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Sergio Pollastri

El último carreteo

Mención Especial Teatro Nacional Cervantes Concurso Nuestro Teatro 2020


Sobre El último carreteo

Casi noventa años después, una investigación acerca de la verdadera causa de su fallecimiento hace que la aviadora Myriam Stefford salga de su tumba para reclamar precisiones al “doctor” que se ocupa del caso. ¿Fue accidente o asesinato? El “doctor” no es cualquier persona sino la reencarnación de alguno de los tres participantes del hecho. ¿De ella misma, de su copiloto Ludwig Fuchs o bien de su marido Raúl Barón Biza?

Mentiras, glamour, amores y venganzas perversas cobran luz alrededor de este último, controvertido y hoy casi desconocido personaje.


SERGIO POLLASTRI

Nació en Buenos Aires en 1952. Vivió casi 25 años en París y sus alrededores, donde trabajó como taxista en tanto realizaba estudios universitarios nocturnos. Tras recibir su diploma en Etnometodología, ejerció varios años como docente en la universidad París VIII. En 2006 se instaló en Buenos Aires y trabaja como acompañante turístico francófono.

En 2001 publicó en Francia su novela Les divans de l’exil. En 2003 le siguió, en Argentina, la novela histórica Las violetas del paraíso, una historia montonera. Luego vinieron El sabor posible en 2012 y El itinerante, en 2017.

Apasionado del tango y de la música folklórica setentina, integró el coro de música popular de SADAIC y luego la formación vocal Amicanto.

Índice

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  Portada

  Sobre El último carreteo

  Dedicatoria

  El último carreteo

  Créditos

  Otros títulos de esta editorial

A Maité Aranzábal y Marcelo Delgado, por la brújula con que orientaron el vuelo de esta obra.

PERSONAJES

LA SEÑORA: Una muchacha treintañera vestida como en la década del 30, con capelina y una carterita de época en la mano. Habla con ligero acento francés.

EL DOCTOR: Un sesentón actual vestido con un saco pasado de moda y grandes anteojos de marco cuadrado.

Los dos personajes utilizan un lenguaje “demodé”, cuidadoso y distante.

CÁMARA NEGRA

Un antiguo sillón a rótula con resorte, un viejo escritorio y una silla. Sobre el escritorio una lámpara antigua, una botella de whisky, un vaso, una caja con fotos y el libro El derecho de matar con la tapa hacia abajo. Todo el ambiente a luz tenue. Oscuridad más allá del escritorio y de los asientos para los dos personajes.

ACTO ÚNICO

(El doctor escribe en una libreta, bajo la luz de la lámpara de escritorio. La señora aparece desde lo oscuro con cierta timidez. Se detiene en el límite de la luz y la sombra de la sala, hasta que el doctor nota su presencia).

EL DOCTOR

¿U... usted, señora? (balbucea retirándose los lentes para una innecesaria confirmación). ¿E… es verdaderamente usted o debo dudar de mi salud mental?

LA SEÑORA

(No se mueve de su sitio). No tiene por qué hacerlo, doctor. Me llegaron rumores desconcertantes acerca del contenido de sus investigaciones, y decidí volver a la realidad “pulsante” aunque más no fuere por unas horas.

(El doctor sale de su turbación, se apresura a levantarse para recibirla).

EL DOCTOR

¡Esta sí que es una sorpresa! Tome asiento, por favor... y disculpe mi confusión. ¿Qué le puedo ofrecer, si es que hay algo que se pueda ofrecer en estas circunstancias? (le corre la silla para que se siente).

LA SEÑORA

Me basta con la cordialidad de su acogida, doctor. (Se sienta y acomoda una parte del faldón de su vestido bajo una pierna).

EL DOCTOR

Espero entonces que no le moleste que yo me sirva un trago para moderar el impacto, señora (se instala en su sillón).

LA SEÑORA

Je vous en prie, docteur.

(El doctor se sirve y bebe).

EL DOCTOR

Por lo visto conservó su pasión por la lengua francesa (procura relajarse).

LA SEÑORA

Fue a través de ella que me vinculé con el mundo entero, doctor, que disfruté de la belle époque, y que me relacioné con Raúl.

EL DOCTOR

(Asintiendo con la cabeza). De haber nacido en su tiempo yo también hubiera tenido nostalgia de los años veinte, señora. ¿Cuántos decenios pasaron desde que nos dejó?

LA SEÑORA

Casi nueve, doctor.

EL DOCTOR

¡Noventa años, ya! ¿Y hoy decidió alejarse de su cripta solamente a causa de mi investigación?

LA SEÑORA

(Con cierto desdén). Supe de otros trabajos que me concernían y no intervine. Pero esta vez es diferente: su pasión y voracidad a mi propósito me llamaron poderosamente la atención, al punto de preguntarme por sus razones.

EL DOCTOR

Le sorprenderá conocerlas, señora (más distendido). Pero le ruego que no nos apresuremos, por favor.

LA SEÑORA

Sea, doctor.

EL DOCTOR

Aún me cuesta entender que la hayan confinado en un lugar tan perdido. Si se trataba de homenajearla, había sitios más apropiados.

LA SEÑORA

(Con una sonrisa lánguida). En un tiempo la pasé mucho mejor que ahora: era visitada, admirada y hasta venerada. Después vinieron las profanaciones y los vejámenes (con un gesto de resignación y desagrado).

EL DOCTOR

Por suerte yo conocí su mausoleo cuando aún estaba intacto. El cuidador, cojo y deforme, ofrecía soles de noche para que pudiésemos recorrerlo. Recuerdo la impresión que me causó alzar el farol y leer sobre el dintel aquella placa amenazante. Hoy nada queda de todo eso: robaron las placas, llenaron de inscripciones las paredes, fracturaron su lápida...

LA SEÑORA

(Lo interrumpe) ...retiraron mi cadáver del ataúd y esparcieron mis restos por la cámara mortuoria. De lo que fui, no dejaron más que unos pocos huesos en un cajón de manzanas al alcance de quien quiera manosearlos.

EL DOCTOR

(Incómodo, dejando escapar un chasquido de lengua). Le ruego que me perdone, señora, yo no quise...

LA SEÑORA

Nada que perdonar, doctor (segura, fría). ¿Puedo preguntarle cómo surgió su interés en mi breve paso por la existencia y, más que nada, sobre su tenor?

EL DOCTOR

(Más aliviado, se reacomoda en el sillón, habla gesticulando con las manos). Se debió a un descubrimiento casual que realicé en 1975, cerca de Alta Gracia. A no mucho de llegar, a lo lejos se dibujaba una estructura desmesuradamente alta y fina que crecía a medida que me le acercaba, a la vez que provocaba la sensación de que no la alcanzaría nunca.

LA SEÑORA

Sembrar pistas equívocas era algo típico en Raúl.

EL DOCTOR

Usted lo dijo, señora. Pensé en la chimenea de alguna fábrica, pero comprendí que ninguna chimenea explicaría ese estilo art decó en hormigón armado. El cuidador me explicó que ese obelisco descomunal era un monumento dedicado a usted, de quien yo no había tenido jamás referencia alguna. Me contó su accidente con el avión y me invitó a pasar. A mí me intranquilizó la familiaridad que emanaba de ese lugar en el que nunca había estado. Mi corazón comenzó a latir con angustia.

LA SEÑORA

¿Una premonición, doctor?

EL DOCTOR

Eso lo deduje después, señora. En una vitrina había un retrato suyo que la mostraba con gorro y antiparras y, en lo alto de una puerta contigua, una placa que decía “Maldición a quien profane esta tumba” me alertó. (Con una mueca de preocupación) ¿La estaba profanando? Supongo que mi aprensión era habitual en los visitantes.

LA SEÑORA

Seguramente fue un efecto más buscado por Raúl.

EL DOCTOR

Y muy exitoso, por cierto, pues conmigo lo logró. Al fondo atraía el reflejo de una luminosidad difusa tras una puerta de rejas (señala con las manos un lugar imaginario en frente). Al avanzar me sorprendió la negrura sin fin que se abría sobre mi cabeza (hace un amplio movimiento de manos sobre sí). Por más que alzase el farol, no daba con límite alguno. Solamente muy allá, en la punta de esa aguja hueca, se adivinaba un diminuto ventanal que daba al cielo abierto. ¿A qué altura? Era imposible calcularla.

LA SEÑORA

Ochenta y dos metros (con seguridad). Lo suficiente como para superar al obelisco de Buenos Aires inaugurado pocas semanas antes. ¿Hubo acaso una orden de Raúl en ese sentido, doctor?

EL DOCTOR

Una decisión así sería coherente con su necesidad de sobrepasarlo todo, señora. El cuidador me señaló la escalera adosada a los muros. “Si después de visitar la tumba quiere subir, hagaló con cuidado y no mire hacia abajo”, me advirtió. Me llevó un buen momento acumular el coraje necesario para cruzar la oscuridad hasta la reja. Allí estaba la espesa lápida en granito que cubría sus despojos.

(Un estremecimiento le sacude la pierna cruzada).

LA SEÑORA

Escucharlo hablar de “mis” despojos, aún hoy me sobrecoge, doctor.

EL DOCTOR

Puedo comprenderla, señora. En la pared, a unos metros del suelo, una abertura en forma de cruz alta y fina proyectaba un haz de luz natural que la reproducía sobre la losa donde estaba grabado su nombre.

LA SEÑORA

¿Y la inscripción decía...?

EL DOCTOR

Myriam Stefford. (Se queda unos segundos contemplando la actitud dubitativa de la señora). ¿Hubiera preferido que dijese Rosa Margarita Rossi Hoffman?

LA SEÑORA

De ninguna manera, doctor (avanza las manos como defendiéndose). Para trascender dejé de ser la hija de un chocolatinero suizo y comencé a ser Myriam Stefford.

EL DOCTOR

O sea que tenía claro el camino a recorrer.

LA SEÑORA

Al menos sabía lo que no quería hacer. ¿Y usted luego se arriesgó por la escalera hasta la cima?

EL DOCTOR

Así es. Empujado por una urgencia irresistible, pisaba con fuerza cada peldaño. Al asomarme por el diminuto balcón, una convulsión se apoderó de mí. Vistos desde allá arriba, las plantas y los arbustos me eran conocidos. De repente, sentí con toda nitidez que caía sobre ellos. Debí sentarme para no perder el equilibrio. Al intentarlo por segunda vez, la experiencia fue la misma. Bajé tembloroso los cuatrocientos peldaños decidido a huir de ese lugar. Pero me encontré con una placa que no había advertido al ingresar al mausoleo. En ella se explicaba que ese monumento construido en 1936, había sido encargado por Raúl Barón Biza en homenaje a su aviadora esposa. El impacto que acababa de vivir en la cúspide, se multiplicó.

LA SEÑORA

(Adelanta ligeramente su pecho sobre la mesa). ¿Acaso el nombre de mi marido le era conocido, doctor?

EL DOCTOR

Más que eso, señora. Su marido había marcado mi adolescencia con su novela Punto Final, que descubrí semiescondida en la biblioteca de un tío.

LA SEÑORA

Ah. Parece que ese libro marcó a mucha gente.

EL DOCTOR

En mi caso, era la primera vez que leía un relato tan crudo de la sexualidad, las emociones y los apetitos humanos. Totalmente perturbado, salí del monumento con la necesidad de llenar mis pulmones de aire. En el ápice de un monolito de unos dos metros de altura se exhibía el motor de su Chingolo. Estaba bastante agredido por las lluvias, el sol y el óxido de varios decenios. En una placa podía leerse...

LA SEÑORA

(Lo interrumpe) …“¡Chingolo mío! Pajarito bueno, con alas de papel y corazón de acero...”

EL DOCTOR

Exactamente, señora (con una sonrisa complacida).

LA SEÑORA

(Con una expresión de dulce añoranza). Yo amaba a ese avión de pechito blanco y lomito rojo. Al despegar en Salta enganché una de sus alas en un alambrado y lo partí en varios pedazos. El que me llevó a la eternidad fue el Chingolo II, que Maurice Debuchy le prestó a Raúl para que mi instructor y yo continuásemos nuestro recorrido por las catorce provincias.

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