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Historias tardías

STEPHEN DIXON

Cuando termino de leer sus libros me siento muy consciente de que la vida acabará, de que el proceso del final está ocurriendo en este mismo momento, lo que a un nivel más elevado me hace sentir más tranquilo, más emocional, menos desesperado y menos ansioso.

Tao Lin

Philip Seidel, un reconocido escritor, es el protagonista de estos treinta y un relatos tan intrínsecamente conectados que bien podrían leerse como una novela. Su mujer, con quien compartió treinta años de vida, ha fallecido.

La muerte, la vejez, el deseo de conservar la lucidez, la posibilidad de volver a enamorarse después de un duelo son solo algunos de los tópicos que Stephen Dixon, uno de los escritores más talentosos de la literatura estadounidense de los últimos años, profundiza en Historias tardías, y lo hace con una vitalidad sorprendente, lejos de cualquier tinte melancólico o nostálgico. En un ambiente donde por momentos la falta de memoria, la confusión y la soledad parecieran tomar el control, Dixon encuentra un terreno fértil para explorar los límites de la escritura y, al mismo tiempo, desarticular sus obsesiones más profundas.

Historias tardías

STEPHEN DIXON

Traducción de Ariel Dilon


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Esposa en reversa

  Otra historia triste

  Dos mujeres

  Los muertos

  En o Por el camino

  Cape May

  Solo

  Duérmete

  Cochran

  Loco

  Una cosa lleva a la otra

  La chica

  Hablar

  Recuerda

  Vera

  La sacristía

  Lo que van a encontrar

  Terapia

  Intermezzo

  El sueño y la fotografía

  Dos partes

  Aquella primera vez

  No tengo idea

  El mentiroso

  Sentirse bien

  Flores

  Lo que es

  Lo que no es

  Perdérsela

  Un final diferente

  Sostener

  Agradecimientos

  Sobre el autor

  Página de legales

  Créditos

ESPOSA EN REVERSA

Su esposa muere, los labios ligeramente separados, un ojo abierto. Él golpea la puerta del dormitorio de su hija menor y le dice: “Sería mejor que vinieras. Parece que mamá está por fallecer”. Su esposa entra en coma tres días después de haber vuelto a casa y sigue así durante once días. Hacen una pequeña fiesta al segundo día de su regreso: salmón de Nueva Escocia, chocolates, un risotto que prepara él, queso brie, frutillas, champagne. Un vehículo de traslado médico trae a su esposa a casa. Ella le dice: “Llévame a dar una vuelta por el jardín antes de que me meta en la cama por última vez”. Su esposa no acepta la sonda de alimentación que los médicos quieren ponerle e insiste en que desea morir en casa. Dice: “Ya no quiero más asistencia vital, ni remedios, ni suero, ni comida”. Él llama al 911 por cuarta vez en dos años, le dice al operador: “Mi esposa; estoy seguro de que es otra vez neumonía”. A su esposa le colocan un tubo traqueal. “¿Cuándo me lo sacarán?”, dice ella, y el doctor responde: “¿Para ser honesto? Nunca”. “Su esposa tiene un caso muy grave de neumonía”, les dice a él y a sus hijas, la primera vez, el médico de cuidados intensivos, “y entre uno y dos por ciento de probabilidades de sobrevivir”. Ahora su esposa usa una silla de ruedas. Ahora su esposa usa un carrito a motor. Ahora su esposa usa un andador con rueditas. Ahora su esposa usa un andador. Su esposa tiene que usar bastón. A su esposa le diagnostican esclerosis múltiple. Su esposa tiene problemas para caminar. Su esposa da a luz a su segunda hija. “Esta vez no lloraste”, le dice, y él contesta: “Estoy igual de feliz”. Su esposa le dice: “Me parece que algo no anda bien con mis ojos”. Su esposa da a luz a su hija. El obstetra dice: “Nunca vi a un padre llorar en la sala de partos”. El rabino los declara marido y mujer, y justo antes de besarla, él se pone a llorar. “Casémonos”, le dice, y ella dice: “Por mí está bien”, y él dice: “¿De veras?”, y se pone a llorar. “Qué reacción”, dice ella, y él: “Estoy tan feliz, tan feliz”, y ella lo abraza y le dice: “Yo también”. Ella lo llama: “¿Cómo estás? ¿Quieres que nos encontremos y hablemos un poco?”. Lo alcanza hasta la entrada de su edificio y le dice: “Esto sencillamente no está funcionando”. En su primera cita verdadera van a un restaurante y él le dice: “Si me pongo tan quisquilloso sobre qué comer es porque soy vegetariano, cosa que estaba un poco reacio a decirte, tan pronto”, y ella dice: “¿Por qué? No es nada tan peculiar. Solo significa que no vamos a compartir la entrada, excepto las verduras”. En una fiesta, conoce a una mujer. Conversan durante largo rato. Ella tiene que dejar la fiesta para asistir a un concierto. Él le pide su número de teléfono. Le dice: “Te llamaré”, y ella: “Eso me agradaría”. Se despiden en la puerta y él le estrecha la mano. Después de que ella se ha ido, piensa: “Esa mujer va a ser mi esposa”.

OTRA HISTORIA TRISTE

Recibe una llamada. Es un sheriff de condado, en California. Tiene una muy mala noticia que darle. Su hija ha tenido un grave accidente de auto. Fue en una estrecha ruta de dos carriles, bordeando el océano. Aparentemente hizo una maniobra exagerada para evitar chocar contra otro auto que venía en sentido contrario, y desbarrancó. “Sí, sí, ¿está viva?”. “No sé cómo decirlo. Nunca he tenido que decirle esto a un padre. Murió en la ambulancia que la llevaba al hospital”. Cuelga el teléfono. ¿Qué hacer? Tiene que llamar a su otra hija. Debería decírselo a su esposa antes. Pero su esposa está muerta, ¿en qué está pensando? Sus hermanas. Una de ellas, que luego podría decírselo a la otra. No hará nada. Va a acostarse en su cama y dormir. Primero debería cubrir con su funda la máquina de escribir. No, no hace ni siquiera eso. Quita el cubrecama, se acuesta y cierra los ojos. Suena el teléfono, se levanta a contestar. Probablemente sea su hija mayor, diciendo que volvió sin problemas de Los Ángeles y algo sobre la entrevista que tenía en Berkeley. Es el sheriff. “Ha colgado antes de que pudiera terminar. Quería decirle cómo dar conmigo, dónde estamos, en qué hospital se encuentra su hija y algunos detalles que usted o la persona que usted designe para que lo represente debe saber, y hacer”. “Tomaré un avión. No he subido a un avión en casi quince años. Entiendo que hoy volar es muy diferente. Los preparativos en el aeropuerto, las largas esperas y todo eso. Voy a buscar un lápiz. Una lapicera, quiero decir. Siempre llevo una encima. Soy escritor. ¿Qué es un escritor sin lapicera? Pero por alguna razón no tengo ninguna en los bolsillos de mi pantalón, y no hay ninguna encima de mi cómoda. Es ahí donde estoy. En mi dormitorio. Estaba trabajando aquí, cuando usted llamó, porque también lo uso como estudio. Suelo dejar una lapicera sobre la cómoda para los mensajes, y para garabatear mientras hablo por teléfono. ¿Dónde está? ¿A qué aeropuerto debo volar? Lo recordaré”. “Señor, mejor escríbalo”. Encuentra una lapicera en su mesa de trabajo y escribe en un papel, apoyado sobre la cómoda, el nombre y el número de teléfono del sheriff y los nombres del hospital, el aeropuerto y la ciudad. El papel es un señalador que vino con el último libro que compró en la única librería en la que compra sus libros. Siempre ponen uno dentro del libro que uno ha comprado. “Creo que ahora tengo todo lo que necesito”, y cuelga el teléfono. Se acuesta en su cama. Debería llamar a su hija menor, en Chicago. ¿Qué hizo con el señalador? En fin, si se perdió, se perdió. Pero no puede haberse ido muy lejos. Debería llamar a una de sus hermanas. Pero qué harán esas dos, sino gritar y llorar y decir que esto es lo peor que podría haber sucedido. Ojalá pudiese hablar con su esposa. No sabe cómo manejar esto solo, al menos por ahora. Tal vez si cerrara los ojos y durmiera un poco. Cierra los ojos. Tiene que llamar a su hija menor. Ellas eran muy unidas. Pero entonces tendrá que lidiar con su histeria. Tal vez podría mandar a una de sus hermanas a decírselo, pero su hija tan solo querría escucharlo de boca de él. Se levanta y va hasta la habitación de su hija mayor. ¿Cuándo fue la última vez que ella durmió aquí? Un par de semanas atrás. Vino brevemente de visita. Tenía un pasaje gratis de ida y vuelta gracias a todos los vuelos que había hecho en los últimos años. Cuando la dejó en el aeropuerto, ella dijo que la había pasado fantástico. Cuando la llamó a Los Ángeles, al día siguiente, volvió a decirle que la había pasado fantástico. Él le tenía la cena preparada, el día que llegó. Ella dijo que no había probado una comida mejor desde la última vez que estuvo aquí. Él dijo que había empezado a prepararla una semana antes y que la había descongelado el día anterior. La ensalada, dijo, la había hecho hoy. El tercer y último día salieron a cenar a un restaurante japonés. ¿Qué habían preparado de cenar la segunda noche? Ella le regaló un dibujo que hizo en California. Había trabajado en él durante varias semanas. “Deberíamos mandarlo a enmarcar”, dijo él. Al día siguiente de su llegada fueron a una casa de marcos de cuadros. “Elige el que te guste”, dijo ella. “No, tú sabes más de estas cosas. Pide lo que quieras, no me importa el precio”. Dejó una seña por el marco. Aún no lo llamaron para decirle que el marco está listo. ¿Qué va a hacer cuando lo llamen? Dirá: “No puedo hablar ahora. Lo llamaré dentro de un par de semanas”. Después de salir de la casa de marcos fueron a almorzar. Ese día, más tarde, él iba a ir a la YMCA a hacer ejercicio y a nadar, y le dijo si quería ir con él. Ella le preguntó si la dejaría de camino, en caso de que encontrara una clase de yoga en la ciudad. En la computadora del estudio de su esposa encontró una clase de yoga. Él la dejó de camino y después la pasó a buscar, al volver de la YMCA. Esa noche pidieron comida persa, una de las favoritas de su esposa y de sus hijas. Se sienta allí, en la cama. Ella entra en la habitación. “¿En qué estás pensando, papi?”. “Nada”, dice él, “solo pensaba”. “Tiene que ser en algo”. “En tu mamá. Ha estado todo tan solitario sin ella. Pero no quiero ponerte triste contándote lo triste que estoy yo. Ya van dos años y apenas si logro adaptarme. Todas las decisiones que tengo que tomar solo, ahora. Ella era tan buena dándome consejos, ayudándome a decidir y a planear lo que debíamos hacer. También estoy triste porque te vas”. “Me gustaría quedarme más tiempo, pero tengo que volver a dar clases”. “Deberíamos haberlo previsto mejor. Planear que vinieras durante tus vacaciones de primavera. Eso es lo que mami habría sugerido, porque ¿cuál era el apuro? Pero estoy contento, aun del poquito tiempo que estuviste. Fue divertido. Un lindo cambio, para mí”. Ella se sienta sobre la cama y le sostiene la mano. “Voy a tratar de venir también para las vacaciones de primavera”. “Sí, hazlo. Yo pagaré el viaje, y no me importa lo que cueste. Debería llamar a tu hermana, ahora. No quiero, pero es algo que debo hacer. Y tengo que llamar a una compañía aérea. ¿Qué compañía tiene vuelos a Santa Bárbara, o a la ciudad más cercana? No sé cómo averiguarlo”. “Llama a cualquier compañía aérea en la guía telefónica. Ellos te dirán”. “Bien pensado. ¿Podrías hacerlo tú por mí? Luego llamaré a tu hermana. Y a tus tías, o a una de ellas, que puede llamar a la otra”. “Ahora soy yo la que no está pensando”, dice ella: “Puedo encontrar toda la información que necesitas en la computadora”. Ella sale de la habitación. Él va a su dormitorio y se acuesta en la cama. Pliega las manos sobre su pecho y cierra los ojos. Debo parecer un cadáver, piensa. Solo me falta tener puesto un traje con todos los botones abrochados, una camisa de vestir y una corbata. Suena el teléfono. Lo va a dejar que suene. Pero tal vez sea su hija mayor. Se levanta, agarra de encima de la cómoda el auricular del teléfono y dice hola. “Encontré la compañía aérea que deberías tomar”, dice ella en el auricular. “Dime cuál es”, dice él, “lo escribiré, pero ¿qué voy a hacer con el gato? Tendré que conseguir a alguien para que se ocupe de él”. “Llama a alguno de tus amigos, o a los amigos de mami. Cualquiera de ellos lo haría por ti”. “Eso significaría tener que hablar con alguien, aparte de tu hermana y de alguna de mis hermanas, y de ti. No podría. Ahora mismo soy incapaz de hacerlo. Realmente no veo cómo puedo ir a California”. “Tienes que hacerlo. Yo voy a estar ahí. Nos divertiremos tanto. Te mostraré mis lugares favoritos. Iremos a museos. Y aquí hay tantas buenas galerías y restaurantes”. “De acuerdo, voy a ir”. Se recuesta en la cama y vuelve a abrazarse el pecho con las manos. Ve que tiene puesto un traje, una camisa de vestir y una corbata. El traje es el mismo con el que se casó, en el departamento de ella, veintinueve años atrás. Su esposa insistió en que lo comprara para la boda. Él iba a ponerse una vieja chaqueta deportiva y un pantalón recién planchado. El traje tiene algunos agujeros de polilla, pero todavía le queda bien. “Soy un cadáver”, dice. “No puedo moverme”.

DOS MUJERES

Desde su dormitorio lo llama una mujer. Él está leyendo en un sillón, en el living, y tomando un poco de vino. “Ven”, dice ella, “¿qué estás esperando? Trae tu pene aquí”. La voz suena como la de su esposa. También suena como la de la mujer a la que conoció hace tres meses, en una fiesta de Navidad, y que lo atrae mucho y con quien le gustaría iniciar una relación seria e incluso piensa que le gustaría casarse. Su esposa murió hace un poco más de un año. Hoy es el trigésimo primer aniversario del día que se conocieron. Fue en la presentación de un libro de una mujer a quien los dos conocían. Ella había ido desde el departamento de sus padres en el centro. Había hecho una parada allí para pasar un breve momento con ellos y darles un regalo por su aniversario de casados, que era ese día. Él nunca durmió con esta otra mujer. Ni siquiera se han dado un beso en los labios. O una vez, pero accidentalmente, debido a una torpeza de ella, según dijo. Se estaban despidiendo, al lado de su auto, después de uno de sus almuerzos semanales, y ella adelantó los labios cuando su intención era ofrecerle la mejilla para que la besara. “Fue sin querer”, dijo. “Pero fue lindo”, dijo él. “Pero fue un accidente, debido a una distracción momentánea, a las que reconozco que soy propensa, así que no ha significado nada, no significa nada, y deberíamos continuar con nuestra amistad como si no hubiese pasado. En otras palabras, no hagas de esto algo más que lo que fue”. Han estado encontrándose a almorzar casi todos los miércoles desde que se conocieron. Todas las veces menos una en el mismo restaurante. “¿Por qué ir a otro?”, dijo ella. “Estamos más interesados en la conversación que en la comida, aunque la comida que sirven ahí es más que aceptable, y una vez que te la han traído te dejan en paz. Y si quieres más café, cosa que nosotros siempre queremos, solo hay que ir hasta la barra y servirse uno mismo de alguno de los termos. Me gusta seguir una cosa a rajatabla, si es buena, ¿y tú?”, y él dijo: “Yo igual”. Hace dos semanas, ella fue a su casa cuando él no la esperaba. Tocó el timbre. Él prendió las luces de afuera y miró por la puerta de la cocina, vio que era ella y la hizo pasar. “Andaba por el vecindario”, dijo. “Me moría por ver cómo era el lugar donde escribes, y pensé que era una oportunidad como cualquier otra para hacerlo”. “¿Es la única razón por la que viniste?”, y ella dijo: “Es la única razón, y tal vez para tomar una copa de vino contigo, después. Me fascinan los lugares de trabajo de los escritores, y el aspecto de toda la habitación. Estoy planeando reunir fotos para un libro sobre el tema, pese a que ya se han hecho un par que son excelentes. Pero en el mío, los escritores no aparecerían en las fotos. Solo el lugar donde escriben y lo que escriben, y si hay un gato sentado sobre el teclado, no hay problema”. “Mi lugar de escritura no tiene nada de extraordinario”, dijo él. “Salvo porque escribo en mi dormitorio, y porque todavía lo hago a máquina, una máquina de escribir manual, convencional. Así que es lo que hay, y cuando no estoy escribiendo la máquina de escribir queda siempre cubierta, para que no le entren el polvo ni los pelos del gato. Y alrededor montones de papeles, por supuesto, y escribo sobre una larga mesa de trabajo, de fórmica. Te mostraré”. La llevó hasta su dormitorio. “Esto es perfecto”, dijo ella. Sacó una cámara de su cartera, ajustó la lente y tomó montones de fotos, tanto de su mesa de trabajo como de los manuscritos que había sobre ella y la máquina de escribir sin la cubierta, y después con dos hojas de papel en el rodillo. Luego tomaron una copa de vino, ella dijo que tenía que irse, él la acompañó hasta el auto y ella le ofreció la mejilla para que la besara. “Te veo el miércoles”, dijo, “misma hora y lugar”. “¿Dónde era?”, dijo él. “Eres tan gracioso”, dijo ella, “eso me gusta”. Ahora, ya sea ella o su esposa está en su dormitorio. Si es su esposa, entonces en el dormitorio “de ambos”. “Ey”, dice una de las dos, “¿qué diablos es lo que te retiene? Ven aquí, ¿vas a venir o no? O al menos trae tu pene hasta aquí, déjamelo y el resto de ti puede volver al living, a leer y a beber”. Él se levanta del sillón y va al dormitorio. Las cortinas están cerradas y la habitación a oscuras. “¿Dónde estás?”, dice. “Bajo las mantas”, dice ella. “¿Lado derecho o izquierdo?”, y ella: “Ven y averígualo”. Hay un ruido de mantas que se mueven. “Ahora ya no estoy debajo de las mantas, pero sigo en el mismo lado de la cama”. “¿Estás desnuda?”, y ella: “Completamente”. “Sabes, no sé cuál de las dos eres. Suenas como mi difunta esposa, pero también suenas como la mujer que conocí en una fiesta de Navidad, hace tres meses”. “Bueno, si te metes en la cama sabrás cuál de las dos soy. En un caso u otro, yo diría que no puedes salir perdiendo”. “Tienes razón”, dice él. “Si eres mi esposa, es un sueño hecho realidad. No hay nada que desee más que volver a abrazarla, dentro o fuera de la cama. Y si eres esa otra mujer, de la que creo que he empezado a enamorarme y con quien pienso que incluso me gustaría casarme, cosa que no debería estar diciendo porque me ha dicho que no quiere que me enamore de ella, y estoy seguro de que casarse conmigo es lo último que tiene en mente y que solo quiere que sigamos siendo buenos amigos, entonces también es un sueño hecho realidad”. “‘Sueño hecho realidad’”, repite ella: “Perdona que lo diga, pero qué frase más floja para ser dicha por un escritor profesional con cincuenta años de carrera. Pero como ya he dicho, y no quiero tener que repetirlo, ven a la cama y averígualo”. “Tu actitud y la manera en que te expresas también se parecen a las de mi esposa: franca, sucinta y con talento para las palabras. Y tu voz: dulce y suave. Realmente no podría distinguirlas”. “¿Y eso qué importa?”, dice ella. “Por última vez… ¿vas a venir a la cama o no? Estoy tomando frío sin las mantas encima y sin nada de ropa. Pero antes quítate tú también toda la ropa”. Se desviste, se mete en la cama y estira las mantas encima de los dos. La toca y ella lo toca. “Tus manos son tibias como las de mi esposa, salvo después de haber lavado los platos, y me tocas de la manera en que ella lo hacía. Delicadamente y en los lugares adecuados, como si supieras por experiencia dónde me gusta ser tocado”. “Te toco como una mujer toca a un hombre en la cama; nada más”. “Tus pechos también, me dan la misma sensación que los de mi esposa; bien llenos. Y tus pezones: grandes y duros. Pero eso no significa que seas mi esposa. Lo mismo con la forma de tus nalgas: tan redondas. Y tus piernas: largas, un poquito grandes en los muslos, pero fuertes como las de ella. También tu nariz y tu pelo. Hasta tu vello púbico. Supongo que al tacto la mayoría de los vellos púbicos deben parecerse, pero es la cantidad a lo que me refiero. Muchísimo, cosa que quizá no quieras oír, pero que a mí me gusta”. “Ahí tienes: dos por el precio de una”, dice ella. “Mi mujer solía decir eso mismo, pero hablando de otras cosas”. “¿Lo decía?”, dice ella. “¿Por qué tengo la sensación de que ya lo sabía? En cualquier caso, cuando estemos listos… y tómate tu tiempo. Ya sea que pienses que esto es un reencuentro o nuestra primera vez, no lo apresures. Tenemos toda la noche”. “Eso es lo que mi esposa solía decir también, y de la misma manera. Pero ¿podemos parar por unos minutos y solo besarnos? Quiero ver si tus labios y la manera en que besas apasionadamente –esa única vez, tan rápida, fue como que te robé un beso y no me bastó para saberlo– son también como los de ella, y por supuesto debido al placer que eso implica”. “Creo que con eso me basta”, dice ella. “Digamos que acepto un vale para otra ocasión, pero ahora me voy a dormir”. “No me atrevo a decirlo, porque podrías saltarme a la yugular, aparte de añadir que eso último que dije es también una frase de mal escritor, pero esa parte, lo del vale para otra ocasión, es algo que ella decía muchas veces cuando no podía hacer el amor o no tenía interés en hacerlo, por una u otra razón”. “Bien”, dice ella, “pero ahora tendrás que esperar a que amanezca para averiguar cuál de las dos soy”. “Siempre tengo la opción de encender la luz”. Y ella dice: “No lo arruines”.