemente lo que rodea al individuo, o la suma de las condiciones que lo rodean. Lo que crea entorno es la forma en que, con el tiempo, estas condiciones se atraen entre ellas en un patrón de actividad conjunta. Imagine un astrónomo, mirando las estrellas. Para él las estrellas, aunque remotas, son parte del entorno, y le importan. Y al importarle, lo modifican cuando su mirada se pasea de estrella en estrella. A partir de este ejemplo, Dewey concluye que “las cosas que hacen que un hombre varíe son su entorno real”12.