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Índice de contenido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 0
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Nota del autor
Título original: Kult
© Stefan Malmström 2019. All rights reserved. Originally published in the Swedish language under the title Hjärntvättad in 2017. English language edition © Stefan Malmström 2019
© de la traducción: 2020, Alba Serrano Giménez
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Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
Fotografía de cubierta: Shutterstock
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1.ª edición: octubre 2020
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2020: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
«La noche ha caído en nuestra tierra.
¡Las estrellas la iluminan, relucientes, brillantes!
Nuestros mundos pequeños deambulan, distantes.
La oscuridad parece no tener fin.
La oscuridad y el crepúsculo y la profundidad,
¿por qué? ¿Por qué los amo?
Aunque las estrellas erren lejos.
La tierra es aún el hogar de la humanidad».
Erik Blomberg
Todos los personajes que aparecen en este libro —excepto los personajes públicos reconocibles— son ficticios, y cualquier parecido con personas reales, ya estén vivas o muertas, es pura coincidencia.
1
A Luke le tembló la mano cuando intentó meter la llave en la cerradura. Algo iba mal, muy mal.
—¡Abre la puerta de una vez! —gritó Therese, la exmujer de Viktor, de pie detrás de Luke y al borde de la histeria. A las ocho y media de la tarde de un lunes, estaban ante la puerta del piso de Viktor, en la tercera planta del número 30 de la calle Alamedan, en el centro de Karlskrona.
Luke maldijo. La llave no quería entrar.
—Debes de haberte equivocado de llave —dijo Luke—. Esta no entra.
Therese lo agarró del brazo y trató de quitársela.
—Dámela. Ya lo hago yo.
Luke apartó el brazo con brusquedad.
—No, yo lo haré —le espetó, y al momento se sintió culpable por la aspereza de sus palabras. No era justo hablarle de ese modo a Therese. Tenía derecho a que la preocupación la consumiera. Viktor tendría que haber llegado con Agnes, la hija de cuatro años de ambos, a casa de Luke para cenar a las seis de la tarde, y de eso hacía ya dos horas y media. Luke había llamado a Viktor cuando pasaba una hora de la cita, pero no le contestó. Una hora más tarde, Luke, preocupado, decidió salir de su cabaña y se dirigió al piso de cinco habitaciones y 275 metros cuadrados de Viktor, en un espectacular edificio de ladrillo visto. Hacía tres años que Viktor, su mejor amigo, vivía allí. Desde que se había divorciado de Therese.
Al llegar a la tercera planta, Luke oyó música y pensó que Viktor estaría dentro con Agnes. Pero nadie respondía al timbre. Tras llamar y aporrear la puerta durante diez minutos, no le quedó más remedio que telefonear a Therese para pedirle su llave.
Sonaron cuatro tonos y Therese respondió. Se oía mucho ruido y conversaciones de fondo. Estaba en una fiesta de trabajo y se mostró irritada y nerviosa cuando le preguntó si le podía traer su llave. Había dejado a Agnes con Viktor a las cinco de la tarde y todo le había parecido normal. Le dijo que le llevaría la llave enseguida.
Cuando colgaron, Luke pulsó el botón del ascensor para mandarlo abajo, de manera que Therese no perdiera tiempo subiendo por las escaleras. Al cabo de diez minutos oyó que el ascensor se ponía en marcha y paraba en la tercera planta. Therese apareció ante él. Iba muy arreglada.
—No tendría que haber aceptado la custodia compartida. —Fueron las primeras palabras que salieron de su boca—. Viktor apenas puede cuidar de sí mismo. ¿Cómo va a cuidar de una niña?
Mientras le daba la llave a Luke, siguió quejándose:
—Ya me ha estropeado la noche. Estábamos celebrando el mayor encargo en toda la historia de la empresa y justo íbamos a sentarnos a cenar un menú de tres platos. Esta me la va a pagar, que le quede claro.
Unos minutos después, aquella calma contenida se había convertido en un pánico puro, visceral. Era la primera vez que Luke veía a una madre aterrorizada por la seguridad de su hijo, y le pareció la emoción más poderosa de la que había sido testigo en toda su vida. Incluso aumentó su desesperación por entrar al piso cuanto antes.
Inspeccionó la llave. Al principio pensaba que era una de esas que funcionan igual por las dos caras, pero ahora se daba cuenta de que quizás la había estado usando al revés. Le dio la vuelta y entró bien en la ranura. La giró y oyó el clic del cerrojo. Empujó la pesada puerta y el sonido de la música le martilleó los tímpanos. Era jazz.
«Qué raro —pensó—. A Viktor no le gusta el jazz».
Encendió la luz del salón y entró en el piso, elegante y minimalista. Viktor no había reparado en gastos cuando se divorció de Therese. Había comprado aquel inmueble y lo había renovado casi por completo. Cocina nueva, baños por estrenar, suelos restaurados y una mano de pintura: una reforma integral. Había contratado a una empresa de decoración de interiores y le había dado vía libre. Le costó una fortuna, pero si alguien podía permitírselo era Viktor. El suelo del recibidor, de baldosas cuadradas blancas y negras, parecía un tablero de ajedrez. Las paredes eran blancas, y sobre un pequeño secreter negro colgaba una obra del artista de la provincia de Blekinge Kjell Hobjer: un gran pez rojo que ocupaba prácticamente todo el lienzo sobre un fondo azul brillante.
En la cabeza de Luke se amontonaban preguntas, pero no respuestas. ¿Una fuga de gas? Imaginó a Viktor y Agnes tumbados en la cama, inconscientes. Pero no olía a gas, sino a limpio. Viktor tenía contratada a una mujer de la limpieza que solía venir los domingos.
«Esto es rarísimo», volvió a pensar Luke. El apartamento estaba a oscuras y sonaba jazz a todo volumen. Eso no era propio de Viktor.
—¡Viktor! —gritó Luke. Therese lo apartó para entrar, abrió de un golpe la puerta de la habitación de su hija, encendió la luz, miró dentro y luego siguió buscando por el piso. Luke también miró en la habitación. La cama estaba vacía y la colcha, en el suelo. Los cojines de color rosa y los peluches descansaban en el pequeño sillón rojo, bien colocados en fila. El libro de cuentos de hadas que Luke le había leído el domingo anterior por la noche seguía en la mesita.
Luke corrió hacia el enorme salón. El ordenador, del que salía la música, estaba encendido. Therese se había quedado de pie en la entrada del salón. Luego gritó y desapareció en su interior. Un segundo después, Luke se detuvo en el mismo lugar y vio a Therese inclinarse sobre Agnes, que estaba tumbada con su camisón en el sofá gris claro. Había vomitado y parecía dormir profundamente.
Luke dio la vuelta y se quedó helado al ver el cuerpo de Viktor colgando sin vida, ahorcado en la puerta del baño.
2
Luke corrió hacia Viktor y lo levantó mientras tiraba de él para que la cuerda, que estaba atada al pomo del otro lado de la puerta, se desprendiera de la parte superior. Cuando consiguió bajarlo, su mejilla se aplastó contra la de Luke. Se dio cuenta de que era la primera vez que sentía la mejilla de Viktor contra la suya. Cuando hacía días que no se veían, solían abrazarse, pero nunca mejilla con mejilla. Esta era la primera vez, y la mejilla de Viktor estaba fría.
—¿Qué diablos has hecho, Viktor? ¿Qué has hecho? —La voz de Luke se quebró mientras tumbaba el cuerpo a toda prisa en el parqué. Olía a orín. Trató de deshacer sin demasiado éxito el nudo alrededor del cuello. Lo miró a los ojos y no vio ningún indicio de vida en ellos. Buscó su aliento y su pulso en el cuello, pero no los encontró. Intentó reanimarlo varias veces insuflándole aire en los pulmones, pero pronto se rindió. No había respuesta. Viktor había muerto. Y a Luke lo asaltaron los recuerdos de otra época, cuando había formado parte de los Rebeldes del diablo y de la banda de Johnny Attias, en Nueva York. Hacía quince años que no presenciaba una muerte.
—¡Luke, está muerta!
El llanto de la exmujer de su amigo se convirtió en un grito. Luke corrió al sofá y apartó a Therese, que trataba de practicarle la reanimación cardiopulmonar a Agnes. Se inclinó sobre la niña, puso su boca cerca de la pequeña nariz y sintió un levísimo movimiento de aire.
—Respira —dijo Luke.
Empujó la mesa de centro de una patada, agarró a la niña, la tumbó sobre la pálida alfombra turquesa de IKEA y empezó a soplar con toda la fuerza de sus pulmones. Después, presionó con las dos manos el pecho de la niña. Tras treinta compresiones, le dio su móvil a Therese.
—¡Llama a una ambulancia! ¡Ahora!
Volvió a inclinarse y siguió soplando y presionando alternativamente. Se dio cuenta de que, si no era cuidadoso, podía romperle las costillas, tan pequeñas, y aflojó las compresiones. La miraba a la cara cuando presionaba, con la esperanza de percibir alguna señal de vida.
—Venga, Agnes —suplicó—. Tienes que lograrlo. Por favor.
Luke miró a Therese. Estaba sentada y se había quedado paralizada con el móvil en la mano. Se dio cuenta de que no sería capaz de decir nada comprensible y volvió a coger el teléfono.
—Sigue presionando. Treinta veces. Y luego le haces el boca a boca diez veces —dijo mientras se levantaba y marcaba el número de emergencias. Una mujer contestó de inmediato.
—Necesito una ambulancia. Es urgente. Calle Alamedan treinta. Hay dos personas: una esta muerta y la otra es una niña que todavía respira —dijo acelerado.
—¿Puede repetirlo, por favor? No vaya tan rápido y trate de vocalizar. También necesito saber su nombre —dijo la teleoperadora.
Cuando Luke estaba estresado se le notaba más el acento americano y a los suecos les costaba entenderlo.
—Luke Bergmann. Necesitamos una ambulancia. ¡Dense prisa, por el amor de Dios! ¡Hay una niña de cuatro años a punto de morir!
—Bien, trate de calmarse para que yo pueda entender bien la información. Inspire hondo y luego dígame dónde se encuentra. Necesito la dirección y la localidad.
Luke apretó los dientes. Inspiró hondo y se esforzó para hablar lentamente.
—La dirección es calle Alamedan número treinta, en Karlskrona. Dos personas. Una está muerta. La otra es una niña pequeña que se está muriendo y que se va a morir seguro si no envía una maldita ambulancia. ¡Ahora!
—¿Me puede decir qué ha pasado? —preguntó la mujer.
—¿Y qué más da? —soltó Luke con terquedad—. No sé qué ha pasado. Hemos entrado en el piso y nos hemos encontrado con esto.
—No puedo mandar una ambulancia si no entiendo bien la situación. Necesito asegurarme de que lo que me está diciendo es real, de que es una emergencia de verdad.
Luke bajó la voz para transmitir miedo en lugar de rabia.
—Le prometo que es real. Por favor.
La mujer se quedó en silencio durante un par de segundos.
—Le mando dos ambulancias.
Therese lloraba e insuflaba aire en los pulmones de su hija, como le había dicho. Agnes yacía inerte sobre la alfombra de color acuoso, con el pelo rubio y largo esparcido alrededor de la cabeza y su camisón blanco. Las lágrimas de Therese habían salpicado la bonita cara de la niña. Luke pensó en lo guapa que era Agnes, en lo impresionante que sería cuando se convirtiera en una adolescente. Viktor y él habían hablado de eso justo el domingo pasado. Agnes estaba mirando su programa de televisión favorito, Anki y Pytte, y se reía tan descaradamente con las ocurrencias del patito protagonista que Viktor y Luke dejaron de preparar la cena solo para mirarla.
—Cuando crezca va a tener problemas con los chicos —le dijo Luke a Viktor.
—Yo creo que es más probable que los chicos vayan a tener problemas conmigo —respondió Viktor.
A Luke se le borró la sonrisa de la boca y se cruzó de brazos.
—Y conmigo —dijo.
Más tarde, sonó el teléfono. Viktor se metió en el despacho y le pidió a Luke que llevara a Agnes a la cama, cosa que él hizo de buena gana. Ella pasó los deditos por el brazo musculoso y tatuado de Luke y le preguntó por qué no se lavaba mejor. El corazón se le derritió todavía más cuando Agnes le quitó el gorro de lana negro y empezó a enroscar los dedos en su pelo grueso y oscuro mientras, confiada, se dormía entre sus brazos.
—¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Respira! ¡Por favor! —Therese se quedó sin aliento tras intentar, por cuarta vez, llenar de aire los pulmones de la pequeña. Agnes estaba tumbada con la boca medio abierta y los ojos cerrados. Las bellas y largas pestañas se le habían pegado a la piel. Parecía estar durmiendo tranquilamente. Solo que esta vez quizás no volviera a despertarse nunca.
La rabia de Luke hacia la teleoperadora se desvaneció. La sustituyó un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Le susurró una oración al Dios en el que no creía.
—Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que quieras.
¿Dónde demonios estaban las ambulancias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más intensa y ahogó el sonido de los esfuerzos que Therese hacía por devolverle la vida a su hija. Un teclado eléctrico y una guitarra rivalizaban para ver quién podía tocar más notas por segundo.
«Qué música tan cargante», pensó Luke. Empezaba a tener náuseas y le temblaban las piernas. Tenía que detener ese ruido. Con las piernas vacilantes, se dirigió al ordenador y lo apagó. En la mesa había un pequeño tarro rojo con la tapa abierta y polvo blanco en el interior. Al lado, un vaso con una pasta granulosa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media tableta de chocolate con leche Marabou. Luke había notado un leve sabor a chocolate cuando había tratado de reanimar a Agnes. Oyó sirenas a lo lejos.
—¡Luke! ¡Ha dejado de respirar! ¡Agnes, no!
Therese comenzó a gritar, confundida, y tomó a su hija entre sus brazos. Sentada en el suelo, se sacudía frenéticamente hacia delante y hacia atrás. Luke se arrodilló y las abrazó a las dos muy fuerte.
3
Ronneby, 5 de octubre de 1991
—Si te digo que es 1787, ¿qué imagen te viene a la cabeza?
El tipo que le hacía esta pregunta a Jenny se llamaba Peter. Tenía veinticinco años, seis más que ella, y hacía medio que había obtenido su MBA en la Universidad de Lund. Llevaba una chaqueta marrón de pana, un pañuelo rojo alrededor del cuello, gafas y bigote. Su aspecto era aristocrático, como el de un dandi inglés; un estilo completamente distinto al del resto de chicos que Jenny conocía.
Hacía seis meses que Jenny había terminado el instituto en Karlskrona con matrícula de honor. Ahora trabajaba en una cafetería. Se había tomado un año sabático y planeaba empezar los estudios universitarios el otoño siguiente.
Se acurrucó en el sofá rojo —recién adquirido en IKEA— de Victoria, la hermana de su novio Stefan. Victoria vivía en un moderno piso de la calle Kungsgatan, en el centro de Ronneby. Acababa de cumplir veintitrés años y había invitado a unos amigos a comer tarta. Planeaba organizar una fiesta más adelante, a lo largo de ese mes.
Peter estaba hundido en un sillón enfrente del sofá y sujetaba un cigarrillo con elegancia. La mesa de centro estaba llena de platos de postre vacíos y de tazas. Hablaban mucho de política, cosa que a Jenny no le interesaba nada. La coalición burguesa había ganado las elecciones y había puesto fin a una etapa de tres legislaturas socialdemócratas seguidas. Justo ese día, el conservador Carl Bildt había tomado posesión del cargo de primer ministro. Peter pensaba que Suecia había regresado al buen camino.
Desde el impresionante equipo de sonido Pioneer, la sedosa voz de Whitney Houston los envolvía: I’m your baby tonight.
A la izquierda de Jenny estaba su novio, Stefan, y a la derecha, la hermana mayor de Stefan, Victoria. De las ocho personas que había en el salón, Jenny solo conocía a ellos dos. La última vez que había estado sentada en un sofá con Victoria había sido dos meses atrás, en casa de sus padres, un domingo a la hora de la merienda. Ese día, Stefan le había presentado a sus padres en medio de un ambiente tenso que Victoria había decidido relajar un poco. De pronto dio un respingo, se apartó de Jenny, se tapó la nariz, rio y dijo: «¡Uy, Jenny! ¿Te has tirado un pedo?».
¡Qué mala había sido Victoria! Jenny quiso que se la tragara la tierra. Intentó protestar, pero no sirvió de nada. Se puso completamente roja. Estaba segura de que toda la familia de su novio pensaba que tenía gases.
Así que esa era la segunda vez en solo unas semanas que se sonrojaba mientras estaba sentada en un sofá. La pregunta de Peter hizo que todo el mundo callara y mirara a Jenny. «¡Odio ponerme roja todo el tiempo!», pensó. Siempre la había incomodado ser el centro de atención. Hablar delante de sus compañeros en clase le suponía una tortura, aunque sabía que era guapa y una de las mejores estudiantes de su instituto. Cuando los profesores repartían los exámenes y anunciaban las notas en voz alta, una costumbre en las aulas de Suecia, casi siempre era ella quien había obtenido los mejores resultados. Pero le molestaba terriblemente oír su nombre y que todo el mundo la mirara. El calor se le subía a las mejillas automáticamente. La cosa se había salido tanto de madre que a veces le ocurría incluso antes de que repartieran los exámenes: se sonrojaba solo de pensar que pronto iba a ponerse roja.
En el salón de Victoria, todos miraron a Jenny. Los pensamientos se le arremolinaron en la cabeza. Se sintió presionada y nerviosa. De modo que, naturalmente, se ruborizó.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Peter sonrió.
—Bueno, piensa en 1787. Y trata de proyectar una imagen que asocies a este año.
Jenny dudó, pero se sentía obligada a responder.
—Mujeres con vestidos bonitos —dijo—. Un baile. —Soltó una risita y miró a Peter.
—Muy bien —sonrió él—. ¿Dónde estás?
—No lo sé.
Peter no se rindió.
—¿Qué pensamiento ha venido a tu cabeza la primera vez que te he hecho la pregunta?
—Mmm. ¿París, quizás?
—¡Genial! ¿Qué lugar concreto de París? ¿Ves algún edificio?
Jenny cerró los ojos. Se agarró a la primera imagen que le vino a la cabeza.
—Un palacio. Versalles.
—¡Muy bien, Jenny! Y en el baile, ¿tú quién eres?
—¿Yo?
—Sí. ¿Te ves allí? ¿Quién eres?
Jenny cogió su taza y dio un sorbo de té para ganar un poco de tiempo.
—No lo sé. ¿Quizás una de las personas que baila?
—Descríbete.
Jenny volvió a cerrar los ojos. Bajo sus párpados, visualizó un gran salón de baile lleno de gente engalanada con ropa del siglo xviii. Luego vio a una bella mujer joven con un vestido de baile blanco. Reía y bailaba.
—Llevo un vestido blanco. También peluca, porque el peinado es muy voluminoso y está adornado con perlas. Ah, y una máscara.
Se quedó en silencio, un poco sorprendida por todos los detalles que acababa de revelar, aunque sospechaba de dónde podía haberlos sacado. El año pasado habían leído sobre la Revolución francesa en clase. A ella le había fascinado la historia de María Antonieta y había cogido un libro prestado de la biblioteca sobre ella. En el salón no se oía ni una mosca.
—¿Quién eres?
—Una mujer noble de la corte. —La respuesta le llegó de repente—. Mi deber es templar a la reina. Ese es mi trabajo. —Sonrió y miró a los demás. Le devolvieron la sonrisa.
—¡Fantástico! —dijo Peter—. ¿Hay alguna razón por la que creas que has visto esta imagen en particular?
Peter se inclinó hacia Jenny. La música había parado y la habitación estaba en silencio. Luego le preguntó:
—¿Puede ser que lo que acabas de contarnos sea un recuerdo y no solo fruto de tu imaginación?
Jenny miró a su alrededor. Los demás la observaban con interés. Estaba claro que para ellos aquella conversación no era extraña. Se dirigió a Peter:
—¿Te refieres a que en una vida pasada fui una mujer noble en París? —Soltó una carcajada—. Sí, quizás sí. Pero también puede ser que me esté acordando de un libro sobre María Antonieta que cogí prestado de la biblioteca hace unos meses.
—¿Por qué crees que estabas interesada en María Antonieta? —respondió rápidamente Peter.
Quizás lo que decía tuviera sentido, pensó Jenny. Aquel periodo histórico la fascinaba. Al leer el libro, había deseado vivir en París en el siglo xviii, estar allí. Le gustó pensar que quizás se había alojado en el palacio de Versalles. Y le atraía la idea de las vidas pasadas.
—Mucha gente cree en la reencarnación —continuó Peter, que seguía inclinado y ahora estaba apagando su cigarrillo en un grueso cenicero de mármol—. Más de mil millones de personas en todo el mundo, contando solo a los budistas y los hinduistas. ¿Quién dice que los occidentales tienen razón?
Jenny afirmó con la cabeza.
—No todo el mundo ha tenido una vida tan interesante como la tuya —añadió Max, uno de los chicos—. A finales del siglo xviii, yo era un granjero piojoso del montón en la provincia de Escania.
Todo el mundo rio. Hubo muchas más carcajadas durante el resto de la velada, además de otras conversaciones sobre vidas pasadas y acaloradas discusiones sobre la calidad de la música de Nirvana y sobre si Mikhail Gorbachev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aquellas personas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la respetaban y que estaban genuinamente interesados en ella. Eran inteligentes y simpáticos, y no se preocupaban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acostumbrada a rodearse de gente así.
Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se dirigieron a la parada para coger el último autobús a Karlskrona.
—Los amigos de Victoria son muy interesantes —dijo Jenny.
—Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pasadas es bastante atractivo.
—A mí me cuesta aceptarlo —dijo Jenny—. Pero las imágenes que me han venido a la cabeza se iban haciendo más y más concretas a medida que Peter me iba haciendo preguntas. ¿Y si somos almas que van saltando de cuerpo en cuerpo? Me encantaría que fuera verdad.
Anduvieron en silencio durante varias decenas de metros. En la parada, esperaron de pie. El autobús tardaría cinco minutos en llegar.
—¿De qué los conoce Victoria? —preguntó Jenny.
—Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la escuela primaria —respondió Stefan—. La mayoría siempre ha vivido en Karlskrona, pero otros fueron lejos a la universidad y acaban de volver. Mi hermana me ha dicho que algunos forman parte de un grupo religioso que cree en la reencarnación. Cienciología, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cristianismo. Creo que solo están interesados en este asunto de las vidas pasadas y en aprender técnicas comunicativas. A Victoria todo esto no le llama demasiado la atención, pero le caen muy bien.
—Y a mí —dijo Jenny.
—Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, sonriendo y rodeándola con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha parecido guapo?
—Idiota —dijo Jenny—. No es eso.
Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.