Czytaj książkę: «La Güera Rodríguez»
La Güera Rodríguez
Mito y Mujer
Silvia Marina Arrom
colección noema
Título: La Güera Rodríguez. Mito y mujer © Silvia Marina Arrom, 2020
Primera edición: febrero de 2020
d.r. © 2020 Editorial Turner de México, s.a. de c.v. Francisco Peñuñuri 12, Del Carmen, Coyoacán, 04100 Ciudad de México, cdmx www.turnerlibros.com
ISBN: 978-607-7711-31-5
eISBN: xxxxxxxxxxx
Cubierta: Ilustración que acompaña el artículo “La Bella ‘Güera Rodríguez’” de José Miguel de la Peza, publicado en Excelsior. Reproducción digital realizada por el Acervo Micrográfico de la Hemeroteca Nacional de México.
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial
Impreso en México
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Para mis nietos Max y Alex,
con la esperanza de que aprendan
a evaluar sus lecturas
para que las narraciones atractivas
llenas de datos falsos y cuentos
apócrifos no los seduzcan.
“Si lo que relatamos no sucedió
exactamente, nos hubiera gustado
que así hubiese sucedido”.
Nota escrita a mano en el guión
de la película La Güera Rodríguez
emilio carballido y julio alejandro
ÍNDICE
Reconocimientos
Introducción
Primera parte: su vida
i La joven Güera, 1778-1808
ii La Güera a solas, 1808-1820
iii ¿Heroína de la Independencia?
iv Una dama aristocrática, 1825-1850
Segunda parte: el después
v Los primeros cien años después de su muerte
vi La leyenda cristalizada en La Güera Rodríguez de Valle-Arizpe, 1949
vii La Güera después de Valle-Arizpe: el poder de la ficción
conclusión
Apéndice 1: Cronología de su vida
Apéndice 2: Datos genealógicos
Fuentes
bibliografía
RECONOCIMIENTOS
Este libro se ha beneficiado de la extraordinaria generosidad de amigos y colegas tanto en México como en los Estados Unidos. Rodrigo Amerlinck, Linda Arnold, Alfredo Ávila, Ann G. Carmichael, Francie Chassen-López, William Christian, María José Esparza Liberal, Dian Fox, Juan Martín Gama Jaramillo, Nina Gerassi Navarro, Pilar Gonzalbo, Guadalupe Jiménez Codinach, Marcela López Arellano, María Dolores Lorenzo, James Mandrell, María Dolores Morales, Erika Pani, Anne Staples, Sonia Pérez Toledo, Ibrahim Sundiata, Angélica Velázquez Guadarrama, Judith Weiss Tayar y Verónica Zárate Toscano contestaron mis preguntas, compartieron fuentes o comentaron sobre secciones del manuscrito. En particular le agradezco a Marjorie Agosín, Gene Bell-Villada y June Erlick la lectura del manuscrito completo; a mi hijo, Daniel Oran, su asistencia con la preparación de las ilustraciones y del mapa; a Julia Tuñón que me haya ayudado a localizar y ver la película La Güera Rodríguez en la Filmoteca de la UNAM; y a Nelly Ramírez Delgado su ejemplar trabajo en copiar documentos de los archivos de la Ciudad de México. A todos les debo mi más profunda gratitud.
Además, recibí sugerencias valiosas sobre versiones preliminares del proyecto de los miembros del Boston Area Workshop on Latin American and Caribbean History, de los Latin American Historians of Northern California y del Seminario Permanente de Historia Social en México. Las ponencias que comentaron resultaron en un artículo que precede el libro: “La Güera Rodríguez: la construcción de una leyenda”, publicado en Historia Mexicana #274, vol. lxix, núm.2 (octubre-diciembre 2019), pp. 471-510.
También reconozco mi deuda a dos escritores que nos dejaron hace mucho tiempo. Primero, a Fanny Calderón de la Barca, cuyo fascinante relato de la vida en México no solamente fue mi introducción a la Güera Rodríguez, sino que fue el texto clave en mantenerla viva en la memoria de generaciones posteriores. Segundo, a Artemio de Valle-Arizpe, cuya maravillosa biografía novelada de María Ignacia Rodríguez despertó mi interés en su figura y la convirtió en ícono de la historia mexicana.
Finalmente, le doy las gracias a mi esposo, David Oran, por haber aceptado la presencia de la Güera en nuestras conversaciones diarias y por haber respondido a mis dudas, siempre con inteligencia, paciencia y cariño.
NOTAS AL LECTOR
1) Se ha modernizado la ortografía de las citas de documentos originales para agilizar la lectura del texto.
2) Todas las traducciones al español son de la autora.
INTRODUCCIÓN
María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio Barba (1778-1850), conocida simplemente como “la Güera Rodríguez”. La mujer hermosa y simpática que dicen cautivó a Simón Bolívar, Alejandro von Humboldt y Agustín de Iturbide. Desterrada de la Ciudad de México por su parte en una conspiración política. Involucrada en varios pleitos escandalosos con su primer marido y después casada dos veces más. Tema tanto de admiración como de chismes durante su vida y después recordada en crónicas históricas y novelas, en la prensa, en obras teatrales, en una película y en una ópera, en historietas y en muchos otros textos. Su fama estalló durante el bicentenario del Grito de Dolores con reposiciones y reimpresiones de esas obras, así como nuevas representaciones en publicaciones populares, en programas de radio y de televisión, y en blogs. Pero, hasta ahora, no se le ha dado la biografía que tanto merece.
La Güera me ha fascinado desde que hace cincuenta años leí Life in Mexico (1843) de Fanny Calderón de la Barca, la esposa escocesa del primer ministro español en el México republicano, quien relata incidentes de sus dos años viviendo en la capital mexicana, en 1840 y 1841. La Güera aparece repetidamente en su texto porque las dos mujeres se hicieron íntimas amigas y compartieron muchos ratos agradables. Fanny nos cuenta —entre otras anécdotas intrigantes— que Humboldt la había pronunciado la mujer más bella que jamás había visto.1 Después leí la biografía novelada de Artemio de Valle-Arizpe, La Güera Rodríguez (1949), que pinta un cuadro inolvidable de “una de las figuras más brillantes” de la historia de México, mujer ingeniosa y rebelde que desafió muchas de las convenciones de su época.2 Y cuando, siendo yo una joven investigadora, encontré varios documentos sobre ella en los archivos, publiqué una selección del largo juicio de divorcio eclesiástico que siguió con su primer marido y guardé mis notas para algún uso futuro.3 Durante todos estos años mis viejos ejemplares de Life in Mexico y La Güera Rodríguez tuvieron un lugar de honor en mi biblioteca. Por eso, cuando emprendí este proyecto sentí que volvía a visitar a una antigua amiga, una de las pocas mujeres mexicanas de su época que dejó una amplia huella documental, cuya vida ofrece una ventana incomparable sobre los últimos tiempos de la colonia y los primeros de la república, y que violó tantas “reglas”, que tenemos que preguntarnos si esas reglas hayan existido fuera de nuestros muy arraigados estereotipos.
Pero al examinar lo que se había escrito sobre ella desde que la de- jé, apenas la reconocí. De un papel secundario en la lucha por la Independencia pasó a ser una de las principales protagonistas. En todo el siglo xx no existió una sola estatua, calle o escuela con su nombre, reconocimiento que le ha tocado a tantas heroínas. Ni formaba parte de la historia oficial que se enseñaba en las escuelas o que se consagra en los museos de historia patria.4 En cambio, para 2010 había llegado a ser una figura icónica. Los carteles que anunciaban la comedia y la ópera La Güera Rodríguez estaban por toda la Ciudad de México, y cuando su glamorosa imagen apareció en un alebrije conmemorando el bicentenario, se la reconocía de inmediato como una de las ama- das patriotas.5 El Museo de la Mujer, inaugurado en 2011, la ubicó como una de apenas cuatro mujeres en la sala de Mujeres Insurgentes, junto a las famosas Leona Vicario, Josefa Ortiz de Domínguez (“La Corregidora”) y Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín.6 Y diversos autores hicieron afirmaciones cada vez más exageradas: fue “La Madre de la Patria”; como “consejera política” de Iturbide “ejerció el mayor grado de poder político que ha tenido una mujer en la historia de México”; y “Es muy probable que sin ella no se habría consumado la Independencia”.7 Algunos le atribuyeron numerosos amantes, entre ellos Bolívar, Humboldt e Iturbide. Y llegaron a describirla como “adicta al sexo”, una “Marilyn Monroe en su momento”, y hasta una de “las 10 prostitutas más famosas de la historia”.8
Entonces entendí que las representaciones de la Güera Rodríguez en los ciento setenta años transcurridos desde su muerte son en sí un tema digno de estudio. Al seguir su ascenso de la relativa oscuridad a la fama, la vi cambiar ante mis ojos de una Intachable Dama Aristocrática a una Patriota Atrevida Pero Finalmente Domada por un Hombre a una Mujer Sabia y, finalmente, a una Heroína Liberada. Y al tratar de encontrar a la verdadera María Ignacia Rodríguez descubrí que mucho de lo que yo creía saber sobre ella era ficción. También observé que una vez que aparecía una nueva historia, luego se repetía como cierta, incluso en algunas obras escritas por investigadores profesionales.
Por eso decidí ampliar el enfoque de mi investigación, del intento inicial de escribir su biografía definitiva —que de todas formas iba a ser imposible por las lagunas en la documentación—, a también analizar las muchas representaciones de esa mujer que ha merecido calificativos tan dispares como “magnífica y extraordinaria”, “astuta”, “pícara”, “seductora”, “libertina”, “depravada”, “ninfómana”, “dócil” y “feminista”. De hecho, la Güera ha sido tema de tantos mitos que es difícil deslindar a la mujer de la leyenda.
Sin embargo, he tratado de separar la verdad de la ficción. La primera mitad de este libro presenta lo que he podido documentar sobre su vida, mucho de lo cual ha sido ignorado —o distorsionado— en textos posteriores. Se nos perfila como una señora de alta sociedad bella y vivaz que confrontó muchas vicisitudes con gran tenacidad, pero que no desafió las normas sociales ni jugó un papel central en la revolución de Independencia. Aun despojada de los mitos que han nublado nuestra visión, la historia real de María Ignacia Rodríguez resulta tan interesante que no necesitaba ningún adorno pues su vida tuvo momentos dramáticos, divertidos y también desgarradores. Y arroja nueva luz sobre la vida cotidiana durante una época para la cual tenemos pocos estudios de historia social y aun menos biografías. También confirma las recientes investigaciones que cuestionan múltiples estereotipos sobre la mujer y el género en el siglo xix.
La segunda parte del libro sigue la trayectoria de la Güera después de su muerte, desde su desaparición del arte y las letras mexicanas en la segunda mitad del siglo xix y su resurrección y transformación en el siglo xx hasta convertirse en ícono popular durante el bicentenario de 2010. Al examinar estas interpretaciones en orden cronológico pude ver cómo su personaje cambió con el tiempo y cómo cada nueva identidad reflejaba el contexto cultural, los valores y los objetivos de los narradores. Además, he tratado de explicar la atracción magnética que ha tenido para tantas generaciones de mexicanos.
Si bien las dos partes del libro se pueden leer independientemente, cada una complementa la otra. Las narraciones creadas muchos años después de su muerte me dieron hipótesis que probar mientras investigaba su vida; y la biografía, a su vez, me permitió ver cuáles partes de esos relatos eran ficticios. Por ejemplo: ¿De veras tuvo relaciones ilícitas con Bolívar y Humboldt? ¿Su destierro de la Ciudad de México de veras fue por apoyar al movimiento de Hidalgo? ¿De veras fue la amante y consejera de Iturbide que le dio la idea del Plan de Iguala? ¿De veras acuñó el dicho “Fuera de México, todo es Cuautitlán”? ¿Manuel Tolsá de veras la usó como el modelo para su escultura de la Virgen de los Dolores en la Iglesia de la Profesa? Resulta que ninguna de estas afirmaciones —ni muchas otras— se pueden corroborar con documentos históricos, y algunas son rotundamente falsas. No obstante, al analizar las diferentes versiones de su vida que aparecieron en distintos momentos, pude rastrear la aparición de los “datos falsos” que posteriormente fueron incorporados a su leyenda. Y pude ver cómo, gradualmente, se fue creando su personaje mítico.
Por lo tanto, este libro sirve como una meditación sobre la construcción de la historia. Las sucesivas transformaciones de su figura manifiestan la gran brecha que existe entre los acontecimientos históricos y la memoria de estos, porque la Güera Rodríguez de la cultura popular dista mucho de la mujer de antaño. También demuestran que la memoria histórica nunca es definitiva, porque la manera de presentar el pasado se actualiza constantemente según las necesidades del presente. Y nos recuerdan que tenemos que evaluar las narraciones históricas con cuidado, siempre preguntando quién creó cada texto, cuándo, con base en cuáles fuentes y con qué propósito. Espero que este estudio tanto de la mujer como del mito nos ayude a desarrollar nuestras capacidades críticas para poder evitar que nos seduzcan los datos falsos y los cuentos apócrifos.
1 Calderón de la Barca, Life in Mexico, p. 141.
2 Valle-Arizpe, La Güera Rodríguez, cita del prólogo titulado “Isagoge.”
3 “Don José Villamil y Primo contra doña María Ignacia Rodríguez, 1802,” en Arrom, Mujer mexicana, pp. 63-107.
4 Ver, por ejemplo, la Galería de Historia del Museo del Caracol que forma parte del Museo Nacional de Historia en la Ciudad de México, visitado en febrero de 2018; y los textos escolares de la Secretaría de Educación Pública, Catalogo Digital.
5 Ver von ZauRunyon, “Alebrijes”.
6 Museo visitado por la autora en marzo de 2015. Ver Galeana, Museo de la Mujer, pp. 65-75.
7 Garci, Más pendejadas célebres, pp. 14-18; Rivera, “La Güera Rodríguez, vital en la independencia”; y Díaz, “La Güera Rodríguez, la mujer detrás de la Independencia de México”.
8 Yorch, “La Güera Rodríguez: heroína olvidada”; Reznik, “¿Quién fue la Güera Rodríguez?”; y Dávila, “Conozca a las 10 prostitutas más famosas de la historia”.
PRIMERA PARTE
SU VIDA
i
LA JOVEN GÜERA, 1778-1808
Muchos lectores conocieron a la Güera Rodríguez por primera vez —igual que yo— en el hoy clásico libro de Fanny Calderón de la Barca, Life in Mexico. Desde el primer momento en que Fanny la conoció, el primero de febrero de 1840, le causó una gran impresión que se desborda en la carta que escribió a un pariente ese mismo día:
Antes de concluir esta carta, tengo que contarte que esta mañana tuve la visita de una persona muy notable, conocida aquí por el nombre de la Güera Rodríguez […] Ella es la famosa belleza que Humboldt calificó hace cuarenta o cincuenta años como la mujer más hermosa que había visto durante todo el curso de sus viajes. Teniendo en cuenta el espacio de tiempo que había transcurrido desde que aquel eminente viajero visitó estos rumbos, mucho me maravillé cuando me pasaron la tarjeta de esta señora pidiendo ser recibida, y más aun al encontrar que a pesar del lapso de tantos años y de los surcos que se complace el Tiempo marcar en las caras más bonitas, la Güera conserva una profusión de rubios rizos sin una cana, preciosos dientes blancos, muy lindos ojos […] y vivísimo ingenio.
Me pareció muy agradable, con mucho don de conversación y una perfecta crónica viviente. Debe haber sido más bien mona que bonita —bello cabello, tez y figura, y muy alegre y simpática. Está casada con su tercer marido, y tuvo tres hijas, todas celebradas por su belleza: la Condesa de Regla quien murió en Nueva York y fue sepultada en la catedral allí; la Marquesa de Guadalupe, también fallecida; y la Marquesa de Aguayo, ahora una viuda hermosa, que se puede ver todos los días en la Calle de San Francisco, sonriente en su balcón— gordita y rubia.
Hablamos de Humboldt y, refiriéndose a sí misma en la tercera persona, me contó los pormenores de su primera visita y de la admiración que ella le inspiraba, siendo aún muy joven, de unos dieciocho años aunque casada y madre de tres hijos; y que cuando él fue a visitar a su madre, estaba sentada cosiendo en un rincón en donde el barón no la veía hasta que, hablando muy seriamente sobre cochinilla, preguntó si podría visitar cierto distrito en donde había un plantío de nopales.
‘Por supuesto’, exclamó la Güera desde su rincón, ‘podemos llevar al señor de Humboldt hoy mismo.’
A lo que él, percibiéndola por primera vez, quedó asombrado y exclamó: ‘¡Válgame Dios! ¿Quién es esta niña?’
Después de eso, estaba constantemente con ella, atraído, según ella, más por su ingenio que por su belleza, pues la consideraba como una Madame de Staël mexicana[…] que me lleva a sospechar que el solemne viajero estuvo cautivado por sus atracciones, y que ni minas, montañas, geografía, geología, conchas petrificadas ni alpenkalkstein lo habían ocupado a la exclusión de un pequeño stratum de coqueteo. De modo que lo he pillado —y me complace saber que ‘a veces hasta el gran Humboldt se adormila’.
Pero los mexicanos de su tiempo no necesitaban de un visitante extranjero para enterarse de doña María Ignacia Rodríguez. Además de ser una señora prominente de la alta sociedad, fue tema de chismes en varias ocasiones: en 1801 y 1802 durante tres ruidosos pleitos con su primer marido; en 1810 cuando fue desterrada de la Ciudad de México por participar en una intriga política; y en 1822 cuando los enemigos de Iturbide difundieron rumores de un enlace romántico entre los dos para desprestigiarlo. En el diario en que el distinguido político y cronista Carlos María de Bustamante apuntaba noticias de la vida capitalina, desde diciembre de 1822 hasta su muerte en septiembre de 1848, se refirió varias veces a “la famosa güera Rodríguez”.1 En 1840 Fanny Calderón la pronunció “un personaje célebre […] nunca llamada por otro nombre sino La Güera Rodríguez”.2 De hecho, he encontrado ese apodo en 1812, y sus hijas con frecuencia eran identificadas ante todo como las “hijas de la Güera”, a pesar de que ellas en sí eran mujeres interesantes y talentosas.3
Es difícil armar su biografía. Las fuentes secundarias, escritas mucho después de su muerte, están llenas de información equivocada y contradictoria —incluso sobre hechos tan básicos como el número de sus hijos (siete, de los cuales dos murieron en la infancia), el nombre de su segundo marido (Juan Ignacio Briones), y la fecha de su muerte (1850)—. Las fuentes primarias tampoco son satisfactorias. Ya que sus papeles personales no se han conservado, he tenido que apoyarme en las impresiones breves de algunos contemporáneos y en la abundante pero fragmentada información de los registros públicos. Si bien aparecía en protocolos notariales, actas parroquiales, y juicios civiles y eclesiásticos, estos dejan enormes vacíos en su historia.Tenemos mucha información para algunos años y ninguna para otros. Casi todos los documentos están filtrados por abogados o escribanos y adaptados a algún fin particular. Aunque a veces contienen detalles dramáticos, por lo general suelen ser secos y formulaicos. Privilegian a los actores masculinos y apenas dejan vislumbrar sus redes de apoyo femeninas (y aun así nos falta mucha información sobre sus tres maridos y su hijo, e incluso carecemos de retratos de esos hombres que jugaron un papel tan importante en su vida). Y pocos de estos documentos revelan sus emociones o pensamientos íntimos. A pesar de estas limitaciones, pintan un cuadro fascinante de su vida; sin embargo, no confirman sus representaciones posteriores como rebelde libertina o heroína importante.
su niñez, 1778-1794
María Ignacia (Ygnacia, como ella lo escribía) Xaviera Raphaela Rodríguez de Velasco y Osorio Barba nació el 20 de noviembre de 1778 en la Ciudad de México y fue bautizada ese mismo día en la parroquia del Sagrario. Fue la primera hija del licenciado don Antonio Rodríguez de Velasco y de doña María Ignacia Osorio Barba, ambos procedentes de familias ilustres. Cuando ella nació su padre ocupaba el prestigioso puesto de regidor perpetuo en el Ayuntamiento, y posteriormente obtuvo las posiciones honoríficas de alférez real, alcalde honorario de la Sala del Crimen de la Real Audiencia, miembro del Consejo de su Majestad y también del Ilustre Colegio de Abogados. Su abuelo materno, el capitán don Gaspar Osorio, fue caballero de la Orden de Calatrava y tenía un mayorazgo, lo que en la Nueva España casi equivalía a un título nobiliario. Tenía dos tíos influyentes: don Luis Osorio Barba, el administrador de la Casa de la Moneda (hermano de su madre), y don Silvestre Díaz de la Vega, miembro del Consejo de su Majestad en la Real Hacienda y el director de la Renta de Tabaco (casado con la hermana de su padre, Bárbara Rodríguez).4 Por lo tanto, formaban parte de la élite mexicana donde los aristócratas se mezclaban con profesionales letrados en lo que Doris Ladd ha llamado “una gran familia extendida cuyos miembros ocupaban un lugar privilegiado en la sociedad”.5
Sabemos poco de su infancia. Se crió con dos hermanas: Josefa, un año menor, quien se casó en 1796 con don Antonio Cosío Acevedo, el quinto marqués de Uluapa; y Vicenta, cinco años menor, quien en 1808 se casó con don José Marín y Muros, un empleado de la Real Aduana.6 La casa de sus padres en la calle de San Francisco —hoy la hermosa calle de Madero— la colocaba en el centro de la Ciudad de México, a pocas cuadras de la Catedral y el palacio virreinal y a pocas puertas de las residencias de varios condes y marqueses. [Figura 1] Documentos posteriores revelan que su familia tenía excelentes relaciones con personas influyentes de la nobleza, de la Iglesia y del gobierno virreinal.
La Güera se movía en el cómodo mundo de la alta sociedad donde las familias vivían cerca, se reunían con frecuencia, asistían a la iglesia regularmente y gozaban de una rica vida social. Según manifiestan las fuentes disponibles, ella concurría a fiestas, bailes, conciertos, noches de teatro, paseos y tertulias donde se cantaba y se jugaba a las cartas. Recibía a sus amigos en el día de su santo (el 31 de julio, fiesta de San Ignacio), y correspondía en los suyos. Salía de la capital en excursiones a pueblos aledaños, como la visita anual a la fiesta de San Agustín de las Cuevas en que se celebraba la Pascua del Espíritu Santo con grandes festividades además de juegos y peleas de gallos. Y frecuentaba las casas de campo de sus amigos, entre ellos la elegante Casa de la Bola, hoy un precioso museo en Tacubaya.
La religión formaba una importante parte de su vida diaria. Varios testigos en el juicio de divorcio eclesiástico que siguió con su primer marido declararon que sus padres “le dieron la mejor crianza, así cristiana como política” y que su “buena educación” fue “sostenida con la frecuencia de actos religiosos”.7 Uno se refirió a un incidente que ocurrió cuando la joven salía de la Catedral después de comulgar, y otros mencionaron haberla encontrado rezando o asistiendo ejercicios espirituales. Estos testimonios también revelan que entre los allegados de la familia había varios sacerdotes que la habían conocido desde niña.
Un documento curioso en los archivos de la Inquisición sugiere hasta qué punto su madre tomaba en serio los preceptos religiosos. El 17 de mayo de 1800 esta le consultó a fray Manuel Arévalo, predicador apostólico y viejo amigo de la familia, sobre si debiera denunciar ciertas estampas indecentes que había encontrado en la casa de una de sus hijas — Josefa o Ignacia, puesto que Vicenta todavía vivía con sus padres—. Las imágenes representaban la última moda de trajes y peinados que se usaban en la casa real de Francia, y provenían del peluquero Carlos Franco, un italiano de treinta y seis años que tenía una elegante peluquería en la capital. Probablemente porque retrataban vestidos muy escotados, la madre las consideraba “muy torpes, deshonestas e inductivas al pecado”. Arévalo decidió reportarlas al Santo Tribunal, el cual, después de entrevistar al “peinador de damas”, confiscó las estampas y dio por concluido el asunto.8 El incidente no solamente muestra que la Güera y sus amigas seguían las modas europeas, sino también la facilidad con que la familia recurría a los oficiales de la Iglesia para que los ayudaran con asuntos personales.
Las niñas deben haber recibido alguna instrucción formal, sino en una escuela por lo menos en su casa, como se acostumbraba en su círculo social. Para finales de la época colonial las mujeres de la élite aprendían a leer, escribir y hacer cuentas, y tenían algún conocimiento de geografía e historia. Prueba de la educación de la Güera es que firmaba su nombre con buena letra y que redactó algunas cartas sin la ayuda de un apoderado, que se han conservado como parte de largos expedientes judiciales. Además, seguramente recibió instrucción en música y en bordado, que se consideraban indispensables para las mujeres de su clase. Y, como demuestran varios acontecimientos posteriores, se le había preparado para cumplir con las responsabilidades de proteger los intereses de su familia. Sin embargo, no sabemos si ella fue una de las mujeres ilustradas como Leona Vicario (quien era tan culta que tradujo Les Aventures de Télémaque de Fénelon), o si era una de las damas “ignorantes” criticadas por Fanny Calderón, quien aseguraba que lo único que leían la mayoría de sus amigas mexicanas eran libros religiosos.9
su primer matrimonio, 1794-1805
Cuando tenía apenas quince años, María Ignacia se comprometió con un oficial militar doce años mayor que ella: don José Gerónimo López de Peralta de Villar Villamil y Primo, teniente del Primer Batallón del Regimiento de Milicias Provinciales. La boda se celebró a pesar de la oposición de su padre viudo, descendiente de una rica familia y poseedor de un mayorazgo.10 Al oponerse a la unión, don José Gerónimo Villamil padre reclamaba que su hijo no le había pedido permiso para contraer esponsales (la promesa de casarse) y que no había presentado pruebas de la limpieza de sangre e hidalguía de su prometida. La verdadera razón, según sugiere el pleito que pronto seguiría con su hijo, es que el padre no consideraba que este tuviera suficientes ingresos para mantener a una familia. El novio acudió a la Audiencia, que tenía jurisdicción sobre los asuntos de mayorazgos por ser estos otorgados por el rey de España. Los jueces no encontraron mérito en los argumentos del padre y le dieron permiso para casarse. Es más, el corregidor de esa corte notó que el padre “en su escrito no le ponía ninguna tacha a la niña” cuyo “ilustre nacimiento” era notorio.11 [Figura 2]
Se casaron el 7 de septiembre de 1794 en la capilla del Hospital de los Betlemitas. La Güera todavía no había cumplido los dieciséis años. Los testigos por parte de la novia fueron sus padres, y por parte del novio, don José María Otero y Castillo, el capitán del regimiento de Villamil, y el doctor don Ignacio del Rivero Casal y Alvarado, su primo y miembro del Real Colegio de Abogados, quien después lo representaría en el pleito contra su padre.12 Prueba del rencor entre los dos es que el padre no asistió a la boda y solamente se enteró después cuando el hijo “se lo participó al padre por medio de una sumisa carta”.13
A pesar de que Villamil pertenecía a una familia noble descendiente del conquistador Gerónimo López, la familia vivía con estrechez antes de que él heredara el mayorazgo de su padre, que consistía en la Hacienda de Bojay cerca del pueblo de Atitalaquia (ahora en el estado de Hidalgo) y varias propiedades adicionales.14
De hecho, tres semanas después de su casamiento Villamil demandó a su padre por alimentos provenientes de su futura herencia, por estar “casado con una niña a quien debe atender con proporción al distinguido mérito”. También le reclamó que todavía le debía la legítima (o sea, herencia) de su madre. El amargo pleito duró más de tres años. El 30 de enero de 1795 la Audiencia ordenó que el padre le asignara una cantidad anual de 1.500 pesos al hijo, retroactivo al primero de enero. El padre protestó en largos escritos floridos, pero tuvo que obedecer a regañadientes; el hijo respondió alegando que el padre no le pasaba sus alimentos cada mes, que de todas formas esa cantidad era insuficiente, y que los alimentos deberían pagarse desde el 8 de septiembre de 1794 (el día después de la boda). La Audiencia falló a favor del hijo, fijó sus alimentos en 2.000 pesos anuales, y aprobó un acuerdo por el cual doña Eugenia López Rodena, arrendataria de la Hacienda de Bojay, le había de pagar los 2.000 pesos directamente y mandar el resto de su renta (120 cargas de cebada) al padre hasta 1799, cuando se terminaba su contrato y el hijo podría administrar la finca por su cuenta.
Para 1802 la situación de Villamil había mejorado. Aunque no le tocaría heredar el mayorazgo completo hasta que falleciera su padre en 1803, ya se le identificaba en procedimientos judiciales como capitán del regimiento de Granaderos de las Milicias Provinciales de México, Caballero del Orden de Calatrava y Maestrante de la Real Maestranza de Ronda. Sin embargo, los cargos honoríficos no producían ingresos. Su salario principal era el derivado de su puesto de subdelegado del distrito de Tacuba, donde la pareja estableció su residencia.15 Este ingreso se suplía con las rentas de Bojay, que variaban según el estado de las cosechas y los mercados de maíz y cebada. Su situación económica se complicaba porque sus propiedades estaban hipotecadas y, para colmo, Villamil seguía un litigio con los indígenas “atrevidos, bravos e insolentes” de algunos pueblos cercanos que él acusaba de ocupar una cuarta parte de la finca ilegalmente”.16 [Figura 3]